Las verdaderas razones por las que estamos en Afganistán
Salvando a las mujeres e impidiendo genocidios
Bretigne Shaffer LewRockwell.Com 14 de agosto de 2010
Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández
Así pues, los incondicionales de la guerra se dedican ahora a hacernos creer
que están más interesados por el bienestar de los civiles afganos que quienes
anhelan que se ponga fin a la ocupación estadounidense.
En primer lugar, tenemos al Secretario de Prensa de la Casa Blanca, Robert
Gibbs, implorando como un mojigato a los editores de Wikileaks que no
publiquen más información de esa que la administración considera que puede poner
en peligro las vidas de los informantes locales afganos:
“Tenéis ya a los portavoces talibanes en la región diciendo que están
peinando esos documentos para averiguar quiénes están cooperando con las fuerzas
internacionales y estadounidenses”, dijo
Gibbs. “Están revisándolo todo para buscar esos nombres, han dicho que saben
cómo castigar a esa gente”.
A continuación, tenemos a la revista Time con una portada
reciente en la que aparecía el rostro mutilado de una joven bajo el título:
“Lo que ocurrirá si nos vamos de Afganistán” (no como pregunta, sino como
declaración). Como si la llamada implícita a continuar la guerra como solución a
la violencia contra las mujeres no representara suficiente disonancia cognitiva,
la mujer retratada había sido desfigurada el año pasado por unos
familiares que seguían las órdenes de un oficial talibán: ocho años después de
que las fuerzas estadounidenses entraran en Afganistán.
En realidad el artículo de Time encaja con toda nitidez con algo que
se encontró en uno de los documentos filtrados que tan preocupada tiene a la
Casa Blanca. Titulado “CIA Red Cell Special Memorandum: Afghanistan:
Sustaining West European Support for the NATO-led Mission-Why Counting on Apathy
Might Not Be Enough” , el documento “… esboza posibles estrategias de
relaciones públicas para apuntalar el apoyo de la opinión pública en Alemania y
Francia a que continúe la guerra en Afganistán”.
El Memorandum prosigue:
“Las estrategias propuestas de relaciones públicas se centran en puntos
álgidos identificados dentro de esos países. En Francia se echa mano de la
simpatía del pueblo por los refugiados afganos por las mujeres… Iniciativas
de gran alcance que crean oportunidades en los medios para que las mujeres
afganas compartan sus historias con mujeres francesas, alemanas y de otros
países europeos podrían ayudar a vencer el escepticismo dominante hacia la
misión de la ISAF entre las mujeres en Europa Occidental … Los eventos en
los medios mostrando testimonios de mujeres afganas podrían ser más eficaces si
se emitieran en programas que tengan grandes y desproporcionadas audiencias
femeninas.” (El énfasis es mío)
Dice Lucinda
Marshall en CommonDreams.org:
“… Sospecho mucho que hay escondidos más memoranda e informaciones que
documentarán la utilización de la vida de las mujeres como estrategia oficial
para batir los tambores de guerra. Esto proporciona, de forma muy clara, un
contexto adicional y muy inquietante al artículo de Time . Desde el
primer momento de esta guerra, los periodistas han ido ‘empotrados’ con el
ejército. Parece ser que todavía siguen empotrados y no sólo en zonas de
guerra”.
Quizá de forma mucho más extraña, Bret
Stephens, del The Wall Street Journal , compara una retirada de las
tropas estadounidenses con una invitación para un reino del terror y genocidio
estilo jemeres rojos:
“ Después de todo”, dice Stephens, “la retirada estadounidense del Sureste
Asiático tuvo como consecuencia la matanza de alrededor de 165.000
survietnamitas en los denominados campos de reeducación; el éxodo masivo de un
millón de balseros, la cuarta parte de los cuales murió en el mar; el asesinato
masivo, estimado en 100.000 víctimas, del pueblo Hmong de Laos; y el asesinato
de entre uno y dos millones de camboyanos.”
“ Es un hecho peculiar del liberalismo moderno que sus mejores principios
hayan sido a menudo traicionado por quienes se autodenominan liberales. Como en
Camboya, puede que sólo se enteren cuando sea –en cuanto a los afganos, al
menos- demasiado tarde.
