El hiper-presidencialismo en los Estados Unidos:
cuando la república peligra
David Swanson 22/11/09
Desde la elección de George Washington, el poder presidencial en los Estados
Unidos se ha extendido mucho más allá de lo previsto en la constitución y de lo
que en el fondo exige un gobierno de, por y para el pueblo. Esta expansión,
especialmente visible tras la segunda guerra mundial, se disparó durante la
co-presidencia de G. W. Bush y Dick Cheney.
La concentración de poder que Bush consiguió a costa del Congreso, los
tribunales, los estados y nosotros mismos, el pueblo, ha remitido, en ámbitos
concretos, a partir de la llegada de Obama. En otros, en cambio, se ha
agudizado. El patrón común, en todo caso, es la consolidación, cuando no la
expansión, de los poderes presidenciales, y la conformación de un legado que
quedará a disposición de presidentes futuros. Así las cosas, no es difícil
entrever escenarios pocos halagüeños derivados de un poder presidencial que se
acerca, cada vez más, al poder absoluto.
Los medios de comunicación no parecen demasiado interesados en esta historia.
A lo sumo abordan la cuestión de manera superficial, hablan de los diversos
“zares” nombrados por Obama o publican artículos sobre la importancia de
reformular o de enmendar aspectos marginales de la Ley patriótica (Patriot
Act). La desidia del Congreso es, si cabe, todavía mayor. Nada de esto
sorprende, ya que los tres poderes de gobierno han sido reemplazados por el
poder de los dos grandes partidos. Así, medio Congreso elige como líder a un
presidente que supuestamente debería ejecutar su voluntad. Y la otra mitad de
congresistas se resigna con frecuencia a obedecer a unos “líderes” partidarios
cuyo interés primordial es elegir uno de los suyos como próximo presidente.
Ambos partidos, en el fondo, ven al poder presidencial como algo de lo que
pueden servirse en el presente o bien en el futuro, cuando su propio candidato
resulte elegido. La disputa de fondo, en definitiva, gira en torno a la herencia
de esta suerte de presidencia imperial, no a su limitación.
En un contexto así, los proyectos orientados a la creación de comisiones que
investiguen los abusos presidenciales, a la introducción de controles
jurisdiccionales a los secretos de estado, a la limitación del recurso a las
declaraciones presidenciales interpretativas de leyes o a la posibilidad de
requerir informes clasificados al ejecutivo, no parecen ser una prioridad para
ninguno de los grandes partidos.
Actualmente, la vieja idea de controlar los abusos del ejecutivo o de
disposiciones normativas existentes a través de órdenes de comparecencia en el
Congreso o del propio juicio político se ha convertido en Washington en algo
escandaloso e inadmisible. El Congreso sentó en el banquillo a un juez que había
acosado a sus empleados, pero Jay Bybee, que firmó memorándums secretos en los
que se proponía legalizar la guerra de agresión y la tortura, goza de un puesto
vitalicio en la Corte de Apelaciones del Noveno Circuito gracias, precisamente,
a su paso por el poder ejecutivo (y a la complicidad de Fox News en
relación con su posible enjuiciamiento).
En abril, el Senador Patrick Leahy, presidente del Comité Judicial del
Senado, exigió la comparecencia de Bybee. Pero el juez se negó, al igual que
muchos de sus antiguos colegas de la administración Bush entre 2007 y 2008. Lo
más probable es que Leahy no esté dispuesto a emitir una orden que incluso el
nuevo Departamento de Justicia podría negarse a ejecutar. El Departamento
actual, de hecho, permitió que el Consejo de la Casa Blanca negociara el
cumplimiento parcial de una orden del Comité Judicial de la Cámara de
Representantes impulsada por el ex consejero presidencial, Karl Rove. Y si Leahy
se parece a la mayoría de miembros del Congreso, ni siquiera considerará la
posibilidad de recurrir a la policía del Capitolio para ejecutar la orden, algo
que el Comité no ha hecho en 75 años.
