¿Acabarán alguna vez?
Escrito por Nick Turse
Llega el 20º aniversario de la Guerra contra el Terrorismo.
“Este es un nuevo tipo de guerra, que llevaremos a cabo
agresivamente y metódicamente para interrumpir y destruir la actividad terrorista”,
anunció el presidente George W. Bush apenas dos semanas después de los ataques
del 11-S. “Algunas victorias se conseguirán fuera de la vista pública, en
tragedias evitadas y amenazas eliminadas. Otras victorias quedarán claras para todos”.
Este año marcará el 20º aniversario de la guerra contra el terrorismo, incluyendo el
conflicto sin declarar de EE.UU. en Afganistán. Después de que el apodo
original de esa guerra, Operación Justicia Infinita,
fuera rechazado por ofender sensibilidades musulmanas, el Pentágono la renombró
como Operación Libertad Duradera. A pesar de no haber ni victoria clara ni la
más ligera evidencia de que la libertad duradera se hubiera impuesto alguna vez
en ese país, “las operaciones de combate de EE UU en Afganistán terminaron”, según el Departamento de
Defensa, en 2014. En realidad, ese combate simplemente continuó bajo
un nuevo nombre, Operación Centinela de la
Libertad, y se prolonga hasta hoy.
Igual que la invasión de Irak de 2003 —conocida como Operación Libertad Iraquí—, Libertad Duradera y
Centinela de la Libertad, no consiguieron hacer justicia a sus nombres. Ninguno
de los apodos aplicados a las guerras de EE UU post 11-S atrapó tampoco nunca
la imaginación pública; los campos de batalla se extendieron desde Afganistán e
Iraq hasta Yemen, Somalia, Filipinas, Libia, Siria, Níger, Burkina Faso y más
allá, con un precio superior a 6,4 billones de dólares y un coste humano que
incluye al menos 335.000 civiles asesinados y al menos 37 millones de personas
desplazadas de sus hogares. Mientras tanto, las durante tanto tiempo claras
victorias prometidas nunca se materializaron incluso mientras el número de
grupos terroristas en el mundo proliferaba.
El mes pasado, el principal general de EE UU ofreció una evaluación de la guerra afgana que fue tan
adecuada como sombría. “Creemos que, tras dos décadas de esfuerzo consistente,
hemos logrado una pizca de éxito”, dijo Mark Milley, presidente del Estado
Mayor Conjunto. “También diría que durante los últimos cinco o siete años como
mínimo hemos estado en una situación de tablas estratégicas”. Las declaraciones
de Milley ofrecían apelaciones mucho más adecuadas que aquellas con las que el
Pentágono había soñado durante años. Si el Departamento de Defensa hubiera
abierto las guerras post 11-S con nombres como Operación Pizca de Éxito u
Operación Tablas Estratégicas, al menos los estadounidenses habrían tenido una
idea realista sobre qué esperar en las décadas siguientes mientras tres
presidentes llevaban a cabo tres guerras no declaradas sin conseguir victorias
en ningún lugar del Gran Oriente Medio o África.
Qué traerá el futuro en términos de los muchos conflictos armados de este país está más oscuro que
nunca mientras el Gobierno de Trump ha perseguido una variedad de esfuerzos en
el último momento interpretados como intentos de último minuto para hacer
buenas las promesas de terminar las “interminables guerras” de este país o
simplemente como intentos llenos de amargura para desestabilizar, minar y
sabotear al “Estado profundo” (la CIA en concreto) a la vez que para dejar sin
mano de obra a la próxima política exterior del Gobierno de Biden. En realidad,
sin embargo, las tambaleantes tácticas finales del presidente Trump, aunque en
absoluto terminan las guerras de EE UU, ofrecen al Gobierno de Biden una
oportunidad única para poner esos conflictos en los libros de historia, si el
presidente electo elige aprovecharse del involuntario regalo que le dio su predecesor.
El tercer presidente que no terminó la Guerra contra el Terrorismo
Durante cuatro años, el Gobierno de Trump ha llevado a cabo una guerra en múltiples frentes, no solo en
Afganistán, Iraq, Somalia, Siria y en otros lugares del planeta, sino también
con el Pentágono. Donald Trump entró en la Casa Blanca prometiendo detener las
incesantes intervenciones en el extranjero de EE UU y repetidamente flirteó con
terminar esas “guerras interminables”. No lo hizo. En vez de eso, él y su
gobierno siguió llevando a cabo los muchos conflictos de EE UU, aumentó las
tropas en Afganistán y Siria, y amenazó con ataques nucleares contra enemigos y
aliados por igual.