Stephens tiene razón cuando piensa que hay que hacer un paralelismo entre
Afganistán en 2010 y Camboya en la década de 1970. Pero no el paralelismo en el
que él está pensando.
De la misma forma que la ocupación militar estadounidense en Oriente Medio ha
supuesto un boom de reclutamiento entre los grupos extremistas islámicos, el
bombardeo estadounidense de la neutral Camboya durante la Guerra de Vietnam
llevó a que muchos apoyaran en ese país a los comunistas radicales de los
jemeres rojos, dándoles el apoyo necesario para que asumieran el control del
país y finalmente perpetraran los horrores que Stephens condena.
Entre el 4 de octubre de 1965, y el 15 de agosto de 1973, el ejército
estadounidense arrojó alrededor de 2.756.941 de toneladas de explosivos sobre
100.000 lugares de Camboya. Para poner esto en perspectiva, según
el historiador Taylor Owen: “… los aliados arrojaron más de dos millones de
toneladas de bombas durante toda la II Guerra Mundial, incluidas las bombas que
destruyeron Hiroshima y Nagasaki: de 15.000 y 20.000 toneladas, respectivamente.
Camboya puede bien ser el país más duramente bombardeado de la historia”.
En un artículo de 2006 escrito
junto con el historiador Ben Kiernan, Owen presenta un caso convincente de lo
que han asegurado muchos observadores: Sin el indiscriminado bombardeo en
alfombra de lo que en principio era un país neutral y más tarde un aliado
estadounidense, probablemente los jemeres rojos habrían seguido siendo una
organización marginal radical con pocas posibilidades de llegar al poder. Fue el
ataque del ejército estadounidense contra pueblos y aldeas, que ocasionó 600.000
víctimas, lo que lanzó a los camboyanos supervivientes en los brazos del grupo
radical comunista, permitiéndoles que llegaran al poder en 1975.
Como el periodista John Pilger señala: “Archivos sin
clasificar de la CIA dejan pocas dudas de que el bombardeo fue el catalizador de
los fanáticos de Pol Pot, quienes, antes del infierno, contaban tan sólo con un
apoyo minoritario. Ahora, un pueblo masacrado se ha unido a ellos”.
Ignorando el papel del intervencionismo militar estadounidense al ayudar a
provocar la misma atrocidad contra la que advierte, Stephens escribe:
“… Puede que alguien quiera pensar seriamente en las consecuencias de la
retirada estadounidense. ¿Qué les pasará a las mujeres afganas que se quitaron
sus burqas a finales del otoño de 2001, o a las niñas que se matricularon
en las escuelas del gobierno?”.
Por desgracia, es muy probable que tengan que seguir enfrentándose a malos
tratos, a ataques que tratan de desfigurarles el rostro e incluso a la muerte
por actos de simple coraje, al igual que les sucede hoy bajo la ocupación
estadounidense. En efecto, hay buenas razones para creer que ese tipo de ataques
y la calidad de vida en sentido global de las mujeres afganas han aumentado
para peor con la presencia estadounidense.
La Comisión Independiente Afgana por los Derechos Humanos informó
en marzo de 2008 que la violencia contra las mujeres se había casi duplicado
desde el año anterior, y un informe de 2009 del Observatorio
de los Derechos Humanos concluye que “Mientras que la tendencia fue
claramente positiva para los derechos humanos de las mujeres de 2001 a 2005, la
tendencia es ahora negativa en muchas zonas”. Otros informes
(incluyendo el de Amnistía
Internacional de mayo de 2005) cuestionan la primera parte de esa
afirmación.
Dice
Ann Jones, periodista y autora de "Kabul
in Winter": “Para la mayoría de las mujeres afganas, la vida ha
continuado igual. Y para un gran número de ellas, la vida ha empeorado
mucho.”
Sonali Kolhatkar, co-directora de Afghan Women’s
Mission, dice:
“Los ataques contra las mujeres, tanto desde fuera como desde dentro de la
familia, han aumentado. La violencia doméstica se ha incrementado. La judicatura
actual está encarcelando en Afganistán a muchas más mujeres que antes. Y lo
están haciendo por escapar de sus hogares, por negarse a casarse con el hombre
que la familia ha elegido para ellas, incluso por haber sido víctimas de
violación”.