Todo el poder al presidente
Cualquier descripción realistas de los actuales poderes presidenciales en los
Estados Unidos debería incluir facultades crecientes para elaborar leyes, para
hacer la guerra, para gastar dinero, para asegurar la impunidad de ciertos
crímenes, para actuar en secreto, para espiar sin garantías, para detener sin
cargos e incluso para torturar. Es el Congreso, en efecto, quien todavía elabora
las leyes. Pero éstas pueden reescribirse a partir de declaraciones
interpretativas del presidente, esto es, a través de declaraciones en las que el
presidente hace explícito su propósito de vulnerar determinadas disposiciones de
la ley que le compete sancionar. Ni el Congreso ni el presidente Obama han
impugnado buena parte de las extensas declaraciones interpretativas firmadas por
Bush con el objeto de alterar el sentido de las leyes. De hecho, Obama ha
anunciado que sus colaboradores revisarán las declaraciones interpretativas de
su predecesor sólo en la medida en que sea estrictamente necesario.
Puede que esta política tranquilice a aquéllos que imaginan que la
administración Obama siempre acertará a la hora de mantener o rechazar una
declaración interpretativa de Bush. Lo grave, sin embargo, de esta decisión, es
que mantiene incólume el poder presidencial de interpretar, rehacer o alterar el
contenido de nuevas leyes. Obama, de hecho, ya ha emitido sus propias
declaraciones interpretativas.
Otra manera que tienen los presidentes de determinar la política nacional en
estos tiempos son las órdenes ejecutivas, lo que les permite gobernar el país
desde la Casa Blanca y prescindir de diferentes órganos encabezados por
funcionarios que cuentan con el aval del Congreso. Los presidentes también
determinan la agenda legislativa del Congreso, sin que sus miembros o el público
en general manifiesten mayor oposición a lo que es una auténtica perversión de
nuestro sistema constitucional.
Y luego están los informes secretos. A través de ellos, los abogados de Bush
en el Departamento de Justicia “legalizaron” con diligencia numerosos actos
ilegales, incluyendo las guerras de agresión y la tortura. A despecho de los
años de tira y afloja entre la Casa Blanca y el Congreso respecto de la
prohibición de la tortura, la complicidad con su práctica ya era un delito en el
derecho penal estadounidense bajo la Ley Contra la Tortura, que autorizó la
entrada en vigor de la Convención contra la Tortura firmada por el presidente
Ronald Reagan.
Lo peor de todo es que, con independencia de lo estipulado legalmente, fueron
los informes secretos del Departamento de Justicia los que tuvieron la última
palabra en la materia. Obama ha ordenado a este Departamento no perseguir a los
más altos responsables de la elaboración de estos informes. Al mismo tiempo, ha
admitido que se considerará –es difícil saber si seriamente o no- la persecución
de un grupo de funcionarios de bajo rango que se extralimitaron en la ejecución
de las políticas esbozadas en los mismos. Esta decisión implica conferir
inmunidad a criminales prominentes y revertir el principio defendido por los
Estados Unidos en los juicios de Nüremberg, con arreglo al cual era necesario
comenzar por los máximos responsables. Pero sobre todo, sienta un peligroso
precedente de cara al futuro. Si un presidente puede legalizar un crimen a
través del informe de un abogado del Departamento de Justicia ¿cómo no ver en
ello un avance hacia el poder absoluto?
Quienes deciden ir a la guerra, hoy, son los presidentes y no el Congreso,
previa consulta, o no, del informe de Jay Bybee sobre el asunto. Deciden ir a la
guerra sin que haya una declaración de guerra del Congreso, y se sirven para
ello de leyes vagas que permiten aparentar la aquiescencia del Congreso, aunque
luego actúen por fuera de dichas reglas. Más allá de su ilegalidad (y de su
inconstitucionalidad), estas guerras suelen dar lugar a ocupaciones permanente
que incluyen la construcción de gigantescas bases militares desde las cuales es
posible iniciar nuevas guerras. A lo largo de este proceso, los soldados suelen
ser reemplazados por mercenarios que, en su calidad de “contratados privados”,
acaban actuando más lejos aún del control legal del Congreso.
Para invadir Irak, el presidente Bush desvió dinero afectado a otros
propósitos. También se auto-otorgó el poder de transferir dinero a “presupuestos
en negro”, sin otro visto bueno que el de unos pocos miembros del Congreso, y de
usarlo para operaciones secretas con el consentimiento de algunos de sus
funcionarios. Por supuesto, la existencia de fondos secretos reservados al
presidente no son nada nuevo, pero se han disparado de manera inconstitucional e
insostenible.
