El turno de vigilancia
Mohamedou Ould Slahi
Editado por Larry Siems
evergreen
Traducido del inglés para El Mundo no Puede Esperar 22 de abril de 2021
Nota del editor: los eventos relatados en
“El Turno de vigilancia” (Guard Duty) tomaron lugar entre el 2006 y el 2008, cuando la prisión en la bahía de
Guantánamo se estaba convirtiendo menos en un “laboratorio de batalla”, como
dos de sus primeros comandantes describieron sus operaciones de detención e
interrogación y más una caja cerrada para los secretos de aquellas operaciones.
Durante los años descritos aquí, el manuscrito de Mohamedou Ould Slahi de lo
que se convertiría en el mejor vendido internacionalmente Diario de Guantánamo,
estaba siendo clasificado como secreto y el mismo Mohamedou permanecía en
aislamiento en la misma choza de Camp Echo que fue el lugar de su peor trato y
tortura, aislado de la población general del campo y del mundo exterior; esto
es, pero en una inusual proximidad con los equipos asignados de guardias. Todos
los personajes de “El Turno de vigilancia” son reales, personas individual. En mantener la larga
(y como deja claro la historia, muchas veces inútil) tradición de utilizar solo
nombres falsos en frente de prisioneros, la historia se refiere a todos los
personajes ya sea por su pseudónimo elegido o asignado.
¿Cómo nos está yendo? No mal, es probable que haya dicho la nueva colega femenina de Earl. Earl, quien encabezó mi
interrogación, y por lo tanto mi vida, en 2006 y 2007, era un contratista de
civil y suboficial Fuerzas Especiales retirado en sus cuarentas altos. Su nuevo
analista era de su edad, blanco, alto y esbelto, muy callado. Cuando nos
conocimos por primera vez, ella caminó en un círculo lentamente en mi celda, la
pequeña jaula de metal adentro de una cabaña que compartía con mis guardias,
absorbiendo las citas y fotos que tenía colgadas de las paredes.
“Eres muy optimista” me dijo cuando llegó al final.
“¿Qué es optimista '?’ Me pregunté.
Me miró y miró al muro y señaló una tarjeta que un ex
empleado de la Fuerza Conjunta (JTF por sus siglas en inglés) me había dado y dijo
algo más o menos en relación a eso. Había otras notas de ex guardias, fotos de
mi familia y algunos dichos que había escuchado y que me habían hecho reír,
como “lo que no mata postpone lo inevitable”. Mezclada entre otras notas, más
que nada de la biblia o películas, o películas citando la biblia, que yo amaba
y que ponía para hacer un punto con la gente que tenía absoluto poder sobre mí.
Qué ganancia tiene un hombre si se gana el mundo entero, pero pierde su
alma. Aprendí esto de la comedia The Bonfire of the Vanities, no de
la biblia y decidí escribirlo en grande y ponerlo en la pared. Y por lo que concierne
a la biblia, Juan 18:23, citando a Jesús, la paz sea con él: Si dije algo
malo, lo debes probar. Pero si estoy diciendo la verdad, ¿por qué me estás
golpeando? El Sr. Nestor, el jefe interrogador en GTMO, más de una vez vio eso y me dijo que le gustaba.
La verdad es que, tres años después de mi peor
interrogación, mi salud se estaba deteriorando verdaderamente. Mi colesterol
estaba muy alto y tenía depresión. No importa qué tan fuerte intentaba
enmascarar mi dolor, el PTSD (Trastorno de estrés postraumático por sus siglas
en inglés) me golpeaba más fuerte.
Una noche me caí de la cama y me pegué contra el piso
metálico tan fuerte que me lastimé y el golpe alertó a uno de los guardias que
llegó corriendo a checarme.
“¿Qué pasó?” me preguntó.
“¡Estaba volando!” le contesté, medio dormido. En
aquellos días el sueño y el despertar no estaban tan separados como antes y mis
sueños se sentían muy físicos. Me veía volando casi cada noche. En estos sueños
el reto más grande era aterrizar porque me sentía muy ligero, planeando alto
sobre montañas, volando lejos de la esclavitud hacia la libertad. Una frase que
memoricé de una revista alemana estaba metida en mi cabeza: “Flucht in die
Freiheit”, que es “escape hacia la libertad”. Era de un artículo de la primera
revista que intenté leer cuando llegué a Europa para la Universidad, acerca de
los alemanes que escaparon de la comunista Alemania del este hacia la República
Federal del oeste. Mis guardias y los interrogadores se burlaron de mi por este
incidente muchos años. Cuando algo me pasaba, decían, “¡No te preocupes, estaba volando!”
“Venía cada día a checar si las semillas habían
germinado, pero no lo hacían. Podía ver la esperanza
desaparecer de su cara poco a poco con cada día que pasaba, pero en todo el
tiempo que estuvo conmigo nunca murió por completo”.
He estado tomando clonazepam desde finales del 2003, cuando estaba fracturado al punto en el que empecé a escuchar voces. A la mitad
de las sesiones nocturnas, escuchaba a mi familia platicar y música mauritana
como la que se escuchaba en la radio cuando nos reuníamos a desayunar y a
cenar: poemas de Dimi Nizar Qabbani, canciones andaluzas de Feyrouz, pequeños
versos de al-Akhtal y Seddoum cantando los devastadores poemas de amor de
al-Buraii. El doctor me recetó medio miligramo de clonazepam, que era más que
suficiente para mí: me mandaba a dormir profundamente después de pocos minutos,
poniendo fin a mis preocupaciones y ansiedades y me dio un hermoso sueño por
semanas. Pero mientras pasó el tiempo, tomaba más tiempo dormirme y necesitaba
más y más. El doctor se vio forzado a doblarme la dosis y manejé esa vida por
casi dos años. Luego un día se acabó el suministro y el doctor de la marina me
cortó en seco, anunciando que tendría que esperar a que llegara el nuevo cargamento.
