Cuando la tortura mata: Sobre diez de los asesinatos perpetrados en las
prisiones estadounidenses en Afganistán
Andy Worthington www.andyworthington.co.uk 8 de
Julio de 2009
Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández
En estos últimos días se ha estado discutiendo mucho acerca de la
publicación, largamente
esperada (y dos veces retrasada ), del Informe de 2004 del Inspector General
de la CIA, que, como Glenn
Greenwald explicó el martes [30 de junio], “cuestiona con toda firmeza la
eficacia y la legalidad” de las tácticas de interrogatorio de la administración
Bush en la “Guerra contra el Terror”. Como Greenwald también explicó:
En anticipación de la publicación de ese informe, se vienen haciendo
esfuerzos importantes –como parte del Proyecto de Responsabilidad de la
ACLU [siglas en inglés de la Unión Estadounidense por las Libertades
Civiles]- para corregir una deficiencia muy importante que presenta el debate
público sobre tortura y responsabilidad. Muy a menudo, la premisa de las
discusiones sobre la tortura en los medios es que la “tortura” es algo que se
limita a una única táctica (simulación de ahogamiento) y que se
utilizó sólo con tres detenidos de gran valor acusados de ser operativos de
alto nivel de al-Qaida. La realidad es completamente diferente.
El régimen de detención e interrogatorio puesto en marcha por EEUU provocó la
muerte, al menos, de unos cien detenidos bajo custodia estadounidense [véase
“Command Responsability”, un informe de Human Rights First de
2006, pdf.]
Aunque algunas de esas muertes fueron consecuencia de la actuación de
interrogadores y agentes “canallas”, muchas estuvieron motivadas por los métodos
autorizados
por las más altas instancias de la Casa Blanca de Bush, incluyendo posturas
forzadas que provocaban un estrés muy intenso, hipotermia, privación del sueño y
otras. Aparte del hecho del inmenso dolor que causan, esa es una de las razones
por las que siempre
hemos considerado que esas prácticas eran “tortura” cuando eran otros
quienes las aplicaban, porque infligen graves daños e incluso pueden acabar
matando a la gente. Aquellos que se manifiestan en contra de las investigaciones
y los enjuiciamientos –nosotros “miramos hacia el futuro, no hacia el pasado”-
están por tanto defendiendo literalmente que mucha más gente cometa un asesinato
y acabe impune.
En el período anterior a la publicación anticipada del informe, como parte de
lo que el blogger y psicólogo Jeff
Kaye describió como “tormenta de mini-blogs en nombre del Proyecto de
Responsabilidad de la ACLU””, varios bloggers –incluyendo drational
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y Jeff en Firedoglake, escribieron artículos examinando aspectos de las
políticas de interrogatorio de la administración Bush- y, en particular, la
cuestión de los asesinatos acaecidos bajo custodia estadounidense.
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El viernes pasado escribí también un artículo sobre la tortura para el
Proyecto de Responsabilidad de la ACLU, explicando cómo la situación de los
huelguistas de hambre de Guantánamo responde a la misma
maquinaria de tortura –una maquinaria que, además y para colmo de
desconciertos, sigue activa en la actualidad-, y como contribución al tópico
específico de demostrar al público estadounidense, y al mundo en general, que
las técnicas de tortura puestas en marcha por la administración Bush acabaron
asesinando a quienes estaban bajo custodia estadounidense, voy a exponer abajo
algunas secciones importantes de mi libro The Guantánamo
Files, a partir del testimonio proporcionado por el ex prisionero Omar
Deghayes y de un reciente informe del investigador John Sifton, en relación con
diez de los asesinatos cometidos en las prisiones estadounidenses en Afganistán,
tres de los cuales, hasta donde yo he podido averiguar, jamás fueron objeto de
investigación alguna.
Siguiendo el esquema propuesto por Glenn Greenwald anteriormente, algunos de
esos asesinatos pueden haberse debido a acciones “canallas”, pero en general
está claro que siguieron métodos autorizados en los niveles más altos de la Casa
Blanca de Bush, o bien variaciones introducidas en un contexto donde los límites
sobre las conductas abusivas se habían reducido o eliminado, ostensiblemente
para facilitar el trabajo en los interrogatorios.
