Guantánamo: Las comisiones militares y la ilusión
de justicia
Andy Worthington andyworthington.co.uk 05 de
octubre de 2011
Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández
Cuando algo se rompe irremisiblemente, el curso sensato de la acción sería
deshacerse de ello. Sin embargo, en lo que se refiere a los juicios militares a
los que se somete a los sospechosos de terrorismo de la “guerra contra el
terror” de la administración Bush, a pesar de lo hundido que está el sistema,
los funcionarios del gobierno y los legisladores se han reunido repetidas veces
para ponerlo en marcha de nuevo, y así siguen haciéndolo aunque, en casi diez
años, las comisiones solo han derivado en juicio en dos ocasiones, con otros cuatros
casos que terminaron con acuerdos negociados sobre la declaración de
culpabilidad.
Las comisiones militares, que se utilizaron por última vez contra los
saboteadores nazis en la II Guerra Mundial, fueron devueltas a la vida por el Vicepresidente Dick Cheney hace
casi diez años –mediante una preocupante orden
militar de fecha 13 de noviembre de 2001- como medio para intentar procesar
y ejecutar velozmente a los sospechosos capturados en la “guerra contra el
terror” sin el impedimento del proceso debido o la prohibición de obtener
pruebas mediante el uso de la tortura.
Declaradas ilegales por el Tribunal Supremo en junio de 2006,
el Congreso resucitó de nuevo las comisiones, y aunque Barack Obama las congeló temporalmente cuando asumió el poder, pronto las descongeló de nuevo, aunque sus asesores más prudentes le recomendaron que no lo hiciera, ya que las primeras
acusaciones abordadas por las comisiones –conspiración y proporcionar material
de apoyo al terrorismo, por ejemplo- eran delitos que entraban dentro de la
competencia de los tribunales federales y había sido el Congreso el que se había
inventado que eran crímenes de guerra.
El presidente Obama, al resucitar las comisiones, se quedó con un sistema de
justicia para los detenidos en Guantánamo con dos niveles, con juicios en los
tribunales federales y juicios en las comisiones militares, lo que le puso ante
dificultades que no había previsto cuando, tras anunciar en noviembre de 2009
que Jalid Sheij Mohammed y otros cuatro “detenidos de alto valor” en Guantánamo
se enfrentarían al juicio de un tribunal federal en Nueva York por su implicación en los
ataques del 11/S, quienes se habían opuesto a sus planes se lanzaron al
contraataque.
Debido a la negativa del presidente Obama a enviar las comisiones a una tumba
legal, sus críticos las distinguirían como una alternativa viable a los juicios
en los tribunales federales, especialmente porque la administración, cuando
anunció el juicio de los acusados del 11/S, había anunciado también que otros
cinco prisioneros de Guantánamo serían juzgados por las comisiones militares.
La consecuencia de todo ello fue que los críticos de Obama en el Congreso
consiguieron finalmente que se aprobara una legislación que prohibía que cualquier prisionero
de Guantánamo fuera enviado a la parte continental estadounidense por razón
alguna (incluso para someterse al juicio de un tribunal federal), habiéndose
embarcado ahora en la medida más temeraria e inapropiada de entre todas las
posibles: amenazar con aprobar una legislación que obligue a que cualquier sospechoso extranjero de terrorismo
quede retenido bajo custodia militar en vez de que un tribunal federal le juzgue
por delito de terrorismo.
Diez años después del 11/S, es realmente deprimente que la nefasta “guerra
contra el terror” no sólo siga viva, sino que pueda conseguir una nueva vida y,
en Guantánamo, donde parte de esa lucha se centra especialmente en mantener
vivos los malévolos sueños de Dick Cheney, las autoridades se preparan para
aventurarse en nuevas actividades.
