Hace quince años, Estados Unidos destruyó Irak y me dejó sin patria
Sinan Antoon
The New York Times.es
22 de marzo de 2018
Una estatua de Sadam Husein en frente del
Comité Olímpico Nacional de Irak en llamas, en Bagdad, en 2003 Credit Tyler Hicks/The New York
Times |
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Cuando tenía 12 años, Sadam Husein, vicepresidente de Irak en esa época, realizó una
enorme purga y empezó a controlar oficialmente el poder absoluto. Por ese
entonces yo vivía en Bagdad y, desde el principio, desarrollé un odio intuitivo
y visceral contra el dictador. Ese sentimiento no hizo más que intensificarse y
madurar junto conmigo.
A finales de la década de los noventa, escribí mi primera novela, I’jaam: An Iraqi Rhapsody,
sobre la vida cotidiana bajo el régimen autoritario de Sadam. Su narrador,
Furat, se parecía a mí: era un joven universitario que estudiaba Literatura
Inglesa en la Universidad de Bagdad. En el libro, el joven termina en prisión
por hacer una broma sobre el dictador. Furat tenía alucinaciones y se imaginaba
la caída de Sadam, tal como yo lo hice tantas veces. Esperaba ser testigo de
ese momento, ya fuera en Irak o desde el extranjero.
Me fui de Irak unos meses después de la Guerra del Golfo de 1991 a estudiar un
posgrado en Estados Unidos, donde he estado desde entonces. En 2002, cuando se
festejaba el comienzo de la guerra de Irak, estuve totalmente en contra de la
invasión propuesta. Estados Unidos había apoyado sistemáticamente a los
dictadores del mundo árabe y no se dedicaba a exportar democracia, a pesar de
las consignas del gobierno de Bush.
Recordé mi adolescencia, cuando me sentaba en la sala familiar en compañía de mi tía,
viendo la televisión iraquí y a Donald Rumsfeld que visitaba Bagdad como
emisario de Ronald Reagan y saludaba de mano a Sadam. Ese recuerdo hizo que las palabras que pronunció Rumsfeld en 2002 sobre la libertad
y la democracia para los iraquíes me parecieran huecas.
Además, al haber vivido dos guerras previas (la guerra de Irán-Irak de 1980 a 1988 y la
Guerra del Golfo de 1991), supe que los objetivos reales de la guerra siempre
se han ocultado tras mentiras bien diseñadas que explotan el miedo colectivo y
perpetúan los mitos nacionales.
Fui uno de los cerca de quinientos iraquíes de la diáspora —con antecedentes
étnicos y políticos diversos, muchos de los cuales éramos disidentes y víctimas
del régimen de Sadam— que firmaron una petición: “No a la guerra contra Irak.
No a la dictadura”. Aunque condenábamos el reino de terror de Sadam, estábamos
en contra de “una guerra que causaría más muertes y sufrimiento” a iraquíes
inocentes y amenazaría con instaurar el caos violento en toda la región.
Nuestras voces no fueron bienvenidas en los medios convencionales de Estados Unidos, que
preferían al iraquí-estadounidense a favor de la guerra, el cual prometía que
habría multitudes entusiastas dando la bienvenida a los invasores con “dulces y
flores”. Eso no sucedió y la petición no logró gran cosa. Hace quince años
comenzó la invasión de Irak.
Tres meses después, regresé a Irak por primera vez desde 1991 como parte de un
colectivo para grabar un documental sobre los iraquíes en el Irak pos-Husein.
Queríamos mostrar a las personas de mi país como seres tridimensionales, más
allá de la imagen binaria de Husein contra Estados Unidos. En los medios
estadounidenses, los iraquíes quedaron reducidos a víctimas de Husein que anhelaban
la ocupación o a seguidores y defensores de la dictadura que estaban en contra
de la guerra.
Queríamos darles voz a los iraquíes. Durante dos semanas, condujimos por Bagdad y
hablamos con muchos de sus habitantes. Algunos todavía tenían esperanzas, a
pesar de haberlo perdido todo tras años de sanciones y dictadura. Sin embargo,
muchos estaban furiosos y preocupados por el porvenir. Las señales ya estaban
ahí: la arrogancia y la violencia típicas de una potencia colonial que realiza
una ocupación.
Mi corta visita solo confirmó mi convicción y temor de que la invasión sería un
desastre para los iraquíes. Derrocar a Sadam Husein fue solo un resultado
colateral de otro objetivo: desmantelar al Estado iraquí y sus instituciones.
