Sobre el juicio a Ríos Montt en Guatemala. Juzgar y castigar los crímenes de guerra:
Desapariciones forzadas e impunidad
Marcelo Colussi (especial para ARGENPRESS.info)
19 de enero de 2015
Así como la violencia engendra más violencia, la impunidad engendra más impunidad. Es por eso que se torna imprescindible para
la vida social establecer sistemas de justicia que castiguen las violaciones a
las normas establecidas. Si no hay castigo por los asesinatos que se puedan
cometer (incluso para la guerra hay normas: los Convenios de Ginebra), si la
impunidad permite todo, entonces estamos ante el caos, ante la ley de la selva,
del más fuerte. En Guatemala algo de eso está sucediendo: la justicia no
existe. La impunidad se ha impuesto. Pero los crímenes de guerra no pueden
quedar impunes, porque con eso se alimenta el círculo de la violencia, del
resentimiento, de la venganza. En el año 2013, luego de un proceso judicial limpio
y con incontrastables pruebas incriminatorias, el general José Efraín Ríos
Montt fue condenado por delitos de lesa humanidad a 80 años de prisión
inconmutables. Por esa impunidad a la que nos referimos, 48 horas después del
veredicto dictado por un tribunal, una maniobra leguleya le permitió saltar la
sentencia y dejar su caso en un cierto limbo legal, buscándose su amnistía
total a partir de juegos políticos palaciegos. ¿Por qué es importante lograr
una condena de hechos que ya están comprobados como delitos de lesa humanidad,
por tanto imprescriptibles? Porque el respeto a la ley es lo único que puede
servir para construir una sociedad con alguna cuota de paz y armonía. El no
respeto a la ley, la impunidad, es la invitación a más violencia. Estudiar las
desapariciones forzadas de personas puede ayudar a comprender este fenómeno.
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Introducción
“Comprender todo no significa perdonar todo”
Sigmund Freud
La palabra “reconciliación” es, seguramente, de las más difíciles y problemáticas que pueda haber en el campo de las ciencias
políticas. Pensar la reconciliación en términos políticos, en términos sociales
como parte de un colectivo, de una gran masa de personas, es tremendamente
complejo. Lo es porque, en realidad, la reconciliación constituye un proceso
comprensible -y posible- entre dos partes cuando se trata de un universo micro:
dos personas, una pareja, una familia, un pequeño grupo.
Cuando se trata de la complejidad de una
sociedad donde son tantas y tan disímiles las variables en juego, se torna
prácticamente imposible pensar en “reconciliarse”. ¿Quién sería, en ese caso,
el sujeto de la reconciliación? Si hay tal cosa, a partir del prefijo “re” eso
significaría que hubo originalmente una conciliación, un estado de relativo
equilibrio, que por algún motivo luego se rompió y ahora se busca
re-establecer. En tal caso, re-conciliarse sería volver a un estado previo de
cierta armonía, de paz y concordia.
¿Es posible eso en una sociedad? Más aún: ¿es
posible eso en una sociedad desgarrada por una guerra interna como la
guatemalteca? Sociedad que, en realidad, nunca fue armónica, sino que está
marcada en toda su historia por la más despiadada exclusión social y por un
racismo visceral.
Luego de las guerras viene la construcción de la
paz. La paz nunca adviene espontáneamente: es producto de complejas
transacciones, de reacomodos, de un gran esfuerzo en el más amplio sentido:
económico, político, cultural. Esfuerzo, incluso, en relación a nuevas
conformaciones psicológicas: quien convivió con la lógica de la muerte -eso es
la guerra en definitiva- debe hacer un pasaje, enorme y nunca falto de
problemas, a una nueva cosmovisión. Si hasta el día de ayer, en guerra, se
premiaba por “matar enemigos”, pasar a la lógica en que el día de hoy, ya con
la paz, si se mata se es un asesino, no es tarea fácil. Construir y afianzar la
paz implica no sólo el silencio de las armas: implica enormes cambios en la
mentalidad de quienes combatieron, de quienes estuvieron implicados en esa
dinámica de muerte. Valga para graficarlo un poema del alemán Wolfgang Borchet:
Terminada la guerra volvió el soldado a casa.
Pero no tenía qué comer.
Vio a alguien con un pan, y lo mató.
¡No debes matar!, dijo el juez.
¿Por qué no?, preguntó el soldado. (**)
Salir de una guerra no es sólo firmar un acuerdo de paz y guardar las armas. En nuestro país eso sucedió hace ya 18 años, pero
no se vive en paz. Lejos de eso, el clima de violencia y de zozobra que
atravesamos a diario nos confronta con una situación bélica. La muerte sigue
rondando altiva en cada rincón, y las causas estructurales que encendieron la
mecha de un alzamiento armado no han desaparecido; por el contrario, podría
decirse que se mantienen igual o más fuertes que hace medio siglo: la mitad de
la población continúa por debajo del límite de la pobreza estipulado por
Naciones Unidas y los índices socio-económicos son alarmantes.
Guatemala vivió varias décadas de guerra interna, y eso aún está presente como mensaje cultural en el colectivo: quienes
la sufrieron, como recordatorio de las peores épocas. Quienes no la vivieron:
como fantasma que ha dejado enseñanzas y, básicamente, ruptura en la memoria
histórica. “eso aquí no pasó”. ¡Pero pasó! Borrar la historia es imposible. Y
peor aún: es enfermizo, porque la historia no se puede borrar. Somos la
historia; querer negarlo trae inconmensurables problemas.
En el marco de la Guerra Fría que libraban las por ese entonces dos grandes superpontencias, y desde la lógica de la Doctrina
de Seguridad Nacional y combate al enemigo interno, el país en su conjunto se
vio atravesado por un clima de desconfianza paranoica, de muerte y de terror
que marcó todos los rincones del quehacer nacional. Nadie podía escapar a esas
dinámicas. Pero lo peor es que el Estado, supuesto regulador de la vida
nacional entre todos sus habitantes, para el caso de esta guerra no funcionó,
precisamente, como regulador. Tomó parte activa en la contienda siendo
principalísimo actor, pero pasando por encima de toda norma.
Extremando las cosas, se podría llegar a decir que la “guerra contra el comunismo” lo justificaba todo. Pero entonces, si se
sigue esa línea de argumentación, se desdibuja la esencia misma del Estado: de
regulador de la vida de todos pasó a ser un actor de la contienda con las manos
manchadas de sangre, por lo que la confianza en la institucionalidad mínima que
debería existir, desaparece. El Estado, paraguas de todos sus habitantes que
debería cobijar y defender por igual la dignidad de todos sus ciudadanos, fue
el gran incumplidor de esa tarea.
El Estado, en los años de la guerra, se convirtió en un Estado terrorista que mató, secuestró, masacró, torturó,
siempre con fondos públicos, a parte de su población. He ahí la matriz de
cualquier crimen posterior y toda violencia asumida como normal: si quien debía
defender la vida y la dignidad de la vida de los guatemaltecos terminó
asesinando a sus propios ciudadanos, en general apelando a formas clandestinas,
la idea de reconciliación se torna muy difícil si no imposible. ¿Quién se
reconciliaría con quién? ¿Por qué y cómo reconciliarse entonces?
