Una lección sobre migración de Pablo Neruda
Ariel Dorfman
The New York Times.es
24 de febrero de 2018
Pablo Neruda en 1952. El poeta persuadió al presidente de
Chile a ofrecer asilo a los españoles exiliados en Francia. Credit Gamma-Keystone,
vía Getty Images
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SANTIAGO — Chile, como muchos otros países, ha estado debatiendo sobre si dar la
bienvenida a los migrantes —sobre todo de Haití, Colombia, Perú y Venezuela— o
mantenerlos fuera. Aunque solo medio millón de inmigrantes viven en este país
de 17,7 millones de habitantes, los políticos de derecha han atizado un
sentimiento antiinmigrante, se han opuesto a las tasas crecientes de inmigración
de la década pasada y han derramado hiel especialmente en contra de los haitianos.
La inmigración fue un tema principal en las elecciones de este país durante
noviembre y diciembre. El ganador fue Sebastián Piñera,
un millonario de centro-derecha de 68 años que ya había sido presidente de 2010
a 2014 y que volverá al poder en marzo. Piñera acusó a los inmigrantes de delincuencia, narcotráfico y crimen organizado. Se benefició del apoyo de José Antonio
Kast, un político de extrema derecha que ha estado haciendo campaña
para construir barreras físicas a lo largo de las fronteras con Perú y Bolivia para detener a los desposeídos que
quieren llegar a nuestra tierra.
Los chilenos no somos los únicos testigos de la xenofobia y nativismo crecientes,
pero haríamos bien en recordar nuestra propia historia, que ofrece un modelo de
cómo actuar frente a extranjeros que buscan refugio.
El 4 de agosto de 1939, el Winnipeg zarpó hacia Chile desde el puerto francés de
Pauillac con más de dos mil refugiados que habían huido de su natal España.
Unos cuantos meses antes, el general Francisco Franco —con la ayuda de Mussolini y
Hitler— había vencido a las fuerzas del gobierno democráticamente electo de
España, desatando una ola de violencia y asesinatos.
Entre los cientos de miles de simpatizantes desesperados de la República española que
habían cruzado los Pirineos para escapar de la masacre fascista estaban los
hombres, mujeres y niños que habrían de abordar el Winnipeg y arribar un mes
después al puerto chileno de Valparaíso.
El responsable de su milagrosa escapatoria fue Pablo Neruda que, a la edad de 34
años, ya era considerado el poeta insigne de Chile. En 1939, su prestigio ya
era lo suficientemente importante como para convencer al presidente chileno,
Pedro Aguirre Cerda, de que era imperativo que su pequeño país ofreciera asilo
a algunos de los maltratados patriotas españoles que se pudrían en campos de
internamiento franceses.
Esto no solo sentaría un ejemplo humanitario, dijo Neruda, sino que también
proporcionaría a Chile la experiencia y el talento foráneos que requería para
su propio desarrollo. El presidente accedió a autorizar algunas visas, pero el
poeta tendría que conseguir los fondos para los costosos pasajes de los
exiliados, así como para alimentos y vivienda durante sus primeros seis meses
en el país. Y Neruda, una vez en Francia para coordinar el operativo,
necesitaría evaluar a los expatriatados para asegurarse de que poseyeran las
mejores habilidades técnicas y una moral intachable.
Requirió mucho valor de parte del presidente Aguirre Cerda dar la bienvenida a los
refugiados españoles a Chile. El país era pobre, aún sufría los efectos de la
depresión económica, con una tasa alta de desempleo y había pasado
recientemente por un terremoto devastador en Chillán que cobró la vida de 28.000 personas y dejó a muchas más heridas y sin hogar.
Una incansable campaña nativista de los partidos de derecha y sus medios, que
percibían una oportunidad para atacar al gobierno del Frente Popular, describía
a los probables solicitantes de asilo como “indeseables”: violadores,
criminales y agitadores anticristianos cuya presencia, de acuerdo con un
editorial chovinista en el principal periódico conservador de Chile, sería
“incompatible con la tranquilidad social y las buenas costumbres”.