Era como tener un compañero que compulsivamente te
cuida y te ama y de repente, cuando cortas, ese mismo compañero de repente
quiere matarte. Estaba acurrucado en mi celda, mi cabeza explotando, no podía
ver nada ni nadie alrededor de mí. Todo estaba borroso. Estaba débil, volátil,
enojado y sentía que mi corazón se iba a salir de mi pecho. La salvación llegó
con un reabastecimiento, pero después de ese horrible episodio, decidí que iba
a dejar el mal necesario, desenganchándome de los medicamentos diarios para
solo tomarlos en un día realmente horrible y jamás en una dosis mayor a la que
necesitara. Esto no sería fácil, ya que el clonazepam debe ser tomado bajo
supervisión médica y cuando los doctores y las enfermeras no estaban, los
guardias eran sus testigos y encargados. Pero recibí ayuda inesperada del
soldado Brent. A diferencia de mí, Brent amaba las sustancias controladas y no
tenía planes de dejarlas pronto. No podía conseguir una receta por sí mismo,
pero somo me dijeron mis interrogadores jordanos, “cuando Allah cierra una
ventana, abre una puerta”. En ese caso, la puerta era yo.
Brent un chico blanco alto y delgado en sus veintes.
Cuando nos conocimos, lo catalogué por error como un sureño, hasta que abrió su
boca. Era amable y distraído y si no estaba afuera fumando como chimenea,
mayormente se sentaba ahí sonriendo esperando a que pasara su turno jugando
PlayStation o viendo un capítulo de Family Guy, viéndose igual de
despreocupado de lo que seguramente se veía en su sala cuando era adolescente. O
tal vez más aún. Su padre también estuvo en el ejército y Brent siguió sus
pasos, aunque con una pequeña e importante diferencia. Según lo que me dijo el
sargento “N”, su padre fue un soldado serio y dedicado que llegó a primer
sargento, en contraste con Brent, a quien el sargento “N” se refería como “el
bobo”. La dedicación de Brent, como era, tomaba distintas formas. El día en el
que el ejército sacó un nuevo uniforme de camuflaje, por ejemplo, ordenó uno en
línea y comenzó a usarlo por cuenta suya, una declaración poco clara para una
organización que no promueve la diversidad. A Brent se le ocurrió un plan
ingenioso para engañar el staff médico. Él yo conspiramos para pretender que
yo, incluso el buen detenido, aceptaba con agradecimiento y tomaba mi
medicamente cuando, de hecho, le daba la mitad de la dosis a mi amigo. Brent
recolectaba las pastillas hasta que tuviera las suficientes para drogarse o
ponerse o lo que sea, que fuera la palabra indicada y después se las tomaba
todas al mismo tiempo.
“Amigo” era la palabra de Brent. En recompense por mi
cooperación, Brent dijo que me traería películas y comida, pero más que nada
obtenía su amistad. Esto estaba bien conmigo, ya que estaba menos interesado en
lo que obtendría que en perder el maldito clonazepam y nuestro arreglo me dio
un camino para dejarlo gradualmente y evitar otro episodio de la terrible
abstinencia.
Este arreglo duró un tiempo, pero Brent empezó a
querer más porque dijo que las dosis eran muy pequeñas y le tomaba mucho tiempo
recopilar las dosis que necesitaba. Yo estaba frustrado porque no estaba listo
para renunciar del todo a mi medicamento y tenía miedo de que nos cacharan los
doctores y se enojaran conmigo. No quería hacerlos enojar. Pensé que mi amigo
Brent se estaba volviendo codicioso y me negué a darle la dosis completa.
Brent no estaba contento con esto; accedió por
necesidad más que por convicción. Me daba cuenta que estaba enojado, pero no
podía hacer mucho para tomar represalias sin revelar nuestro pequeño secreto.
En lugar de eso, dijo que me traería unas semillas y que lo dejara plantarlas
en el jardín que me dieron los interrogadores. En ese momento estaba creciendo
jitomates, menta, sandía, algunos vegetales y un árbol de aguacates. Trajo una
pequeña botella llenado de granos negros que dijo que eran semillas de amapola
y las plantamos juntos. Me dio gusto hacerlo, porque le dio a él algo de
esperanza y me daba a mí tiempo de dejar el clonazepam por mi cuenta. Vino un
día a ver si las semillas de amapola habían germinado, pero nunca pasó. Podía
ver la esperanza desaparecer de su cara poco a poco con cada día que pasaba,
pero en todo el tiempo que estuvo conmigo nunca murió por complete.
Nuestros planes nunca fueron descubiertos, pero la
maldición de la droga le costó, al final, su puesto y su trabajo al pobre de
Brent. Me enteré por el sargento “N” que había sido despedido de manera deshonrosa
por drogarse, un final triste, como lo describió el sargento, también para el
padre de Brent. Yo no compartía su punto de vista. Me sentí mal porque Brent
haya perdido su trabajo, pero me sentía feliz porque ahora estaba libre para
hacer lo que quería hacer. En mi país, también, algunos padres presionan a sus
hijos para que sigan sus pasos, esperando reciclarse en una mejor versión de sí
mismos. Pero Brent claramente no estaba hecho para el ejército. Estaba siempre
pensativo, distraído, sonriendo ausentemente y jamás incluso intentó pretender
que tenía una autoridad sobre mí.
El sargento “N” no era ajeno a los problemas. Creció
en la California rural, de descendencia alemana, juzgando por su apellido.
Estaba en sus veintes tardíos, bajo, de mi estatura, pero robusto con cabello
rubio ondulado y complexión ligera. Había servido en Irak y regresó sin muchas
cosas que decir acerca de la guerra y no estaba para nada bien. Bebía y dormía
mucho. A veces comenzaba su turno borracho y muy enojado, buscando una almohada
para acurrucarse. En esos días, si me portaba bien y hacía lo mío, no pasaba
mucho antes de que se desmayara, lo cual duraba casi todo su turno, dejándome
en la mejor compañía, con nadie. Incluso mejor, su manera de caer me daba la
oportunidad de tomar prestadas sus malas películas y verlas a mis anchas.