Anand Gopal, corresponsal en Afganistán del Wall Street Journal, dice:
“La situación de las mujeres en las zonas pastunes es actualmente peor que en la
época de los talibanes… Bajo los talibanes, las mujeres permanecían encerradas
en sus burqas y en sus hogares, excluidas de cualquier tipo de educación. En la
actualidad persiste la misma situación. Siguen encerradas en sus burqas,
en sus casas, sin educación, pero encima de todo eso están viviendo en una zona
de guerra”.
“Cinco años después de la caída de los talibanes y de la liberación de la
mujer jaleada por Laura Bush y Cherie Blair, gracias a la invasión
estadounidense y británica”, escribía
Kim Sengupta en The Independent en noviembre de 2006: “La alarmante tasa
de suicidios es tan grave que se ha celebrado una conferencia hace unos días en
Kabul para tratar del problema.”
El ejército de EEUU ha empeorado la vida para las mujeres en Afganistán, no
la ha mejorado en nada. ¿Es posible que la salida de EEUU haga que sus vidas
empeoren aún más, como dicen temer Bret Stephens y Time? Podría ser. Pero
lo que sí es cierto es que la ocupación ha tenido un efecto dañino en las vidas
de la inmensa mayoría de los civiles afganos, en absoluto un efecto positivo
como pretenden los promotores de la guerra como vehículo para el cambio social.
También es indiscutible que los talibanes han incrementado
su presencia y potencia desde que empezó la ocupación y van a más. Esto no
debería ser una sorpresa para cualquiera que haya analizado con detenimiento las
motivaciones
del terrorismo. Incluso las agencias de la inteligencia de EEUU han comprendido
que la ocupación estadounidense de Iraq ha fortalecido el fundamentalismo
islámico y “… ha empeorado el problema global del terrorismo”.
Seguir pidiendo más muertes y destrucción seguras como defensa contra un
posible e imaginado peor baño de sangre revela un curioso tipo de razonamiento
moral. No nos permitamos olvidar qué es lo que la revista Time (a pesar
de sus protestas
en sentido contrario)
y Stephens están defendiendo: La matanza indiscriminada de hombres, mujeres y
niños inocentes, en búsqueda de lo que ellos creen que es un bien mayor.
Cuando Stephens denuncia la “ matanza de alrededor de 165.000 survietnamitas
en los llamados campos de reeducación; el éxodo masivo de un millón de balseros,
la cuarta parte de los cuales murió en el mar…”, ignora convenientemente las
cifras de los que murieron debido a la intervención estadounidense en el
Sureste Asiático. Esto incluiría a una buena porción de más de dos millones de
vietnamitas (un millón de los cuales eran civiles); decenas de miles de
laosianos y hasta 600.000 camboyanos, además de los miles asesinados por las
minas terrestres y el Agente Naranja, que
continúan matando y lesionando treinta y cinco años después de la partida de los
estadounidenses. Pero, al parecer, según el relato de Stephens, esas muertes y
muchas otras más hubieran estado justificadas si el ejército estadounidense se
hubiera quedado en el Sureste Asiático y así salvado a 415.000 vietnamitas,
100.000 laosianos y de 1 a 2 millones de camboyanos. Una se siente obligada a
preguntar: ¿En qué punto deja de tener sentido este tipo de cálculo moral? ¿Hay
algún punto en el que la cifra de los que podrían salvarse ya no justifica el
número de inocentes masacrados?
Olviden de momento que el gobierno de EEUU no entró en Camboya con el
objetivo de salvar a sus ciudadanos de los estragos de los jemeres rojos;
olviden que sus acciones facilitaron de hecho que un régimen criminal llegara al
poder; olviden incluso que, tras su salida de Vietnam, el mismo gobierno
estadounidense se alió con Pol Pot, con el Secretario de Estado Henry Kissinger
diciéndole
de forma infame al ministro de asuntos exteriores tailandés en noviembre de
1975: “Deberéis decirle también a los camboyanos que nos mostraremos amistosos
con ellos. Son unos matones asesinos pero no dejaremos que se interpongan en
nuestro camino. Estamos preparados para mejorar nuestras relaciones con
ellos”.
Olviden también la suspensión de incredulidad que es necesaria para poder
aceptar la proposición de que los gobiernos emprenden guerras con el objetivo de
proteger a las poblaciones civiles. Especialmente a las poblaciones civiles
extranjeras.