Mujeres y niños a bordo del buque Winnipeg, que llegó en septiembre de
1939 al puerto chileno de Valparaíso
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Neruda se dio cuenta de que sería más barato alquilar un barco y llenarlo con los
refugiados que mandarlos familia por familia a Chile. El Winnipeg estaba
disponible, pero como era un buque de carga, tenía que acondicionarse para
recibir a unos dos mil pasajeros con literas, salones para comidas, una
enfermería, una guardería para los más pequeños y, por supuesto, letrinas.
Mientras voluntarios del Partido Comunista Francés trabajaban día y noche para tener
lista la embarcación, Neruda recaudaba donativos de toda América Latina —y de
amigos como Pablo Picasso— para financiar esa empresa cada vez más exorbitante.
No había mucho tiempo: Europa se preparaba para la guerra y los burócratas
tanto de Santiago como de París saboteaban el esfuerzo. Con solo la mitad del
efectivo en la mano un mes antes de la fecha en que zarparía el barco, un grupo
de cuáqueros estadounidenses de pronto se ofreció a dar el resto de los fondos requeridos.
A Neruda lo impulsaba su amor por España y su compasión por las víctimas del
fascismo, incluyendo a uno de sus mejores amigos, el poeta Federico García
Lorca, a quien un escuadrón de la muerte fascista había asesinado en 1936.
Como cónsul chileno durante los primeros días de la República española, Neruda había
sido testigo del bombardeo de Madrid. La destrucción de esa ciudad que él
amaba, y el ataque a la cultura y la libertad, lo marcarían por el resto de su
vida y cambiarían drásticamente sus prioridades literarias.
¿Dónde están los presidentes que dan la bienvenida
a refugiados destituidos con los brazos abiertos a pesar de las calumnias más
virulentas en su contra?
Después de la caída de la República, declaró: “Juro defender hasta mi muerte lo que han
asesinado en España: el derecho a la felicidad”. No en vano, cuando el
buque se alejaba sin él y su esposa —pues no quisieron ocupar un espacio que
sería más útil para aquellos cuya vida estaba en peligro—, proclamó que el
Winnipeg había sido su “más bello poema”.
Cuando ese “poema” flotante, gigante y magnífico por fin llegó a Valparaíso después de
una peligrosa travesía, sus pasajeros —a pesar de las protestas de los
nacionalistas de derecha y los simpatizantes de los nazis— recibieron una
bienvenida digna de héroes.
Esperando a las legiones de desposeídos sobrevivientes de Franco estaba el representante
personal del presidente Aguirre Cerda: su ministro de Salubridad, un joven
doctor llamado Salvador Allende. Multitudes entusiastas abarrotaron el muelle y
cantaban canciones de la resistencia para saludar a los refugiados, algunos de
los cuales ya tenían ofertas de empleo. En cada estación de tren camino a
Santiago, se los recibía con comida y flores.
Los refugiados que llegaron en el Winnipeg fueron decisivos para ayudar a moldear
un Chile más próspero, abierto y creativo. Entre ellos estaban el historiador
Leopoldo Castedo, el diseñador de libros Mauricio Amster, el dramaturgo y
ensayista José Ricardo Morales y los pintores Roser Bru y José Balmes, cuya
influencia benévola tocaría la vida mía y de mi esposa en décadas venideras.
Casi ochenta años después, esos indeseables nos exigen plantearnos preguntas
inquietantes, tanto en Chile como en otras naciones. ¿Dónde están los
presidentes que dan la bienvenida a refugiados destituidos con los brazos
abiertos a pesar de las calumnias más virulentas en su contra? ¿Dónde están los
Neruda de antaño, prestos a lanzar barcos como poemas para defender el derecho
a la felicidad, el derecho a la comida y las flores? ¿Y dónde están los
múltiples Winnipeg que deberían estar, hoy mismo, surcando los mares del mundo?
Ariel Dorfman es autor del libro de ensayos “Homeland Security Ate My
Speech” y las novelas “Allegro” y “Darwin’s Ghosts”.
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