Mi celda metálica ocupaba una esquina de 15 x 20 pies
de una cabaña de madera sin ventanas. Entre la celda y el área de los guardias
había una pared de reja con una puerta en medio; con la excepción de huracanes
y algunos pocos encierros, la puerta y la puerta de mi celda casi nunca estaban
cerradas. Podía salir y ver películas o jugar juegos de mesa con los guardias y
ellos podían venir a mi lado, poner un colchón y dormir afuera de mi celda en
la esquina tranquila en donde también estaba mi regadera. Había cuatro a seis
guardias en mi equipo, divididos en dos turnos de doce horas, pero uno o dos
pasaban su turno en una choza cercana viendo la acción, como, por ejemplo, con
las cámaras de vigilancia que fueron instaladas cuando las interrogaciones se
relajaron. Esto significaba que el sargento “N” y yo seguido estábamos solos y
en las noches en las que se desmayaba yo agarraba las películas que había
llevado esa noche para él. Cuando se despertaba y se deba cuenta, le decía que
él me había dado permiso de verlas, ¿no se acordaba? Hacía ojos de sorpresa,
pensaba un poco y equivocadamente acordaba conmigo.
El sargento “N” ya estaba teniendo problemas por la bebida, problemas que se convertirían en algo tan serio que lo degradaron de
rango y lo sacaron del campamento durante su segunda rotación, dejándolo en el
“peor trabajo” de todos los guardias, que es vigilar la entrada, también
conocido como “vagabundo”. Ya en 2006 o 2007 se veía venir una caída de gracia
al punto en el que tenía tanto miedo por él que tuve que reportar mi temor al
líder del grupo de fuerzas especiales. Se haría una rutuna que él llegara solo
y sin películas a la choza, había aprendido una lección, y se durmiera toda la
noche en frente de mi celda. Esto estaba bien conmigo hasta que uno de los
guardias de día me dijo que se había intentado suicidarse y esa noche, en lugar
de quedarse dormido luego, se había puesto a hacer un recuento de una historia
larga e incoherente acerca de quién sabe dios, de todo y de nada. Yo creo que
ni él sabía qué estaba diciendo. Todo lo que yo podía hacer era escuchar y
rezar porque la historia terminara. Finalmente, todavía a la mitad del
monólogo, se acostó en su delgado colchón verde y se fue a dormir como un niño
inocente.
Me senté ahí, por mucho tiempo, intentando darle
sentido a la historia, pero no pude. Y después comencé a asustarme. Me salí
lentamente de mi celda mientras roncaba y logré salir de la cabaña. Una barda
con francotirador separaba el recinto que compartía con mi vecino del área en
donde estaba la cabaña de los guardias; en esa barda había una pequeña puerta
con una manija hecha en China que se había roto hace mucho tiempo. De igual
manera toqué el timbre y bailé para llamar la atención de los guardias en
turno, pero nadie respondió. Recogí algunas piedras y las lance hacia la choza
y finalmente salió un guardia a la puerta. Le pedí ver al oficial a cargo,
petición que los guardias generalmente negaban, pero uno de ellos debió de
haber visto que estaba alterado y pronto llegó el oficial.
Le dije al oficial a cargo que no podía ni quería
dormir solo en el mismo cuarto con el sargento “N” porque tenía miedo de que se
suicidara cuando viera que no había nadie vigilándolo. Su suicidio sería una
doble tragedia. Estaría perdiendo su vida tan joven, devastando a su familia y
a todos aquellos que amaba y a quienes les importaba. Y le daría al gobierno
estadounidense, que había estado luchando por tanto tiempo para tener algo
sobre mí, una salida fácil. Brincaría como un grupo de abejas sobre tréboles.
¡Asesinato! No podía imaginar mejor trama para una película. El buen sargento
“N” sería un verdadero héroe americano y yo sería el proverbial villano árabe.
Solo dios sabe que ya había pasado por más de lo que puedo manejar. Ahora podía
prácticamente ver los ojos brillantes del fiscal militar de McCarthyite, en
círculos alrededor de mí salivando como el grupo de perros que me atacaba en
mis pesadillas, esperando a que firmara el acuerdo de culpabilidad. Llámenme
cobarde, pero no había manera alguna en la que iba a pasar por ese escenario.
El oficial a cargo despertó al sargento “N” y lo llevó
afuera. El sargento regresó muy enojado y desorientado, agarró sus cosas y se fue.
No volví a verlo, excepto de lejos. Por primera vez estaba agradecido por mi
limitado rango de movimiento, porque hubiera sido incómodo encontrármelo en
persona y explicar por qué lo traicioné. Solía asomarme a través de la malla
que separaba mi campamento de la puerta principal, disfrutaba verlo hacer su
nuevo trabajo, abrir y cerrar la puerta sin que él me viera. No se veía
particularmente feliz pero tampoco se veía miserable. Ahora ninguno de los dos
estábamos en un lugar ideal: yo no era libre y él no tenía permitido vigilarme
y actuar como un rey. Estaba satisfecho conmigo mismo, agradecido por haber
esquivado la bala y rezando y esperando por un mejor futuro para los dos.
En verdad, el sargento “N” estaba muy enfermo y el
ejército solo le daba pastillas y una pelota roja que parecía un jitomate
pocho, para jugar, como si fueran la cura por pasar tiempo en Irak viendo el
asesinato de gente inocente, marcando el inicio de una nueva dictadura y
limpiando el camino para el levantamiento de grupos extremistas que ahora
devastaban la región. Y, sin embargo, para muchos de los reclutas blancos, él
era un veterano de guerra y un héroe.
“¡Estoy orgulloso de ser blanco!”, me dijo una vez mientras salía de mi celda.
“Debería estarlo”, dije, con confusión seguramente visible en mi cara. Lo había detenido obviamente a la mitad de uno de sus
discursos, pero no podía comenzar a entender el contexto de su declaración.
Estaba rodeado por sus usuales animadores, enlistados de bajo rango que
escuchaban intensamente cada una de sus palabras.
