Del Servicio Noticioso Un Mundo Que Ganar
Del libro Hiroshima, de John Hersey
26 de agosto de 2015 | Periódico Revolución |
revcom.us
3 de agosto de 2015 Servicio Noticioso Un Mundo Que
Ganar El novelista y periodista estadounidense John Hersey
llegó a Hiroshima después del bombardeo del 6 de agosto de 1945, y volvió otra
vez al año siguiente para hacer entrevistas para un artículo de revista y
posteriormente un libro que contribuyó a abrirles los ojos a varias
generaciones de personas. Bajo la ocupación estadounidense, se prohibió en
Japón. Los siguientes pasajes de su libro Hiroshima (Madrid: Turner
Publicaciones, 2002) se centran a las historias que contaron dos
sobrevivientes.
Las siguientes fotos y leyendas son de unos materiales
recopilados como parte del Estudio del Bombardeo Estratégico de Estados Unidos,
División de Daños Materiales, realizado por el gobierno de Estados Unidos en la
estela de la destrucción y muerte horrorosas en Hiroshima que resultaron del
ataque nuclear estadounidense. Despachó a un grupo de 1.150 militares y
civiles, entre ellos fotógrafos, para documentar la destrucción. Las imágenes
revelan y reflejan la misión del estudio: sacar lecciones de este horrible
crimen de guerra para poder cometer más crímenes de guerra. Siga
leyendo.
Estudio del Bombardeo Estratégico de Estados Unidos,
División de Daños Materiales [Asfalto quemado por fogonazo en el Puente 20
sobre el río Motoyasu, Hiroshima], 26 de octubre de 1945
Estudio del Bombardeo Estratégico de Estados Unidos,
División de Daños Materiales [Chaqueta chamuscada de un niño hallada cerca
del Palacio Municipal de Hiroshima], 5 de noviembre de 1945
Estudio del Bombardeo Estratégico de Estados Unidos,
División de Daños Materiales [Escombros de una escuela], 17 de noviembre de
1945 |
Exactamente a las ocho y quince minutos de la mañana, hora japonesa, el 6 de
agosto de 1945, en el momento en que la bomba atómica relampagueó sobre
Hiroshima, la señorita Toshiko Sasaki, empleada del departamento de personal de
la Fábrica Oriental de Estaño, acababa de ocupar su puesto en la oficina de
planta y estaba girando la cabeza para hablar con la chica del escritorio
vecino.
En ese mismo instante, el doctor Masakazu Fujii se acomodaba con las piernas
cruzadas para leer el cotidiano Asahi de Osaka en el porche de su
hospital privado, suspendido sobre uno de los siete ríos del delta que divide
Hiroshima; la señora Hatsuyo Nakamura, viuda de un sastre, estaba de pie junto
a la ventana de su cocina observando a un vecino derribar su casa porque
obstruía el carril cortafuego; el padre Wilhelm Kleinsorge, sacerdote alemán de
la Compañía de Jesús, estaba recostado en ropa interior y sobre un catre, en el
último piso de los tres que tenía la misión de su orden, leyendo una revista
jesuita, Stimmen der Zeit; el doctor Terufumi Sasaki, un joven miembro
del personal quirúrgico del moderno hospital de la Cruz Roja, caminaba por uno
de los corredores del hospital, llevando en la mano una muestra de sangre para
un test de Wasserman; y el reverendo Kiyoshi Tanimoto, pastor de la Iglesia
Metodista de Hiroshima, se había detenido frente a la casa de un hombre rico en
Koi, suburbio occidental de la ciudad, y se preparaba para descargar una
carretilla llena de cosas que había evacuado por miedo al bombardeo de los B‑29
que, según suponían todos, pronto sufriría Hiroshima.
La bomba atómica mató a cien mil personas, y estas seis estuvieron entre los
sobrevivientes. Todavía se preguntan por qué sobrevivieron si murieron tantos
otros. Cada uno enumera muchos pequeños factores de suerte o voluntad –un paso
dado a tiempo, la decisión de entrar, haber tomado un tranvía en vez de otro–
que salvaron su vida. Y ahora cada uno sabe que en el acto de sobrevivir vivió
una docena de vidas y vio más muertes de las que nunca pensó que vería.
En aquel momento, ninguno sabía nada... Entonces cortó el cielo un
resplandor tremendo. El señor Tanimoto recuerda con precisión que viajaba de
este a oeste, de la ciudad a las colinas. Parecía una lámina de sol. Tanto él
como el señor Matsuo reaccionaron con terror, y ambos tuvieron tiempo de
reaccionar (pues estaban a 3.200 metros del centro de la explosión). El señor
Matsuo subió corriendo las escaleras, entró en su casa y se lanzó de cabeza
entre los bultos de sábanas. El señor Tanimoto dio cuatro o cinco pasos y se
arrojó entre dos rocas grandes del jardín. Se dio un fuerte golpe en el
estómago contra una de ellas. Como tenía la cara contra la piedra, no vio lo
que sucedió después. Sintió una presión repentina, y entonces le cayeron encima
astillas y trozos de tablas y fragmentos de teja. No escuchó rugido alguno.
