Una fórmula fracasada para la guerra mundial
De cómo el Imperio cambia de rostro pero no de
naturaleza
Nick Turse TomDispatch.com 11 de noviembre de 2012
Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo
Fernández
Parecían una panda de gigantes vejestorios. Vestidos con un elegante atuendo
informal –camisa, suéter y vaqueros- e inapropiados patucos azules de hospital,
iban y venían por el “mundo”, deteniéndose para acariciarse la barbilla y
reflexionar sobre esta o aquella crisis potencial. Entre ellos estaba el General
Martin Dempsey, el jefe de la Junta del Alto Estado Mayor, en camisa y vaqueros,
sin medalla ni condecoración a la vista, con los brazos cruzados y la mirada
fija. Tenía un pie plantado
firmemente en Rusia, el otro parcialmente en Kazajstán y, sin embargo, el
general no había salido de los agradables confines de Virginia.
Este año, en varias ocasiones, Dempsey, el resto de jefes militares y los
comandantes en combate se han estado reuniendo en la Base del Cuerpo de Marina
en Quantico para dirigir
un futurista seminario académico de juegos de guerra acerca de las posibles
necesidades del ejército en el año 2017. En el suelo, había allí un mapa gigante
del mundo, mayor que una cancha de baloncesto, para que los gerifaltes del
ejército pudieran arrastrar los pies alrededor del planeta –a condición que
llevaran puestos esos patucos que impiden rozaduras-, mientras cavilaban en las
“potenciales vulnerabilidades del ejército nacional de EEUU en futuros
conflictos” (según le contó uno de los participantes al New York Times).
Ver a esos generales con el mundo a sus pies era una imagen digna de las
ambiciones militares de Washington, de su afición por las intervenciones en el
extranjero y su desdén hacia las fronteras y la soberanía nacional (siempre que
no fueran las suyas).
Un mundo más grande que una cancha de baloncesto
En semanas recientes, algunos de los posibles frutos de los “seminarios
estratégicos” de Dempsey, las misiones militares alejadas de los confines de
Quantico, han aparecido repetidamente en las noticias. Algunas enterradas en una
historia, otras en los titulares, pero todas atestiguando la afición del
Pentágono a trotar por el planeta.
Por ejemplo, en el mes de septiembre, el teniente general Robert L. Caslen,
Jr., reveló que solo unos meses después de la retirada del ejército
estadounidense de Irak, se había desplegado ya allí una unidad de las Fuerzas de
Operaciones Especiales con un papel asesor y que había negociaciones en marcha
para que grandes cifras de soldados entrenaran a las fuerzas iraquíes en el
futuro. Ese mismo mes, la administración Obama obtuvo la aprobación del Congreso
para desviar fondos destinados a la ayuda al contraterrorismo en Pakistán a un
nuevo proyecto por poderes en Libia. Según el New York Times, es muy
probable que las Fuerzas de Operaciones Especiales de EEUU se desplieguen para
crear y entrenar a una unidad de mando libia, compuesta por 500 efectivos, para
que se enfrente a los grupos de militantes islámicos que cada vez tienen mayor
poder como consecuencia de la revolución auspiciada allí por EEUU en 2011.
A primeros del pasado mes, el New York Times informaba
que el ejército estadounidense había enviado secretamente una nueva fuerza a
Jordania para que ayudara a las tropas locales a responder ante la guerra civil
en la vecina Siria. Solo días después, ese documento reveló que los recientes
esfuerzos estadounidenses para entrenar y ayudar a fuerzas que les sustituyan en
la guerra contra la droga en Honduras estaban ya viniéndose abajo en medio de
toda una espiral de preguntas sobre la muerte de inocentes, las violaciones del
derecho internacional y las sospechas de abusos a los derechos humanos por parte
de los aliados hondureños.
Poco después, el Times informaba
de la deprimente noticia, aunque apenas
sorprendente, de que el ejército por poderes que EEUU lleva más de una
década levantando en Afganistán está, según los oficiales estadounidenses, “tan
plagado de deserciones y con tan escasas tasas de alistamiento que cada año
tienen que reemplazar a la tercera parte de todas su fuerzas”. Hay rumores
continuos acerca de una posible guerra
por poderes financiada por EEUU en el norte
de Mali, donde los islamistas vinculados a al-Qaida se han apoderado de
franjas inmensas de territorio, otra consecuencia
directa de la intervención del pasado año en Libia.