“¿Por qué los negros y los mexicanos pueden decir que están orgullosos y nosotros no?”, presionó sobre mí.
“Estoy de acuerdo. Debería estar orgulloso”. Más y más,
este era mi papel: yo era la persona a la que todos le podían dar su opinión,
sin miedo a las consecuencias. Socialmente, resulté calificado para ser el
confidente de todos. Era el irónico lado de la lección que Earl me había en
señado acerca del lugar del detenido en la jerarquía de nuestra comunidad.
Comenzó un día con un soldado que se hacía llamar
William. Era extremadamente amable y nunca me dio problemas, pero tenía el
hábito de llegar a su turno, poner una película en el tocador de DVD, subirle
el volumen a todo y dormirse en frente de la televisión. Sin la dosis complete
de clonazepam, mi sueño era muy ligero y cualquier cosa me despertaba. Al
contrario de William, que tenía otro lugar para dormir, como todos los
guardias, los “TK´s”, de Tierra Key, yo no tenía a dónde ir a dormir. Me enojé
más y más hasta que finalmente le pedí que le bajara el volumen. No dijo nada a
sus compinches esa noche, pero le dijo a Earl que le grité a un guardia y Earl,
por supuesto, tuvo que venir y decirme que estaba prohibido. Para aferrarme a
lo que quedaba de mi dignidad, intenté usar nuestra nueva “amistad” de
interrogador-detenido para explicarle cuánto necesitaba dormir, cómo yo no
podía encontrar un lugar silencioso para dormir en otro lado y que tenía
derecho a dormir, que necesitaba respetar ese derecho y que ninguna orden de arriba
me podría seguir despojando de ese derecho. Me escuchó y pareció empático. Pero
contestó, en esencia, que debería de haberlo pedido de manera amable, que un
guardia siempre está en lo correcto y que no podía permitir una situación en la
que sus guardias no tuvieran una ventaja sobre un detenido.
Me mordí la lengua, pero estaba hirviendo de frustración
y humillación por dentro. Él se dio cuenta y se podía ver que se sentía mal. Me
pidió que saliera de la choza con él y me repitió el mismo mensaje, pero más
respetuosamente esta vez. Su amabilidad derrotó mi enojo incandescente y
pretendí entender. Le señalé que aceptaba mi lugar, pero seguía un poco herido
y comencé a negociar lo que me darían a cambio. Estuvo de acuerdo con algo de
comida y un nuevo juego de cartas y me dijo que le preguntaría al Sr. Nestor si
me podría dar una portátil para ver mis propias películas y jugar ajedrez. Earl
mantuvo todas sus promesas, jamás decía que iba a hacer algo y no cumplía.
A través del tiempo, aprendí que estar hasta abajo de
la jerarquía de alguna manera significaba que estaba disponible para ser el
amigo de todos. Así fue con Mark, uno de los discípulos del sargento “N”. Mark
se unió al ejército cuando tenía solo 17 años y lo hizo por necesidad. Había
manejado cuando tuvo un accidente que mató a su primo. Algo de prisión
seguramente se contempló, pero pudo evitarlo alistándose al ejército. Sin
embargo, no podía darle la vuelta a la culpa, que continuaba a rascar su
consciencia y un día me juró, de la nada, que no quiso matar a su primo, pero
que su familia no le creía. Era como si hubiera asumido que yo podía leer sus
pensamientos y que yo estaba igual de atormentado que él por este horrible escenario
que continuaba a pasar por su mente.
La mala suerte sigue a la mala suerte, normalmente.
Así fue para Mark. Algunas semanas después vino a mí llorando cuando vio que no
había nadie más alrededor. Yo estaba impactado cuando dijo entre llanto que “no
puedo soportarlo más. Me dijeron que no podía hacerte saber que estoy en pena”.
Yo lo mire, sin saber qué decir, sin entender lo más mínimo qué estaba
sucediendo.
“Mi primo fue asesinado en Irak”, pudo decir
finalmente para explicarlo. Era el segundo primo que perdía en poco tiempo, tan
joven y yo podía sentir su agonía mezclada con mi propio enojo. ¡Cómo odio la
guerra! ¿Pero él esperaba que yo llorara por la gente que viajó miles de millas
para invadir un país pacífico y destruirlo? ¿La misma gente que me tenía
cautivo por ningún motive excepto que podía hacerlo? Y, aun así, este joven
vino a mí, de entre todas las personas, buscando consuelo cuando sus superiores
le advirtieron que no lo hiciera.
Hice lo mejor que pude. “Mira, Mark, yo perdí a mi
padre cuando era muy joven. Al principio estaba destruido. Mi mundo entero
colapsó, pero después de algún tiempo, me recuperé. ¡Esto pasará y te sentirás
mejor InshAllah!” Le di una plática sobre ese discurso cuando me siguió
durante mi caminata en la mañana. Antes de que terminara, el soldado Mark
estaba riéndose y chismoseando acerca de lo que había pasado recientemente en
el “TK’s”, mientras yo todavía estaba ahogándome en pensamientos acerca de mi
absurda situación.
Este era uno de los trabajos de Mark, vigilarme
cuando saliera a mi caminata. Supuestamente tendría que cerciorarse que no
espiaría a través de las mamparas adheridas a las rejas y ver a la gente que
llegaba y dejaba el campamento. No lo hizo bien. Yo tomaba mis caminatas
temprano en la mañana, justo después de mis oraciones y muchas seguido me
dejaba caminar solo. A través del tiempo, logré hacer pequeños orificios en las
mamparas, suficientemente grandes para poder ver a través y suficientemente
pequeños para que los oficiales que pasaban por ahí no los notaran. Mientras él
dormitaba, yo luchaba por salir de por debajo de las colchas, preguntándome
diario por qué me tomaba la molestia de dejar la comodidad de mi cama y cada
día encontrando la respuesta cuando salía y respiraba el aire fresco del mar,
aromatizado con las plantas que crecían en mi jardín. ¡La diferencia que hacía
levantarme antes del ruido de las máquinas y los motores! Este era mi momento
favorito: tomar mi caminata, regar mi jardín, cantar mi Surat y escuchar
mientras la vida lentamente abrumaba el inquietante silencio que había reinado
sobre el campamento desde las 6pm del día anterior. Es de verdad cierto, la
prisión es el cementerio de los vivos, pero amé este tiempo cada día cuando el
campamento parecía regresar de los muertos.