Terminada la guerra, la vida sigue. Como fue una guerra interna, las partes enfrentadas siguen viéndose la cara en la
cotidianeidad. La vida misma impone la convivencia. Pero eso no es lo mismo que
reconciliación. Quizá ésta es imposible en términos estrictamente masivos: las
mayorías viven, reaccionan, se enfurecen, son manipuladas, pero el término
“reconciliación” no les aplica en sentido estricto. La reconciliación tiene el
sello del discurso político, del acuerdo, de la negociación. Y eso, hoy por hoy
al menos, es producto de acuerdos cupulares. Estampar una firma en un papel no
es, estrictamente, “reconciliar” a las personas. La población que fue víctima
de esos atropellos por parte del Estado contrainsurgente: ¿con quién se debería
reconciliar: con ese mismo Estado? ¿Cómo?
Los Acuerdos de Paz firmados en 1996 establecen determinadas medidas para lograr la pacificación de la sociedad. En realidad,
si algo se cumplió de esos pactos es la desmovilización militar de ambos bandos
enfrentados: las armas se depusieron en muy buena medida, las fuerzas
combatientes fueron desarmadas (el movimiento insurgente) o reducidas (el
ejército nacional). En estos 18 años no volvieron a darse combates. Pero no hay
paz. Muchos menos: reconciliación.
Lograr la “paz” –concepto tan difícil y problemático como “reconciliación”– no es olvidar los crímenes cometidos, no es
dejar pasar los atropellos y las terribles violaciones a los derechos humanos
mínimos y elementales que se sufrieron durante la guerra. Está más que probado
que la abrumadora mayoría de violaciones fueron cometidas por el Estado de
Guatemala y no por las fuerzas insurgentes.
En ese marco, es difícil que la población civil no combatiente que sufrió esos abusos quiera y pueda reconciliarse. Podrá
recibir, como de hecho ha venido sucediendo, alguna compensación por los daños
sufridos. De todos modos, un pago monetario no puede resarcir –y mucho menos
pacificar a quienes sufrieron– los perjuicios que trajo el conflicto armado.
Lograr la armonía social no es cuestión de “pagar” por los muertos o por las
partes dañadas del cuerpo (una pierna vale más que un dedo, y dos piernas valen
más que una sola). Eso puede ser un elemento importante en el proceso político,
necesario quizá, o imprescindible.
Pero eso sólo no alcanza. Lograr cierta –entiéndase bien: cierta, no toda– armonía social, consiste en darle
credibilidad a la justicia, a las instituciones que ordenan la vida. Es
devolver la confianza a los mecanismos sociales.
Si la impunidad sigue siendo lo dominante, si el mensaje que circula por toda la población es de absoluto desprecio por la
legalidad, si se puede hacer cualquier cosa, violar nomas de convivencia y
saltarse cualquier pauta institucional sabidos que no habrá consecuencias –¿qué
otra cosa sino esto es la impunidad?– es imposible construir una sociedad
pacífica y armónica.
En Guatemala mucho de eso está pasando. La impunidad campea soberbia, altanera. Se puede violentar cualquier normativa
sabiendo que no habrá castigo por ello. Eso, entonces, alimenta un clima de
violencia que no tiene fin. ¿Por qué a 18 años de terminada formalmente la
guerra el país vive un clima de guerra, con 15 homicidios diarios y una
cantidad de armas de fuego diseminadas entre la población, mayor que durante el
conflicto armado interno?
El clima de impunidad reinante lo explica. El Ministerio Público, más allá de las buenas intenciones, reconoce que la inmensa
mayoría de los ilícitos cometidos, nunca son juzgados (¡hasta un 98% queda
impune!). Ante eso: ¡se vale todo! Y la impunidad puede presentar infinitas
formas: pagar para obtener un documento público, no cumplir ninguna norma de
tránsito, mandar a matar contratando un sicario, no pagar impuestos, orinar en
la calle, no pasar la cuota alimentaria por parte del padre separado, etc.,
etc. La idea en juego es siempre la misma: “me salto las normas porque… no pasa
nada si las salto”.
La justicia tiene un valor simbólico en las sociedades, en la dinámica humana. Se castiga lo que no debe hacerse, lo
prohibido, lo que va en contra del bien común. Así se educa a un niño (¿para
qué le diríamos, si no, que no se meta los dedos en la nariz, por ejemplo?) o
se hace funcionar a todo un país (¿para qué se pagan impuestos si no?). Los
distintos sistemas de justicia existentes en el mundo, cada uno con sus
características propias, buscan fijar las conductas permitidas y las
no-permitidas en cada sociedad. En otros términos: establecen las normas de
convivencia, lo que se puede y lo que no se puede.
Tal como dijo el juez de la poesía citada:
“matar no se puede” (al menos en tiempos de paz). Si no hay castigo por los
asesinatos que se puedan cometer (incluso para la guerra hay normas: los
Convenios de Ginebra), si la impunidad permite todo, entonces estamos ante el
caos, ante la ley de la selva, del más fuerte.
En Guatemala algo de eso está sucediendo: la justicia no existe. La impunidad se ha impuesto. Pero los crímenes de guerra no
pueden quedar impunes, porque con eso se alimenta el círculo de la violencia,
del resentimiento, de la venganza.
En el año 2013, luego de un proceso judicial limpio y con incontrastables pruebas incriminatorias, el general José Efraín
Ríos Montt fue condenado por delitos de lesa humanidad a 80 años de prisión
inconmutables. Por esa impunidad a la que nos referimos, 48 horas después del
veredicto dictado por un tribunal, una maniobra leguleya le permitió saltar la
sentencia y dejar su caso en un cierto limbo legal, buscándose su amnistía total
a partir de juegos políticos palaciegos. Ahora, a comienzos del 2015, se reabre
su juicio.
¿Por qué es importante lograr una condena de hechos que ya están comprobados como delitos de lesa humanidad, por tanto
imprescriptibles? Porque el respeto a la ley es lo único que puede servir para
construir una sociedad con alguna cuota de paz y armonía. El no respeto a la
ley, la impunidad, es la invitación a más violencia.
Para abundar en los motivos que sí deben tenerse en cuenta para lograr una condena justa –cosa que ya se hizo en el 2013– y
justificar el por qué un Estado no puede ser terrorista, tal como lo fue el de
Guatemala durante varios años, amparado en la impunidad que da el monopolio de
la fuerza, permítasenos presentar ahora este estudio sobre el tema de las
desapariciones forzadas de personas. Esa vergonzosa práctica, de la que un Jefe
de Estado no puede decir que no es responsable –y durante la época en que Ríos
Montt fue presidente de facto, las desapariciones tuvieron altas cotas en el
país– evidencia los motivos por los que toda esa aberración debe ser castigada.
Extremando las cosas, si se demuestra en juicio público, con toda la transparencia del caso, que alguien es culpable de
determinado delito, la legislación guatemalteca permite la pena de muerte
cuando las circunstancian lo ameritan. Pero de ningún modo el Estado, en forma
encubierta, puede desarrollar prácticas contrarias a la legalidad como las
desapariciones forzadas de personas, los asesinatos selectivos, la tortura, las
masacres de población civil no combatiente. Los responsables de tales acciones
deben ser debidamente juzgados y castigados porque eso es sano para el
colectivo. Caso contrario, queda abierta la puerta para la más absoluta
impunidad, es decir: el primado de la violencia total. El Estado, por tanto,
debe ser garantía para la vida de todos sus ciudadanos, y no quien la quite
arbitrariamente, enmascarado y apelando a la oscuridad tenebrosa.
