Obama y Guantánamo
Owen Fiss Slate, 4 de diciembre de 2009 10 de enero de 2010
La lluvia de críticas desatada por el procesamiento de Khalid Sheik Mohammed,
el supuesto cerebro de los ataques del 11-S, no debería ocultar una realidad aún
más triste: este juicio no es más que una pieza aislada de la estrategia de
Obama sobre Guantánamo. Algunos de los prisioneros de la isla, incluidos
aquéllos que llevan siete u ocho años privados de libertad, permanecerán
encerrados de manera indefinida sin perspectiva alguna de comparecer ante un
tribunal. La tan elogiada intención de Obama de cerrar Guantánamo no cambiará el
destino de estos prisioneros, que serán transferidos a otras prisiones de los
Estados Unidos o al extranjero. Con ello, el actual presidente dará continuidad
a una de las políticas más controvertidas de la Administración Bush. Y si
finalmente opta por no revisar esta política, Obama condicionará el futuro
margen de actuación del gobierno.
La prisión sin juicio es una afrenta a la Constitución y está reñida con el
proclamado compromiso de Obama de ajustar su actuación a derecho y de luchar
contra el terrorismo en los términos previstos por la Constitución. Lo que está
en juego no es más ni menos que uno de los valores centrales de nuestro sistema
constitucional: el principio de libertad. Este principio ocupa un papel central
en nuestras tradiciones políticas y suele considerarse uno de nuestros más
grandes logros como nación. Desde el punto de vista normativo, encuentra claro
fundamento en la exigencia recogida en la Quinta Enmienda según la cual ninguna
persona puede ser privada de su libertad sin el debido proceso. Este precepto,
junto a la garantía del habeas corpus, prohíbe al gobierno encarcelar a una
persona sin que se le impute un delito concreto y sin que sea prontamente
procesada ante un tribunal.
En su sentido más profundo, el principio de libertad procura asegurar que
sólo aquéllos que hayan cometido un delito puedan verse privados de libertad.
Con ese propósito, se prevé la celebración de un juicio en un tiempo razonable y
a través de un proceso capaz de proteger al inocente y de dilucidar la veracidad
del cargo que se le imputa. Estos procedimientos, que exigen al gobierno probar
sus argumentos ante un tribunal público en el que el acusado puede defenderse a
sí mismo, sirven para medir el compromiso gubernamental con la equidad y operan
como fuente de legitimidad.
El principio de libertad admite excepciones, pero limitadas y siempre
celosamente justificadas. La facultad de declarar la guerra, por ejemplo, se
encuentra plenamente reconocida por la Constitución, y autoriza a los Estados
Unidos a matar soldados enemigos en el campo de batalla y a capturarlos y
encarcelarlos durante el tiempo que duren las hostilidades. El Presidente Bush,
sin embargo, expandió de manera inédita el alcance de esta excepción
argumentando no sólo que la lucha contra Al-Qaeda después del 11-S era una
guerra, sino atribuyéndose facultades prácticamente ilimitadas para enjuiciar y
encarcelar a quienes considerara agentes de Al-Qaeda. Al prolongar la detención
de algunos de los prisioneros de Guantánamo sin someterlos a juicio, el
Presidente Obama está asumiendo, en realidad, las mismas facultades.
Si bien Obama ha insistido en que estamos en guerra con Al-Qaeda, se ha
cuidado de reconocer lo suficiente que no se trata de una guerra común y
corriente. Al Qaeda no es un Estado nación confinado en un área geográfica
concreta, sino una organización internacional dispersa y que opera en secreto.
Nuestra batalla contra Al-Qaeda no tiene fin a la vista: incluso si se capturara
a Bin Laden, subsistirían unidades terroristas a lo largo del planeta capaces de
actuar sin su dirección. Y así como es inimaginable tratar cada rincón de la
tierra que pueda albergar a luchadores de Al-Qaeda como un campo de batalla,
sería también impensable permitir al gobierno retener a sospechosos de Al-Qaeda
hasta que la guerra entre esta organización y los Estados Unidos haya concluido.
Otorgar al gobierno este poder ampliaría de tal manera las excepciones que la
guerra impone al principio de libertad que acabaría por desnaturalizarlo y por
socavar los valores que subyacen al mismo. Supondría reconocer al presidente la
capacidad de decidir, prácticamente sin constreñimiento alguno, cuándo y cómo
aplicar el principio de libertad.
En este caso, la política de detenciones de Obama sólo afecta a personas
extranjeras, puesto que no hay estadounidenses detenidos en Guantánamo. Pero la
amenaza al principio de libertad no es por eso menor. La cláusula constitucional
del debido proceso, fuente primaria de este principio, protege literalmente la
libertad de cualquier persona. Debería, por tanto, interpretarse como un
condicionamiento a la actuación de cualquier funcionario de los Estados Unidos
en cualquier lugar y cualquiera sea la persona afectada. En el pronunciamiento
más reciente sobre la materia, el caso Boumediene c. Bush, la Corte
Suprema reconoció acertadamente que los prisioneros de Guantánamo no quedaban
fuera del alcance de la Constitución. En dicha decisión, la Corte denegaba al
Congreso la facultad de privar a dichos prisioneros del derecho al habeas
corpus. Al hacerlo, sugería además que eran titulares de otros derechos
constitucionales. Y aunque la Corte no especificaba cuáles podrían ser
concretamente estos derechos, bien podría presumirse que se refería a ciertos
derechos constitucionales básicos, como el derecho a no ser torturado, pero
también la libertad personal.