Aprendí a saber exactamente qué esperar. Escuchaba los motores de los primeros autobuses y camiones que llegaban y se
iban, sin voces. Tomaría una hora o dos para que el staff y los detenidos de
igual manera derrotaran el control del sueño y comenzaran a gritar y a
platicar. Y después me llegaban tres olas de noticias mañaneras. No podía
encontrar un ángulo para ver otros campamentos, pero escuchaba a los detenidos
comenzar a gritar Salam de un lado a otro del bloque y compartir información,
sin duda salpicada de rumores que habían plantado los miembros del JTF. Escuchaba
un poco del mundo exterior en los intercambios de los choferes de camiones y
autobuses, la mayoría jamaiquinos, mientras pasaban a través de la puerta
principal del campamento. Me enteraba, mientras las unidades de guardias hacían
formaciones, cómo mis compañeros detenidos habían pasado la noche: el ISN
(número de prisionero) tal y tal aventó heces al sargento “x”. ISN (Número de
serie de Internamiento) “y” no durmió bien. ISN “z” lloró y quería ver a su
interrogador. Claro que había unas palabras diarias de aliento, también, acerca
de ser un héroe y defender la libertad y todo eso.
Cualquier serenidad que quedaba se rompía por completo
con los Colores Marina a las 8am. Cuando sonaba, mis captores dejaban todo y se
paraban atentos con un saludo militar solemne, eso sí, a menos que estuvieran
muy cansados y nadie los estuviera viendo; caso en el cual los guardias
ignoraban Colores y no tenían que caminar aleatoriamente de manera incómoda sin
saber qué hacer. Para mí, oficialmente Colores anunciaba otro día de
encarcelamiento ilegal, cautiverio y privación. ¿Se supone que tenía que
saludar? Congelado hasta que terminaba el juramento a la bandera con su
“Libertad y justicia para todos” ¿y “todos” claramente no me abarcaba?
¿Pretender que nada estaba pasando?
En donde crecí, no teníamos que hacer juramento a la
bandera. El nacionalismo, la lealtad al país, estas cosas no eran enseñadas en
las escuelas a las que fui. No aprendíamos acerca de relaciones supuestas entre
gobierno y pueblo; lo primero que escuché del contrato social fue cuando fui a
la universidad en Alemania. La gente en Mauritania no esperaba nada de la
patria y la patria no ofrecía nada. El contrato social estaba roto pero las
buenas noticias para el liderazgo era que no necesitaba de nuestros votos.
Nuestro único juramento en el país era a nuestra familia extendida, nuestra
tribu. Era nuestra tribu la que ayudaría si te enfermabas y no podías pagar las
cuentas médicas. Que pagaría con dinero de sangre si accidentalmente matabas a
alguien. Que te defendería si hacías algo mal. Dentro de la tribu, el contrato
social era fuerte: cada miembro tenía una verdadera voz y el jefe estaba
normalmente en esa posición porque era el que había sacrificado más. ¡Si tan
solo ese sistema pudiera extenderse para abarcar a todos los ciudadanos de un
país, con los jefes sujetos a responsabilidad y cambio! La Alemania en la que
viví durante los 90 estaba cerca de eso y lo logró sin la patriótica obsesión y
la trivialidad moderna que vi alrededor de mí en el campamento, en donde la
bandera de mis captores volaba por todos lados y los hombres y mujeres se
detenían a sus pies para prometer su juramento.
A Mark no le importaban mucho ninguno de estas
nociones de dogmas. Su nacionalismo vino naturalmente, puedes decir. Veía Fox
News y creía todo lo que la cadena le decía. Barack Obama, el nominado del
Partido Demócrata para presidente, era musulmán, según Mark, queriendo decir un
no americano, por no decir menos, si no un total y absolute enemigo. Me dijo
que el senador Barack Obama había jurado sobre el Corán cuando fue elegido para
el Senado. A través del verano y otoño, Mark seguía trayéndome noticias frescas
que sobresaltaban los peligros de este candidato afroamericano. No sé por qué
me confió esas cosas y por qué creía que me iba a caer mal Obama por sus raíces
africanas o afiliación religiosa. No sé cómo pudo reconciliar que yo era un
“buen tipo” y un musulmán al mismo tiempo, cuando, para él, eran cosas
completamente opuestas.
A veces Mark parecía olvidar completamente que yo era
un detenido y que él era un guardia, el que siempre estaba en lo correcto, el
que tenía el poder de humillarme y usar la violencia, incluso fuerza letal, si
consideraba necesario. Podía hacer lo que fuera si quería lastimarme y después
escribir un reporte o pedirle a alguien que lo hiciera, diciendo que sintió que
su vida estaba siendo amenazada: de todos los guardias que atacaron físicamente
o hirieron gravemente a un detenido, a ninguno se les encontró culpables. Y,
sin embargo, fui yo el que le enseñó a jugar cartas, fui yo el que lo aceptó
como mi compañero cuando sus amigos lo rechazaron. Esta era una receta segura
para perder, pero había estado perdiendo tanto, en tantas maneras, desde mi
secuestro, que me hice cercano a ese sentimiento. Era una atracción a lo
familiar: ¿Qué siquiera se sentiría ganar? Cuando Mark era mi compañero, me
aguantaba los golpes, que funcionaba de todas formas. Le daba al MP de rango
más alto, a quien le gustaba ganar, lo que necesitaba y me daba la oportunidad
de darle un discurso a Mark acerca de sus errores, pequeños regaños que
ofrecían una manera de ventilar años de enojo sobre el nunca ganar.