Por eso, y no por motivos “revanchistas”, debe juzgarse a los responsables de prácticas fijadas como delitos por toda la
legislación existente en derechos humanos. Es una cuestión de salud mental
mínima e indispensable que necesitan las sociedades.
A modo de aporte en esta justificación del por qué no permitir la impunidad, presentamos aquí un muy modesto estudio sobre la
desaparición forzada de personas –desarrollado en parte a través del Archivo
Histórico de la Policía Nacional– considerada un flagrante crimen de guerra
condenado por toda legislación existente, práctica que tuvo lugar durante la
presidencia del referido militar y que va en contra de la paz y la concordia,
tan imperiosamente necesarias en nuestro país hoy día.
La desaparición forzada de personas como política de Estado
En Guatemala, como parte de la guerra interna que desangró al país por espacio de casi cuatro décadas, se produjo una
cantidad muy elevada de desapariciones forzadas. Si se compara esa realidad con
otros contextos latinoamericanos donde también se dio el fenómeno de guerras
contrainsurgentes, el país presenta el triste récord en las desapariciones del
continente americano: 46%. (De Villagrán: 2004). Es, a la vez, el país del
mundo que tiene la mayor cantidad de desaparecidos per cápita; presea, por
cierto, nada honorable. Muchas de esas desapariciones tuvieron lugar en la
ciudad capital. (1)
¿Qué pasó con tantas personas desaparecidas? Aquí es importante aclarar que en el término mismo de “desaparición” hay un
eufemismo interesado o, dicho de otro modo, un engaño: las personas no
desaparecieron, ¡fueron víctimas de una política sistemática de desaparición!
Por tanto: hay responsables directos tras todo esto. Puntualmente, fueron capturadas ilegalmente, luego fueron ocultadas y,
casi en su totalidad, eliminadas. Esto no es lo mismo que “desaparecer”. La
idea en juego por parte del Estado contrainsurgente fue: 1) desarticular los
movimientos insurgentes, y 2) enviar mensajes claros a toda la población: “al
que se mete en babosadas… algo le puede pasar” (2). Efectivamente, algo les
pasó: “se los llevaron”.
¿Para qué buscarlos hoy?
La presente investigación, si bien no aporta todos los datos necesarios para localizar a los desaparecidos, puede ser un
importante llamado a mantener viva la esperanza de llegar a conocer, en algún
momento, sobre su paradero y a tomar muy en serio las palabras que reciben al
visitante en el Museo del Horror de Auschwitz, hoy día Polonia, memoria viva de
otro gran drama de la humanidad durante el siglo XX: “olvidar es repetir”.
A casi dos décadas de terminado el conflicto armado interno, las secuelas de ese cataclismo social aún se hacen sentir. El
clima de violencia que vivimos actualmente, además de las causas históricas que
se ligan con una estructura colonial que se viene perpetuando desde hace
siglos, tiene que ver directamente con el desprecio por la vida y la violación
sistemática de los derechos humanos que se agudizaron durante la guerra
interna.
Entre las prácticas deshumanizantes que tuvieron lugar en esos oscuros años de nuestra historia, la desaparición forzada de personas
fue un mecanismo que se mantiene presente en la conciencia de la población,
sirviendo como una pedagogía de la muerte y del silencio, que aún se hace
sentir. Los desaparecidos siguen siendo una de las heridas abiertas de la
sociedad. La única manera de cerrar esas heridas no es negando lo sucedido,
echando un manto de olvido y dando vuelta la página: es entendiendo qué sucedió
buscando los remedios del caso. Remedios que, para la ocasión, significan:
juicio y castigo a los responsables de esos crímenes y reparación real de las
heridas sufridas (que no se limita a un cheque, lo cual puede ser algo así como
“comprar el silencio” de las víctimas).
El recuento de las víctimas de desaparición forzada en el país arroja un total que, dependiendo de las fuentes consultadas,
oscila entre 32,000 y 50,000 personas (De Villagrán, 2004). En toda América
Latina, donde también fue común ese mecanismo de guerra contrainsurgente en las
décadas pasadas, el número de desaparecidos asciende a 108 mil personas
(Ibídem), lo que indica que Guatemala tiene el porcentaje más alto de
desapariciones en América Latina.
La desaparición forzada de personas es un delito
de lesa humanidad; así lo consignaron por vez primera en la historia los
Juicios de Nüremberg (3), en 1946, y posteriormente tanto la Asamblea General
de Naciones Unidas, en 1992, como la Comisión Interamericana de Derechos
Humanos de la Organización de Estados Americanos (OEA), en 1994. Como tal, es
un delito imprescriptible.
En Guatemala, al igual que en otros Estados latinoamericanos que durante la Guerra Fría desarrollaron estrategias de guerra
contrainsurgente amparados en la Doctrina de Seguridad Nacional y combate al
enemigo interno, la desaparición forzada de personas jugó un papel de suma
importancia. Sirvió para inmovilizar a las poblaciones civiles,
aterrorizándolas, enviándoles mensajes de control y de inocultables llamados a
la desmovilización.
En concreto, y en el orden de lo psicosocial, la desaparición forzada de personas es un acto de violencia extrema, cometido por
agentes del Estado o por personas autorizadas por éste, que se constituye a
partir de la captura ilegal, el ocultamiento deliberado de una persona y la
consecuente pérdida de su presencia física (o material), sin que exista la
posibilidad de establecer con certeza las circunstancias que determinan su “no
presencia física”. Las condiciones de persistencia e incertidumbre que la
acompañan hacen de ella un sutil instrumento de tortura con las consiguientes
secuelas físicas y severas alteraciones a nivel del psiquismo individual y
colectivo. La práctica sistemática de la desaparición forzada implica la
alteración de los sistemas de relaciones sociales y el implantamiento del
terror. (De Villagrán, 2004:2).
En Guatemala, específicamente en la ciudad capital, desde 1954 se presentaron casos aislados de desaparición forzada de
personas; el fenómeno creció paulatinamente durante las décadas de los 60 y 70,
llegando a su punto más alto al inicio de la década de los 80. En ese momento,
la represión se generalizó y la desaparición forzada se extendió al área rural,
que pasó a ser el principal teatro de operaciones del conflicto armado.
En todos los casos, los operativos urbanos tenían siempre el mismo patrón: los realizaban grupos de tarea integrados por
miembros activos de los diversos cuerpos del ejército, de los cuerpos élites de
la policía y/o por grupos irregulares adscritos a las fuerzas de seguridad,
compuestos por entre 4 y 15 hombres fuertemente armados, operando siempre en la
clandestinidad. Generalmente actuaban bajo el mando de un oficial del ejército
vestido de civil, dependiendo del lugar en que debía realizarse el operativo y
de las expectativas que se tuviera de capturar materiales o equipo. Los
miembros de estos grupos se movilizaban en vehículos particulares, en general
sin placas identificadoras. En todos los casos, actuaban con total impunidad,
la misma que existe hoy día, que se ha venido perpetuando en estos años y que
la absolución del juicio del general Ríos Montt podría terminar de coronar.
