El cambio climático y el conflicto causan estragos
en Somalia
Nick Turse, The Intercept, 31 mayo 2023
Traducido del inglés para Sinfo Fernández por Voces del Mundo 8 de junio de 2023
Mujeres somalíes desplazadas cargan leña para hacer fuego en el cercano asentamiento de
desplazados internos en Doolow, Somalia, el 12 de enero de 2023 (Giles Clarke
para The New York Times vía Getty Images).
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Campo de desplazados de Al-Hidaya, Mogadiscio, Somalia
Nurta Hassan Ebow tapaba la cara de su hija con la mano, protegiéndola del sol. A medida que la temperatura
se acercaba a los 90 grados, la pequeña, que nunca ha conocido un hogar
permanente, permanecía inmóvil. Hace dos meses, Ebow dio a luz en la carretera,
tras huir de su aldea en la región del Bajo Shabelle, en el suroeste de
Somalia. Sólo habían llegado a este campamento en la periferia de la capital de
Somalia la noche antes de que habláramos a principios de este mes.
«Tuvimos que marcharnos por la sequía y el conflicto», dijo Ebow, de 25 años, refiriéndose a la
actual ofensiva del
gobierno somalí contra el grupo terrorista Al Shabab. «No teníamos
comida. Nuestro ganado está muerto». Su primera noche en el campamento, Ebow y
tres de sus hijos durmieron en un refugio improvisado. Cuando hablamos el 10 de
mayo, estaban esperando poder tener su propio pequeño vivac de madera y
plástico.
El Cuerno de África atraviesa una sequía histórica, una de las peores en seis décadas.
Una sequía y una hambruna en 2011 y 2012 acabaron aquí
con la vida de un cuarto de millón de personas. Somalia, con la
ayuda de donantes internacionales, ha evitado la hambruna este año, pero la
sequía actual es de la misma magnitud o peor que la de 2011, dijo a The Intercept Mohamed
Moalim, asesor de la Agencia Somalí de Gestión de Desastres. La mayor parte del
país sigue enfrentándose a una grave inseguridad alimentaria, mientras el
riesgo de hambruna acecha a las zonas rurales y a los campos de
desplazados internos como éste.
La sequía se ve agravada, paradójicamente, por unas inundaciones catastróficas. Casi toda la población de
la ciudad somalí de Beledweyne,
en el centro del país, se vio desplazada por las inundaciones repentinas de
este mes. Doce días después, el agua aún no se había
retirado, dejando infraestructuras críticas inundadas y carreteras
intransitables y retrasando la llegada de ayuda humanitaria.
El prolongado conflicto contra Al Shabab, en el que participan el gobierno somalí y una serie de
fuerzas militares internacionales, como Estados Unidos, Turquía y la Unión
Africana, también ha provocado desplazamientos generalizados. El Centro
Africano de Estudios Estratégicos del Pentágono descubrió que, en 2022, los
ataques de al-Shabab aumentaron un 23% y las muertes causadas por militantes
islamistas se dispararon un 133%, un nivel récord que supera el total de 2020 y
2021 juntos. Desde enero hasta mediados de marzo, cuando Ebow fue expulsada de
su casa, se produjeron al menos 630 actos de violencia relacionados con el
conflicto en Somalia, con más de 230
víctimas mortales registradas en el Bajo Shabelle, según el
Armed Conflict Location & Event Data Project (Proyecto de Datos de
Localización y Sucesos de Conflictos Armados).
El pasado viernes (26 mayo), combatientes de Al Shabab atacaron un puesto avanzado de la Misión de
Transición de la Unión Africana en Somalia en Bulamarer, a unos 130 kilómetros
al suroeste de Mogadiscio. Al Shabab afirmó que el asalto coordinado, que
incluyó terroristas suicidas, mató a 137 soldados ugandeses. La Unión Africana
reconoció el ataque, pero no hizo comentarios sobre sus pérdidas. El
Mando para África de Estados Unidos se vio
involucrado en los combates y, según un comunicado de prensa,
«llevó a cabo un ataque aéreo contra militantes en las inmediaciones de la base
de operaciones avanzadas ATMIS» que, al parecer, «destruyó armas y equipos
tomados ilegalmente por combatientes de Al Shabaab».
