Guantánamo y el daño moral:
cuando la culpa se cuela en tu ADN
Ilustración basada en la
foto de Mohamedou Ould Salahi y Steve Wood. David Velasco
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Emma Reverter
eldiario/The Guardian
8 de enero de 2022
“No hay un solo día que no piense en Guantánamo”, explica a elDiario.es Steve Wood. Cuando el
soldado llegó a Guantánamo en 2004, como miembro de la Guardia Nacional de
Oregón, tenía 24 años. La operación duró un año y nunca más ha vuelto a
pisar la base militar de Estados Unidos en
Cuba. Han pasado 18 años y no ha conseguido hacer las paces con una experiencia
que sacudió sus valores y creencias.
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Wood llevaba pocas semanas en Guantánamo cuando tras una breve entrevista le
asignaron una misión especial: vigilar a un solo hombre en un turno de noche de
12 horas en un remolque conocido con el nombre de Echo Special, habilitado para
un solo prisionero. Le dijeron que el "prisionero 760" era muy
peligroso y que bajo ningún concepto podía bajar la guardia o darle la espalda.
Siempre estaría acompañado de otro guarda. También le explicaron que en todo
momento debía cubrir su nombre, visible en la chaqueta de su uniforme, con una
cinta adhesiva negra ya que si el prisionero lograba transmitir esta
información a un contacto en el exterior su vida o la de su familia corrían
peligro. A Wood la advertencia le causó una profunda impresión.
Un guarda le indicó que el prisionero tenía un mote, pillow o “almohada”, ya que
este había sido el primer premio que había conseguido por su buen
comportamiento. “Con el tiempo he llegado a la conclusión de que se trataba de
un nombre ridículo y humillante”, cuenta Wood desde Oregón en una conversación
en remoto. Aunque todavía le sacudió más conocer a “almohada”. Apenas medía un
metro sesenta y lo saludó con una sonrisa en el rostro y un apretón de manos:
“¿Cómo estás colega?”, le preguntó el preso. Para Wood, un atlético soldado que
mide más de 1,90, este primer encuentro fue el pistoletazo de salida de
numerosas contradicciones internas que han perdurado con el paso del tiempo.
Este prisionero de gran valor para los servicios de inteligencia era Mohamedou
Ould Salahi, un mauritano que había estudiado ingeniería electrónica en
Alemania y que, según la CIA, era uno de los cerebros detrás de los atentados del 11 de septiembre.
"Máquinas de matar"
Stephen Xenakis, un general de brigada retirado que sigue trabajando como psiquiatra y
que visita periódicamente la cárcel de Guantánamo desde 2008 para evaluar a los
prisioneros, explica que indicarles a los soldados que los prisioneros que
custodiaban eran un peligro constante, unas máquinas de matar completamente
imprevisibles, fue un error y no hizo más que elevar la tensión y la confusión.
“Podrían haber presentado a los prisioneros como enemigos, miembros de una tribu rival,
si quieres, pero no como un guerrero ninja todopoderoso y letal, una persona
que va a tener la capacidad de matarte a la primera de cambio, porque solo hace
falta ver las condiciones físicas de los prisioneros, y de los soldados, como
para ver que eso no va a pasar”, indica. “Resulta bastante obvio, tras pasar un
rato con Salahi, que no va a matar a nadie”. “No se preparó a los guardas
para el tipo de perfil de prisionero con el que iban a lidiar, que no tiene
nada que ver con un prisionero que te puedas encontrar en una cárcel de máxima
seguridad de Estados Unidos”, dice el psiquiatra militar.
“En un inicio, cuando llegaron los prisioneros y los primeros soldados, todos tenían entre 20 y 30 años, y muchas
más cosas en común de lo que podría parecer a simple vista”, explica el
psiquiatra. “No habían estado en contacto con personas de otros países o
tribus, la mayoría de soldados no habían conocido nunca a un musulmán y la
mayoría de los prisioneros no hablaba inglés; con el tiempo estas diferencias
se diluyeron y muchos conectaron”.
Un detenido pasea por un
bloque de celdas mientras está recluido en el centro de detención de
Guantánamo, en la Base Naval de Estados Unidos en la Bahía de Guantánamo, en
marzo de 2016. Lucas Jackson/Gtres/Archivo
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Una amistad verdadera
Wood y Salahi se hicieron amigos en
Guantánamo. Compartieron noches durante un año y después el
soldado regresó a Oregón y el prisionero aún permaneció en Guantánamo diez años
más, tras lo cual fue liberado y pudo regresar a Mauritania (país del que tiene
prohibido salir). El exprisionero dice en el documental My Brother’s Keeper:
“Conseguimos romper todas las barreras y ser
amigos. No lo hicimos después de la cárcel, cuando Steve regresó a Oregón y yo
a Mauritania, sino en el momento más negro y complicado”.