(Casi nadie en Hiroshima recuerda haber oído nada cuando cayó la bomba...)
Cuando finalmente se atrevió, el señor Tanimoto levantó la cabeza y vio que
la casa del hombre de los rayones se había derrumbado. Pensó que una bomba
había caído directamente sobre ella. Se había levantado una nube de polvo tal
que había una especie de crepúsculo alrededor. Aterrorizado, incapaz de pensar
por el momento que el señor Matsuo estaba bajo las ruinas, corrió hacia la
calle.... Lo primero que vio en la calle fue un escuadrón de soldados que
habían estado escarbando en la ladera opuesta, haciendo uno de los mil refugios
en los cuales los japoneses se proponían resistir la invasión, colina a colina,
vida a vida; los soldados salían del hoyo, y la sangre brotaba de sus cabezas,
de sus pechos, de sus espaldas. Estaban callados y aturdidos. Bajo lo que
parecía ser una nube de polvo del lugar, el día se hizo más y más oscuro.
No había sido fácil para [la señora Nakamura]. Su marido, Isawa, había sido
reclutado justo después del nacimiento de Myeko, y ella no había tenido
noticias suyas hasta el 5 de marzo de 1942, día en que recibió un telegrama de
siete palabras: “Isawa tuvo una muerte honorable en Singapur”... Isawa no había
sido un sastre particularmente exitoso, y su único capital era una máquina de
coser Sankoku. Después de su muerte, cuando su pensión dejó de llegar, la
señora Nakamura sacó la máquina y empezó a aceptar trabajos a destajo, y desde
entonces mantenía a los niños –pobremente, eso sí– mediante la costura.
La señora Nakamura estaba de pie, mirando a su vecino, cuando todo brilló
con el blanco más blanco que jamás hubiera visto. No se dio cuenta de lo
ocurrido a su vecino; los reflejos de madre empezaron a empujarla hacia sus
hijos. Había dado un paso (la casa estaba a 1.234 metros del centro de la
explosión) cuando algo la levantó y la mandó como volando al cuarto vecino,
sobre la plataforma de dormir, seguida de partes de su casa.
Trozos de madera le llovieron encima cuando cayó al piso, y una lluvia de
tejas la aporreó; todo se volvió oscuro, porque había quedado sepultada. Los
escombros no la enterraron profundamente. Se levantó y logró liberarse. Escuchó
a un niño que gritaba: “¡Mamá, ayúdame!”, y vio a Myeko, la menor –tenía 5
años–, enterrada hasta el pecho e incapaz de moverse. Al avanzar hacia ella,
abriéndose paso a manotazos frenéticos, la señora Nakamura se dio cuenta de que
no veía ni escuchaba a sus otros niños...
Desde el montículo, el señor Tanimoto vio un panorama que lo dejó
estupefacto. No sólo una zona de Koi, como había creído, sino también la parte
entera de Hiroshima que podía ver a través del aire turbio despedían un miasma
denso y espantoso. Aquí y allá, macizos de humo habían comenzado a abrirse paso
a través del polvo. Se preguntó cómo daños semejantes podían haber salido de un
cielo silencioso; incluso unos pocos aviones volando alto hubieran sido
detectados. Las casas vecinas se quemaban; cuando comenzaron a caer gotas de
agua del tamaño de una canica, el señor Tanimoto creyó que venían de las
mangueras de los bomberos que luchaban contra el incendio. (En realidad, eran
gotas de humedad condensada que caían de la turbulenta torre de polvo, aire
caliente y fragmentos de fisión que ya se habían elevado varios kilómetros
sobre Hiroshima.)... El señor Tanimoto pensaba en su esposa y su bebé, su
iglesia, su hogar, sus parroquianos, todos hundidos en aquella oscuridad
horrible. Una vez más comenzó a correr de miedo: pero esta vez corría hacia la
ciudad.
Después de la explosión, la señora Hatsuyo Nakamura, la viuda del sastre,
salió con gran esfuerzo de entre las ruinas de su casa, y al ver a Myeko, la
menor de sus tres hijos, enterrada hasta el pecho e incapaz de moverse, se
arrastró entre los escombros y empezó a tirar de maderos y a arrojar baldosas
en un esfuerzo por liberar a la niña. Entonces escuchó dos voces pequeñas que
parecían venir de cavernas profundas: “Tasukete! Tasukete! ¡Auxilio!
¡Auxilio!”. Pronunció los nombres de su hijo de diez años, de su hija de ocho:
“¡Toshio! ¡Yaeko!”.