El preludio a dos infames asesinatos –y, muy posiblemente, a otros tres- en
la prisión estadounidense de la base aérea de Bagram empezó en el verano de
2002, cuando catorce soldados de la 525 Brigada de Inteligencia Militar de Fort
Bragg llegaron a la prisión, dirigida por la Teniente Coronel Carolyn Wood, y
donde pronto se les unieron seis reservistas que hablaban árabe de la Guardia
Nacional de Utah. La Teniente Coronel Wood se hizo cargo de un equipo que
dirigía un interrogador que posteriormente escribió un libro sobre sus
experiencias, The Interrogators, utilizando el seudónimo de Chris Mackey.
Así es como describo lo que ocurrió después en The Guantánamo Files:
Asesinatos en Bagram (del capítulo 14 de The Guantánamo
Files)
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Primera foto publicada del interior de la prisión de Bagram: Una “puerta
de seguridad” retiene a los detenidos antes de que les trasladen a las
jaula-celdas. |
Como suele ocurrir, los nuevos reclutas no estaban preparados para lo que les
esperaba. Algunos eran especialistas en contrainteligencia sin experiencia en
interrogatorios, y sólo dos habían interrogado antes a prisioneros reales. Se
les dieron unas cuantas directrices sobre la conducta a seguir. En unas
manifestaciones a la unidad de investigación criminal del ejército en 2004, uno
de los reservistas dijo que el anuncio hecho por el Presidente Bush en febrero
de 2002, de que las Convenciones de Ginebra no se aplicarían a al Qaida y que
los combatientes talibanes no tenían derechos como prisioneros de guerra, llevó
a los interrogadores a creer que “podían desviarse ligeramente de las normas”.
“Las Convenciones de Ginebra eran para los prisioneros de guerra, pero no había
nada para terroristas”, añadió, explicando que altos oficiales de inteligencia
les dijeron que los prisioneros “tenían la consideración de terroristas hasta
que se demostrara otra cosa”.
Al tener carte blanche para tratar a los prisioneros como les viniera
en gana, y bajo continuas presiones para obtener información de inteligencia, el
equipo de Woods adoptó las posturas de estrés como procedimiento habitual, y se
sirvió del método de privación del sueño más que Mackey. Mientras que el
“monstering” [política introducida por Mackey, que implicaba sesiones de
interrogatorio que duraban tanto tiempo como el interrogador pudiera mantenerse
despierto] nunca había excedido de 24 horas, un ex interrogador dijo que
“decidieron que entre 32 y 36 horas era el tiempo óptimo para mantener
despiertos a los prisioneros y eliminaron la práctica de mantenerse también
ellos mismos despiertos”.
También se convirtió en una política habitual encapuchar, encadenar y
mantener aislados a los nuevos prisioneros durante las primeras 24 horas de su
encarcelamiento, y algunas veces durante los tres primeros días. Al escribir
sobre el informe del ejército [y los asesinatos en Bagram, en un impresionante
artículo para el New York Times en mayo de 2005], el periodista Tim
Golden señaló que los prisioneros considerados importantes o que no cooperaban
eran esposados y encadenados al techo y puerta de sus celdas, algunas veces
durante varios días. Aunque la Cruz Roja se quejó, el informe del ejército
señalaba que altos oficiales visitaron las instalaciones y lo vieron en
funcionamiento y que nunca prohibieron su uso.
Además, Bagram se convirtió en un lugar de una aleatoria brutalidad aún
mayor. Golden describió cómo se utilizaba en ocasiones la violencia para extraer
información, o como castigo por romper las normas, pero que en otras ocasiones
“el tormento parecía responder a mero aburrimiento o crueldad, o a ambos”. En
declaraciones a los investigadores del ejército, los soldados mencionaron que un
prisionero fue “obligado a rodar de un lado a otro sobre el suelo de una celda,
besando las botas de sus dos interrogadores cada vez que iba y venía” y otro “al
que se hizo sacar tapones de plástico de botella de un bidón en el que se había
mezclado excrementos con agua como parte de una estrategia para
ablandarle para el interrogatorio”.