Cuando finalmente el presidente empezó a hacer gestos hacia reducir los conflictos interminables del
país e intentó retirar tropas en varias zonas bélicas, el Pentágono y el
Departamento de Estado empezaron a dilatar y obstaculizar a su comandante en
jefe, engañándole, por ejemplo, cuando se trató de algo tan básico como el
número real de tropas estadounidenses en Siria. Incluso tras llegar a un
acuerdo con los talibanes para finalizar la guerra afgana y ordenar
significativas retiradas de tropas de ese país y otros a medida que se
convertía en un presidente incapaz, no consiguió detener una sola intervención
armada que hubiera heredado.
Lejos de terminar con las interminables guerras, el presidente Trump intensificó las más interminables de
todas: los conflictos en Afganistán y Somalia, donde Estados Unidos ha estado
involucrado de forma intermitente desde los años 70 y 90, respectivamente. Los
ataques aéreos en Somalia, por ejemplo, se han disparado bajo el Gobierno de
Trump. De 2007 a 2017, el Ejército de EE UU llevó a cabo 42 ataques aéreos
declarados en ese país. Bajo el presidente Trump, se ejecutaron 37 ataques en
2017, 48 en 2018, y 63 en 2019. El año pasado, el Mando África de Estados
Unidos (AFRICOM) reconoció 53 ataques aéreos en Somalia, más que durante los 16
años de los gobiernos de George W. Bush y Barack Obama.
Los motivos de ese aumento siguen envueltos en el secreto. En marzo de 2017, sin embargo, el presidente
Trump supuestamente designó partes de Somalia como “áreas de hostilidades
activas”, mientras eliminaba las reglas de la era de Obama que requerían que
hubiera seguridad de que los ataques aéreos no hirieran o mataran no
combatientes. Aunque la Casa Blanca rechaza confirmar o negar explícitamente
que esto ocurriera alguna vez, el general de brigada retirado Donald Bolduc,
que encabezaba el Mando África de Operaciones Especiales en ese momento, dijo a The Intercept que
“la carga de la prueba respecto a qué se podía considerar objetivo y por qué
motivo cambió dramáticamente”. Ese cambio, apuntó, llevó a AFRICOM a llevar a
cabo ataques que previamente no habrían tenido lugar.
El aumento en los ataques aéreos ha sido desastroso para los civiles. Mientras el Mando África reconoció
recientemente cinco muertes de no combatientes en Somalia por estos ataques
aéreos, una investigación de Amnistía Internacional descubrió que, en solo
nueve de ellos, murieron 21 civiles y otros 11 fueron heridos. Según el grupo
de seguimiento del Reino Unido Airwars, la evidencia sugiere que hasta 13
civiles somalíes han sido asesinados por ataques aéreos estadounidenses solo en
2020, y la reciente decisión de Trump de retirar las fuerzas estadounidenses de
allí no terminará con esos ataques aéreos, y mucho menos la guerra de EE UU,
según el Pentágono. “Aunque es un cambio en el despliegue, esta acción no es un
cambio en la política de EE UU”, se lee en una declaración del Departamento de Defensa
que siguió a la orden de retirada de Trump. “EE UU retendrá la capacidad de
llevar a cabo operaciones de contraterrorismo focalizadas en Somalia y de
recoger advertencias e indicadores tempranos respecto a amenazas contra la patria”.
La guerra en Afganistán ha seguido una trayectoria similar bajo el presidente Trump. Lejos de rebajar la
intensidad del conflicto mientras negociaba un acuerdo de paz con los talibanes
y buscaba retiradas de tropas, la administración intensificó la guerra en
múltiples frentes, desplegando inicialmente más tropas aumentando su uso de
poder aéreo estadounidense. Como en Somalia, los civiles sufrieron enormemente,
según un informe reciente de Neta Crawford, del proyecto Costes de la Guerra de
la Brown University.
Durante su primer año en el cargo, el Gobierno de Trump relajó las normas de combate e intensificó la
guerra aérea en un esfuerzo por conseguir una mejor posición en la mesa de
negociaciones. “Desde 2017 hasta 2019, las muertes civiles debidas a los
ataques aéreos de EE UU y fuerzas aliadas en Afganistán aumentaron
dramáticamente”, escribió Crawford. “En 2019, los ataques aéreos mataron a 700
civiles, más que en ningún otro año desde el comienzo de la guerra en 2001 y
2002”. Después de que EE UU y los talibanes alcanzaran un acuerdo de paz
provisional el pasado febrero, los ataques aéreos estadounidenses disminuyeron,
pero nunca cesaron por completo. Tan recientemente como el mes pasado, EE UU
supuestamente llevó a cabo uno en Afganistán que dio lugar a víctimas civiles.