Nuestra relación solo hacía más profundo el sentido de confusión de Mark. Un día vino a
mí quejándose que los otros detenidos habían estado hablando mal de él con
otros guardias en el equipo.
“¿Sabes qué les dije?” me preguntó.
“No”, le contesté, temiendo la conversación.
Me sonrió triunfantemente. “Al final del día, me voy a
mi hogar y ustedes están en la misma celda”. Sabía lo suficiente acerca de la
vida de Mark para pensar acerca de si la diferencia era tan grande como había
imaginado, y lo que “hogar” significaba para el en realidad. ¿Qué tan cómoda
sería la vida para Mark de regreso en los Estados Unidos cuando su tour
termine? ¿Y aparte de mejor comida y poder llamar a su madre cuando él
quisiera, era su vida fuera de servicio aquí en los TKs mucho más libre que la
mía? Me enojé más y más mientras más pensaba acerca de esto. ¿Pensaba que
calmarse a sí mismo humillando a los prisioneros sería bueno conmigo? Le
recordé que yo era un detenido y que cualquier detenido le diría que a los ojos
de Dios y de los seres humanos decentes, el oprimido es mejor que el opresor,
porque ha sido dañado y ha sufrido. Mark me volteó a ver y no dijo nada, por lo
que puedo decir, ni siquiera intentando entender lo que yo estaba diciendo.
Un día llegó a su turno borracho. Abrió su mochil ay
sacó lo que sobraba de una botella de Jack Daniels. Me saludó, ofreciéndola, o
presumiendo, o ambos. Le dije que yo no bebo. La guardó y fue al cuarto de
junto a probar su suerte con mi vecino. Para ese punto ya estaba rompiendo
varias reglas y obviamente no en el estado mental correcto. Me enteré del resto
de la historia después, por sus amigos. Bebió tanto y estaba tan borracho,
obviamente, que un primer sargento lo detuvo de vuelta a los TKs. Cuando el
sargento exigió saber por qué estaba bebiendo, Mark insistió que el sargento
“N” lo había aprobado, lo que, de alguna manera, por lo que puedo decir, fue el
fin del asunto.
Este tipo de historias se repitieron a través de los
años con nuevos equipos de guardias que rotaron, con interesantes variantes. En
el siguiente grupo estuvo el soldado Jay, un hombre afroamericano alto y
delgado en sus veintes, que era adicto a los juegos de PlayStation;
contrabandeaba la consola a través de la puerta en una caja de cereal, la
conectaba a la televisión en la cabaña de guardias y jugaba hasta que se
desmayaba. Amaba la vida y siempre estaba abrazando gente y parecía que le
gustaba platicar conmigo en los pocos minutos en los que no estaba jugando o
viendo películas. Me caía bien, también. Una noche me desperté alrededor de las
2am y lo encontré dormido en su silla, su cabeza en sus brazos sobre la mesa.
Hice lo que cualquier detenido decente haría: tomé una de sus películas y la vi
solo. Pero para compensar, llené su entrada en el libro por él, para cubrirlo
si alguno de los oficiales llegaba. “EL DETENIDO SE DESPERTÓ”, escribe, con la
hora incluida. Hice esto de acuerdo con las reglas que había leído, que
requerían que todo fuera en tiempo pasado y en letras mayúsculas, como decían
las instrucciones.
El superior del soldado Jay se hacía llamar Stan por
un personaje de South Park. Era inteligente, un especialista extrovertido
en sus veintes tardíos que había atacado la vida con ambición. Se había casado
con la mujer que amaba, había comprador una casa hermosa y estaba estudiando
medicina. Sin embargo, como me explicó, su sueño se había colapsado de repente
cuando llegó a casa un día, más temprano que de costumbre para encontrar a su
vecino, en su ausencia, entreteniendo a su esposa en maneras que Stan no
aprobaba. De hecho, odio tanto lo que vio que pidió el divorcio, vendió la casa
y se alistó en el ejército. Era una en una larga lista de historias que escuché
acerca de hombres y mujeres jóvenes que se alistaron en el ejército para
alejarse de sus complicadas vidas.
El especialista Stan era mitad italiano, mitad
irlandés y su principal meta en la vida ahora parecía enseñarme la cultura de
la mafia. Me introdujo a The Sopranos, que él y su jefe el sargento Kyle verían
juntos en el campamento. Kyle fue también nombrado por un personaje de South Park,
hacienda de éste mi segundo grupo de guardias que se asignaron nombres de
personajes de dramas populares y fue una mejoría del primero, que tomó nombres
de héroes de Star Wars, una decisión que supuso un mundo de
personajes malos que fueron atacados. No me tomó mucho tiempo saber el nombre
real del sargento Kyle. Era de Chicago, orgullosamente polaco-alemán y reveló
su apellido él mismo en un juego de adivinanza que estábamos jugando, cuando me
dijo que su nombre significa cabello rizado en alemán. Su primer nombre lo dijo
así, directamente, a la mitad de una historia, cuando dijo “y el tipo me miró y
me dijo ‘Nick...’”. Se dio cuenta y nos miramos por un segundo, sabiendo la
verdad acerca de cosas prohibidas, que es que una vez que los conoces, no
pueden ser olvidados.
Las bases del sargento Kyle parecían sólidas. Su padre
fue un especialista en redes de computación, me dijo, y su madre era una
católica devota, con un amor especial por el fallecido papa Juan Pablo II, sin
dudarlo, ya que era polaco. Hablaba polaco y compartió ese amor, llevándome una
vez una película acerca de la vida del pontífice. Era genuinamente culto y
chistoso, y los otros guardias se reían de sus bromas, incluso cuando eran
ellos o su gente los sujetos de las bromas, ya que en su mayoría eran
ofensivas, y sus favoritos, eran de sus enigmas polacos sin fin. Siempre dormía
junto a mi celda, pidiéndome que apagara la luz cuando me fuera a dormir porque
tenía miedo de que el foco quemara la casa y mientras se adormecía, compartía
algunas bromas post 11/9 acerca de árabes y musulmanes.