Una vez capturada y ocultada la persona, su destino era totalmente incierto. Y en eso consistía justamente el valor
político-ideológico-cultural de este mecanismo: enviaba un mensaje
aterrorizador a la población. Está demostrado que la desaparición física de
alguien sin que se sepa fehacientemente qué sucedió con la víctima
posteriormente, produce alteraciones diversas en los allegados, que quedan en
una espera eterna. El mecanismo utilizado por las fuerzas de seguridad es
perverso: sirve para paralizar a la población dejando a los familiares y
allegados ante la imposibilidad de elaborar un duelo.
La desaparición de un familiar/amigo/allegado es altamente nociva para la psicología de quien queda en espera de saber lo
acontecido. Los efectos psicosociales son diversos; entre otros pueden citarse:
• Alteraciones inmediatas a la desaparición: en general, reacciones psicosomáticas de distinta intensidad.
• Alteraciones en el mediano y largo plazo:
trastornos psicosomáticos crónicos, trastornos sensoperceptivos y cognitivos
tales como dificultades de concentración, inhibición de la actividad
intelectual y disminución general del rendimiento.
• Alteraciones permanentes: diversos cuadros afectivos que pueden ir desde la anestesia afectiva hasta la depresión
profunda; trastornos de aprendizaje; trastornos emocionales diversos (miedo,
angustia, impotencia, aislamiento, irritabilidad, pérdida de control,
sentimiento de culpa, desconfianza generalizada); alteraciones en la percepción
(desubicación espacio-temporal).
• Muchos otros, algunos no descritos y otros recién identificados.
En definitiva, la desaparición forzada produce una variedad de síntomas emocionales y cognitivos que inhiben a los
directamente ligados con el desaparecido, produciendo una conducta de miedo y
consecuente apatía por los problemas colectivos.
Abordar la problemática creada por las atrocidades sufridas implica una serie amplia de acciones: intervenciones
psicoterapéuticas puntuales en los casos en que así se requiera, propuestas colectivas
organizadas en demanda de esclarecimiento y aplicación de justicia,
recuperación y fortalecimiento de la conciencia histórica y ciudadana y la
demanda de respuestas consecuentes por parte del Estado.
Entre las recomendaciones dadas por la Comisión para el Esclarecimiento Histórico se dice, en relación al capítulo de
“Desaparición forzada”: “Que el Gobierno y el Organismo Judicial inicien a la
mayor brevedad investigaciones sobre todas las desapariciones forzadas, para
aclarar el paradero de los desaparecidos” (CEH, 1998:32).
Dado que la estrategia contrainsurgente de desaparición forzada de personas contempla la clandestinidad y la secretividad,
reconstruir lo acontecido implica investigar hechos fragmentarios y dispersos
que requieren de meticulosidad y paciencia, tal como el armado de un
rompecabezas. Pero la tarea se complica, porque aquí siempre faltan piezas.
Hacer ese seguimiento no es fácil; se trata de una búsqueda detectivesca donde casi no hay pistas. Algunas de las estructuras
y mecanismos funcionales a esa secretividad no han sido desmantelados y, en
muchos casos, aún se esconden al interior de los aparatos del Estado,
dificultando su inmediata remoción. Ninguna administración de las que ha habido
desde la Firma de la Paz ha querido/podido desarmar este complejo entramado. La
estrategia de las fuerzas estatales, orientada a no dejar pistas, dificulta
avanzar en estos intrincados laberintos.
Está claro que esas estrategias funcionaron a la perfección. Como indicaba la Secretaría de la Paz durante el período
presidencial de Álvaro Colom en su análisis sobre la autenticidad del Diario
Militar: Las estructuras militares en el contexto del conflicto armado, no
actuaron de manera improvisada; siempre se dieron como parte de un plan que
definía las acciones a realizar y señalaba en qué momento debían cumplirse y
contra quiénes. Al relacionar lo que dice el Diario Militar y examinar los
documentos del AHPN, se hace evidente que las operaciones ejecutadas por las
diferentes unidades policiales, en especial la Brigada de Operaciones
Especiales (BROE), DIT y Cuarto Cuerpo, estaban subordinadas a órdenes emanadas
del ejército. (…) Algunos de los casos documentados con información proveniente
del AHPN, evidencian que las fuerzas de seguridad del Estado guatemalteco
habían estado elaborando, a lo largo de varios años -en ocasiones hasta una
década-, detallados expedientes de las personas que, a su criterio, buscaban
desestabilizar al régimen, con el fin de proceder en el momento que
consideraran oportuno y mediante operativos bien planificados, a su captura y
posterior eliminación (Secretaría de la Paz, 2011:134).
Tanto la maquinaria de gobierno al servicio de la estrategia contrainsurgente, como la clandestinidad en que tuvieron lugar
sus operaciones, pavimentaron el camino para que hoy se haga tan difícil
averiguar lo sucedido. Y mucho más, por supuesto, para hacer justicia. Como una
muestra, téngase en cuenta lo declarado por el encargado de Relaciones Públicas
de la Corte Suprema de Justicia en mayo de 1984 en relación a los recursos de
exhibición personal interpuestos por la Comisión de Derechos Humanos de
Guatemala (CDHG) “sólo causan problemas a la Corte” (Prensa Libre, 25 de mayo
de 1984). Declaraciones como ésta permiten apreciar cómo el sistema judicial
funcionaba al servicio de la impunidad y no de la justicia. Seguir manteniendo
eso hoy día, dejando en el olvido el juicio y condena al general Ríos Montt, o
incluso amnistiándolo, es continuar alimentando ese clima de impunidad, y por
tanto, llamar a más violencia, a más sufrimiento para la población
guatemalteca, a más odio y resentimiento.
Estudiar qué sucedió, saber cómo es la historia, saber por qué estamos como estamos, es lo único que puede permitir cambiar el
curso de los acontecimientos y buscar algún remedio a lo sucedido. Negar el
pasado, disfrazarlo, intentar olvidarlo no impide que la historia siga pesando.
Las desapariciones de personas durante nuestra guerra interna deben ser
conocidas, analizadas, debidamente procesadas y sancionadas, porque sin ningún
lugar a dudas constituyen crímenes de lesa humanidad.
Las desapariciones forzadas en Latinoamérica y en Guatemala
Es preciso enfatizar desde un inicio que se usa el término “desaparición forzada” porque decir sólo “desapariciones” induce a
confusión, puesto que así se llama también a aquellas que no tienen lugar por
motivos políticos de contrainsurgencia. Hoy se escribe mucho sobre el tema
tratando de sepultar el problema no reconocido de las desapariciones forzadas.
Si fueron “forzadas” es porque alguien, un grupo de poder determinado, se encargó que así sucediera, lo cual confirma la
existencia de una política específica sobre el asunto. Y si hubo tal cosa, hay
responsables de carne y hueso. ¿Puede premiarse acaso con impunidad el haber
llevado a cabo esa criminal política? De ninguna manera. Por eso es importante
para la “salud mental” de la sociedad guatemalteca condenar esos atropellos,
para lograr que nunca más puedan volver a cometerse.
Entre algunas de las prácticas deshumanizantes que tuvieron lugar en esos trágicos años de nuestra historia, la desaparición
forzada de personas fue una estrategia que aún está presente en la conciencia
de la población, aterrorizando, sirviendo como una pedagogía de la muerte y del
silencio que todavía se hace sentir.