La combinación de conflicto, sequía e inundaciones expulsó de sus hogares a más de un
millón de personas entre el 1 de enero y el 10 de mayo, una
cifra récord de desplazados para la nación. «Son cifras alarmantes de algunas
de las personas más vulnerables obligadas a abandonar lo poco que tenían para
dirigirse a lo desconocido», afirmó el director del Consejo Noruego para los
Refugiados en el país, Mohamed Abdi.
Todas estas crisis superpuestas han dejado a Somalia en una situación desesperada. En 2011, cuatro millones
de somalíes necesitaban alimentos; el año pasado, esa cifra
había aumentado a 6,7 millones, más de un tercio de su población total de 18
millones. Este año, aproximadamente
el mismo número se enfrenta a una grave inseguridad
alimentaria, mientras que unos 6,4 millones no pueden acceder a agua suficiente
para beber, cocinar y limpiar. Unos 5,1 millones de niños necesitan ayuda
humanitaria, de un total de 8,3
millones de somalíes necesitados. El año pasado, la sequía mató
a unas 43.000 personas en
Somalia. Las proyecciones de las Naciones Unidas y del gobierno somalí sitúan
el número potencial de víctimas mortales entre enero y junio de este año en 135
personas al día.
Ebow y sus hijos forman parte de
los 3,9 millones de personas que ahora no tienen hogar dentro
de las fronteras del país, mientras que otros 700.000 somalíes se
hallan desplazados en el extranjero. Ante el aumento de la inseguridad y la
sequía que está acabando con el ganado, la gente está abandonando su pueblo. Lo
mismo dijeron a The Intercept más de una docena de desplazados internos recién
llegados al campo. Narifa Hussein Mohamed, una de las administradoras que
supervisa al-Hidaya, dijo que 400 personas llegaron en la primera semana de
mayo. Cuando los visité, estaban hacinados con sus vecinos, a veces ocho o diez
personas -en su mayoría mujeres y niños- en refugios desvencijados que no
parecen aptos para más de dos o tres personas.
Narifa Hussein Mohamed, administradora del campo de desplazados de al-Hidaya, en las afueras de
Mogadiscio (Somalia), habla de la difícil situación de los somalíes expulsados
de sus hogares el 10 de mayo de 2023. Foto: Nick Turse
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En lo que respecta a los campos de desplazados internos, al-Hidaya es mejor que muchos otros en países
afectados por conflictos. Está organizado de forma coherente y dispone de agua
potable y una escuela al aire libre para los niños. Sin embargo, las
privaciones siguen siendo la norma: el acceso al agua es difícil y los
alimentos, al igual que la esperanza, escasean. «Esta gente necesita comida,
ropa, colchones, cobijo de la lluvia», dice Mohamed. «También necesitan trabajo
o alguna formación para poder ganar dinero, tener ingresos». Al-Hidaya es sólo
uno de los cientos de emplazamientos improvisados en las afueras de Mogadiscio
donde personas exhaustas que huyen de la guerra, la miseria y el clima marchito
han encontrado un exiguo refugio.
Ebow -acurrucada en el suelo polvoriento, acunando a su bebé- dijo que su familia está ahora dividida.
Su marido y sus otros cuatro hijos estaban demasiado enfermos y débiles para
viajar, así que tuvo que dejarlos atrás. Esperaba encontrar algún trabajo que
les ayudara a pagar el viaje para reunirse con ella, pero la suma en cuestión
-quizá unos 100 dólares- está tan fuera de su alcance que resulta imposible. La
mayoría de los somalíes viven con menos de 2 dólares al día.
