La estrategia antiterrorista de EEUU en África financia la tortura
Fuerzas de seguridad financiadas por EEUU están acusadas de cometer abusos contra los
derechos humanos, incluidas ejecuciones sumarias y desapariciones
La Ley Leahy prohíbe a Estados Unidos proporcionar ayuda a "ninguna unidad de las
fuerzas de seguridad de un país extranjero si existe información creíble de que
dicha unidad ha cometido violaciones de derechos humanos"
Simon Allison – Nairobi
eldario.es/The
Guardian
12 de marzo de 2017
El ejército de Kenia se entrena para combatir a los
terroristas de Al Shabab. EFE
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Justo antes de que sus torturadores lo empujaran desde una furgoneta al pavimento de una calle en Nairobi, estando
casi inconsciente, a Abdi le advirtieron que había tenido suerte: “Hoy tenías
que morir”.
El operativo de seguridad que lo detuvo era keniata, pero una investigación realizada por la
Anganza Foundation for African Reporting sugiere que puede haber sido
parte de una estrategia de contraterrorismo financiada por Estados Unidos en
todo el continente africano. Esta estrategia está dejando un
rastro de destrucción a su paso.
Desde que Kenia invadió
Somalia en 2011 en un intento de desplazar al grupo islamista Al Shabaab, miles de somalíes que viven en Kenia,
igual que Abdi, han sido detenidos; muchos por dudosas razones.
Las fuerzas de
seguridad, especialmente la Fuerza de Defensa Keniata, que continúa recibiendo
importante financiación estadounidense, y la unidad policial antiterrorista han
sido acusadas de torturas y ejecuciones.
Aunque el relato de Abdi dificulta verificar el caso de forma independiente, los detalles coinciden
con los de otros relatos recogidos por ONG locales, incluida la Unidad
Médico-Legal Independiente, que registra incidentes de
tortura y violencia policial en Kenia.
Abdi asegura que estaba saliendo de la universidad donde estudiaba en 2015
cuando un coche, transformado en unidad de tortura móvil, se detuvo a su lado.
Desde dentro le apuntaron a la cara con un arma con silenciador.
Mientras lo arrestaban, los hombres, que se identificaron como policías, le dijeron a Abdi
que hacía años que lo tenían vigilado. Sus interrogadores le explicaron que era
sospechoso por vivir en una casa en las afueras de Eastleigh, un suburbio de
Nairobi mayormente somalí. Le preguntaban una y otra vez: “¿Estás intentando
reclutar para Al Shabaab?”
Abdi asegura que cuando no les gustaba una respuesta, le aplicaban una descarga eléctrica con un
táser industrial para ganado. El hombre calcula que su calvario duró unas siete horas.
Desde ese día, Abdi sufre dolor crónico de espalda a causa de las descargas. Pero aun así, se considera
afortunado. “De diez [personas] que se llevan, solo regresa una”, afirma.
"Kenia lo hace para complacer a otros países"
El doctor Abdallah Waititu tuvo menos suerte. No se le ha vuelto a ver desde que se fue
de su trabajo la tarde del 4 de abril del año pasado. Este
farmacéutico de 33 años de origen somalí, conocido como Duktur (“doctor”), era
un pilar de la comunidad de Eastleigh hasta que desapareció.
“Nuestros amigos nos dicen que no nos preocupemos, que debe de estar vivo. Pero no lo creeré hasta
que lo vea”, afirma su hermano Imran. La vida de la familia de Waititu cambió
radicalmente. Sus tres esposas y cinco niños pequeños se han tenido que mudar a
un piso más pequeño y sus hermanos trabajan horas extras para pagar el alquiler
y la comida. Cada semana visitan comisarías y morgues.
La familia también está intentando denunciar al Gobierno para saber dónde está Waitutu. El
Gobierno dice que no lo sabe.
En junio también desapareció Abdul Mwangi Karuri, otra importante figura de la mezquita y
político en ciernes. Sus compañeros del Partido Democrático culpan a las
autoridades.
El gobierno keniata, incluido el Centro Nacional de Contraterrorismo, no ha respondido las preguntas sobre ninguno de
estos casos.
En Eastleigh, las historias de intimidaciones, arrestos, torturas y desapariciones se han vuelto
comunes, pero Imran cree que “Kenia está haciendo esto para complacer a otros
países. Cada secuestro le demuestra a los que ponen el dinero que lo están
gastando bien”, denuncia.