La semana pasada, en un intento de vender lo que el Miami Herald describía como “una nueva era de
transparencia” en Guantánamo, el general de brigada Mark Martins, el nuevo
fiscal jefe de las comisiones militares, dijo al Weekly Standard que las comisiones “prepararán nuevas
medidas para asegurar la transparencia, incluyendo un lugar que posibilite a las
víctimas y a los medios observar los procedimientos en tiempo casi real en la
zona continental de EEUU”. El Herald añadía que la transmisión “no sería
en directo porque el material se retransmitirá con ‘un retraso de 40 segundos
para asegurar la salvaguardia de la información relativa a la seguridad
nacional’”.
En el artículo del Miami Herald, Carol Rosenberg, que ha estado
siguiendo desde el primer momento las comisiones militares, decía que el nuevo
sistema propuesto era “en gran medida diferente” del que estaba en vigor hasta
la fecha, en función del cual “a los periodistas y a otros espectadores se les
exigía que volaran a Guantánamo en vuelos especialmente organizados por el
Pentágono”, y después “se ajustaran a estrictas limitaciones acerca de adónde
podían ir y qué podían informar”, lo cual “ayudaba a reducir el número de las
agencias de noticias cubriendo allí los eventos”.
Los cambios, si es que se concretan en algo, aumentarán ciertamente la
transparencia, y eso sería de alabar, porque a las comisiones les quedan
inmensos e insuperables problemas, en mi opinión, que resolver.
El principal de esos problemas es cómo se puede equilibrar la transparencia
con lo que sigue siendo una obsesiva necesidad de secretismo por parte del
gobierno. Al haber decidido que no van siquiera a investigar los programas
oficiales de tortura de la administración Bush (a pesar de la exigencia para
hacerlo así en virtud del Convenio de las Naciones Unidas Contra la Tortura y del propio
Estatuto Interno de EEUU contra la tortura), la administración Obama está
obligada a continuar asegurando que, en aquellos casos en que quienes van a
someterse a juicio hubieran sido torturados, los debates sobre el período que
pasaron en las prisiones secretas de la CIA, donde el uso de la tortura
estaba muy extendido, se van a ver seriamente restringidos.
Como Carol Rosenberg señalaba: “La CIA sigue prohibiendo que la gente escuche
qué hicieron y dónde lo hicieron, aunque los cautivos hayan descrito el trato
recibido en los procedimientos previos al juicio”, y esas exigencias protegen
también “las identidades de los agentes y contratistas de la CIA que llevaron a
cabo los interrogatorios”.
Esto tiene importancia no solo en el caso de Jalid Sheij Mohammed y sus compañeros de acusación, sino que
es mucho más apremiante en el caso de Abd al-Rahim al-Nashiri, el supuesto cerebro del ataque contra
el USS Cole en 2000, a quien la Autoridad Coordinadora de las comisiones,
el almirante retirado Bruce MacDonald, había transferido a las comisiones
militares la pasada semana, constituyendo la primera petición de pena capital
presentada en un juicio celebrado en las comisiones.
El problema para el gobierno es que al-Nashiri fue, notoriamente, uno de los
“detenidos de alto valor” al que la CIA sometió a simulación de ahogamiento. En
un informe sobre el traslado del juicio que apareció en el Washington Post, se señalaba, tímidamente, que “la
simulación de ahogamiento fue sancionada por los abogados del Departamento de
Justicia”, cuando lo que debería haber señalado es que fueron los abogados del
Departamento de Justicia –John Yoo y Jay S. Bybee- quienes pretendieron que se
aprobara su uso, aunque no hay situación alguna en la que los
abogados puedan intentar justificar el uso de la tortura.
Hay más complicaciones. Como el inspector general de la CIA concluía en un
informe de 2004 (PDF) sobre el trato a los detenidos, al-Nashiri fue también
amenazado con simulacro de ejecución cuando los agentes de la CIA acercaron un
taladro y una pistola a su cabeza mientras estaba encapuchado y desnudo en una
prisión secreta en Tailandia –acciones que excedieron las directrices marcadas
por Yoo y Bybee- y los abogados de al-Nashiri defendieron en sus alegatos ante
la Autoridad Coordinadora que no podía presentarse caso alguno
contra su cliente debido a las torturas recibidas, al retraso en juzgar su caso
y debido también a la destrucción de pruebas. Entre las grabaciones destruidas por la CIA estaban los videos con los simulacros de
ahogamiento a que sometieron a al-Nashiri, a pesar de la orden del tribunal
exigiendo que no se destruyeran, por lo que sus abogados alegaron que la
destrucción de tales videos priva al equipo de la defensa de pruebas importantes
y potencialmente exculpadoras.