El 6 de octubre, los líderes de los dos partidos se reunieron con el
presidente Obama y ,a través del líder de la mayoría en el Senado, Harry Reid,
le hicieron saber que podía finalizar, reducir, mantener o intensificar las
operaciones militares en Afganistán y Pakistán, si lo consideraba conveniente.
La semana anterior, el Senado había aceptado que el comandante Stanley Mc
Chrystal no compareciera a explicar el desarrollo de la guerra hasta tanto el
presidente no determinara su política militar, lo que por supuesto quería decir
una política militar para todos los norteamericanos. Dos días después, en un
sorpresivo gesto de disidencia, el presidente de la Comisión de Gasto Público de
la Cámara de Representantes, David Obey, emitió unas declaraciones en las que
sugería que, contra lo sostenido durante años, el Congreso tenía el poder de no
financiar estas guerras y, en consecuencia, de finalizarlas.
Cuando el declive de su presidencia era ya un hecho, G. W. Bush celebró,
prescindiendo de la ratificación del Senado, un tratado no oficial (al que llamó
Acuerdo sobre el Estatuto de las Fuerzas Armadas) con el gobierno del Irak
ocupado por los Estados Unidos que autorizaba tres años más de guerra. Desde
entonces, el ejército de los Estados Unidos no ha dejado de vulnerar los
términos de dicho documento. De hecho, los principales jefes militares de la
operación han hecho pública su intención de permanecer en Irak más allá de 2011,
es decir, fuera de los límites establecidos en la normativa. Este tratado, por
su parte, ha permitido a los nuevos ocupantes de la Casa Blanca fortalecer la
ocupación ilegal de Irak, que ya cuenta con 120.000 soldados estadounidenses y
decenas de miles de mercenarios contratados al efecto.
¿Ha entrado el Congreso en un declive imparable?
Cuando se temía que Bush pudiera absolver a sus subordinados por los crímenes
que el mismo había autorizado, los miembros del Congreso y los académicos
llegaron a la conclusión mayoritaria de que, en efecto, podía hacerlo. Pero
tanto Bush como Obama han ido bastante más allá. Con la cobertura otorgada por
leyes como la de comisiones militares o la de enmiendas a la Ley de Vigilancia
del Servicio Exterior de Inteligencia, consiguieron garantizar la impunidad de
numerosos criminales sin siquiera dar a conocer sus nombres o lo que habían
hecho. El Departamento de Justicia de Obama ha decidido comparecer o apelar en
diversos tribunales con el objeto de mantener en secreto los abusos de los
funcionarios de gobierno y de las corporaciones involucradas en torturas y en
casos de espionaje ilícito. Recientemente, el Departamento de Justicia ha
sostenido que, en casos que involucren la denegación de información a un
tribunal o al público en general, las empresas de telecomunicación deben ser
consideradas como parte de la rama ejecutiva del gobierno federal. Ya a
comienzos de año, de hecho, el gobierno de los Estados Unidos amenazó al
británico con suspender los intercambios en materia de inteligencia si revelaba
pruebas sobre tortura.
El Presidente Obama anunció que sólo invocaría el derecho a ocultar
información a los tribunales en caso de que, según los abogados del Departamento
de Justicia, estuvieran en juego importantes “secretos de estado”. Esto podría
considerarse un avance en comparación con la gestión de Bush –algo no muy
difícil de conseguir-, pero en realidad se trata de una posición que no cede un
ápice del poder que el ejecutivo ha obtenido a costa de otras ramas de gobierno.
De hecho, no es casual que los abogados de Obama hayan invocado la existencia de
“secretos de estado” con el propósito, no ya de denegar información puntual
sobre un tema, sino de bloquear casos completos antes los tribunales.
Si bien el presidente actual se ha mostrado dispuesto a ceder modestos
ámbitos competenciales reclamados por el presidente anterior, ha mantenido una
intransigencia cerril en lo que al poder presidencial se refiere. A diferencia
de Bush, por ejemplo, el presidente Obama se comprometió a hacer pública la
lista de visitas a la Casa Blanca. Esta medida, sin embargo, dejaba fuera buena
parte de las visitas ya registradas –incluidas las de ejecutivos de compañías de
seguros médicos- así como todas aquellas que el propio presidente considerara
peligrosas para la “seguridad nacional”. En otros términos: se propone un
cambio, modesto, pero se deja en manos del presidente decidir qué listas pueden
hacerse públicas.