“Siempre me sentí culpable porque no era una relación en pie de igualdad; yo tenía la llave
de su celda y era parte de un sistema que lo mantenía cautivo”, afirma Wood.
Había pasado una década pero Salahi lo llamó a los pocos días de llegar a
Mauritania. “Me pilló comprando en un supermercado, empezamos a hablar y fue
como en los viejos tiempos”, dice el soldado. “Su liberación fue una prueba de
fuego para nuestra amistad; él eligió seguir siendo mi amigo, ya no había un
desequilibrio de poder”.
En la entrevista a Xenakis, una de las preguntas es si el vínculo que se ha creado
entre algunos guardas y prisioneros podría estar relacionado con el síndrome de
Estocolmo. “Rotundamente no, es una amistad de verdad, basada en una
experiencia compartida y en una evolución personal que los acercó, es algo que
ha surgido de forma natural”, afirma el psiquiatra. “Los prisioneros
aprendieron inglés, se fueron acostumbrando a otra comida y a otras costumbres,
y los guardas también descubrieron un mundo muy distinto al de sus lugares de origen”.
Un año después de volver a Oregón, Wood se convirtió al Islam. “Recuerdo la primera
vez que oí la llamada a la oración, estaba desplegado en Egipto, en 2002, me
pareció increíble”, explica Wood.
En 2004, cuando Wood fue desplegado a Guantánamo, las autoridades de la base ya
habían instaurado la llamada a la oración en la cárcel, y se podía oír por toda
la base militar. Indica que vivir como musulmán en Oregón “no es la opción más
fácil” pero tiene una mezquita a media hora de su casa.
La amistad entre Wood y Salahi se basó en la confianza mutua y en un intercambio de
ideas e incluso costumbres. “El remolque estaba dividido en dos secciones; en
una estábamos los guardas y en la otra, Salahi. Pero tenía poco espacio para
moverse así que muy pronto empezamos a dejar la puerta de su celda abierta y
jugábamos a cartas, charlábamos y mirábamos películas”. “La cinta adhesiva
negra se despegaba todo el rato y terminó llamándome por mi nombre, él confiaba
en mí y yo en él”, dice Wood.
El guardián intentaba que Salahi pasara un buen rato. Lo invitaba a café, a pastel
de nueces pecanas (en la actualidad el pastel preferido del ingeniero
mauritano) o a ver alguna película, como El Gran Lebowski. El inglés de
Salahi fue mejorando con el tiempo y Wood empezó a conocer a
un hombre con profundos conocimientos de historia, política y geografía.
“Cuando libraba me iba a la biblioteca a buscar información sobre lo que
habíamos hablado o a leer algún libro que me había recomendado”, explica Wood.
Una noche Salahi le preguntó si sabía quién era Nelson Mandela. “El nombre me
sonaba pero no conocía su historia y mucho menos que había estado tantos años
en una cárcel y había perdonado a sus captores”, reconoce Wood. “Tenía
prohibido explicar a mis compañeros en el barracón qué misión me habían
asignado así que poco a poco fui distanciándome y esquivaba actividades
conjuntas”, cuenta. “Ante mi llegada los guardas se cubrían el rostro con
una máscara; empezó a preocuparme la posibilidad de que me asignaran otra
misión, no poder hacer nada por él”, recuerda Wood. “Recibimos instrucciones de
ser muy sigilosos cuando el Comité Internacional de la Cruz Roja pasara cerca
de nuestro remolque ya que no podían saber que Salahi estaba allí, estábamos
ocultando la presencia de un prisionero a una organización humanitaria”.
Un detenido de Guantánamo
con los pies encadenados asiste a una clase de "Habilidades para la
vida" dentro del centro de detención de Guantánamo Michelle
Shephard/Gtres/Archivo
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Las secuelas morales
Wood volvió a Oregón. Años después decidió que necesitaba contactar con el Comité
Internacional de la Cruz Roja y pedirles perdón: “Disculparme me hizo sentir
mejor”. “Estoy en contacto con un soldado que tenía una misión parecida en la
cárcel de Abu Ghraib, en Irak, y cuando le dije que había hablado con Cruz Roja
me explicó que él también le había dado muchas vueltas a la posibilidad de hacerlo”.