Los desaparecidos siguen siendo una de las heridas abiertas de la sociedad que el final de las acciones bélicas, hace ya
cerca de dos décadas, no ha podido remediar. Valen al respecto las palabras de Lía Ricón:
Siguiendo la cita freudiana, lo primero que se perdió en la sociedad con desaparecidos es “el modo como se reglan los vínculos
recíprocos entre los seres humanos”. La pertenencia a una cultura, a un grupo
humano cohesionado por una ley, nos incluye en un discurso que determina los
modos de relación de los seres humanos, supuestamente en la cultura en la que
vivíamos estábamos sujetos a una ley y había un organismo que se ocupaba de
hacerla cumplir. (…) [Los] aspectos defensivos y protectores se pierden en el
terrorismo de Estado. (…) Se pasa bruscamente a una estructura social con leyes
que no están en los códigos, con arbitrariedades por las que no hay a quien
protestar. (Ricón, 1992:78).
El recuento de las víctimas de desaparición forzada en el país nunca podrá ser exacto por diversos motivos. Hasta hoy y a
pesar de múltiples esfuerzos, no existe un ente que haya sido capaz de
centralizar la información y cada organización de búsqueda y/o de defensa de
los derechos humanos tiene cifras diferentes; por otro lado, hay muchas personas
que no se han acercado a estas organizaciones a denunciar la desaparición de
sus seres queridos por miedo y desconfianza.
En Guatemala los datos sobre desapariciones forzadas arrojan un total que oscila entre 32 mil y 50 mil personas. A ellas
habría que sumar las personas desaparecidas en hechos no registrados en los
informes existentes, de los que no hay cuantificación. También deberían
agregarse las personas aparecidas en los procesos de exhumación, que no habían
sido reportadas.
Por todo ello se puede afirmar que el número de víctimas del conflicto armado adolece de sub-registros. Investigadores como
Patrick Ball, Paul Kobrak y Herbert Spirer, puntales indispensables en este
trabajo debido a su seriedad y competencia profesional, lo dicen con claridad.
Según recuerdan estos autores
En octubre de 1993, algunas de las organizaciones… [GAM, CONAVIGUA, CERJ, CPR] se unieron a otros grupos de
derechos humanos para formar la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos de
Guatemala (CONADEHGUA). En 1996, las organizaciones de la Coordinadora
decidieron conjuntar la información que cada una de ellas tenía sobre
violaciones a los derechos humanos. La tarea fue delegada al Centro
Internacional para Investigaciones en Derechos Humanos (CIIDH), por su experiencia
en tratar el tema. Así, el Centro fue encomendado para estructurar y analizar
la información en una base de datos computarizada. Esta designación se dio en
el marco de las definiciones que CONADEHGUA estableció para apoyar el trabajo
de la Comisión de Esclarecimiento Histórico (CEH). (…) [Pero] la base de datos
del CIIDH no presenta un panorama completo de la violencia en Guatemala. (Ball,
Kobrak y Spirer, 1999:32).
El Comité Internacional de la Cruz Roja cuenta también con una base de datos disponible que se suma a los listados dispersos
ya existentes. La abundancia de datos dispersos impide un conteo exacto,
envolviendo el problema en una nebulosa que se presta a críticas y
manipulaciones mal intencionadas.
En toda América Latina, donde también fue común esa estrategia de guerra contrainsurgente en las décadas pasadas e igualmente
existe subregistro, el número de desaparecidos se calcula que asciende a 108
mil personas, lo que indica que Guatemala tiene el porcentaje más alto de
desapariciones de toda la región.
En toda esta área geopolítica la práctica de desaparición forzada de personas terminó por convertirse en una estrategia
estatal de la política contrainsurgente dominante, por supuesto no declarada,
pero eficaz. Numerosos países la utilizaron, por ejemplo: Argentina, Bolivia,
Brasil, Colombia, Chile, El Salvador, Haití, Honduras, México, Paraguay, Perú y Uruguay.
Según estimaciones de organizaciones como FEDEFAM (Federación Latinoamericana de Asociaciones de Familiares de Detenidos
Desaparecidos), Amnistía Internacional y diversos organismos de derechos
humanos, en algo más de veinte años (1966-1986) 90 mil personas en América
Latina sufrieron directamente los efectos de esta política.
De acuerdo a la Convención Interamericana sobre
Desaparición Forzada de Personas, aprobada por la OEA en Belem do Para, Brasil,
en 1994, se considera Desaparición Forzada a la privación de la libertad a una
o más personas, cualquiera que fuera su forma, cometida por agentes del Estado
o por personas o grupos de personas que actúen con la autorización, el apoyo o
la aquiescencia del Estado, seguida de la falta de información o de la negativa
a reconocer dicha privación de libertad o de informar sobre el paradero de la
persona, con lo cual se impide el ejercicio de los recursos legales y de las
garantías procesarles pertinentes (OEA, 1994).
Por su parte, el Comité Internacional de la Cruz Roja, en una consideración más amplia, incluye dentro de su programa “Missing”
una idea que va más allá de la desaparición forzada, y establece que
El término personas desaparecidas debía interpretarse en un sentido más amplio. Las personas desaparecidas o dadas por
desaparecidas son aquellas de las que los familiares están sin noticias y/o que
han sido dadas por desaparecidas sobre la base de información fiable. Una
persona puede ser dada por desaparecida en muchas circunstancias, como el
desplazamiento, sea desplazados internos, sea de refugiados, la muerte en
acción durante un conflicto armado, o la desaparición forzada o involuntaria (CICR, 2006).
En la ciudad de Guatemala, con el recrudecimiento de la represión hacia fines de las décadas de los 60 y los 70,
se produjo una enorme cantidad de desapariciones. En los 80, si bien el
fenómeno urbano no se extinguió, se desplazó en buena medida hacia el área
rural, que pasó a ser el principal teatro de operaciones del conflicto armado.
Los operativos rurales y los urbanos tenían diferentes patrones; en zonas
rurales, las desapariciones van más unidas a las políticas de masacre, donde en
un operativo se barría completamente con toda una población, asesinándola, y
eventualmente dejando algún testigo para que relate lo sucedido. Los operativos
urbanos se realizaban por fuerzas de tarea que se movían coordinadamente en
varios vehículos y hacían desaparecer personas en forma selectiva, previo
estudio e identificación al detalle de las víctimas.
Organismos como la CEH, que estudiaron profundamente el tema de las desapariciones forzadas, dejaron importantes
recomendaciones encaminadas a procesar las secuelas dejadas por las mismas.
Entre otras cosas, se invita a recuperar la memoria histórica y dignificar a
las víctimas. Tal recomendación sólo muy parcialmente ha sido tenida en cuenta;
por parte del Estado no ha habido investigaciones profundas. Han sido
básicamente los esfuerzos de algunos familiares de desaparecidos(as), de manera
aislada o a través de las organizaciones de búsqueda creadas específicamente
con ese fin, quienes han tomado la iniciativa logrando pequeños avances. Falta
aún la investigación sistemática promovida desde el Estado guatemalteco que
permita conocer el paradero de quienes fueron desaparecidos, contribuyendo a
sanar las heridas aún abiertas.
El fenómeno de la desaparición forzada de personas en Guatemala, dada su masividad y la impunidad con que se realizó,
puede entenderse sólo en función de una matriz histórica de violación
sistemática de los derechos humanos, de una cultura de impunidad y de una
apología de la violencia y de la muerte que viene marcando a la sociedad desde
hace siglos. Por eso, y no por un espíritu revanchista, condenar a alguien de
carne y hueso que represente esa política tétrica, es un imperativo ético.