Para su crédito, Obama, a diferencia de Bush, ha admitido al menos que el
recurso a la privación de libertad sin juicio le genera reticencias. De hecho,
cuando anunció su política sobre Guantánamo en mayo, calificó la posibilidad de
tener prisioneros encarcelados de manera prolongado e indefinida como “uno de
los problemas más arduos que tenemos por delante”. No obstante, en lugar de
asumir la responsabilidad que le incumbe por dichas detenciones, Obama ha
declarado sin mayores explicaciones que algunos de los prisioneros “no pueden
ser procesados”. En ningún momento ha explicado por qué el procesamiento no es
una opción. Y no se trata aquí de que el derecho estadounidense sea incapaz de
tratar con agentes de Al-Qaeda o con el fenómeno del terrorismo en general.
Bush, de hecho, procesó y condenó a un buen número de terroristas de Al-Qaeda
durante su presidencia, y nada impide que Obama lo haga.
Se ha especulado con que las resistencias de Obama a procesar a algunos de
los prisioneros tienen que ver con la preocupación de que las pruebas obtenidas
sean el producto de torturas, lo que las tornaría ilegítimas. Esto es así, de
hecho, en virtud de la denominada “regla de exclusión”, que prohíbe la
utilización de pruebas obtenidas en violación de la Constitución. Pero si éste
es el razonamiento de Obama, ante lo que se estaría sería ante una distorsión de
la propia regla, ya que se propiciaría un estado de cosas en el que las pruebas
obtenidas bajo tortura no podrían utilizarse ante un tribunal pero sí como base
para privar de libertad a un sospechoso, incluso durante el resto de su
vida.
Esta interpretación alternativa de la “regla de exclusión” sólo incentivaría
actuaciones indeseables. Los agentes del gobierno encargados de llevar adelante
interrogatorios sabrían que una confesión obtenida a partir de la tortura podrá
servir de base para un privación prolongada de libertad. Y ello a pesar de que
Obama emitiera una orden que prohibía la tortura cuando asumió como presidente.
Además, esta interpretación agravaría aún más los daños ocasionados a los
prisioneros de Guantánamo que fueron torturados. Tras haber sido sometidos a
padecimientos extremos, los frutos de dichos abusos los mantendrían en prisión
sin que puedan vislumbrar una salida. La Constitución, por el contrario, no
debería invocar ninguna privación de libertad basada en pruebas procuradas
mediante tortura, con independencia de que dicha privación sea el resultado de
un proceso judicial o de una decisión presidencial unilateral.
También podría ocurrir que la resistencia de Obama a ir a juicio no provenga
del temor a la eventual aparición de pruebas ilegítimas sino que obedezca a la
necesidad de preservar información considerada secreta. Evidentemente, el
gobierno tiene derecho a mantener un cierto grado de secretismo, pero ello no
debería, y de hecho nunca ha pasado, justificar la privación de libertad sin
procesamiento. En un buen número de procesos penales relacionados con cuestiones
de seguridad nacional, los abogados defensores solicitaron información que el
gobierno consideraba ultra secreta. En estos supuestos, los tribunales fueron
más que competentes a la hora de lidiar con los intereses en juego,
fundamentalmente, analizando previamente la información en privado, sin
presencia del acusado o de su abogado, y determinando su relevancia para el caso
concreto. Si el juez determina que la información es importante, el gobierno
puede facilitarla al acusado, ofrecer información alternativa, o cerrar el caso.
Lo que nunca se ha hecho es suspender el proceso y encarcelar indefinidamente a
un prisionero.
La política de detenciones de Obama tampoco puede justificarse alegando la
necesidad de prevenir un daño extraordinario, como sería, por ejemplo, la
detonación de una bomba radioactiva. Ninguno de los prisioneros de Guantánamo ha
sido acusado de conspiración para la comisión de un delito semejante. E incluso
si lo hubiera sido, el gobierno estaría obligado a procesarlo por dicho delito,
incluso si ello comporta el riesgo de absolución. Si el gobierno es capaz de
procesar un individuo tan peligroso y tan dispuesto a dañar a la gente de este
país como Khalid Sheik Mohammed, ¿cómo pude justificar la privación indefinida
de libertad de otras personas? Las excepciones al principio de libertad no
pueden depender de la evaluación que el presidente, caso por caso, realice de la
gravedad o a de la amenaza que pueda suponer la absolución del prisionero.
Ni la tortura, ni el secreto, ni el riesgo de absolución excusan a Obama por
su decisión de mantener encerrados a prisioneros no procesados. En el fondo, la
justificación que ha esgrimido para ejercer esta facultad no difiere de la de su
predecesor. Quizás porque intuye que es así, procuró distanciarse en un inicio
del unilateralismo de Bush y prometió desarrollar un sistema de “revisión ante
los tribunales y el congreso” de cualquier decisión que supusiera el
encarcelamiento indefinido y sin juicio de un sospechoso. “En nuestros sistema
constitucional –sostuvo entonces- la prolongación de la detención no debería ser
el producto de la decisión de un solo hombre”. Es dudoso que un sistema de
revisión que se limitase a controlar si el presidente ha actuado de manera
razonable pueda satisfacer el principio constitucional de libertad. Pero la
triste realidad es que Obama no ha cumplido su promesa. Y que con ello su
presidencia se asienta sobre el mismo horror que en su momento tuvo el coraje de
denunciar.
Owen Fiss es un reputado constitucionalismo estadounidense. Es
Sterling Professor of Law en la Universidad de Yale y autor, entre otras
obras, de The Irony of the Free Speech (1996), A Community of Equals
(1999), A Way Out: America's Ghettos and the Legacy of Racism (2003)
y The Law As It Could Be, 2003.
Traducción para www.sinpermiso.info: Gerardo
Pisarello
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