Esfuerzos antiterroristas de Estados Unidos
Desde hace años, Estados Unidos ha apoyado a algunos de los peores violadores de derechos
humanos en el continente, una tendencia que los expertos advierten que puede
empeorar con el presidente Donald Trump apoya las
torturas contra sospechosos de terrorismo. Trump a ha comenzado a cumplir sus promesas de campaña de reforzar aún más
las acciones contra grupos terroristas.
Por todo el continente saltan a la vista las tensiones entre luchar contra el terrorismo y proteger los derechos
humanos: en Nigeria, Estados Unidos está invirtiendo 38 millones de
euros para combatir a Boko Haram, a pesar de que el propio Departamento de
Estado descubrió que los servicios
de seguridad nigerianos “han cometido asesinatos extrajudiciales, han torturado
y han violado”.
En Sudán del Sur, la financiación estadounidense previa al estallido de la guerra civil de 2013 ayudó a entrenar
y modernizar al Ejército, a pesar del uso extendido de niños soldados.
También está la Asociación Transahariana de Contraterrorismo, una de las más
importantes iniciativas que desde 2005 ha destinado entre 85 y 151,5
millones de euros al año del Gobierno estadounidense a las fuerzas de
seguridad y servicios judiciales de diez países del Sahel y Magreb: Argelia,
Burkina Faso, Chad, Mauritania, Malí, Marruecos, Níger, Nigeria, Senegal y
Túnez. Muchos de ellos no han demostrado mucho respeto por la democracia y las
libertades individuales.
Kenia es un ejemplo especialmente llamativo de este conflicto. En 2016, Estados Unidos apoyó al
Ejército keniata con 113,8 millones de euros y a la policía con 7,6 millones de
euros. Ese mismo año, Human Rights
Watch registró 34 desapariciones forzadas en Nairobi y en el noreste de Kenia;
todas ellas vinculadas con operaciones de contraterrorismo.
La prohibición de financiar a países que no cumplen
La Constitución estadounidense prohíbe financiar a países que violan los Derechos Humanos.
Según la Ley Leahy, impulsada por el
senador Patrick Leahy a fines de los años 90, “no se proveerá ayuda… a ninguna
unidad de las fuerzas de seguridad de un país extranjero si el secretario de
Estado tiene información creíble de que dicha unidad ha cometido violaciones
graves a los derechos humanos”.
La elección de palabras ha sido la clave. Al especificar “ayuda a ninguna unidad”, la ley
presupone que se puede financiar solo a los buenos policías, separándolos de
los malos. Human Rights Watch asegura que este tecnicismo es lo que permite
situaciones como la que se está dando en Kenia. Se han presentado solicitudes de
información específica al Departamento de Estado, al Departamento de Defensa y
a la embajada estadounidense en Kenia sobre la financiación que aporta Estados
Unidos a los servicios de seguridad keniatas, pero no ha habido ninguna
respuesta.
El Comando Africano
de Estados Unidos, responsable de las relaciones militares estadounidenses en el continente,
sostiene que “generalmente se niega la ayuda económica en los casos en que hay
información creíble de que los miembros o unidades de una fuerza de seguridad
extranjera han cometido violaciones graves de derechos humanos”.
Mientras tanto, no queda claro si la “guerra contra el terrorismo” está funcionando en África. Los
ataques se han cuadruplicado
desde 2009, y los muertos han aumentado un 850%. Si bien el colapso de Libia ha sido
determinante en el dramático aumento de las cifras, así como también lo ha sido
la expansión del Estado Islámico, también se puede adjudicar parte de la culpa
a los fracasos de los servicios de seguridad nacionales.
En 2014, el Instituto de Estudios de Seguridad habló con 95 miembros de grupos militares islamistas en Kenia para
preguntarles por qué se habían radicalizado.
La mayoría de los miembros, que formaban parte de diferentes grupos, desde Al Shabaab al Consejo
Republicano de Mombasa (MRC, por sus siglas en inglés), “hablaron de
injusticias cometidas por las fuerzas de seguridad keniatas”, según explica
Anneli Botha, investigadora del proyecto.
Algunos se quejaron: “A todos los musulmanes nos tratan como si fuéramos terroristas”,
mientras que otros detallaron delitos específicos cometidos por la policía keniata.
A un año de su detención, Abdi asegura que el miedo no le permite caminar por las calles, pero
dice sentirse enfadado y traicionado. “Me atacaron los que se supone que tienen
que protegerme. Se supone que tienen que luchar contra el terrorismo, pero los
terroristas son ellos”, señala.
Traducido por Lucía Balducci
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