Wikileaks y el silencio de Obama
Editorial La Jornada 25 de octubre de 2010
Ayer, el viceprimer ministro británico, Nick Clegg, reconoció la necesidad de
investigar los crímenes de guerra perpetrados por las fuerzas occidentales que
invadieron, destruyeron y ocuparon Irak, y que fueron revelados dos días antes
por el portal Wikileaks, el cual dio a conocer cientos de miles de
informes militares que documentan masacres, asesinatos, torturas y otro sinfín
de atropellos cometidos por los agresores occidentales.
Tal reconocimiento se suma a los señalamientos de la Relatoría de la ONU
sobre la Tortura, Amnistía Internacional y otras instancias internacionales de
derechos humanos, y contrasta con las destempladas y equívocas reacciones del
gobierno estadounidense: la secretaria de Estado del gabinete de Barack Obama,
Hillary Clinton, ha reaccionado a las revelaciones como si trabajara para el ex
presidente George W. Bush, responsable principal del genocidio perpetrado en
Irak: caracterizando la difusión de los documentos militares por
Wikileaks como un peligro para las vidas de estadounidenses y sus
aliados y amenazan con perseguir judicialmente a cualquier publicación que
amenace nuestra seguridad o la seguridad nacional de aquellos con los que
trabajamos. Por su parte, Dave Lapan, vocero del Departamento de Defensa, dijo
que la difusión de los archivos podía implicar una amenaza para (nuestros)
soldados o para los iraquíes que han colaborado con nosotros.
El actual mandatario estadounidense ha guardado hasta ahora un silencio
injustificable, habida cuenta de la gravedad de las revelaciones: en efecto, los
informes dados a conocer por Wikileaks obligan a ver la incursión
militar estadounidense en Irak desde la perspectiva que el poder público de
Washington siempre ha negado: la de un exterminio deliberado, programado y
sostenido de iraquíes por varios métodos: desde el asesinato de combatientes que
ya se habían rendido hasta la tortura masiva en las cárceles controladas por el
Pentágono, pasando por la eliminación de sospechosos en puestos de control.
Para mayor vergüenza, los papeles del Pentágono documentan la negativa a
investigar los atropellos cometidos por las fuerzas propias y por sus
subordinados locales, y reflejan una política de ocultamiento de información por
parte de las autoridades estadounidenses e inglesas, las cuales, durante más de
un lustro, habían venido sosteniendo que carecían de cifras sobre las bajas
colaterales, es decir, los no combatientes muertos en el contexto de la invasión
y la ocupación del infortunado país árabe. La información divulgada, sin
embargo, muestra que los gobiernos de Washington y Londres poseían datos
precisos que arrojan un total de más de 100 mil muertes causadas desde el inicio
de la agresión bélica (2003) hasta 2009, y que más de 60 por ciento de ellas
corresponden a civiles no combatientes.
Ante tales evidencias, los actuales gobiernos de Washington, Londres y Madrid
tendrían que emprender sendas investigaciones de los principales responsables
políticos de la carnicería perpetrada en Irak por sus fuerzas militares –a las
que se sumaron las de otras potencias menores e incluso las de algunos países
subdesarrollados– y procurar el castigo de los culpables de acuerdo con las
leyes nacionales e internacionales. De otra forma, se ratificará la hipocresía
de las potencias occidentales en materia de respeto a la legalidad: defensoras
del orden mundial y de los derechos humanos cuando los atropellos son cometidos
por otros gobiernos, y encubridoras de sus propios criminales. Con esa doble
moral, y por crímenes menos graves y numerosos que los que cometió el gobierno
de Bush en Irak, Estados Unidos y sus aliados europeos han llevado a diversos ex
gobernantes y políticos de países pequeños ante tribunales de guerra y los han
ejecutado o condenado a severas penas de cárcel. Paradójicamente, tal fue el
caso del propio Saddam Hussein y de buena parte de sus colaboradores.
En lo inmediato, quien debe dar el primer paso es Barack Obama. Si en el
círculo que lo rodea aún quedase un vestigio de intención renovadora, la Casa
Blanca tendría que cambiar de enfoque ante la evidencia del genocidio en Irak y,
en vez de condenar la difusión de los documentos que lo prueban, acusar
penalmente a George W. Bush, Dick Cheney, Condoleezza Rice y demás involucrados
en esa barbarie.
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