Las voces que venían de abajo respondieron.
La señora Nakamura abandonó a Myeko, que al menos podía respirar, y
frenéticamente lanzó los destrozos por los aires. Los niños habían estado
durmiendo a más de tres metros el uno del otro, pero ahora sus voces parecían
provenir del mismo lugar. El niño, Toshio, tenía al parecer cierta libertad de
movimiento, porque su madre lo podía escuchar socavando la montaña de madera y
baldosas al tiempo que ella trabajaba desde arriba. Cuando por fin lo vio, se
apresuró a tomarlo de la cabeza para sacarlo. Un mosquitero se había enredado
intrincadamente en sus pies como si alguien los hubiera envuelto con cuidado.
Dijo que había saltado por los aires a través de la habitación, y que bajo los
escombros había permanecido sobre su hermana Yaeko. Ahora ella decía, desde
abajo, que no podía moverse porque había algo sobre sus piernas. Escarbando un
poco más, la señora Nakamura abrió un hueco encima de la niña y empezó a tirar
de su brazo. “Itai! ¡Duele!”, exclamó Yaeko. La señora Nakamura gritó: “No hay
tiempo de ver si duele o no”, y jaló a la niña entre lloriqueos. Entonces
liberó a Myeko. Los niños estaban sucios y magullados, pero no tenían ni una
cortada, ni un rasguño.
La señora Nakamura los sacó a la calle. No tenían nada puesto, salvo sus
interiores, y, aunque el día era cálido, confusamente se preocupó de que fueran
a pasar frío, así que regresó a los destrozos y hurgó en ellos buscando un
atado de ropas que había empacado para una emergencia, y vistió a los niños con
pantalones, camisas, zapatos, cascos de algodón para bombardeos llamados
bokuzuki e incluso, absurdamente, con abrigos. Los niños estaba
callados, salvo Myeko, la de cinco años, que no paraba de hacer preguntas:
“¿Por qué se ha hecho de noche tan temprano? ¿Por qué se ha caído nuestra casa?
¿Qué ha pasado?”. La señora Nakamura, que ignoraba qué había pasado (¿acaso no
había sonado la sirena de despeje?), miró a su alrededor y a través de la
oscuridad vio que todas las casas de su barrio se habían derrumbado. La casa
vecina, la que estaba siendo demolida por su dueño para abrir un carril
contrafuegos, había sido completamente demolida (si bien de forma algo
rudimentaria); el dueño, que había querido sacrificar su hogar por la
comunidad, yacía muerto. . .
Tras cruzar el puente Koi y el Puente Kannon, después de haber corrido todo
el camino, el señor Tanimoto vio al aproximarse al centro que todas las casas
habían sido aplastadas y muchas estaban en llamas. . . estaba tan impresionado
por la vastedad del daño que corrió más de tres kilómetros hacia el norte,
hacia Gion, un suburbio al pie de las colinas. . . En Gion, se abrió paso hacia
la orilla derecha del río principal, el Ota, y siguió su curso hasta encontrar
incendios de nuevo. . . encontró fuego de nuevo, junto a un templo Shinto; al
darse vuelta para flanquearlo se topó, en un golpe de suerte increíble, con su
esposa. Ella llevaba a su niña en brazos. El señor Tanimoto estaba
emocionalmente tan agotado que nada podía sorprenderlo. No abrazó a su esposa;
simplemente le dijo: “Ah, estás a salvo”. Ella le contó que había regresado de
Ushida justo a tiempo para la explosión; había quedado enterrada bajo la
parroquia con el bebé en sus brazos. Contó cómo los destrozos la habían
aplastado, cómo había llorado la niña. Había visto una grieta de luz y con una
mano la alcanzó y la fue agrandando poco a poco. Después de una media hora, le
llegó el chisporreteo de la madera quemándose. Al fin logró ampliar la apertura
lo suficiente para sacar al bebé, y enseguida salió también ella,
arrastrándose. Dijo que ahora se dirigía de nuevo a Ushida. Tanimoto dijo que
quería ver su iglesia y ayudar a la gente de la Asociación de Vecinos. Se
separaron tan casualmente –y tan perplejos– como se habían encontrado. . .
La gente siguió llegando en tropel al parque Asano durante todo el día. . .