[…]
Mientras Carolyn Wood y su equipo se adaptaban a Bagran, se les unió, a
finales de agosto, una nueva unidad de la policía militar –en su mayoría
reservistas- que habían recibido escaso entrenamiento y que traían con ellos una
nueva técnica, el golpe en el peroné, descrito por Tim Golden como “un golpe en
el lateral de la pierna que puede potencialmente provocar invalidez, justo sobre
la rodilla”, que empezó pronto a aplicarse ampliamente. En el informe del
ejército citado anteriormente, los policías militares afirmaron que nunca se les
dijo que no era una técnica aceptada por el ejército, y la mayoría declaró que
nunca había oído a ninguno de sus entrenadores en EEUU –un ex oficial de
policía- decirle a un soldado que “nunca debería utilizar esos golpes porque
‘rompería’ las piernas del prisionero”.
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A principios de diciembre, la incontrolada violencia se desbordó finalmente
hasta el asesinato. La primera víctima fue Mullah Habibullah, quien al parecer
era hermano de un comandante talibán de Uruzgan. Corpulento y de buen aspecto,
el mayor a cargo de los policías militares le describió como “muy seguro de sí
mismo”. Después del rodillazo de un soldado en la ingle durante su prueba anal
[que todos los prisioneros pasaban al llegar], tres guardias le llevaron a una
celda de aislamiento y le ataron las muñecas al techo con un alambre y en los
dos días siguientes, cuando todavía seguía “sin cooperar”, uno de los soldados
le dio varios golpes en el peroneo; su abogado señaló más tarde que su cliente
estaba “actuando de acuerdo con el procedimiento de actuación habitual utilizado
en las instalaciones de Bagram”.
Al cuarto día tosía y se quejaba de dolores en el pecho, y su interrogador le
permitió sentarse en el suelo porque no podía doblar las rodillas para sentarse.
A pesar de esto, la violencia aumentó al día siguiente, cuando dos policías
militares le dieron nueve golpes peroneales mientras estaba esposado al techo en
una de las celdas de aislamiento. Posteriormente, cuando llegaron tres soldados
a su celda y le quitaron la capucha, ya estaba muerto. Un médico dijo a los
investigadores del ejército: “Parecía que llevaba muerto poco tiempo y a nadie
pareció importarle”.
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La segunda víctima fue un taxista llamado Dilawar, que fue llevado el día
después de la muerte de Mullah Habibullah. Según su hermano mayor, era “un
hombre tímido, un hombre muy sencillo”, que vivía una vida tranquila con su
mujer, su joven hija y el resto de su familia. El día de su captura, había
recogido a tres pasajeros y estaba atravesando Campo Salerno, una base
estadounidense, cuando unos soldados que servían bajo Jan Baz Khan, el sobrino
de Pacha Khan Zadran, le pararon en un control porque estaban buscando a los
hombres que habían lanzado un ataque con cohetes contra la base unas horas antes
en ese mismo día. Al ver que uno de los viajeros llevaba un walkie-talkie roto y
que había un estabilizador eléctrico para generador en el maletero del coche,
entregaron en Bagram a los cuatro hombres como sospechosos a los
estadounidenses.
Fueron los últimos hombres que Jaz Baz Khan implicó, y los pasajeros de
Dilawar –Parkhudin, un campesino de 25 años, Abdul Rahim, un panadero de 27, y
Zakkim Shah, un campesino de 19 años- fueron ciertamente los últimos tres
detenidos enviados a Guantánamo por indicación de Khan, porque los
estadounidenses se dieron finalmente cuenta que su supuesto aliado les estaba
utilizando en aquellos momentos para sus propios fines, y le encarcelaron en
Bagram en febrero de 2004. [Nota: La siniestra influencia de Pacha Khan Zadran y
Jan Baz Khan aparece mencionada en The Guantánamo Files en relación con
otros varios hombres que acabaron en Guantánamo a partir de las falsas
acusaciones presentadas por ellos].
Sin embargo, todo eso llegó demasiado tarde para Dilawar. Después de la
primera noche, en que los cuatro hombres fueron esposados a una valla para
impedirles dormir, empezaron sus interrogatorios. Aunque Dilawar era sólo un
hombre pequeño y frágil, fue considerado no colaborador cuando al parecer le
escupió en la cara a una soldado, que le dio un par de golpes peroneales que le
hicieron gritar “¡Allah!”. El soldado explicó: “Todo el mundo le oyó gritar y
pensó que era muy divertido. Se convirtió en una especie broma continua, y la
gente siguió dándole golpes peroneales sólo para oírle exclamar ‘Allah’. Y así
continuaron a lo largo de 24 horas, creo que en ese tiempo recibió más de 100
golpes”.
