Chelsea Manning: La distopía a la que nos suscribimos
Chelsea Manning
The New York Times.es
25 de septiembre de 2017
Las amenazas de violencia física y terrorismo han
provocado que los gobiernos atraviesen barreras tradicionales de privacidad
personal en el nombre de la seguridad nacional. Un empleado del metro en la
estación Victoria en Londres monitorea cámaras de vigilancia. Credit Andrew Testa para
The New York Times |
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Durante siete años, yo no existí.
Mientras estaba encarcelada, no tuve estados de cuenta bancarios ni facturas ni
historial crediticio. En nuestro mundo interconectado de macrodatos, al parecer
no era distinta de una persona fallecida. Después de que me liberaron, esa
falta de información acerca de mí generó una serie de problemas, desde
dificultad para acceder a cuentas bancarias hasta complicaciones para obtener
una licencia de conducir y rentar un apartamento.
En 2010, el iPhone solo tenía tres años de haber sido lanzado y muchas personas
aún no consideraban que los teléfonos inteligentes fueran los accesorios
digitales indispensables que son ahora. Siete años más tarde, prácticamente
todo lo que hacemos provoca que derramemos información digital, lo cual nos
pone a merced de algoritmos invisibles que amenazan con consumir nuestra libertad.
La filtración de información puede parecer inocua en algunos aspectos. Después de
todo, ¿por qué preocuparse si no tenemos nada que ocultar? Declaramos nuestros
impuestos. Hacemos llamadas telefónicas. Enviamos correos electrónicos. Se usan
registros fiscales para que seamos honestos. Aceptamos dar a conocer nuestra
ubicación para que podamos revisar el clima en nuestros teléfonos inteligentes.
Los registros de nuestras llamadas, mensajes de texto y movimientos físicos se
archivan junto con nuestra información de cobranza. Quizá esos datos se
analizan en secreto para verificar que no somos terroristas, pero nos aseguran
que solo es en aras de la seguridad nacional.
Las cámaras de vigilancia y otros sensores conectados a internet registran nuestros
rostros y voces; ahora ponemos algunos de estos dispositivos en nuestras casas
de manera voluntaria. Cada vez que cargamos un artículo noticioso o una página
en un sitio de redes sociales, nos exponemos a códigos de rastreo, y permitimos
que cientos de entidades desconocidas monitoreen nuestras compras y nuestras
costumbres de navegación en línea. Aceptamos acuerdos de términos de servicio
crípticos que opacan la verdadera naturaleza y el objetivos de esas
transacciones.
La información biométrica (como huellas
digitales, escaneos de retina y el ADN) ayuda a que los gobiernos y
corporaciones rastreen a la gente en todo el mundo. En Irak, soldados del
Ejército de Estados Unidos escanean el ojo de un hombre para ver si es un
insurgente conocido. Credit Michael Kamber para The New York Times
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De acuerdo con un estudio de 2015 del Pew Research Center,
el 91 por ciento de los adultos estadounidenses creen que han perdido el
control de la manera en que se recolecta y se utiliza su información personal.
Sin embargo, todo lo que han perdido es más de lo que probablemente sospechan.
El verdadero poder de la recopilación de datos masivos está en los algoritmos
personalizados capaces de tamizar, ordenar e identificar patrones dentro de los
datos. Cuando se recolecta información suficiente a lo largo del tiempo, los
gobiernos y las corporaciones pueden usar o abusar de estos patrones para
predecir el comportamiento humano próximo. Nuestros datos establecen un “patrón
de vida” a partir de residuos digitales aparentemente inofensivos como las
señales de las torres celulares, las transacciones con tarjetas de crédito y
los historiales de navegación en la web.
Las consecuencias de estar sujetos al constante escrutinio algorítmico a menudo son
poco claras. Las empresas tecnológicas, por ejemplo, pregonan que la inteligencia
artificial —un término amplio de Silicon Valley para referirse a algoritmos de
aprendizaje profundo y pensamiento profundo— es un camino hacia las ventajas de
la alta tecnología del así llamado internet de las cosas. Esto incluye
asistentes digitales en casa, dispositivos conectados a internet y vehículos autónomos.