Es frecuente que a soldados que tras una misión muestran sentimientos de
culpabilidad, frustración o vergüenza, o sufren insomnio o ataques de ira, se
les diagnostique Síndrome de Estrés Post Traumático. Xenakis señala que sería
más correcto afirmar que soldados como Wood tienen un “daño moral”. El
psiquiatra indica que “el daño moral es la angustiosa secuela psicológica,
conductual, social y a veces espiritual que nos produce estar expuestos a eventos
que son contrarios a nuestros principios o valores, pero que son correctos
conforme a las normas o responden a una orden recibida de un superior
jerárquico”. “Un caso bastante frecuente. A los soldados se les dice que si
alguien cruza la línea roja tienen que abrir fuego. Este es el procedimiento a
seguir. ¿pero qué pasa si abres fuego y quien cruzó la línea roja era un padre
desesperado que llevaba a un hijo herido al hospital y lo matas? Cumpliste con
la norma pero el desenlace te provoca un daño moral y te genera una gran
confusión”, indica Xenakis.
De hecho, el psiquiatra subraya que explicar a un soldado que sufre daño moral es
clave para que este entienda “que no tiene una patología, sino una reacción
completamente normal. Lo que está mal es el sistema, no nosotros”. “El daño
moral, además, no insinúa que somos débiles o vulnerables y que por este motivo
nos rompemos, ya que lo que se ha roto es el sistema”, puntualiza Xenakis, que
añade que recientemente ha estudiado el daño moral de médicos y personal
sanitario que en pandemia no ha podido atender a los pacientes como el código
de ética médica indica o según sus principios.
Mohamedou Ould Salahi (izquierda) con su amigo y antiguo
guarda en Guantánamo, Steve Wood, en Mauritania Mohamedou Ould Salahi
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“Me sentía culpable porque siempre lo traté bien, pero al mismo tiempo yo
tenía la llave de su celda”, dice Wood. En Guantánamo, a Salahi se le sometió a
largos interrogatorios que incluían técnicas para debilitarlo, como privación
de sueño, temperaturas extremas, y maltrato físico. En un incidente
documentado, se le vendaron los ojos y se le llevó al mar en un bote para un
simulacro de ejecución. Steve Wood formó parte del primer grupo de vigilantes
que no lo torturaron.
Desde que empezó a desplazarse a la cárcel de Guantánamo en 2008, Xenakis
ha repetido en numerosas ocasiones que los médicos tienen la obligación ética
de no participar en este tipo de prácticas y que, además, no deben juzgar a sus
pacientes. Es el único militar retirado de su rango que se ha pronunciado
públicamente contra la tortura y ha denunciado la participación de los
profesionales sanitarios del penal. Colabora activamente con Physicians for
Human Rights, el Centro para las Víctimas de la Tortura y Human Rights First.
“No es un sitio que te permita descomprimir. Estás muy aislado, no es fácil
desplazarse por la base y los barracones de los soldados están algo apartados”,
precisa Xenakis. “Por algún motivo, es un sitio que cada vez es más árido. Por
mi conexión con Grecia, me encantan los deportes acuáticos y bucear, y en
cambio en Guantánamo, aunque es una de las actividades que se promueven, nunca
lo he hecho”. “En mi caso, nunca estoy en Guantánamo más de una semana, máximo
dos, luego necesito unos días para asimilar y racionalizar todo lo vivido,
cuando ya regreso a casa”, explica el psiquiatra. “Si estás desplegado por
un periodo largo, por ejemplo, un año, es diferente, muchos han procesado y
asimilado las experiencias mucho tiempo después, cuando ya habían regresado a
sus casas, han formado una familia, han tenido hijos... Y entonces es cuando
con la distancia y la madurez racionalizan todo lo que vieron o les pasó”.
¿El daño moral se supera? El doctor Xenakis indica que muchas personas
logran explicarse de forma racional lo que han vivido, pueden llevar a cabo
gestos que les hacen sentir mejor, como en el caso de Steve Wood contactar con
el Comité Internacional de la Cruz Roja o con la familia de Salahi. Sin
embargo, afirma “para otras este daño moral queda en el disco duro de su cerebro
para siempre, como digo yo, en el hardware,
y te transforma, cargas con un sentimiento de culpa del que nunca consigues librarte”.
“En mi caso, sin lugar a dudas, el daño moral se ha quedado marcado en el
disco duro de mi cerebro”, afirma Wood. “Cuando volví a Oregón debería haber
denunciado la situación, como soldado te comprometes a no revelar información
confidencial, ojalá me hubiera atrevido”. “Me gustaría convertirme en asistente
legal y trabajar para una organización centrada en ayudar a prisioneros que
cumplen largas condenas en cárceles de Estados Unidos; quiero luchar contra el
lado oscuro y estar del lado correcto de la historia”.
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Emma Reverter es jurista experta en derechos
humanos y periodista. Ha cubierto Guantánamo desde 2001 y ha viajado a la
cárcel de máxima seguridad en dos ocasiones. Ha escrito dos libros sobre
Guantánamo; Guantánamo, prisioneros en el limbo de la legalidad internacional (2004) y
Guantánamo, diez años (2011).
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