Y estas fueron tan solo las actuaciones en el exterior que alcanzaron a
abrirse paso hasta las noticias. Muchas otras acciones militares de EEUU en el
extranjero pasan en gran medida desapercibidas. Por ejemplo, hace varias
semanas, personal estadounidense se desplegó silenciosamente en Burundi para
realizar misiones de entrenamiento en esa pequeña nación interior tan
desesperadamente pobre del África Oriental. Otro contingente de entrenadores de
la fuerza aérea y del ejército de tierra de EEUU se dirigió hacia otra nación
rodeada de tierra por todas partes e igual de pobre del África Occidente,
Burkina Fasso, para instruir a sus fuerzas indígenas.
En Campo Arifjan, una base estadounidense en Kuwait, EEUU y las tropas
locales se pusieron máscaras de gas y trajes de protección para llevar a cabo
entrenamientos conjuntos de carácter químico, biológico, radiológico y nuclear.
En Guatemala, 200 marines del Destacamento Martillo completaron un despliegue
que duró meses para ayudar a las fuerzas navales del país y a las agencias de
reforzamiento de la ley en los esfuerzos de la lucha contra la narcotráfico.
A través del planeta, en las inhóspitas selvas tropicales de las Filipinas,
los marines se unieron a las tropas de elite filipinas a fin de entrenarlas para
operaciones de combate en el entorno de la jungla y ayudar a potenciar sus
habilidades como francotiradores. Los marines de ambas naciones también saltaron
desde los aviones, lanzándose a unos 3.000 metros de altura sobre el
archipiélago insular, en un esfuerzo para reforzar la “interoperabilidad” de sus
fuerzas. Mientras tanto, en la nación del Sureste Asiático de Timor-Leste, los
marines entrenaron a los guardias de la embajada y policía militar en “técnicas
de sometimiento” paralizantes como el control del dolor y la manipulación de los
puntos de presión, así como en la formación de los soldados para la guerra en la
jungla, todo ello formando parte del Ejercicio Cocodrilo 2012.
La intención de los “seminarios estratégicos” de Dempsey es la de planificar
el futuro, descubrir cómo responder adecuadamente a los acontecimientos que se
produzcan en rincones remotos del planeta. Mientras, en el mundo real, las
fuerzas estadounidenses están poniendo regularmente alfileres preventivos en ese
mapa gigante, desde África a Asia, Latinoamérica y el Oriente Medio. En la
superficie, todo eso aparece como algo racional que tiene que ver con el
compromiso global, las misiones de entrenamiento y las operaciones conjuntas. Y
los planes de Dempsey se disfrazan de planteamiento sensato de pensar soluciones
ante futuras amenazas a la seguridad nacional.
Pero cuando te pones a considerar cómo actúa realmente el Pentágono, ese
juego bélico tiene indudablemente la cualidad de lo absurdo. Después de todo,
resulta que las amenazas globales llegan en todos los tamaños imaginables, desde
movimientos islamistas marginales en África a las bandas mexicanas del
narcotráfico. Cómo pueden verdaderamente amenazar a la “seguridad nacional” de
EEUU es algo que a menudo no está claro, más allá de lo que digan algunos de los
asesores o generales de la Casa Blanca. Y cualquier alternativa que surja en
esos seminario de Quantico, cualquier posible respuesta “sensata” se convierte
invariablemente en enviar marines o a los SEALs, o aviones no tripulados, o
algunos títeres locales. La verdad es que no hay necesidad alguna de pasarse
todo un día arrastrando los pies con patucos azules por un mapa gigante para
comprender todo lo anterior.
De una forma u otra, el ejército estadounidense está ahora involucrado
con la mayoría de las naciones de la Tierra. Podemos encontrar a sus soldados,
comandos, entrenadores, constructores de bases, yoqueis de aviones no
tripulados, espías y traficantes de armas, así como sus mercenarios asociados y
contratistas corporativos por todo el planeta. El sol no se pone nunca sobre las
tropas estadounidenses que dirigen operaciones, entrenan aliados, arman
apoderados, adiestran a su propio personal, compran nuevo armamento y
equipamiento, desarrollan recientes doctrinas poniendo en marcha tácticas nuevas
y perfeccionan sus artes marciales. EEUU tiene submarinos acechando por las
profundidades marinas y portaviones de traslado de tropas atravesando los mares
y océanos, aviones de guerra no tripulados realizando constantes misiones y
aviación teledirigida patrullando los cielos, mientras, por encima de todos
ellos, un círculo de satélites-espía controla tanto a amigos como a
enemigos.