Dejar las cosas en el olvido es fomentar la impunidad, y por tanto llamar a
nueva violencia.
Es evidente entonces que el ejercicio de esta terrible práctica no es producto azaroso ni circunstancial, sino que forma
parte de una muy estructurada política pública. De ahí que, tanto las
desapariciones forzadas de personas como todo el arsenal de recursos utilizados
en esta guerra sucia, si no son debidamente analizadas, conocidas, revertidas,
condenadas como prácticas contrarias a las más elementales normas de
convivencia y solidaridad, perpetúan sus efectos en el tiempo creando un clima
de zozobra y tensión social que hace la vida un calvario.
En Guatemala, hoy por hoy, en muy buena medida la vida cotidiana tiene mucho de calvario, con los climas de desconfianza
paranoica que se viven, alimentados generosamente por la explosión de
delincuencia que nos envuelve, con la cultura de violencia que lo permea todo y
con los grados de impunidad tan profundos que moldean la experiencia del diario
vivir. De ahí que luchar contra la impunidad tiene un efecto especialmente
reparador, es un camino a la sana convivencia, a la recuperación de la salud
mental que se ha venido deteriorando con la guerra interna y luego con los niveles
de criminalidad tan grandes que nos asolan.
El destino de los detenidos-desaparecidos
La desaparición forzada de personas no se hacía tanto por razones prácticas para obtener información del “enemigo” sino que
tenía, ante todo, otras características. Entre ellas: es un mensaje político,
una forma de control social para paralizar a una población. Envía un terrible
recordatorio de lo que espera a quien tome un compromiso político-social, que
levante la voz, que ose tener una actitud crítica contra el estado de cosas.
Cuando ingresaba al circuito de la desaparición, el mundo perdía todo contacto con él. Durante la detención clandestina era
imposible seguir las pistas de la persona secuestrada. Ningún recurso de
exhibición personal lograba adelantar alguna información, alguna pista
conducente a saber qué había sucedido.
Véase, al respecto, el más que elocuente Memorándum con que abrimos el texto: “por ningún motivo hay que mostrar el
libro de control de detenidos a los jueces que vienen a practicar recurso de
exhibición personal de algún detenido”. Literalmente: “la tierra se los había
tragado”. Lo poco que se podía llegar a reconstruir era producto de las escasas
y fragmentarias informaciones que circulaban boca a boca entre allegados al
desaparecido (familiares, compañeros de la organización, amigos).
Hoy día, gracias en buena medida al descubrimiento del Archivo de la Policía Nacional, se puede empezar a conocer
un poco más esta historia oculta. Pero de todos modos el rompecabezas sigue
siendo muy difícil de armar, por lo fragmentario de los datos, lo que puede
llevar a pensar que esa “confusión” de datos sueltos obedece a una política
trazada específicamente.
Y más aún: cuando se encontraban cadáveres de personas no identificadas tanto en la vía pública como en “botaderos”
específicos (zonas descampadas, en general en las afueras de las ciudades), los
mismos presentaban laceraciones que complicaban o impedían la identificación
(rostro desfigurado, piel de las yemas de los dedos quemada o manos cortadas,
cuerpos completamente calcinados). Es más que obvio que allí había una política
en juego con personas responsables. ¿Por qué dejar eso en la impunidad,
entonces?
Es difícil, cuando no imposible, reconstruir con fidelidad los hechos que se sucedieron luego de cada desaparición forzada. Lo
cierto es que, pasadas ya más de tres décadas de ese momento, son pocos los
casos de personas que han reaparecido vivas. Y no siempre aparecieron los
cadáveres de quienes desaparecieron. Todo indica, obviamente, que en su gran
mayoría fueron ejecutados extrajudicialmente. Incluso el Archivo Histórico de
la Policía Nacional ayuda relativamente poco en saber con exactitud qué
sucedió: hay muy poca, casi ninguna información al respecto.
Por otro lado, los archivos del ejército nunca fueron puestos a disposición de la población, y como van las cosas, seguramente
nunca se pondrán, por lo que todo apunta a que se pretende seguir alimentando
la impunidad, el silencio, el mensaje aterrorizante: “el que se mete en
babosadas (¿el que piensa y es crítico?) corre riesgo”.
Las ejecuciones clandestinas (homicidios, lisa y llanamente, realizados en el más total anonimato) no están asentadas en ningún
lado. El secretismo extremo las rodeaba y las sigue rodeando al día de hoy para
completar la idea de que una desaparición forzada implica la inexistencia o
negación del sujeto.
Lo que en la actualidad puede saberse a partir de algunos casos estudiados es que, si los desaparecidos no morían en los
centros de tortura, eran ejecutados con lujo de violencia, con armas
punzocortantes, ahorcados o asesinados con armas de fuego. En algunos casos,
los cadáveres con signos de haber sufrido violencia extrema antes de la muerte,
eran abandonados, como arriba dijimos, en la vía pública o en ciertos sitios en
la periferia de la ciudad.
Ahora bien: si según los cálculos existentes (conservadores para más de alguno) se dieron 45 mil desapariciones forzadas,
¿dónde fueron a parar todos esos cuerpos?
Evidentemente hubo una política sistemática de ocultamiento de tanta matanza. En algunos casos, los menos, esos cadáveres
aparecían botados; pero en su gran mayoría, no están. ¿Se los tragó la tierra?
En cierta forma: sí. El mismo mecanismo derepresión alentado desde el Estado contrainsurgente buscó borrar toda evidencia
de lo sucedido. Por lo pronto, una gran cantidad de cadáveres de desparecidos
no está, lo que hace presumir que esos cuerpos fueron arrojados al mar y/o en
el cráter de algún volcán. Y si efectivamente eso comenzó a hacerse en algún
momento, cuando la política se masificó y la cantidad de cadáveres se hizo
enorme, por razones de costo operativo se prefirió hacer lo más barato:
botarlos en fosas comunes clandestinas.
O igualmente, más tarde, aparecían en lugares descampados en torno a las ciudades, careciendo siempre de documentos de
identificación, por lo que debían ser trasladados a las morgues como “no
identificados”, para posteriormente ser enterrados en cementerios públicos como XX.
Oficialmente, por tanto, no había responsables. Era como que no hubiese sucedido. De todos modos hoy, ya varios años después de
terminado el conflicto armado, la realización de exhumaciones ha dado como
resultado el hallazgo de una buena cantidad de restos de personas
desaparecidas, lo cual indica que sí, efectivamente, hubo planes bien trazados
para llevar adelante esa política. ¿Un Jefe de Estado podría desconocer eso acaso?
El informe de la Comisión para el Esclarecimiento Histórico comenta que uno de los aspectos que caracterizó las
aprehensiones de las víctimas, de modo especial en las áreas urbanas, fue el
ocultamiento de la identidad de los autores en el momento de practicarlas. Son
numerosos los testimonios recibidos por la CEH donde se reiteraba que los
responsables actuaban disfrazados, encapuchados o cubriéndose los rostros con
pañuelos. Queda así descrita una forma de actuación, por parte de los agentes
del Estado, realizada no sólo con el propósito de garantizar la impunidad del
hecho, sino que además constituye uno de los primeros elementos que perseguían:
borrar el rastro del detenido (CEH, 1998:118).