A medida que esas muertes civiles por la fuerza aérea estaban disparándose, una unidad paramilitar afgana
de elite formada por la CIA, conocida como 01, en alianza con fuerzas de
Operaciones Especiales de EE UU, estuvo involucrada en lo que Andrew Quilty,
escribiendo en The Intercept,
denominó como “una campaña de terror contra civiles”, incluyendo “una serie de
masacres, ejecuciones, mutilación, desapariciones forzosas, ataques sobre
instalaciones médicas, y ataques aéreos con el objetivo de estructuras conocidas
por albergar civiles”. En total, la unidad mató al menos 51 civiles en la
provincia afgana de Wardak entre diciembre de 2018 y diciembre de 2019.
Como Akhtar Mohammad Tahiri, el jefe del consejo provincial de Wardak, dijo a Quilty, los estadounidenses
“pisan todas las reglas de la guerra, derechos humanos, todas las cosas que
dijeron que traerían a Afganistán”. Están, dijo, “comportándose como
terroristas. Muestran terror y violencia y piensan que traerán control de esta forma”.
La decisión del presidente Biden
“No somos un pueblo de guerra perpetua, es la antítesis de todo lo que defendemos y de todo por lo que
lucharon nuestros ancestros”, escribió el secretario de Defensa en funciones
como parte de un informe de dos páginas a los empleados del Departamento de
Defensa el pasado noviembre, añadiendo: “Todas las guerras deben terminar”. Su
predecesor, Mark Esper, aparentemente fue despedido, al menos en parte, por
resistirse a los esfuerzos del presidente Trump de retirar tropas de
Afganistán. Pero ni Miller ni Trump resultaron estar comprometidos con acabar
de verdad con las guerras de Estados Unidos.
Tras perder la reelección en noviembre, el presidente dictó una serie de órdenes retirando algunas tropas
de Afganistán, Iraq y Siria. Virtualmente todo el personal militar va a ser
retirado de Somalia. Allí, sin embargo, según el Pentágono, algunas o todas
esas fuerzas serán simplemente “reposicionadas desde Somalia a países vecinos
para permitir operaciones transfronterizas”, por no hablar de las continuas
“operaciones focalizadas de contraterrorismo” en ese país. Esto sugiere que la
prolongada guerra aérea seguirá ininterrumpida.
Lo mismo ocurre con otras zonas bélicas donde está previsto que las tropas estadounidenses permanezcan y
no se ha anunciado ningún cese de los ataques aéreos. “Todavía vas a tener la
capacidad de hacer las misiones que hemos estado haciendo”, dijo el mes pasado
un veterano cargo del Pentágono respecto a Afganistán. Miller se hizo eco de
esto durante un reciente viaje a ese país cuando dijo: “Especialmente quiero
ver y oír el plan para nuestro continuado papel de apoyo aéreo”. Irónicamente,
el informe ‘todas-las-guerras-deben-terminar’ del documento de noviembre de
Miller en realidad defendía una actitud de guerra eterna insistiendo en la
necesidad de “acabar con la guerra que Al-Qaeda trajo a nuestras orillas en 2001”.
En la clásica forma de ‘EE UU-finalmente-ha-dado-el-paso-definitivo’, Miller afirmó que Estados Unidos
está “a punto de vencer a Al-Qaeda y sus socios” y “debe evitar nuestro pasado
error estratégico de no librar la batalla hasta el final”. Para cualquiera que
pueda haber pensado que estaba señalando que la guerra contra el terrorismo
estaba acercándose al final, Miller ofreció un mensaje que no podía haber sido más
sucinto: “Esta guerra no ha terminado”.
Al mismo tiempo, Miller y varios otros nombrados por Trump tras las elecciones, incluidos su jefe de
personal Kash Patel y el vicesecretario de Defensa para Inteligencia en
funciones, Ezra Cohen-Watnick, han buscado hacer importantes cambios de
política de último minuto en el Pentágono, molestando a miembros de la elite de
la seguridad nacional. El mes pasado, por ejemplo, responsables del Gobierno de
Trump entregaron al Estado Mayor Conjunto una propuesta para desvincular la
Agencia de Seguridad Nacional y el Cibercomando de EE UU. Miller también envió
una carta a la directora de la CIA Gina Haspel informándola de que está en
peligro un antiguo acuerdo en el que el Pentágono ofrecía apoyo a la agencia.
Informes de prensa indicaron que el Departamento de Defensa está revisando su apoyo a la CIA. El
motivo, contaron a Defense One antiguos
y actuales responsables gubernamentales y militares, era determinar si fuerzas
de Operaciones Especiales deberían ser redirigidas desde las operaciones de
contraterrorismo de la agencia hacia misiones “relacionadas con la competencia
con Rusia y China”. The New York Times sugirió,
sin embargo, que el verdadero propósito sería “hacer difícil” que la CIA
llevara a cabo operaciones en Afganistán.