Olvíd ense de todo eso porque realmente es algo irrelevante. Lo importante
aquí no es la hipocresía, deshonestidad o incluso ingenuidad de quienes puedan
llegar a apoyar una guerra como medio para “proteger a inocentes”. Es la
decrepitud moral de atreverse a calcular el valor de la vida de una persona
contra el de otra, o incluso declarar que cierta cifra de muertes (siempre las
de otros) son “aceptables” en aras a impedir más muertes.
La realidad es que este tipo de ejercicio no debe ser nunca algo más que un
juego de salón intelectual. En la práctica, no puede haber certeza alguna acerca
de cuántos seres pueden o no morir si se adopta una determinada forma de actuar.
Desde luego, nadie podría haber sabido con seguridad cuánta gente iba a morir
tras la retirada estadounidense de Vietnam, ni nadie hubiera podido saber con
certeza que la campaña de bombardeos estadounidense en Camboya provocaría
finalmente la muerte de entre 1 y 2 millones de camboyanos a manos de los
jemeres rojos. No importa cuán buena sea la información, uno se mueve realmente
en el terreno de la especulación.
Pero hay más, si un asesinato puede justificarse de esa manera, entonces de
la misma forma podrían justificarse mil asesinatos. Y después un millón. Pronto
se convierte en un demente juego sangriento de contabilidad donde, llegado un
punto, las cifras dejan de tener significado y sólo hay un grupo de salvajes
enfrentados contra otro sin nada que les distinga salvo quizá un recuento de
víctimas ligeramente inferior, o métodos de tortura que revuelven un poco menos
los estómagos.
A principios de año, un hombre llamado Mohammad Qayoumi publicó un ensayo
fotográfico en la revista Foreign
Policy. En él aparecían las fotos de un viejo libro que el ministerio de
planificación de Afganistán editó en las décadas de 1950 y 1960, acompañadas de
los comentarios de Qayoumi recordando el Afganistán que él había conocido cuando
era joven. Las imágenes muestran hombres y mujeres vestidos a la occidental que
viven sus vidas diarias en lo que parece ser una sociedad funcional bastante
bien desarrollada. Qayoumi relata:
“Hace medio siglo, las mujeres afganas estudiaban medicina; los hombres y las
mujeres se mezclaban casualmente en el cine, en el teatro y en los campus de las
universidades de Kabul; las fábricas de los suburbios producían textiles y otros
artículos. Había una tradición de ley y orden, y un gobierno capaz de emprender
grandes proyectos nacionales de infraestructuras, como la construcción de
centrales hidroeléctricas y carreteras, aunque fuera con ayuda exterior. La
gente normal y corriente tenía un sentimiento de esperanza, creía que la
educación abriría oportunidades para todos, tenían la convicción de un futuro
brillante ante ellos. Tres décadas de guerra han destruido todo eso, pero fueron
situaciones y sentimientos reales.”
Las imágenes contrastan de forma muy aguda con casi todas las fotos del
Afganistán actual, y constituyen un doloroso recordatorio de cuánto ha perdido
ese país. También ofrecen un mentís a las opiniones de personajes tales como el
ex director ejecutivo de Blackwater, Erik Prince, quien recientemente manifestó:
“ Ya saben, la gente me pregunta todo el tiempo, ¿no le preocupa el hecho de
que sus chicos no actúen respetando los Convenios de Ginebra en Irak o
Afganistán o Pakistán? Y yo les digo: ‘En absoluto’, porque esas gentes han
salido de las alcantarillas y tienen una mentalidad medieval. Son bárbaros. No
saben dónde está Ginebra, y menos que allí se firmó un convenio.”
Como el ensayo de Qayoumi demuestra muy claramente, Afganistán no es una
nación devastada porque su pueblo “tenga una mentalidad medieval”. Está
devastada porque ha sido invadida y ocupada por potencias extranjeras hostiles
durante años. Cualquiera que realmente se preocupe por el bienestar del pueblo
afgano no debería olvidar este hecho antes de proponer como solución más de lo
mismo, más guerra, causa y origen de tantos problemas en ese país.
Bretigne Shaffer es escritora, cineasta, y autora de “Why Mommy Loves the
State”. Su página en Internet es: http://www.bretigne.com/
Fuente: http://www.lewrockwell.com/orig5/shaffer-br7.1.1.html
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