Ante esta absoluta y cerrada secretividad, ante tamaña política de impunidad, es muy difícil realizar una búsqueda efectiva de
esos miles de cuerpos desaparecidos. Lo fue en el momento mismo en que sucedían
los hechos, cuando arrecia la represión entre fines de los 70 y comienzos de
los 80 del siglo pasado. Y lo sigue siendo ahora. El Archivo Histórico de la
Policía Nacional es un instrumento útil en esta búsqueda, pero no garantiza
resultados contundentes, aunque posibilita hacer importantes seguimientos.
En mayo de 1999 apareció el posteriormente denominado Diario Militar, importantísimo eslabón para conocer los patrones y
las dinámicas existentes al interior de un centro clandestino de detención. A
partir del contenido del Diario, se sabe que, aunque clandestinos, existían
registros pormenorizados de la captura y el destino de los desaparecidos y que
había un control detallado de su filiación política.
Como información relevante que puede otorgarnos, hacer saber que se les mantenía vivos por poco tiempo y registra (por medio de
códigos) las diferentes causas de muerte. En relación a los pocos
sobrevivientes, indica que algunos fueron trasladados a bases militares del
interior de la República y a otros centros de detención clandestina, siendo
contados los casos en que los prisioneros fueron liberados. Curiosamente, según
el Diario, sólo se consigna haber dado seguimiento a algunas personas que
fueron liberadas.
La CEH afirma que “los cadáveres de las víctimas eran arrojados a ríos, lagos, al mar, sepultados en cementerios clandestinos, o
se les desfiguraba para impedir su identificación, mutilando sus partes,
arrojándoles ácidos, quemando o enterrando los cuerpos o sus despojos” (CEH,
1998:217).
Así, dentro del informe, se llega a realizar la afirmación siguiente:
Los crematorios y cementerios clandestinos eran por lo tanto parte integrante de los centros de interrogatorio, en la medida que
era preciso deshacerse de las personas torturadas y posteriormente ejecutadas.
La disposición de cadáveres, sobre todo en la escala masiva en que se mataba,
era una medida de seguridad de contrainsurgencia para tratar de evitar que se
conociesen los suplicios y asesinatos realizados en los centros de
interrogatorio (CEH, 1998:220).
En la ciudad de Guatemala el cementerio La Verbena (público) ha cumplido desde hace largo tiempo la tarea de enterrar a las
personas no identificadas; durante los años del conflicto armado esto se
intensificó, pues la cantidad de cadáveres abandonados creció en forma
exponencial. Al día de hoy se estima en varios miles la cantidad de
desaparecidos enterrados como XX en ese cementerio. Buena parte de esos
cuerpos, o quizá la gran mayoría, podría corresponder a los desaparecidos de
décadas atrás. La recuperación de la memoria histórica posible de hacerse a
partir del Archivo Histórico de la Policía Nacional podría llevarnos al
cementerio de La Verbena como destino final de más de alguna, o muchas, de las
personas que se siguen buscando.
Según los estudios que sobre este cementerio ha venido realizando uno de los equipos de antropología forense que ha trabajado
por más largo tiempo en el país, la Fundación de Antropología Forense de
Guatemala -FAFG-, se podría pensar que muchas de las personas desaparecidas
fueron enterrados también como XX en distintos cementerios municipales.
Si bien hace años que existen denuncias de las desapariciones y que varias organizaciones de familiares de víctimas y
defensoras de los derechos humanos vienen trabajando en el esclarecimiento de
qué pasó, la política contrainsurgente que llevó a cabo el Estado ha buscado -y
sigue buscando- la mayor de las secretividades en el asunto, por lo que esa
búsqueda se entorpece, cuando no queda prácticamente bloqueada. Las investigaciones
antropológico-forenses pueden ser una inestimable ayuda en la iniciativa.
Conclusiones
• Teniendo en cuenta que la desaparición forzada de personas fue una de las
estrategias de control político-social implementada durante el conflicto armado
interno -junto a las masacres con la política de “tierra arrasada” desarrollada
básicamente en áreas rurales, más la guerra psicológico-ideológica de gran
envergadura que tuvo lugar a nivel nacional por todos los medios masivos de
comunicación- dejar todo eso librado a una cuestionable Ley de Reconciliación
Nacional que olvidaría esas atrocidades para, perdonando todo, mirar hacia un
“futuro nuevo” (como si ello fuera posible acaso sin atender a la reparación de
esos daños), es un despropósito. En tal sentido tiene un valor altamente
reparador para la sociedad dañada en sus cimientos con todo esto el juicio
(emblemático si se quiere) de algún o algunos responsables de tanto sufrimiento.
• Enjuiciar limpiamente -como ya se hizo en el año 2013- y condenar a una figura icónica de estos planes represivos del Estado tal
como es el general José Efraín Ríos Montt, lejos de ser una “venganza” política
como pretenden algunos sectores de pensamiento conservador, tiene un alto poder
reparador y justiciero, pues puede volver a dar credibilidad en la
institucionalidad estatal y en el sistema de justicia (hondamente dañados el
día de hoy), a la par que funciona como reparación y dignificación de las
víctimas civiles de la guerra interna.
• La desaparición forzada de personas respondió a una estrategia estatal perfectamente organizada. Más aún, obedeció a un plan
continental donde, salvando algunas pequeñas diferencias locales, los patrones
de actuación se repitieron en todos los países del área con casi similar
organización, lo que permite concluir que no se trató de algo sólo coyuntural y
reactivo sino que fue un plan bien orquestado que buscó efectos profundos a
largo plazo. Las consecuencias de la estrategia de desaparición forzada de
personas son diversas, pero en todos los casos resultan nocivas para las
grandes mayorías populares. Los principales beneficiados de esta política de
“guerra irregular” o “guerra sucia” son los sectores dominantes, que por su
intermedio pudieron repeler los proyectos de transformación social que cobraron
auge con distintas expresiones de lucha popular en las décadas de los 70 y los
80 del pasado siglo. Incluso los brazos operativos que hicieron el trabajo
propiamente dicho: fuerzas de seguridad del Estado y grupos conexos
(paramilitares, parapoliciales), si bien acrecentaron su cuota de poder (tanto
político como económico, constituyéndose en un poder sobredimensionado dentro
de la lógica del Estado al que servían y ganando porciones dentro de la
acumulación de riqueza en el concierto nacional junto a los grupos dominantes
tradicionales), finalizada la guerra interna terminaron desacreditados.
• En orden a enjuiciar y castigar a los responsables directos de todas las atrocidades cometidas durante la guerra
interna, debe quedar claro que los ejecutores directos (para el caso que nos
ocupa: el ex Jefe de Estado general José Efraín Ríos Montt) tienen una alta
cuota de responsabilidad en lo sucedido, pero que con ellos no termina el
problema sino que a su vez, tras ellos, deben conocerse los verdaderos factores
de poder para quienes llevaron adelante esas políticas de represión de la
protesta popular.
