Tanques para nada: ¿Está la civilización en juego
en Ucrania?
Voces del Mundo
Andrew Bacevich, TomDispatch.com, 12 febrero 2023
Traducido del inglés por Sinfo Fernández
Andrew Bacevich, colaborador habitual de TomDispatch, es presidente y cofundador del Quincy Institute for
Responsible Statecraft. Acaba de publicar su nuevo libro: On Shedding an Obsolete Past: Bidding
Farewell to the American Century.
"Para defender la civilización, derrota a Rusia". En el siempre belicoso Atlantic, un académico
estadounidense conocido mío hizo recientemente ese dramático llamamiento a las armas. Y
para que no hubiera confusión sobre lo que estaba en juego, la imagen que
acompañaba a su ensayo mostraba al presidente ruso Vladimir Putin con un bigote
y un corte de pelo a lo Hitler.
Si consideramos a Putin como la última manifestación del Führer, la resurrección
de Winston Churchill no puede estar muy lejos. Y, hete aquí, que más de un
observador ya ha empezado a describir al presidente ucraniano Volodymyr
Zelensky como la última reencarnación del
primer ministro británico favorito de Estados Unidos.
En estos días, puede que sean misiles suministrados por Occidente los que derriben
"drones kamikazes" en lugar de los Spitfires que se enzarzan
con Messerschmitts sobre el sur de Inglaterra, pero el escenario básico
permanece intacto. En los cielos de Ucrania y en los campos de batalla se está
recreando la "hora más gloriosa" de 1940. Lo mejor de todo es que sabemos cómo acaba esta historia, o al menos cómo
se supone que debería acabar: con la derrota del mal y el triunfo de la
libertad. Los estadounidenses llevan mucho tiempo encontrando consuelo en este
tipo de narraciones simplificadas. Reducir la historia a un juego moral elimina
las complejidades molestas. ¿Para qué molestarse en pensar cuando las
respuestas son evidentes?
¿Un caso de “y tú más”?
No es que ponerse el manto de Churchill garantice necesariamente un resultado feliz,
ni siquiera el apoyo continuado de Estados Unidos. Recordemos, por ejemplo, que
durante una visita a Saigón en mayo de 1961, el vicepresidente Lyndon
Johnson ungió infamemente al presidente survietnamita Ngo Dinh Diem como el "Churchill de Asia".
Desgraciadamente, ese exaltado título no evitó que Diem fuera derrocado y asesinado en un golpe
de Estado facilitado por la CIA algo más de dos años después. La complicidad de
Estados Unidos para acabar con el sustituto de Churchill en Vietnam del Sur
marcó un punto de inflexión crítico en la guerra de Vietnam, transformando una
molestia en una debacle total. La apreciación de tales ironías puede ayudar a
explicar por qué el antinazi preferido de Zelensky no es Winston Churchill
sino Charlie Chaplin.
Dicho todo esto, defender la civilización es una causa honorable y necesaria que
merece el apoyo de todos los estadounidenses. Donde las cosas se complican es a
la hora de decidir cómo enmarcar una tarea tan esencial. Dicho sin rodeos,
¿quién elige lo que es honorable y necesario? En las redacciones de The Atlantic
y otros medios rusófobos similares, la suposición no reconocida es,
por supuesto, que nos corresponde a nosotros, donde "nosotros" significa
Occidente y, sobre todo, Estados Unidos.
Timothy Snyder, un autodenominado «historiador de la atrocidad política» que enseña en
Yale, suscribe esta propuesta. Recientemente se ha pronunciado con 15 razones
"¿Por qué el mundo necesita la victoria ucraniana?". Esas 15 razones son muy variadas. Una victoria
ucraniana, afirma Snyder: (#1) "derrotará un proyecto genocida en curso"; (#3)
"pondrá fin a una era de imperio"; y (#6) "debilitará el prestigio de los
tiranos". Al dar una lección objetiva a China, también (#9) "disipará la
amenaza de una gran guerra en Asia". Para los preocupados por la crisis
climática, derrotar a Rusia también (#14) "acelerará el abandono de los
combustibles fósiles". Mi propio nº 1 es el nº 13 de Snyder: una victoria para
Ucrania "garantizará el suministro de alimentos y evitará futuras hambrunas".
En pocas palabras, según Synder, una victoria ucraniana sobre Rusia tendrá un
impacto redentor en casi cualquier tema imaginable, transformando el orden
global junto con la propia humanidad. Los ucranianos, escribe, "nos han dado la
oportunidad de darle la vuelta a este siglo". De nuevo, permítanme subrayar que
lo que me hace dudar es ese "nos".