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En los dos días siguientes, Dilawar fue sometido a brutales interrogatorios,
en los que se pronunciaron escasas palabras. Incapaz de adoptar una posición de
estrés en la primera sesión porque sus piernas estaban tremendamente dañadas,
fue repetidamente lanzado contra la pared, y según el intérprete, una
interrogadora que había allí muy violenta le estuvo dándole patadas con las
botas en los pies desnudos y en las ingles. Al día siguiente, tras ser
encadenado al techo una vez más, fue incapaz de arrodillarse y se quedó dormido.
Después de pedir agua y ser rociado con agua hasta que empezó a vomitar, le
devolvieron a su celda y le encadenaron una vez más; a la mañana siguiente
estaba muerto.
No se sabe cuánto tiempo le hubiera llevado al ejército estadounidense
investigar los asesinatos si lo hubiera hecho con sus propios recursos. En vez
de hacerlo así, emitieron un comunicado de prensa anunciando que un prisionero
había muerto de un ataque al corazón y después se negaron a facilitar cualquier
información más. Quien sí investigó más fue la periodista Carlotta Gall (en otra
impresionante historia para el New
York Times en marzo de 2003), que se dedicó a rastrear la historia de
Dilawar con su familia, que le mostró su certificado de muerto, en el que un
patólogo del ejército afirmaba inequívocamente que, aunque tenía una enfermedad
arterial coronaria, su corazón falló debido a las “heridas provocadas por
objetos contundentes en las extremidades inferiores”. La extensión de sus
heridas fue posteriormente resumida por dos jueces de instrucción: uno dijo:
“Prácticamente, le habían deshecho las piernas”, y el otro dijo: “He visto
heridas similares en un individuo arrollado por un autobús”.
El artículo de Gall provocó una investigación de los asesinatos que, en 2005
y 2006, produjo varios castigos y reprimendas menores a los soldados implicados,
aunque en ninguno de los casos, al igual que las torturas y abusos de Abu
Ghraib, hubo nadie que se atreviera a mirar hacia arriba en la cadena de mando
para explicar por qué un trato tan criminal se había convertido en un
“procedimiento estándar de actuación”
Quienes sí se preocuparon de los asesinatos fueron los otros prisioneros que
habían estado en Bagram en aquel momento. Los pasajeros de Dilawar, que fueron
liberados de Guantánamo en marzo de 2004, explicaron que su familia les pidió
que les contaran lo sucedido, pero que “no fueron capaces de describir los
detalles”, y Parkhudin dijo: “Les dije que tenía una cama. Les dije que los
estadounidenses habían sido muy amables porque tenía un problema de
corazón”.
Moazzan Begg [ex prisionero británico] declaró también que había presenciado
una muerte a finales de 2002, pero lo que es incluso más inquietante es que
Begg, Richard
Belmar y Jamal
Kiyemba [otros dos ex prisioneros británicos] informaron acerca de otra
muerte en el mes de Julio que nunca ha sido investigada. Los tres dijeron que un
joven afgano fue asesinado tras intentar escapar. Belmar dijo: “Iba bueno
cuando le trajeron. Le habían inmovilizado y lo siguiente que vimos fue que le
estaban sacando en una camilla”, y Kiyemba, que claramente no estaba hablando ni
de Habibullah ni de Dilawar, porque fue trasladado a Guantánamo en octubre de
2002, explicó que utilizaban el asesinato como parte de las presiones que
ejercieron sobre él para lograr una falsa confesión: “Se me dijo que la única
forma de acabar con todo era confesar. Vi y oí otra tortura, golpes, alaridos,
gritos, ladridos de perros y un tipo muerto que había tratado de escapar. Uno de
los policías militares dijo: ‘¿Quién es el siguiente?’. Así que confesé para que
me dejaran en paz”.