Ese Estado fue remplazado por un semi-Estado disfuncional y corrupto. Todavía
estábamos filmando en Bagdad cuando L. Paul Bremer III, director de la
Autoridad Provisional de la Coalición, anunció la formación del consejo de
gobierno en julio de 2003.
Los nombres de sus miembros iban seguidos de su secta y etnicidad. Muchos de los
iraquíes con los que hablamos ese día estaban molestos con la
institucionalización de un sistema de cuotas etnosectarias. Las tensiones
étnicas y sectarias ya existían, pero su traducción a moneda política fue
tóxica. Esos personajes despreciables en el consejo de gobierno, la mayoría de
los cuales eran aliados de Estados Unidos desde la década anterior, procedieron
a saquear al país, convirtiéndolo en uno de los más corruptos del mundo.
Tuvimos la fortuna de hacer nuestro documental durante un breve periodo en el que hubo
una relativa seguridad pública. Poco después de nuestra visita, Irak cayó en la
violencia; las bombas suicidas se volvieron la norma. La invasión convirtió a
mi país en un imán para los terroristas (“Los combatiremos allá para no tener
que hacerlo aquí”, declaró el presidente George W. Bush); así fue como Irak se
sumió en una guerra civil sectaria que reclamó las vidas de cientos de miles de
civiles y desplazó a cientos de miles más, cambiando la demografía nacional
irremediablemente.
No volví a Bagdad sino hasta 2013. Los tanques estadounidenses se habían marchado,
pero los efectos de la ocupación estaban presentes por doquier. Mis
expectativas ya eran pocas, pero no por eso dejé de sentirme descorazonado por
la fealdad de la ciudad donde había crecido y horrorizado ante lo disfuncional,
difícil y peligrosa que se había vuelto la vida cotidiana para la mayoría de
los iraquíes.
Hice mi última visita en abril de 2017. Volé desde Nueva York, donde vivo en la
actualidad, hasta Kuwait, donde iba a dar una conferencia. Un amigo iraquí y yo
cruzamos la frontera por tierra. Me dirigía a la ciudad de Basora, en el sur de
Irak. Basora era la única ciudad iraquí importante que no había visitado antes.
Iba a una firma de mis obras en el mercado de libros de los viernes de la calle
al Farahidi, una reunión semanal para bibliófilos inspirada en el famoso
mercado libresco de la calle Mutanabbi en Bagdad.
Mis amigos me pasearon en auto por la ciudad. No esperaba encontrarme con la
hermosa Basora que había visto en postales de la década de los setenta. Esa
ciudad había desaparecido hacía mucho tiempo. Sin embargo, la que vi estaba
demasiado consumida y contaminada. Durante la guerra entre Irán e Irak la ciudad
había sufrido lo indecible y su declive se aceleró después de 2003. Basora se
veía deslucida, dilapidada y caótica debido a la corrupción rampante. Sus ríos
estaban contaminados y en decadencia. No obstante, hice un peregrinaje a la
famosa estatua del poeta más grande de Irak, Badr Shakir al Sayyab.
Una de las pocas fuentes de dicha para mí durante estas visitas breves fueron los
encuentros con iraquíes que habían leído mis novelas y se sintieron conmovidos.
Estas fueron novelas que escribí en el exilio y, a través de ellas, trataba de
luchar con la dolorosa desintegración de todo un país y la destrucción de su
tejido social. Los fantasmas de los muertos habitan estos relatos, tal como lo
hacen con su autor.
Nadie sabe a ciencia cierta cuántos iraquíes han muerto a consecuencia de la invasión
estadounidense de hace quince años. Algunos cálculos creíbles estiman que han
sido más de un millón. Pueden volver a leer esa oración. En Estados Unidos
suele decirse que la invasión de Irak fue “una metida de pata” o incluso “un
error colosal”; fue un crimen. Aquellos que lo cometieron todavía están
prófugos. Algunos hasta se han rehabilitado gracias a los horrores del
trumpismo y a una ciudadanía en su mayoría amnésica (hace un año, vi a Bush
en The Ellen DeGeneres Show bailando y hablando acerca de sus pinturas).
Los críticos y los “expertos” que nos vendieron la guerra siguen haciendo lo mismo.
Nunca pensé que Irak podría acabar peor de lo que estaba durante el régimen de
Husein, pero ese fue el logro de la guerra estadounidense y su legado para los
iraquíes.
Sinan Antoon es escritor. Su novela más reciente es "The Baghdad
Eucharist".
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