Es comprensible que el profesor Snyder y los editores de The Atlantic
(y otras publicaciones igualmente beligerantes) se centren tan
intensamente en los acontecimientos de Ucrania. Después de todo, la guerra allí
es un horror. Y aunque los crímenes de Vladimir Putin no lleguen ni de lejos a
los de Hitler -cualquiera que haya sido su maligna intención, la incondicional
resistencia ucraniana ha descartado sin duda el genocidio-, es sin duda una
amenaza de primer orden y su temeraria agresión merece fracasar.
Sin embargo, me parece dudoso que la valentía ucraniana, combinada con el avanzado
armamento occidental, tenga algo más que un impacto pasajero en la historia
mundial. Es cierto que, en este sentido, puede que esté en minoría. Además de
causar un inmenso sufrimiento, la guerra de Putin ha desatado una oleada de
hipérboles, de las que las 15 razones del profesor Snyder no son más que un ejemplo.
Como alguien que no pretende ser un "historiador de la atrocidad política" -lo más
que puedo hacer es clasificarme como un "estudiante de la locura
estadounidense"- mi suposición es que la invasión rusa de Ucrania tendrá un impacto
tan duradero como nuestra propia invasión de Iraq, cuyo XX aniversario se
acerca ahora.
Atrevidos hasta la temeridad, George W. Bush y sus socios se propusieron alterar el curso
de la historia. Al invadir un territorio lejano considerado crítico para la
seguridad nacional de este país, pretendían inaugurar una nueva era de dominio
mundial estadounidense (denominada “liberación" con fines
propagandísticos). Los resultados obtenidos, por decirlo suavemente, fueron
diferentes de los esperados.
Por grotescas que resulten, las ambiciones de Putin en Ucrania parecen casi
modestas en comparación. Mediante una invasión y una guerra de elección
(denominada cruzada antifascista con fines propagandísticos), pretendía
reafirmar el dominio ruso sobre una nación que el Kremlin consideraba esencial
para su seguridad desde hacía mucho tiempo. Los resultados obtenidos hasta
ahora, podemos afirmar sin temor a equivocarnos, han resultado ser muy
diferentes de los esperados.
Cuando el presidente ruso se embarcó en su guerra de 2022, no tenía ni idea de dónde
se metía, como tampoco la tenía George W. Bush en 2003. Es cierto que ambos son
extraños compañeros de cama y es fácil imaginar que cada uno se ofenda al ser
comparado con el otro. Sin embargo, la comparación es inevitable: En el
presente siglo, Putin y Bush han colaborado de facto en la
perpetración de estragos.
Algunos podrían acusarme de cometer el pecado de “y tú más”, señalando con el dedo
acusador en una dirección para excusar la iniquidad en otra, pero esa no es mi
intención. No se puede exculpar a Putin: sus acciones han sido las de un vil
criminal.
¿Civilización en peligro?
Pero si Putin es un criminal, ¿cómo debemos juzgar a quienes concibieron, vendieron,
lanzaron y arruinaron la guerra de Irak? Al haber transcurrido 20 años, ¿ha
prescrito algún tipo de delito que haya restado relevancia a ese conflicto?
Tengo la sensación de que la clase dirigente de la seguridad nacional se siente
ahora fuertemente inclinada a fingir que la guerra de Iraq (y también la de Afganistán)
nunca tuvo lugar. Ese ejercicio de memoria selectiva ayuda a validar la
insistencia en que Ucrania ha vuelto a conferir a Estados Unidos la
responsabilidad primordial de defender la “civilización". Que nadie más
puede asumir ese papel se da simplemente por sentado en Washington.
Lo que nos lleva de nuevo al quid de la cuestión: ¿Cómo es que este conflicto en
particular pone en peligro a la propia civilización? ¿Por qué el rescate de
Ucrania debería tener prioridad sobre el de Haití o Sudán? ¿Por qué debería importar más el temor a un genocidio en Ucrania que el genocidio en curso
contra los rohinyá en Myanmar? ¿Por qué el suministro de armas modernas a Ucrania debe considerarse una
prioridad nacional, mientras que el equipamiento de El Paso, Texas, para hacer
frente a una avalancha de inmigrantes indocumentados figura como una ocurrencia
tardía? ¿Por qué los ucranianos asesinados por Rusia generan titulares,
mientras que las muertes atribuibles a los cárteles de la droga mexicanos –100.000 estadounidenses por sobredosis de drogas al año- se tratan como meras estadísticas?
De las diversas respuestas posibles a estas preguntas, tres destacan y merecen
reflexión.