Fue Moazzan Begg quien contó la historia más completa de ese asesinato no
reconocido, quien pasó diez meses en Bagram, donde, además de los abusos
habituales, fue amenazado con enviarle a Egipto para que le torturaran,
intentado atraerle con la promesa de convertirle en agente de la CIA, y, en un
momento especialmente malo, convencido de que una mujer que estaba gritando en
una celda junto a la suya era su esposa. Informó [en su libro Enemy
Combatant], que un guardia que él conocía de Kandahar le habló del
asesinato, admitiendo que él “había empezado a golpear al detenido tan fuerte
que sintió que le había roto algo”, y que otro guardia utilizó “técnicas thai
para golpear con el codo y la rodilla”. Añadió: “No sé si sabían que le habían
matado”, e indicó que otro guardia confirmó el asesinato, pero más tarde intentó
negarlo, diciendo: “Oh, no, realmente no murió, la razón por la que cubrieron su
rostro fue sólo para aterrorizar a la gente”.
Dos asesinatos más en Bagram (según testimonio de Omar Deghayes)
Además, Omar Deghayes, un británico que fue retenido en Bagram durante este
período (y que fue liberado de Guantánamo en diciembre de 2007), explicó, en un
declaración hecha pública en agosto de 2007, que había sido testigo de otros dos
asesinatos en Bagram. Deghayes dijo que “presenció cómo mataron de un tiro a un
prisionero tras haber escapado con la ayuda de otro preso que estaba siendo
golpeado y pateado por los guardias” (“Los estadounidenses”, explicó, “dijeron
que trató de quitarles la pistola”), y que estaba también cerca cuando otro
prisionero fue golpeado hasta la muerte: “Uno de nombre Abdaulmalik, marroquí e
italiano, fue golpeado hasta que ya no escuché más alaridos. Después de eso
había pánico en la prisión y los guardias corrían temerosos diciéndose unos a
otros que el árabe ha muerto. No volví a ver a ese joven nunca más”.
Como expliqué en un artículo
en aquel momento, está muy claro que esos dos asesinatos no son el mismo del
que informaron Moazzam Begg, Richard Belmar y Jamal Kiyemba, y parece, por
tanto, que en 2002 bien pudieron producirse cinco asesinatos.
Un asesinato en “Salt Pit” (del capítulo 16 de The Guantanamo
Files)
La existencia de “Salt Pit” [una prisión secreta de la CIA], instalada en una
fábrica abandonada de ladrillo al norte de la capital, Kabul, fue un secreto
celosamente guardado hasta 2005, cuando aparecieron dos historias que acabaron
con su tapadera. La primera de ellas fue un asesinato del que no había
información anteriormente, que fue sacado a la luz por Dana Priest en el Washington
Post en marzo de 2005. Priest informó que en noviembre de 2002, un
oficial de la CIA recientemente promovido a quien se había puesto al frente de
las instalaciones al no haber nadie de nivel superior que deseara aceptar el
trabajo, “ordenó a los guardias que desnudaran a un joven afgano detenido que no
quería colaborar, que le encadenaran al suelo de hormigón y le dejaran allí sin
mantas toda la noche”. Tras cumplir sus órdenes, los guardias estuvieron
arrastrándole por el suelo antes de llevarle a su celda, donde murió de
hipotermia durante la noche.
Según un alto oficial estadounidense, después “desapareció de la faz de la
tierra”: fue apresuradamente enterrado en una sepultura anónima y nunca se
notificó su muerte a su familia, y el oficial de la CIA a cargo de la prisión
fue promovido. Mientras tanto, las autoridades estadounidenses no mostraron
voluntad alguna de investigar el caso. “Probablemente, tenía algo que ver con la
gente vinculada con al-Qaida”, dijo un oficial, aunque no se hubiera sabido nada
sobre él en el momento de su muerte aparte del hecho que fue capturado en
Pakistán junto a otros afganos.
Más asesinatos perpetrados bajo custodia estadounidense (del capítulo 17
de The Guantánamo Files)
Los asesinatos en Bagram y en “Salt Pit” en 2002 presagiaban un régimen
estadounidense cada vez más bestial en Afganistán. Aunque Hamid Karzai fue
nombrado Presidente [interino] después de la celebración de una loya jirga
[gran consejo] en Kabul en 2002, al que asistieron unos 2.000 delegados de
todo Afganistán, el ejército estadounidense –y, especialmente, los soldados de
las Fuerzas Especiales que actuaban desde diversas bases operativas repartidas
por el país- se comportaban como un ejército de canallas.