Además, aunque el gobierno “no puede utilizar declaración alguna obtenida
bajo tortura” y los “fiscales no pueden confiar en las declaraciones que
al-Nashiri hizo bajo tortura cuando estuvo bajo custodia de la CIA”, en palabras
del Post, uno de sus abogados, el teniente de la marina, el comodoro
Stephen Reyes, afirmó que había intentado que los operativos de la CIA
implicados en el interrogatorio de su cliente estuvieran presentes en el
juicio.
En el alegato, sus abogados afirmaron: “EEUU no debería permitir que se
matara a un hombre que ha sido brutalmente torturado y sometido a un trato
cruel, inhumano y degradante”.
Y más aún, el Parlamento Europeo presentó una declaración el pasado junio
afirmando que no se debería someter a al-Nashiri a la pena capital a causa del
trato recibido por la CIA, y los grupos por los derechos humanos se han
manifestado también contra esos planes. Además, el trato dado a al-Nashiri en
una prisión secreta de la CIA en Polonia, donde le enviaron después de su calvario en
Tailandia en noviembre y principios de diciembre de 2002, se considera tan duro
que, aunque no se hubiera reconocido oficialmente que en Polonia existía una
prisión secreta (por parte de EEUU o del gobierno polaco), el fiscal polaco que
investigó su caso estaban tan alarmado por los documentos a los que había tenido
acceso, que oficialmente le describió a él –y a Abu Zubaydah, otro “detenido de alto valor” sometido a
torturas- como “víctima”.
Un último problema en relación con las comisiones se revelaba de forma
inadvertida en el artículo del Weekly Standard, cuando el asesor general
del Pentágono Jeh Johnson dijo que el general de brigada Martins era una
“reconocida superestrella” que, como el Miami Herald señaló, “no se iba a
centrar en conseguir las máximas condenas sino en hacer que el tribunal de
guerra pareciera creíble y sostenible”. Este es el mismo Jeh Johnson que, en el
testimonio presentado ante el Comité de Servicios Armados del
Senado en julio de 2009, cuando se discutía la recuperación de las comisiones,
instó al comité a que abandonara la acusación acerca del apoyo material, debido
a que la administración creía que sería revocada en la apelación, porque “no era
una violación tradicional del derecho de guerra”, que, como se mencionó
anteriormente, fue un invento del Congreso.
Al-Nashiri no se enfrenta a la acusación de apoyo material, pero los cargos a
los que tendrá que hacer frente incluyen conspiración y asesinado en violación
de las leyes de guerra, y esta última acusación tampoco existe como crimen de guerra, que fue también otra
fabulación del Congreso cuando se recuperaron por primera vez las comisiones
militares después de que el Tribunal Supremo las declarara ilegales en 2006.
Cuando el caso de al-Nashiri llegue finalmente a juicio, todos excepto los
más cerrados entusiastas de las comisiones deberían sentirse profundamente
preocupados porque, a pesar de las enmiendas, un sistema dedicado a evadir
cualquier mención de la tortura en un caso de un hombre torturado está siguiendo
adelante sin apenas un murmullo disidente, a pesar de que este sistema tan
profundamente viciado contiene crímenes de guerra inventados, con la intención
de convertir un delito (terrorismo) o una participación en la guerra en
violaciones de las leyes de guerra, cuando en absoluto son tal cosa.
Andy Wortington es autor de The Guantánamo Files: The Stories of the 774 Detainees in
America’s Illegal Prison (publicado por Pluto Press, y disponible en
Amazon) y de otros dos libros: Stonehenge: Celebration and Subversión y
The Battle of the Beanfield.
Fuente: http://www.andyworthington.co.uk/2011/10/01/guantanamo-military-commissions-and-the-illusion-of-justice/
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