“Un joven árabe está caminando en una calle de Nueva
York cuando ve a una niña pequeña que ha siendo atacada por un pit bull”, continúa
bromeando. “Sin pensarlo, va y le salva la vida a la niña. Un policía llega y
lo llena de halagos”.
“No puedo esperar para ver el titular mañana:
¡Verdadero héroe en Nueva York le salva la vida a niña pequeña!”, proclama el policía.
“No soy de Nueva York”, dice el joven.
“¿A quién le importa? ¡Un héroe estadounidense salva la
vida de una niña pequeña!”, dice el poli.
“No soy estadounidense”.
“¿Qué eres?”
“Un árabe”.
“UN TERRORISTA ATACA A PERRO INOCENTE EN NUEVA YORK”, decía el titular del siguiente día.
Inevitablemente, este tipo de familiaridad metió en
problemas al sargento Kyle. Mi psiquiatra en ese momento era una teniente de la
marina cuyo trabajo era visitar a los detenidos que sufrían depresión, o peor,
que estaban mentalmente enfermos. Era una mujer delgada, blanca, en sus
treintas, llena de sonrisas falsas y amistad artificial. Venía a mí con las
preguntas usuales:
“¿Vas a lastimarte o a alguien más?”
“No, pero si lo estuviera planeando, ¡obviamente no te
lo diría!” contestaba yo.
Repasaba la lista de preguntas acerca de mi salud. Una
vez, cuando preguntó cómo estaba durmiendo, le confesé que muchas veces me
acostaba en la cama por horas sin poderme dormir. No debía hacer eso, me dijo,
ofreciendo el valioso y útil consejo que, aparte de dormir, una cama solo debía
ser utilizada para tener sexo. ¿Qué podía decirle? Quería prescribirme algo y
quería hacer otra cita para hablar acerca del sueño, pero no estaba segura del
horario. Le dije que le podía decir a Nick cuándo podía verme de nuevo y él me diría.
Estaba en shock porque me sabía el nombre de Nick,
pero no me dijo nada. En lugar de eso, cuando se fue, se llevó consigo afuera
al sargento Kyle y lo regaño fuertemente por dejar a un detenido maligno saber
su verdadero nombre. El sargento Kyle regresó directamente conmigo y me pidió
que no lo llamara por su nombre en frente de extraños. Eso era todo, con
respecto a eso, para él, pero no para mí y la psiquiatra. Unas semanas después,
regresó, sonriendo como lo había normalmente, pretendiendo ser un ángel que
venía desde lo alto para ayudarme. La ayuda consistía en un largo discurso que
incluía una lista de cosas que yo debería estar hacienda para ayudarme a mí
mismo. Yo escuché atentamente hasta que terminó.
“Sé lo que le dijiste a Nick”, dije de manera
tranquila. “Jamás le pregunté a alguien por su nombre o intenté averiguarlo”.
Claramente se sorprendió y solo se quedó viéndome. “¿Puedes entender que no
puedo confiar en ti cuando sé que crees que no puedes confiar en mí?”, añadí.
“Sí, entiendo”, dijo. Rápidamente se puso su gorra y dejó el cuarto.
Claro que no podía confiar en mi psiquiatra, cuyo
trabajo iba más allá de las responsabilidades usuales de terapeuta-paciente. Y,
por supuesto, la confianza era el corazón de muchos dramas entre mis guardias y
yo. Lo que me sorprendió era lo mucho que varios de ellos luchaban, como yo,
para confiar en alguien. Me daba tristeza ver la poca fe que el sargento Kyle y
el soldado Stan tenían en las relaciones románticas, por ejemplo. Como ellos me
dijeron que habían sido lastimados en el pasado, y ambos dijeron muchas veces
que no estaban listos para repetir el mismo error de confiar en alguien. Un
sentido de inseguridad estaba en casi cada una de las conversaciones que
escuchaba o en la que participaba acerca de parejas y esposas, que venía
acompañada con una promesa salvaje de violencia si la esposa o pareja era infiel.
Era el tipo de conversación con la cual crecí, el tipo
de plática que podía entrampar a una persona en actuar roles predispuestos en
un drama trivial. “Un gran honor siempre será tocado y ensuciado”, como lo dijo
Al-Mutanabbi, “hasta que corra sangre”. Eso fue exactamente lo que sucedió con
un par de colegas del equipo de South Park de Kyle y Stan. El especialista Timmy
era otro chico blanco, alto y delgado en sus veintes que amaba beber y muchas
veces comenzaba su turno con los ojos rojos, oliendo a alcohol. Era de
Michigan, lo cual me enseñó que no se pronunciaba “Mitchigan”, sino con una
“sh” como Chicago; y creció en una ciudad con una gran población árabe, como le
gustaba contar. Comenzaba su turno con una siesta y después se despertaba
queriendo jugar cartas, que había muy bien. Para los estándares de Echo
Special, parecía estarlo haciendo bien, pero historias acerca de su vida en los
Tks serían lo contrario. Era claro que a algunos de sus colegas no les caía bien.
A nadie, me enteré un día, más que al sargento Chris y
a otro chico blanco delgado en sus veintes.
