Un mensaje desde el fin del mundo
Ariel Dorfman
The New York Times es
8 de abril de 2017
Credit Martin Lopez
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SANTIAGO DE CHILE –Chilli: el fin del mundo.
Los aymara designaban así, con ese nombre, al territorio que hoy es la república de
Chile, significando un lugar tan lejano y apartado que en ese confín se acababa
la tierra.
Después de este verano que mi mujer y yo hemos pasado en Santiago se me ocurre, sin
embargo, que subyace a esa palabra originaria otra posible definición, quizás
profética: Chile como el límite donde lo que se acaba no es el espacio, sino el
tiempo, los días que le quedan a la tierra en poder de los humanos.
Nunca han descendido sobre este país meridional tantas catástrofes naturales
seguidas. Por una vez, no se trata de los terremotos y tsunamis que nos han
asediado desde tiempos inmemoriales. Pero lo que viene sucediendo ahora es una
serie de desastres creados por nuestra propia especie.
Primero vinieron los incendios forestales, la mayoría de ellos
al sur de Santiago. No existen precedentes para tantas hectáreas —miles de
miles— reducidas a escombros. La conflagración, que mató a residentes y ganado,
devastando aldeas enteras y quemando árboles centenarios además de numerosos
bosques cultivados para la exportación, solo pudo contenerse cuando arribaron
desde el extranjero aviones supertanker (Boeing
e Ilyushin) que pudieron descargar toneladas de agua sobre las zonas afectadas.
Aquellos que no estábamos amenazados en forma inmediata por las llamaradas infernales
sufrimos otras consecuencias. El aire acá en Santiago, envilecido de humo y
cenizas, se hizo irrespirable, una situación agravada por temperaturas
inusitadamente elevadas que no disminuían de noche, como solía ser habitual,
negándonos, entonces, el consuelo de algún frescor que hubiera permitido
enfrentar el día siguiente con energía y vivacidad.
Rogábamos de que lloviera, por mucho que supiéramos de sobra que jamás llueve en la
región de Santiago en el verano. Cuando nuestros ruegos recibieron una
respuesta de la naturaleza y sobrevinieron, sorpresivamente, las lluvias, no
fueron en las zonas donde los incendios seguían apareciendo en forma
esporádica, sino en los glaciares de los Andes mismos. Un torrente de tal furia
que los ríos se desbordaron, inundando valles y
poblados, puentes y caminos con barro y despojos. Como un diluvio semejante
nunca había sucedido en los meses estivales, las procesadoras de agua no
estaban preparadas para la emergencia.
Esto dejó a millones de chilenos sin agua potable en
sus hogares y negocios: no había qué beber, cómo cocinar o lavarse o refrescar
las plantas. Es como si nos hubiera caído encima una plaga: perros callejeros
sedientos y desfallecientes y plantas marchitándose y filas inacabables de
usuarios con bidones, botellas, receptáculos de todo tipo frente a centros de distribución.
Primero, tanto fuego que es imposible respirar; enseguida, tanta agua que es imposible beber.
¿Y ahora qué?
Anuncian que muchas playas de Chile, igual que el año pasado, deben cerrarse debido a la
invasión de armadas de medusas azules, las temibles “fragatas portuguesas”. Y
que los peces perecen ante mareas rojas tóxicas. Y se nos cuenta que la fisura gigante de Larsen ha crecido exageradamente en la Antártida,
aumentando la probabilidad de que se desprenda un iceberg de miles de
kilómetros cuadrados y se desplome en el mar, un pedazo tan colosal de hielo
que, a medida que se vaya derritiendo, habrá de transformar la ecología y el
nivel de los océanos. Y Chile, en vista de la contigüidad con la Antártida
(cuya soberanía comparte con otras naciones), será una de las primeras víctimas.
No es extraño, por lo tanto, que este país no ha cerrado sus ojos ante lo que se
cierne sobre nuestros campos, bosques, agua, costa. Todos los habitantes —y me
refiero a todos, desde la extrema izquierda hasta la extrema derecha—
comprenden que en este último confín del mundo estamos presenciando una
hecatombe de proporciones épicas que presagia el fin irremediable de ese mundo
tal como nuestra especie lo ha conocido desde su surgimiento, y que todos
debemos emprender algo igualmente épico, una hazaña desmesurada, si queremos
cambiar nuestro destino antes de que sea demasiado tarde.
Pero también entendemos que somos un país pequeño, y que esa transformación
primordial depende sobre todo de otros actores internacionales. Serán otros
quienes determinen, en forma global, nuestro futuro.
Lo que es entonces de veras intolerable, mientras rugen los incendios y la lluvia cae
a torrentes en una época del año en que no debería caer una gota, y los
ríos se abruman de barro y la fauna marina muere y la Antártida se hace
pedazos, lo que me enfurece y desespera es que justo en este momento aciago en
la historia natural de Chile, justo ahora estoy forzado a contemplar cómo el
gobierno de los remotos Estados Unidos, ese país donde con mi mujer vivimos la
mayor parte del aňo, está anulando las regulaciones ecológicas que, aunque
insuficientes, constituían pasos progresistas necesarios para garantizar un
porvenir más limpio y sano.
Y, estando a punto de retornar a nuestro hogar en los Estados Unidos, nuestros
amigos y familiares acá en Chile, nos preguntan, una y otra vez: ¿Acaso puede
ser cierto? ¿Puede ser cierto que Trump esté preso de una estupidez tan suicida
como para negar que exista el cambio climático, tan demente como para instalar
como su zar del medioambiente a un enemigo de la madre tierra? ¿Puede
encontrarse tan encandilado por la avaricia ciega de la industria de la
extracción energética, tan ignorante de la ciencia, tan monumentalmente
altanero, que no se da cuenta que nos estamos acercando, que él nos está
acercando, al Apocalipsis? ¿Puede ser cierto?, preguntan y vuelven a preguntar, atónitos.
Y la respuesta, para nuestro infortunio, es que sí, que es más que cierto.
Ariel Dorfman es profesor emérito de literatura de Duke University y autor de La Muerte y la Doncella y
de la novela Allegro.
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