La señora Nakamura y sus hijos estuvieron entre los primeros en llegar, y se
instalaron en el bosquecillo de bambú cerca del río. Todos estaban sedientos, y
bebieron agua del río. De inmediato sintieron náuseas y comenzaron a vomitar, y
todo el día sufrieron arcadas. Otros tuvieron náuseas también; pensaron
(probablemente debido al fuerte olor de la ionización, un “olor eléctrico”
producido por la fisión de la bomba) que era un gas lanzado por los
norteamericanos lo que los hacía sentirse enfermos. Cuando el padre Kleinsorge
y los otros sacerdotes llegaron al parque, saludando a sus amigos al pasar, los
Nakamura estaban enfermos y abatidos. Una mujer llamada Iwasaki, que vivía en
la vecindad de la misión y estaba sentada cerca de los Nakamura, se levantó y
preguntó a los sacerdotes si debía quedarse donde estaba o ir con ellos. El
padre Kleinsorge dijo: “No sé cuál sea el lugar más seguro”. Ella se quedó
donde estaba; más tarde, aunque no tenía ni heridas ni quemaduras visibles,
murió. . .
Cuando llegó el señor Tanimoto, todavía con su tazón en la mano, el parque
estaba repleto de gente y no era fácil distinguir a los vivos de los muertos,
pues la mayoría tenían los ojos abiertos y estaban inmóviles. Para un
occidental como el padre Kleinsorge, el silencio en el bosquecillo junto al
río, donde cientos de personas gravemente heridas sufrían juntas, fue uno de
los fenómenos más atroces e imponentes que jamás había vivido. Los heridos
guardaban silencio; nadie lloraba, muchos menos gritaba de dolor; nadie se
quejaba; de los muchos que murieron, ninguno murió ruidosamente; ni siquiera
los niños lloraban; pocos hablaban siquiera. Y cuando el padre Kleinsorge dio a
beber agua a algunos cuyas caras estaban cubiertas casi por completo por las
quemaduras, bebían su ración y enseguida se levantaban un poco y hacían una
venia de gratitud. . .
La mañana del 20 de agosto, mientras se vestía en casa de su cuñada en Kabe,
la señora Nakamura –que no había sufrido corte ni quemadura alguno, aunque
había sentido náuseas durante toda la semana. . .– notó al peinarse que el
cepillo se llevaba un manojo entero de pelo; la segunda vez, ocurrió lo mismo,
así que de inmediato dejó de peinarse. Pero durante los tres o cuatro días que
siguieron, su pelo siguió cayéndose solo, hasta que se quedó casi calva.
Comenzó a vivir dentro de la casa, prácticamente escondida. El 26 de agosto,
tanto ella como su hija Myeko se despertaron sintiéndose débiles y muy
cansadas, y se quedaron en cama. Su hijo y su otra hija, que habían compartido
con ella todo lo ocurrido durante y después de la bomba, se sentían
perfectamente.
Casi al mismo tiempo. . ., el señor Tanimoto cayó repentinamente enfermo:
sentía malestar general, cansancio y fiebre. . . Ninguno de los cuatro lo sabía
entonces, pero comenzaba a afectarlos la extraña y caprichosa enfermedad que
después sería conocida como radiotoxemia. . .
Un años después de la bomba, la señorita Sasaki había quedado lisiada; la
señora Nakamura se encontraba en la indigencia; el padre Kleinsorge estaba de
nuevo en el hospital; el doctor Sasaki era incapaz de hacer el trabajo que
antes hacía; el doctor Fujii había perdido el hospital de treinta habitaciones
que tantos años le costó adquirir, y no tenía planes de reconstruirlo; la
iglesia del señor Tanimoto estaba en ruinas, y él ya no contaba con su
excepcional vitalidad. Las vidas de estas seis personas, que se contaban entre
las más afortunadas de Hiroshima, habían cambiado para siempre. . .
Sería imposible saber qué horrores quedaron grabados en la memoria de los
niños que vivieron el día del bombardeo de Hiroshima. Superficialmente, sus
recuerdos, meses después del desastre, parecían ser los de una excitante
aventura. Toshio Nakamura, que tenía diez años en el momento de la bomba, fue
capaz muy pronto de hablar con libertad, incluso con desparpajo, acerca de la
experiencia, y algunas semanas antes del aniversario escribió, para su profesor
de la Escuela Primaria de Nobori-cho, un ensayo en el cual se ceñía a los
hechos: “El día antes de la bomba fui a nadar un rato. En la mañana estaba
comiendo cacahuetes. Vi una luz. Caí sobre el lugar donde dormía mi hermana
pequeña. Cuando nos salvaron, yo sólo alcanzaba a ver hasta el tranvía. Mi
madre y yo comenzamos a empacar nuestras cosas. Los vecinos caminaban por ahí
heridos y sangrando. Hataya-san me dijo que huyera con ella. Dije que quería
esperar a mi madre. Fuimos al parque. Hubo un torbellino. En la noche se quemó
un tanque de gas y yo vi el reflejo en el río. Pasamos una noche en el parque.
Al día siguiente fui al puente Taiko y me encontré con mis amigas Kikuki y
Murakami. Buscaban a sus madres. Pero la madre de Kikuki estaba herida y la
madre de Murakami, lamentablemente, estaba muerta”.
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