La primera es que la “civilización”, tal como se emplea habitualmente el término
en el discurso político estadounidense, no abarca lugares como Haití o Sudán.
La civilización deriva de Europa y sigue centrada en Europa. Civilización
implica cultura y valores occidentales. Así, al menos, se ha condicionado a los
estadounidenses a creer, especialmente a los miembros de nuestra élite. E
incluso en una época que celebra la diversidad, esa creencia persiste, aunque
sea de forma subliminal.
Por lo tanto, lo que hace que la agresión rusa sea tan atroz es que victimiza a los
europeos, cuyas vidas se consideran de mayor valor que las de quienes residen
en regiones del mundo implícitamente menos importantes. Que existe una
dimensión racista en tal valoración es evidente, por mucho que los funcionarios
estadounidenses lo nieguen. Sin rodeos, las vidas de los ucranianos blancos
importan más que las vidas de los no blancos que pueblan África, Asia o América Latina.
La segunda respuesta es que plantear la guerra de Ucrania como una lucha para
defender la civilización crea una oportunidad perfecta para que Estados Unidos
reclame su lugar al frente de esa misma civilización. Tras años desperdiciados
vagando por el desierto, Estados Unidos puede ahora volver ostensiblemente a su
verdadera vocación.
El astuto discurso del presidente Zelensky ante el Congreso puso de relieve ese retorno.
Al comparar a sus propias tropas con los soldados de infantería que lucharon en
la Batalla de las Ardenas y citar al presidente Franklin Roosevelt sobre la
inevitabilidad de la "victoria absoluta", fue como si el mismísimo Winston
Churchill hubiera reaparecido en el Capitolio para alistar a los
estadounidenses en la causa de la rectitud.
Huelga decir que Zelensky pasó por alto el lapsus claramente poco churchilliano de esa
tradición que supone la presidencia de Donald Trump. Tampoco mencionó su propio
coqueteo con Trump, que incluyó garantías de que “usted es un gran maestro para nosotros".
“EE.UU. ha vuelto", declaró Joe Biden en múltiples ocasiones durante las primeras semanas de su presidencia, y el
presidente ucraniano ha estado encantado de validar repetidamente esa
afirmación mientras continúe el flujo de armas y municiones para sostener a sus
fuerzas. Las desastrosas guerras de este país tras el 11-S pueden haber
suscitado dudas sobre si Estados Unidos había mantenido el lugar que le
correspondía en el lado correcto de la historia. Sin embargo, con la señal de
aprobación de Zelensky, la participación de Washington en una guerra por
poderes -nuestro tesoro, con la sangre ajena- parece haber acallado esas dudas.
Un último factor puede contribuir a este afán por ver a la civilización misma bajo
un asedio mortal en Ucrania. Demonizar a Rusia proporciona una excusa
conveniente para posponer o evitar por completo un ajuste de cuentas crítico
con la actual versión estadounidense de esa civilización. Clasificar a Rusia
como enemigo de facto del mundo civilizado ha disminuido efectivamente la
urgencia de examinar nuestra propia cultura y valores.
Piensen en ello como una concepción inversa del “y tú más”. La escandalosa brutalidad
rusa y su cruel desprecio por las vidas ucranianas desvían la atención de
cualidades similares que no son precisamente infrecuentes en nuestras propias calles.
Cuando empecé a trabajar en este ensayo, la administración Biden acababa de
anunciar su decisión de proporcionar a
Ucrania un puñado de los tanques M-1 Abrams más avanzados de este país.
Aclamado en algunos círculos como un “cambio de juego”, es poco probable que la llegada de un número relativamente pequeño de esos tanques dentro de unos meses
o más suponga una diferencia decisiva en el campo de batalla.
Sin embargo, la decisión ha tenido este efecto inmediato: afirma el compromiso de
Estados Unidos de prolongar la guerra de Ucrania. Y cuando se agote el crédito
ganado por el envío de tanques, los editores del Atlantic, respaldados
por profesores de Yale, presionarán sin duda para que se envíen cazas F-16 y
cohetes de largo alcance que el presidente Zelensky ya está solicitando.
Consideren todo esto, pues, como un distintivo de Estados Unidos en nuestro tiempo. Con el
pretexto de cambiar el siglo, financiamos la violencia en tierras lejanas y
eludimos así los retos reales de cambiar nuestra propia cultura. Por desgracia,
cuando se trata de rehabilitar nuestra propia democracia, todos los tanques
Abrams del mundo no van a servir para salvarnos.
Imagen de portada: Tanque M1 Abrams de EE.UU.
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