El problema comenzó en una fiesta en los Tks, que
incluía a Timmy, Chris y su novia. Su novia estaba embarazada, lo que le daba
alas extras al rumor que comenzó a correr la siguiente mañana de que Timmy
había estado coqueteando con ella durante o después de la puerta. Ya que en
GTMO una acusación era igual que una condena, Chris se encontró en la posición
incómoda de tener que re establecer su masculinidad y reivindicar su
reputación. La siguiente noche, Timmy y el sargento Gómez, su jefe, fueron asignados
a cuidar a mi vecino Malik, quien ocupaba la choza frente a la mía. Malik era
cerca de diez años más grande que yo. Cuando me aventaron en Camp Echo, él era
grande, pero atlético, pero ahora era enorme, arriba de 300 libras (150kg
aproximadamente), víctima de depresión, con una dieta terrible y años de
confinamiento. Las instalaciones de Malik eran iguales que a las mías y de
noche Timmy estaba dormido durante su turno, como siempre. Chris, aprovechando
la ventaja técnica y hacienda lo mejor con su entrenamiento, se metió en la
chotó la puerta y su fue hacia la garganta de Timmy. Comenzó a ahorcarlo,
llevado por mitad enojo y mitad el prospecto de una sentencia de muerte social
que enfrentaría si no actuaba. “Quería matarlo”, me confesó Chris más Adelante,
con una sonrisa orgullosa y de satisfacción en su cara. Dijo que Timmy tuvo
suerte de que Malik y Gómez estuvieran ahí. Juntos brincaron para ayudar a
Timmy, Malik olvidándose por completo que jamás puede tocar a un guardia Gómez
revelando la diversión de ver en vivo una pelea de UFC. Juntos, le salvaron la
vida al pobre Timmy. Emergieron esa noche como héroes, aunque estaba claro de
las diferentes versiones de la historia que escuché que Malik había jugado un
rol decisivo por su enorme tamaño y porque estaba despierto cuando la pelea
comenzó, mientras que Gómez, como mis guardias de noche, estaba dormitando de
la fiesta de la noche anterior.
El sargento Gómez intentó mantener los detalles del
ataque y su heroísmo escondidos de mí y al mismo tiempo estaba emocionado por
chismearles a sus camaradas acerca de la pelea. Era uno de los que parecía
creer lo que les dijeron en las reuniones de lavado de cerebro que recibió
antes de conocernos, que cualquiera en mi posición es el peor de los peores, un
criminal curtido de al-Qaeda o un combatiente talibán que era responsable por
el 11/9 empeñado en lastimar estadounidenses. Pero también era sociable y curioso,
rasgos que siempre funcionan a mi favor. Quería platicar, pero quería poner
reglas y dejarme saber que era consciente de mis maneras furtivas. “Sé que
intentabas escucharnos”, me dijo una vez, cuando él y otro guardia se callaron
cuando pasaba en mi caminata mañanera. Honestamente no estaba escuchando y no
había escuchado una sola palabra, pero no era muy difícil adivinar el tema.
Tomando prestada una técnica que había aprendido de mis interrogadores, le
contesté “Estaban hablando de Timmy y Chris. Sé todo acerca de eso”.
Pretendiendo saber todo alienta al sujeto a dar información de manera voluntaria,
sin sentirse engañado o culpable”.
Eventualmente sí me enteré de todo de chismear con los
otros guardias. CID (Comando Investigaciones Criminales) investigó la pelea, me enteré, tomando testimonios de todos
menos de Malik, la única persona que había presenciado todo y podía dar la
evidencia más incriminatoria. Ningún guardia jamás testificaría en contra de
otro y era impensable que un detenido testificara en contra de un miembro de la
JTF. E irónicamente Malik terminó salvando a Timmy y a Chris, evitando que
Timmy fuera ahorcado y que Chris estuviera encarcelado por el crimen. Lo peor
que pasó fue que Chris también fue degradado y transferido a la entrada y al
temido puesto de móvil. Lo veía a través de la malla a veces en mis
caminatas, pareciendo desafiante y feliz por haber sido castigado por defender
su honor.
Mientras tanto, Gómez gradualmente bajó su guardia. Le
encantaba molestarme, burlarse de mi manera de hablar. Decía que yo tenía
acento chistoso y la tendencia de repetir las mismas palabras una y otra vez.
Decía esto para picarme, pero me quedó claro que amaba el humor que llega a
límites de tu zona de confort y él podría tomar, así como podría dar. Muchas
veces él era la víctima por su nombre y herencia, las bromas de otros guardias
acerca de la cultura de pandillas y su estatus de inmigración, aunque no era
inmigrante, por lo que yo podía decir, esa experiencia era parte del pasado de
su familia. Me daba una entrada, también.
“No entiendo por qué no te uniste a las Fuerzas Especiales” lo piqué un día.
“¿Por qué? ¿Qué quieres decir con eso?” se preguntó, viéndome con cautela.
“Digo que con toda la carrera, natación y brinco que
tuviste que hacer para entrar al país, seguramente hubieras calificado”. Era
bueno, riéndose junto con los demás. Pero ahora estaba en puerta el juego: en
lugar de echarse para atrás, intensificó su campaña. Compró Post-it blancas y
escribió frases que insistía que eran ridículas, eran utilizadas mal o eran
simplemente chistosas y las puso en las paredes. “En realidad no hablo así”, yo
protestaba, pero me sonreía y repetía las frases, empujándome a reaccionar. Me
empujó fuerte, al punto en el que algunos de los guardias lo hicieron a un lado
y le dijeron que le bajar al tono y dejara de poner notas burlonas, pero yo no
estaba para nada ofendido.
Un día cuando fui a caminar, los guardias decidieron
acompañarme. Perdidos en nuestra conversación mientras dejábamos la choza,
ninguno pensó en agarrar la llave. La puerta se azotó antes de que pudieran
tomarla y nos quedamos afuera. Una ola de energía recorrió mi cuerpo: por
primera vez en tantos años estaba encerrado afuera, no adentro. Y yo me reía,
pensaba cómo ahora yo tenía algo para atormentar al sargento Gómez de vuelta.
Pero los guardias estaban en pánico, desesperados por arreglar el problema antes
de que llegara un oficial. No había ventas, la puerta cerrada era la única
entrada, pero todos ofrecían ideas locas de cómo entrar. Finalmente, resucitando
el estereotipo que sabía que obtendría una risa, me metí. “Oigan, odio decirlo,
pero nuestra mejor opción es el sargento G”, dije.
Gómez me volteó a ver, sonriendo, y sacó una tarjeta
de crédito de su cartera. La pasó entre la puerta y el marco, moviéndola de
manera ingeniosa y la puerta se abrió. La emoción del momento desapareció en un
instante y me encontré tan aliviado como el resto. Todo lo que yo quería en ese
momento era regresar a mi celda, porque para ser honesto, de verdad me sentía
muy seguro en ese pequeño espacio.
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