De manera simultánea, los algoritmos ya están analizando los hábitos de las redes
sociales, determinando la capacidad crediticia, decidiendo a qué candidatos a
un empleo se les llamará para entrevista y juzgando si los acusados de un
crimen deben salir bajo fianza. Otros sistemas de aprendizaje digital utilizan
análisis facial automatizado para detectar y rastrear emociones o dicen tener
la habilidad de predecir si alguien se convertirá en un criminal solo con base
en sus rasgos faciales.
Estos sistemas no dejan espacio para lo humano; no obstante, definen nuestra vida
diaria. Cuando comencé a reconstruir mi vida este verano, descubrí con dolor
que no tienen tiempo para las personas que se han salido del sistema… no
registran ese tipo de matices. Me revelé públicamente como mujer transgénero y
comencé un tratamiento de remplazo hormonal mientras estaba en prisión. Sin
embargo, cuando me liberaron, no había historial cuantificable de mi existencia
como mujer trans.
Las verificaciones crediticias y de antecedentes supusieron automáticamente que
estaba cometiendo fraude. Mis cuentas bancarias aún estaban bajo mi viejo
nombre, que legalmente ya no existía. Durante meses, tuve que llevar a todas
partes una enorme carpeta con mi vieja identificación y una copia de la orden
judicial en la que se declaraba mi cambio de nombre. Incluso entonces, los
secretarios y cajeros bancarios a veces se encogían de hombros al notar la
anomalía y solo decían: “La computadora dice que no” mientras me negaban el
acceso a mis cuentas.
Ese pensamiento programático e impulsado por máquinas se ha vuelto especialmente
peligroso en manos de los gobiernos y la policía.
En años recientes, nuestro ejército, fuerzas policiales y agencias de inteligencia
se han combinado de maneras inesperadas. Cosechan más datos de los que pueden
manejar y van lado a lado a través del mundo cuantificable en edificios
extensos y por lo regular sin ventanas llamados centros de fusión.
Esas relaciones nuevas y poderosas han generado una base para un vasto Estado
policial y de vigilancia al que también le han dado vida. Los algoritmos
avanzados han hecho esto posible a un nivel sin precedentes. Las infracciones
relativamente menores o “microcrímenes” ahora pueden controlarse enérgicamente,
y gracias a bases de datos nacionales compartidas entre los gobiernos y las
corporaciones, estos incidentes menores pueden acecharte para siempre, incluso
si la información es incorrecta o carece de contexto.
Al mismo tiempo, el Ejército de Estados Unidos utiliza los metadatos de un sinfín
de comunicaciones para atacar con drones, utilizando señales emitidas desde los
teléfonos celulares para rastrear y eliminar blancos.
En la literatura y la cultura pop, conceptos como “crimental” y “precrimen” han
surgido a partir de la ficción distópica. Se utilizan para limitar y castigar a
cualquiera que sea señalado por los sistemas automatizados como un criminal o
una amenaza en potencia, aunque no se haya cometido un crimen. Sin embargo,
este tropo de la ciencia ficción se está convirtiendo rápidamente en realidad.
Los algoritmos predictivos de control policial ya se están usando para generar
mapas automatizados de indicadores de crímenes futuros, y al igual que el
control policial “manual” que los antecedió, van de forma abrumadora tras
vecindarios pobres y de minorías.
El mundo se ha convertido en una suerte de novela inquietantemente distópica y
banal. Las cosas se ven igual en la superficie, pero no lo son. Sin fronteras
aparentes en torno a la manera en que los algoritmos pueden usar y abusar de
los datos que se recopilan acerca de nosotros, el potencial para que controlen
nuestras vidas está en constante aumento.
Nuestras licencias de conducir, nuestras llaves, nuestras tarjetas de débito y crédito
son partes importantes de nuestra vida. Incluso nuestras cuentas en las redes
sociales pronto podrían ser componentes fundamentales para ser miembros
completamente funcionales de la sociedad. Ahora que vivimos en este mundo,
debemos averiguar cómo mantener nuestra conexión con la sociedad sin rendirnos
ante procesos automatizados que no podemos ver ni controlar.
Chelsea Manning es defensora de la transparencia gubernamental, activista de los
derechos de las personas transgénero y exanalista de inteligencia del Ejército
de Estados Unidos. En 2013, la condenaron bajo la Ley de Espionaje por filtrar
documentos clasificados acerca de las guerras en Irak y Afganistán. El
presidente Obama conmutó su sentencia en enero, y la liberaron en mayo.
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