Desde 2001, el ejército estadounidense ha lanzado todo cuanto tenía en su
arsenal, además de armas nucleares, incluyendo incontables miles de millones de
dólares en armamento, tecnología, sobornos, lo que sea, contra una serie
notablemente débil de enemigos –grupos relativamente pequeños de combatientes
mal armados en naciones empobrecidas como Irak, Afganistán, Somalia y Yemen-,
sin derrotar de forma decisiva a ninguno de ellos. Con sus bolsillos profundos y
su largo alcance, su tecnología y su perspicacia para la formación, así como el
devastador potencial destructivo a su mando, el ejército estadounidense debería
tener el planeta bajo llave. Debería dominar el mundo sin discusión, como
aquellos noveleros neoconservadores de los primeros años de Bush asumieron que
ocurriría.
Sin embargo, tras más de una década de guerra, no ha hecho sino fracasar a la
hora de eliminar a la desharrapada insurgencia afgana que cuenta con un limitado
apoyo popular. Entrenó a una fuerza afgana indígena conocida desde hace mucho
tiempo por su escaso rendimiento antes de que pasara a hacerse famosa por matar
a sus entrenadores estadounidenses. Ha dilapidado años e innumerables decenas de
millones de dólares de los contribuyentes persiguiendo a toda una variedad de
clérigos alborotadores, a diversos “lugartenientes” de terroristas y a gran
cantidad de militantes sin nombre pertenecientes a al-Qaida, en la mayoría de
los casos en las tierras más alejadas del planeta. Sin embargo, en vez de acabar
con esa organización y sus aspirantes, no parece sino haber facilitado su
franquicia por todo el mundo.
Al mismo tiempo, ha conseguido que débiles fuerzas regionales, como los
al-Shabaab de Somalia, aparezcan como amenazas transnacionales, dedicando
después sus recursos a erradicarles para fracasar en tal tarea. Ha tirado
millones de dólares en personal, equipamiento, ayuda, y recientemente incluso
tropas, a la tarea de erradicar a traficantes de droga de bajo nivel (así como a
los principales carteles de la droga), sin hincarle
el diente al flujo de narcóticos hacia el norte, hacia las ciudades y
suburbios estadounidenses.
Gasta miles de millones en inteligencia solo para encontrarse rutinariamente
en la oscuridad. Destruyó el régimen de un dictador iraquí y ocupó su país, solo
para llegar allí en un punto muerto en la lucha con unas insurgencias mal
armadas y mal organizadas, para pasar después a ser manipulado por los aliados a
los que habían puesto en el poder y expulsado sin contemplaciones del país
(aunque ahora esté empezando a abrirse de nuevo camino hacia allí). Gasta
incontables millones de dólares para entrenar y equipar a la elite de la Marina,
los SEAL, para que se lancen armados hasta los dientes sobre pobres adversarios
como los piratas somalíes, mal entrenados y apenas armados.
Cómo no cambiar en un mundo en cambio
Y eso no es ni la mitad.
El ejército de EEUU devora el dinero aunque entrega muy poco a cambio en
cuanto a victorias. Su personal debe estar entre el más dotado y mejor entrenado
del planeta, sus armas y tecnología son las más sofisticadas y avanzadas. Y en
lo que se refiere a los presupuestos de defensa, supera
de lejos a las siguientes principales naciones combinadas (la mayoría de las
cuales, en cualquier caso, son aliadas), por no hablar de enemigos como los
talibanes, los al-Shabaab, o al-Qaida en la Península Arábiga; pero en el mundo
real de la guerra, resulta que todos ellos suman muy poco.
En un gobierno atestado de agencias habitualmente ridiculizadas por su
despilfarro, ineficiencia y producir escasos resultados, su historial no tiene
rival en cuanto a derroche y fracasos
abyectos, aunque eso no parece desconcertar a casi nadie en Washington.
Durante más de una década, el ejército estadounidense ha ido rebotando de una
doctrina fracasada a la siguiente. Tuvimos el “ejército light” de Donald
Rumsfeld, seguido de lo que podría denominarse como ejército pesado (aunque
nunca recibió un nombre), que fue sustituido por las “operaciones de
contrainsurgencia” del General David Petraeus (también conocidas por su acrónimo
en inglés, COIN). La administración Obama, a su vez, ha echado mano de todo lo
anterior en su apuesta por futuros triunfos militares: una combinación
de “huella ligera” de operaciones especiales, aviones no tripulados, espías,
soldados civiles, guerra cibernética y combatientes por poderes. Sin embargo,
cualquiera que sea el método utilizado, hay algo que ha sido constante: los
éxitos han sido fugaces, reveses ha habido muchos, frustración ha sido el nombre
del juego y toda una serie de victorias MIA [siglas en inglés de
“desaparecido en combate”].