En marzo de 2003, los periodistas Adrian Levy y Cathy Scott-Clark viajaron
hasta Gardez para reunirse con el Dr. Raiullah Bidar, director regional de la
Comisión Afgana Independiente por los Derechos Humanos, que se acababa casi de
fundar –con financiación del Congreso estadounidense- “para investigar los
abusos cometidos por los señores de la guerra locales y asegurar que se
protegerían los derechos de las mujeres y los niños”. Para colmo de ironías,
Bidar dijo a los periodistas [otro artículo impresionante, esta vez en el Guardian]
que su trabajo en aquellos momentos consistía en atender y registrar las quejas
contra el ejército estadounidense. “Hay muchos miles de personas que están
siendo acosados y detenidos por ellos”, dijo. “Los que fueron liberados declaran
que se les mantuvo junto a detenidos extranjeros que habían sido traídos a este
país para ser procesados. Ninguno ha sido acusado de nada. Ninguno está
identificado. No se permite que entren inspectores internacionales en las
cárceles estadounidenses. Las personas arrestadas dicen que han sido tratadas
brutalmente, que las tácticas que utilizaron son de contar y no creer”.
Declarando bajo anonimato, un ministro del gobierno se quejó también:
“Washington presenta Afganistán al mundo como una democracia naciente, pero el
ejército estadounidense hace todo lo contrario, utilizando nuestro país para
albergar un sistema de prisiones que parece que se está gestionando de forma
arbitraria, indiscriminada y sin ningún control ni responsabilidad”.
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A lo largo de 2003, al menos tres prisioneros más fueron asesinados por los
estadounidenses en tres bases de operaciones diferentes que formaban parte de
este arbitrario, indiscriminado e incontrolable sistema de prisiones. En Gardez,
en marzo de 2003, Jamal Naseer, un
soldado del ejército afgano de 18 años de edad, fue capturado junto con otros
siete soldados afganos. Tras ser tratados “como animales” durante 17 días, según
relatos de los otros hombres, que dijeron que les colgaron cabeza abajo y les
golpearon repetidamente con palos, porras de caucho y cables, que les
sumergieron en agua helada, que les hicieron yacer sobre la nieve y que les
sometieron a electroshock, el cuerpo de Naseer, cubierto de heridas, fue
abandonado en una comisaría local sin documentación sobre su muerte y sin
resultados de la autopsia.
En Asadabad, tres meses después, Abdul
Wali , de 28 años de edad, quien se entregó de forma voluntaria en relación
con un ataque con cohetes en el que no estaba implicado, fue golpeado hasta la
muerte por David Passaro, un contratista civil que trabajaba para la CIA, quien
le atacó “utilizando manos y pies y una linterna grande” durante un período de
dos días, y en noviembre, en una base situada en Gereshk, otro afgano, Abdul
Wahid, murió de “múltiples heridas y contusiones” (informe de la autopsia, PDF),
cuarenta y ocho horas después de haber sido entregado por fuerzas afganas.
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Al igual que en los asesinatos ocurridos en 2002, las autoridades no tenían
voluntad alguna de llevar a cabo investigaciones. La encuesta sobre la muerte de
Naseer no empezó hasta septiembre de 2004, después de que la historia apareciera
en los medios, y en enero de 2007, la única consecuencia fue que dos soldados
recibieron una “sanción administrativa” por no haber informado del
asesinato. En el caso de Abdul Wahid, las autoridades se absolvieron a sí mismas
de culpa afirmando que sus heridas fueron causadas bajo custodia afgana, y en el
caso de Abdul Wali, en junio de 2004, David Passaro fue acusado de ataque [no de
asesinato], siendo sentenciado a ocho
años de prisión en febrero de 2007. Sin embargo, esto no sirvió de consuelo
a la familia de Wali, y Said Akbar, el gobernador de la provincia de Kunar,
señaló que su asesinato se convirtió en una herramienta muy útil para reclutar
terroristas y que “había supuesto un inmenso revés para los esfuerzos de
reconciliación nacional de Pakistán”.
John Sifton informó acerca de un décimo asesinato
Hace dos meses, en un artículo para el Daily
Beast, el investigador de los derechos humanos John Sifton proporcionó
información sobre un décimo prisionero asesinado bajo custodia estadounidense en
Afganistán, Mohammad Sayari, un afgano que murió en agosto de 2002. Como John
Sifton explicó: “La primera vez que oí hablar del caso de Sayari fue en 2005,
leyendo un documento del Departamento de Defensa obtenido por la Unión
Estadounidense de Libertades Civiles a través de un caso del Acta de Información
de Libertad. El documento contenía una breve descripción del incidente: Un
capitán y tres sargenos ‘asesinaron al Sr. Sayari después de detenerle por
seguir sus movimientos en Afganistán’. La sección del documento que detallaba el
resultado de las investigación había sido redactada”.