Las mujeres y los niños de los campos de desplazados internos de Mogadiscio y la ciudad de Baidoa, a unos
140 kilómetros al noroeste de la capital, han recurrido a la mendicidad en
las calles, la limpieza de casas, el lustrado de zapatos o la venta
de khat -una
hoja que, masticada, ofrece efectos psicotrópicos- para mantener a sus
familias. Casi el 90% de los encuestados en un estudio reciente de la ONU sobre
cómo afecta la sequía a los niños afirmaron que éstos realizan trabajos
peligrosos, y alrededor del
18% se dedica al trabajo sexual.
Amina Sidow, de 40 años, llegó a al-Hidaya desde el Bajo Shabelle con sus cinco hijos pocos días antes
de que habláramos con ella. Dijo que la sequía de este año era la peor que
había experimentado nunca. «En 2011 hubo algo de ayuda. Las vacas se quedaron
muy flacas, pero no murieron», dijo a The Intercept, sentada frente a su pequeña casa
improvisada: varios trozos de lona de plástico deshilachada, colocados en capas
y tensos sobre un armazón de ramas de árbol dobladas. «Ahora todos nuestros
animales han muertos. Lo hemos perdido todo».
Una mujer lava una olla en el campo de desplazados de al-Hidaya, en las afueras de Mogadiscio, Somalia, el
10 de mayo de 2023. Foto: Nick Turse
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La escasez de agua ha provocado un aumento de las enfermedades entre el ganado -incluso entre
camellos y cabras, que suelen ser más resistentes que las vacas-, bajas tasas
de natalidad, disminución de la producción de leche y muertes. Esto conduce a
una falta de nutrición vital, como leche y proteínas, especialmente para los
niños. Incluso cuando el ganado no muere, su salud y peso disminuyen, lo que
reduce su valor en el mercado y merma los ingresos familiares. A menudo, los
rebaños tardan cinco años o más en reconstituirse tras las crisis
catastróficas, y muchos hogares de pastores y agricultores aún no se habían
recuperado de la sequía de 2016 y 2017 cuando comenzó la actual, en octubre de
2020. Numerosos desplazados internos en al-Hidaya afirmaron que habían perdido
todos sus animales a causa de la sequía o que los habían vendido, lo que hace
prever años de extrema escasez para muchos de los desplazados.
«El cambio climático está provocando el caos», afirmó el secretario general de la ONU, António Guterres, en una
visita a Somalia en abril, señalando que el país ha experimentado una racha sin
precedentes de cinco temporadas consecutivas de lluvias insuficientes. «Las
comunidades pobres y vulnerables se ven empujadas por la sequía al borde de la
inanición, y la situación puede empeorar».
Para Sidow, cuyo marido murió hace seis meses, «peor» es algo difícil de imaginar. «No tenemos medios
para construir un refugio adecuado. No hay materiales», dice, levantando las
manos y luego dejándolas caer sobre su regazo. «Necesitamos agua. Necesitamos
comida. Queremos trabajar, ser productivos, pero ¿qué podemos hacer? Queremos
ayudarnos a nosotros mismos. Pero ahora mismo, necesitamos que alguien nos ayude».
Nick Turse es un redactor de The Intercept que informa
sobre cuestiones de seguridad nacional y política exterior. Acaba de publicar “Next Time They’ll Come to Count the Dead: War and Survival in
South Sudan” y, con anterioridad, “Tomorrow’s Battlefield: U.S. Proxy Wars and Secret Ops in Africa” y “Kill Anything That
Moves: The Real American War in Vietnam”. Ha escrito para el New York
Times, Los Angeles Times, San Francisco Chronicle, The Nation y Village
Voice, entre otras publicaciones. Ha recibido el premio Ridenhour de periodismo de investigación, el premio James
Aronson de periodismo sobre justicia social y una beca Guggenheim. Turse es
miembro del Nation Institute y director de TomDispatch.com.
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