• Los efectos de estas estrategias tienen distintas aristas: a) fueron letales para 45 mil ciudadanos guatemaltecos, de quienes
nunca más se supo nada y que todo indica murieron al poco tiempo de su
desaparición. b) Fueron terriblemente conmocionantes para los familiares y
allegados directos de las personas desaparecidas, en quienes se alteraron
procesos de duelo normal ante el desaparecido, quedando en una situación de
espera eterna, sabiendo por un lado que lo más probable es que su ser querido
esté muerto pero albergando secretamente confusos sentimientos de verlo
reaparecer, todo lo cual produce un cuadro de confusión psicológica que no cesa
con el paso del tiempo. c) Creó una cultura de silencio y sumisión
profundamente enraizada en el colectivo social, donde se instalaron y
apropiaron mensajes de aceptación pasiva de la represión, terminando por
justificar las desapariciones con argumentos deshumanizantes, inhibidores de la
protesta social y provocadores de ruptura y falta de solidaridad en los tejidos
sociales, promoviendo actitudes individualistas: “si se los llevaron, por algo sería”.
• Las consecuencias colectivas de desinterés por lo político, de relajamiento de lazos sociales y salidas individuales provocadas
por las estrategias de desaparición forzada de personas pavimentaron la
posibilidad de establecer, algunos años después de implementadas las campañas
de desapariciones, planes económicos leoninos para las mayorías sin mayores
reacciones populares. Se trató, entonces, de una planificada estrategia de
guerra que con el empleo planificado de acciones que sirvieron como
“propaganda”, como promoción de un mensaje (freno al “comunismo internacional
que quería adueñarse de estas tierras”), estaban orientadas a direccionar
conductas colectivas en la búsqueda de objetivos de control social. Ya
desaparecidas, las personas corrieron suertes muy diversas. En algunos casos se
dieron procesos de “conversión”, es decir: militantes del campo popular y
revolucionario que fueran secuestrados por su ideario contestatario, luego de
ser sometidos a procesos de tortura abandonaron sus posiciones de lucha pasando
a sumarse a las fuerzas de la represión. Ello debe entenderse en el marco de
complejos procesos psicológicos. Es difícil hacer una equilibrada ponderación
de esos casos: ¿hasta dónde llegan los mecanismos de adaptación y sobre
vivencia y hasta dónde se pueden saltar barreras éticas? El presente estudio,
que no ahonda en esas temáticas, sólo indica que esa fue una posibilidad entre
otras a la que se enfrentaron los desaparecidos y, de hecho, se comprobó en una
cantidad de casos.
• Todo indica que la inmensa mayoría de las personas desaparecidas fueron asesinadas. Por lo pronto, algunas, muy pocas,
aparecieron muertas al corto tiempo de su desaparición. Eso era parte de la
estrategia montada: dejar ver algunos cadáveres, en general con signos de
terribles torturas y con tiro de gracia, lo cual enviaba un elocuente mensaje
al colectivo social: “quien se mete en cuestiones políticas adversas al estado
de cosas, así le va”. El mensaje logró su objetivo: contribuyó a desmovilizar
toda la sociedad, que por aquellos años se encontraba en cierta efervescencia
político-social. Pero de la inmensa mayoría de desaparecidos/as no hay ninguna
información. Todas las hipótesis que se puedan tejer al respecto llevan a lo
mismo: los desaparecidos no fueron mantenidos vivos, siendo casi imposible (por
no decir absolutamente imposible) que estén hoy aún en situación de detención
clandestina, ni tampoco salieron al exilio fuera del país. Por lo tanto, las
conjeturas indican que fueron ajusticiados en forma ilegal. Lisa y llanamente:
asesinados en su gran mayoría.
• La búsqueda de las personas desaparecidas se torna extremadamente difícil por una sumatoria de razones, amparadas todas en
la estrategia de base que fue el centro de esa política: fue una práctica
extrajudicial mantenida en el más cerrado hermetismo. A partir de ello
prácticamente no hay pistas valederas: existen muy pocos archivos que puedan
ayudar en la tarea (el de la Policía Nacional es el más organizado, aportando
valiosas informaciones pero no alcanzando de todos modos para resolver todos
los casos). Archivos militares no se han abierto, y nada indica que se vaya a
hacer en lo inmediato. La cantidad de cadáveres no identificados encontrados en
la época más álgida de la represión (1975-1985) fueron inhumados como XX, y
recién ahora, unas tres décadas después, comienzan a ser estudiados, no
asegurándose la posibilidad de identificación en todos los casos. Las fuerzas
que llevaron a cabo estos trabajos se cuidaron muy esmeradamente de no dejar
huellas, o dejarlas muy fragmentariamente, confundiendo así más aún la
posibilidad de seguirlas. La secretividad que marcó todo este capítulo de la
historia nacional no ha desaparecido: ello, entonces, sigue haciendo
tremendamente problemático buscar personas desaparecidas con reales
posibilidades de éxito, por la falta de registros y testigos.
• Las fuerzas estatales negaron siempre sistemáticamente la comisión de desapariciones, más allá de toda la
inconmensurable prueba empírica que las desmiente. Eso crea una situación de
polaridad absoluta que aleja toda posibilidad de procesos reconciliatorios en
el seno de la sociedad. Tomando como modelo experiencias de otros países,
podría indicarse que una vía posible para comenzar a cambiar la polaridad post
guerra es ofrecer una amnistía general a quienes llevaron adelante las
políticas represivas a cambio de información precisa sobre el paradero de los desaparecidos.
• La puesta en práctica de la anterior recomendación no va a resolver los problemas estructurales que siguen afectando
a la sociedad guatemalteca y que prendieron la guerra en la década de los 60,
pero puede ser un importante camino para explorar vías novedosas que bajen algo
de la conflictividad social presente o, al menos, los niveles de dolor que
siguen padeciendo los sectores más afectados por el conflicto armado.
• Hoy quizá se vaya tornando cada vez más difícil seguir encontrando pistas concretas que lleven a resolver casos de
desapariciones forzadas en forma terminante. Se podrán encontrar, quizá,
algunas osamentas que, con las tecnologías que se dispone en la actualidad
(pruebas de ADN), se logren identificar. De todos modos, aunque sea
relativamente poco lo que pueda identificarse en las fosas clandestinas que se
exhumen, es siempre útil mantener estas búsquedas, porque ello alimenta una
memoria histórica que no se debe dejar morir, en el entendido que “olvidar la
historia abre la posibilidad de su repetición”.
Notas:
1) Los datos con que se alimenta la presente
investigación muchas veces difieren entre sí. Esto se debe a que las fuentes
consultadas, muy diversas por cierto, se desarrollaron durante los mismos años
de la represión, con las dificultades que eso pudo haber traído, a lo que se
suma la falta de una unificación y sistematización rigurosa de todas ellas.
2) Frase popular interpretada como: “al que cuestiona, al que protesta o al que se mete en política le puede ir muy mal”.
3) En los procesos de Nüremberg se enjuició el Decreto “Noche y Niebla”, puesto en marcha por el régimen nazi en 1941, el cual
estipulaba que las personas que amenazaran la seguridad alemana en los territorios
ocupados fuesen transportadas a Alemania, donde sería ejecutadas, y para lograr
el efecto intimidatorio deseado, se prohibía entregar información alguna sobre
su paradero. (Documento L-90 Volumen 7 de las actas de los procesos de Nüremberg).
- Material aparecido originalmente en la Revista
“Análisis de la Realidad Nacional”, del Instituto de Análisis de Problemas
Nacionales -IPNUSAC- de la Universidad de San Carlos de Guatemala, N° 65, enero
de 2015.
Palabras clave:
Desapariciones forzadas, impunidad, contrainsurgencia, clandestinidad, subversión.
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Fuente: http://www.argenpress.info/2015/01/sobre-el-juicio-rios-montt-en-guatemala.html
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