Convencidos, sin embargo, de que encontrar la fórmula
adecuada para aplicar la fuerza a nivel global es la clave del éxito, los
militares estadounidenses están en la actualidad contando con ese nuevo plan de
seis puntos. Puede que mañana se convierta en una mezcla diferente de guerras
light. Pero en algún lugar del camino, se experimentará de nuevo con algo mucho
más duro. Y si la historia sirve de algo, la contrainsurgencia, un concepto que
fracasó en la guerra de EEUU en Vietnam y que volvió a resucitarse para volver a
fracasar en Afganistán, volverá a ponerse de moda un día.
Debería ser obvio en todo lo anterior que la curva de aprendizaje es muy
deficiente. Cualquier solución a los problemas de las guerras de EEUU requerirá
indudablemente de una fundamental reevaluación del potencial militar y bélico a
la que nadie está dispuesto en estos momentos en Washington. Va a ser necesario
algo más que unos pocos días arrastrando los pies alrededor de un gran mapa en
patucos de plástico.
Los políticos estadounidenses no se cansan nunca de ensalzar
las virtudes del ejército estadounidense, que es ahora normalmente aclamado como
“la fuerza de combate más excelente en la historia del mundo”. Esta afirmación
parece estar grotescamente en desacuerdo con la realidad. Aparte de los triunfos
sobre islas diminutas, como la isla caribeña de Granada y la pequeña nación
centroamericana de Panamá, el historial del ejército estadounidense desde la II
Guerra Mundial no ha sido más que una letanía de decepciones: punto muerto en
Corea, derrota absoluta en Vietnam, fracasos en Laos y Camboya, debacles en
Líbano y Somalia, dos guerras contra Irak (ambas acabando sin victoria), más de
una década dando vueltas por Afganistán y suma y sigue.
Puede que sea algo parecido a la ley de rendimientos decrecientes. Cuanto más
tiempo, esfuerzos y porciones del tesoro invierta EEUU en su ejército y en sus
aventuras militares, más escasos serán los rendimientos. En este contexto, el
impresionante poder destructivo de ese ejército no es algo anodino, al
encargársele cosas que el ejército, en su concepción tradicional, quizá no pueda
seguir haciendo.
Puede que el éxito no sea posible, cualesquiera que sean las circunstancias,
en el mundo del siglo XXI y la victoria ni siquiera es una opción. En lugar de
seguir dando vueltas para encontrar exactamente la fórmula adecuada o incluso
reinventar la guerra, quizá el ejército estadounidense tenga que reinventarse a
sí mismo y su raison d’être si es que quiere salir alguna vez de su largo
ciclo de fracasos.
Pero no cuenten con ello.
En cambio, témanse que los políticos continuarán abundando en la alabanza,
que el Congreso seguirá asegurando financiaciones a niveles que asombran la
imaginación, que los presidentes continuarán aplicando una fuerza contundente a
complejos problemas geopolíticos (aunque en formas ligeramente diferentes), que
los traficantes de armas continuarán fabricando masivamente armas maravillosas
que serán de todo menos eso y que el Pentágono seguirá con sus fracasos.
Tras las últimas series de descalabros, el ejército estadounidense se ha
metido de cabeza en otro período transitorio –llámenlo el cambiante rostro del
imperio-, pero no esperen cambios en armamento, tácticas, estrategias e incluso
en una doctrina que consiga cambiar los resultados. Como dice el viejo adagio:
que las cosas cambien para que todo siga igual.
Nick Turse es editor asociado de TomDispatch.com. Laureado periodista,
sus trabajos se publican en Los Angeles Times, The Nation y, con
regularidad, en TomDispatch. Es autor de varios libros, el más reciente
de los cuales es The
Changing Face of Empire: Special Ops, Drones, Spies, Proxy Fighters, Secret
Bases, and Cyberwarfare (Haymarket Books). El presente artículo es la
última parte de su serie acerca del cambiante rostro del imperio estadounidense,
proyecto financiado por la Fundación Lannan. Pueden seguirle en Tumbrl.
Fuente: http://www.tomdispatch.com/blog/175609/
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