Las retiradas de tropas y los cambios de última hora en la política han sido desechados por expertos y
defensores de la elite de la seguridad nacional como los despreciables actos
finales de un presidente fracasado. Sea lo que sean, también representan una
genuina oportunidad para un presidente electo que ha defendido un giro en la
política de seguridad nacional. “Biden acabará con las guerras interminables en
Afganistán y Oriente Medio, que nos han costado incalculable sangre y riqueza”,
se lee en el plan para “Liderar al Mundo Democrático” en JoeBiden.com. Allí,
también, en la letra pequeña, acecha una serie de lagunas sobre
luchar-hasta-el-final como la de Miller, como sugieren las palabras en cursiva
en esta frase: “Biden traerá a casa la inmensa mayoría de nuestras tropas de
Afganistán y centrará nuestro enfoque en Al-Qaeda e ISIS”.
Bajo un acuerdo que el Gobierno de Trump alcanzó con los negociadores talibanes el año pasado, Estados
Unidos promovió retirar todas las tropas que quedan en Afganistán para el 1 de
mayo de 2021, si ese grupo cumple sus compromisos. Si el equipo de Biden
quisiera aprovecharse tanto del pacto de retirada del Gobierno de Trump como de
su desesperado esfuerzo para maniatar a la CIA, una parte importante de la
guerra estadounidense simplemente expiraría esta primavera. Aunque esto sin
duda suscitaría aullidos de angustia por parte de los defensores de esa guerra
fallida, el presidente Biden se podría remitir a los poderes de guerra
asignados constitucionalmente al Congreso, dejando al poder legislativo la
decisión de declarar la guerra en ese país tras todos estos años o simplemente
permitir que el conflicto termine.
También podría utilizar el intimidante púlpito de la presidencia para llamar a la expiración de la
Autorización para el Uso de la Fuerza Militar (AUMF, por sus siglas en inglés)
de 2001, una resolución de 60 palabras aprobada por el Congreso tres días
después de los ataques del 11 de septiembre, que se ha utilizado para
justificar 20 años de guerra contra grupos como el Estado Islámico que ni
siquiera existían el 11-S. Podría hacer lo mismo con la Autorización en Iraq
para el Uso de la Fuerza Militar de 2002, que autorizó la guerra contra el
régimen de Saddam Hussein en Iraq, pero fue sin embargo citada el año pasado en
la justificación del Gobierno de Trump para el asesinato con drones del general
iraní Qasem Suleimani.
Tras dos décadas después de que el presidente George W. Bush lanzara “un tipo diferente de guerra”; más de
una década después de que el presidente Barack Obama entrara en la Casa Blanca
prometiendo evitar las “guerras estúpidas” (aunque prometiendo ganar la “guerra
correcta” en Afganistán); seis meses después de que el presidente Trump se
comprometiera a “acabar con la era de las guerras interminables”, el presidente
electo Biden entra en la Casa Blanca con una oportunidad para empezar a hacer
buena su propia promesa de “acabar con las guerras interminables en Afganistán
y Oriente Medio”.
Como el presidente Bush señaló en 2001: “Algunas victorias se ganarán fuera de la vista pública, en
tragedias evitadas y amenazas eliminadas”. Las guerras de Estados Unidos en el
siglo XXI han sido, en vez de eso, tragedias para millones y han llevado a una
proliferación de amenazas que dañaron a Estados Unidos de forma importante. El
presidente electo Biden ha reconocido esto, apuntando que “quedarse atrapado en
conflictos imposibles de ganar solo consume nuestra capacidad de liderar en
otros asuntos que requieren nuestra atención, y nos impide reconstruir los demás
instrumentos del poder estadounidense”.
Las guerras fallidas sin fin son, sin embargo, también un legado de Joe Biden. Como senador, votó a
favor del AUMF de 2001, el AUMF de 2002, y después secundó a un presidente que
expandió las intervenciones en el extranjero de EE UU, y nada en su historia
personal sugiere que tomará las valientes acciones necesarias para lograr poner
un fin a los conflictos internacionales de Estados Unidos. “Ya es hora de que
terminemos con las guerras infinitas”, anunció en 2019. En realidad, al entrar
en el Despacho Oval se encuentra ante una decisión formidable: ser el primer
presidente de EE UU de este siglo que no redoble la apuesta en conflictos
internacionales malditos o el cuarto que descubra el fracaso en guerras que
nunca se pueden ganar.
Por Nick Turse
30 ene 2021
tomdispatch.com
Artículo publicado originalmente por Tomdispatch.com y
traducido para EL
Salto por Eduardo Pérez
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