El año pasado, en unión de varios grupos de derechos humanos, Sifton buscó
una explicación en el ejército estadounidense a la muerte de Sayari. “El
ejército”, escribió, “reveló que los comandantes habían rehusado enjuiciar a
ninguno de los cuatro hombres implicados en el caso, aunque uno de los cuatro
soldados recibió una ‘reprimenda administrativa”. Y esto a pesar del hecho de
que, en 2006, la ACLU había obtenido más documentos que “revelaban que la
investigación del ejército había encontrado causas probables para recomendar
acusaciones de asesinato y conspiración contra los cuatro soldados de las
Fuerzas Especiales. Según la investigación, los cuatro soldados habían capturado
al detenido, un civil no combatiente, y le habían pegado un tiro,
presumiblemente después de interrogarle”. Sifton añadió que los investigadores
militares “también recomendaron la acusación de negligencia en el cumplimiento
del deber contra tres de los hombres y una acusación de obstrucción a la
justicia contra el de mayor rango, un capitán, que admitió haber destruido las
pruebas del crimen, pero que [inexplicablemente, sin una corte marcial, el caso
se cerró] todo lo que sucedió fue que el capitán recibió una carta de reprimenda
por ‘destruir la prueba’”.
Conclusión
En conclusión, sólo puedo confiar en que las anteriores historias contribuyan
a corregir lo que Glenn Greenwald describió como “una deficiencia muy importante
en el debate público sobre tortura y responsabilidad”, y mantener in
mente que he estado abordando sólo diez asesinatos perpetrados en Afganistán, y
no los otros 90 asesinados cometidos en Iraq bajo custodia estadounidense. Si es
que, en efecto, vamos a “Mirar al Futuro, no al Pasado”, y a “reconquistar la
estatura moral de EEUU en el mundo”, como confía
el Presidente Obama, esto puede conseguirse tan sólo abordando los crímenes
del pasado, avanzando desde el “escenario de unas cuantas manzanas podridas”
utilizado por la administración Bush para desviar la atención de su propia
culpabilidad, a exigir responsabilidades a los altos oficiales responsables de
convertir a Estados Unidos en una nación que practica abiertamente la
tortura.
Como el General retirado Barry McCaffrey explicó a
MSNBC en abril, el día en que el Presidente visitó los cuarteles de la CIA
para elogiar a la agencia por defender los valores e ideales estadounidenses:
“Nunca deberíamos, como política, como procedimiento, maltratar a la gente que
está bajo nuestro control, a los detenidos. Torturamos a la gente sin piedad.
Probablemente hemos asesinado a docenas de ellos durante el curso de esas
torturas, tanto las fuerzas armadas como la CIA”.
Al explicar su llamamiento a la responsabilidad, la ACLU declara en su página
principal “Responsabilidad ante la Tortura”: “Presionaremos al Congreso para que
nombre un comité especial que pueda investigar las raíces del programa de
torturas y recomendar cambios legislativos para asegurar que los abusos de los
últimos ocho años no van a repetirse nunca jamás. Y defenderemos la designación
de un fiscal independiente que examine las cuestiones de responsabilidad
criminal. No podemos barrer bajo la alfombra las torturas de los últimos ocho
años. La responsabilidad por las torturas es un imperativo moral, político y
legal.
Así es, en efecto. Y sin ella, el mensaje que el Presidente Obama envía al
mundo no es el de que ha “EEUU ha recuperado su estatura moral en el mundo”,
sino el de que altos funcionarios pueden torturar con impunidad hasta que dejan
el poder tras cometer sus crímenes.
Andy Worthington es un historiador británico y autor de “The
Guantánamo Files: The Stories of the 774 Detainees in America’s Illegal Prison”
(publicado por Pluto Press, distribuido en EEUU por Macmillan, y disponible en
Amazon.
Enlace con texto original:
http://www.andyworthington.co.uk/2009/07/01/when-torture-kills-ten-murders-in-us-prisons-in-afghanistan/
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