Esta administración ha hecho públicos, ciertamente, algunos de los informes
secretos utilizados por el Departamento de Justicia durante la era Bush para
justificar la tortura. Y el Departamento de Justicia, de hecho, ha resistido
fieramente para que esto no ocurriera, enmendando secciones significativas de
estos documentos antes de que se hicieran públicos. Bush exigió poder
presidencial para detener personas sin cargos o sin el debido proceso, y lo
utilizó. Obama reclamó un poder similar en los Archivos Nacionales de
Washington, en abierta violación del derecho de habeas corpus consagrado en la
manoseada y maltrecha constitución de los Estados Unidos. El Director de la CIA,
Leon Panetta, y el consejero presidencial, David Axelrod, también han dejado
claro que el presidente aún ostenta el poder para autorizar “técnicas duras de
interrogatorios” aunque no lo utilice. De esta forma, la tortura ha pasado de
ser un crimen a convertirse en una política pública opcional. El mensaje parece
ser que si queremos parar temporalmente la tortura debemos votar por los
demócratas. Pero esto es adentrarse en terreno pantanoso.
Probablemente sea ingenuo esperar que los presidentes resignen el poder
acumulado por el ejecutivo. Pero ¿no sería lógico esperar que el Congreso
trabaje para recuperarlo, en beneficio de todos? Cuando Alberto Gonzales
renunció a su cargo de Fiscal General, lo hizo por un grupo creciente de
miembros del Congreso puso en marcha un proyecto en el que ordenaban al Comité
Judicial de la Cámara de Representantes investigar los fundamentos para un
juicio político. Una posición similar frente al actual juez Jay Bybee podría
ayudar a restaurar la autoridad del Congreso en otros ámbitos, así como a
presionar al Departamento de Justicia para que cumpla con la ley y haga pública
la información de que dispone, sin poder oponer a ello los “privilegios” del
ejecutivo. La información requerida en un juicio político debe ser
diligentemente producida, so pena de incurrir en otros delitos también
susceptibles de enjuiciamiento político.
Posiblemente haya muchos entre nosotros que consideren al presidente actual
un mejor tipo que nuestro diputado local. Pero eso no quita que influir a un
presidente, o incluso a un senador, a través de la presión ejercida “desde
abajo” es infinitamente más difícil que influir en un diputado de la Cámara de
Representantes.
No pretendo con esto formular descubrimiento alguno. Después de todo, ¿no
esta la razón por la cual la constitución confía a la Cámara poderes en materia
impositiva o de juicio político? Su mayor cercanía a los electores hace a este
cuerpo, por naturaleza, más susceptible a la presión democrática. Si queremos,
por tanto, recuperar la capacidad de incidencia real en la política nacional,
nuestra mejor opción –admitiendo que se trataría de un trabajo cuesta arriba-
sería centrarnos en la persona que nos representa en la Cámara.
La cuestión, sin embargo, está en presionar a cada uno de estos
representantes para que hagan algo que, como órgano, parecen tener miedo de
hacer: recuperar el poder que originariamente se les confirió, no en beneficio
de su partido, sino de su papel institucional, de la constitución que juraron y
de los propios soberanos de esta nación: nosotros el pueblo. Si esto no ocurre,
el legado de la era Obama, al igual que el de sus predecesores inmediatos, no
será sino la consolidación de una presidencia cada vez más imperial y el
deslizamiento, cada vez más pronunciado, de la república al imperio.
David Swanson fue secretario de prensa de D. Kucinich en su candidatura
presidencial de 2004. Actualmente dirige la página electrónica AfterDowningStreet.org y ha sido el impulsor de Impeachbybee.org.
Recientemente, ha publicado, Daybreak: Undoing the Imperial Presidency and Forming a More
Perfect Union (Seven Stories Press).
Traducción para www.sinpermiso.info: Gerardo Pisarello
tomdispatch.com, octubre 2009
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