Miserias de la línea fronteriza
Deportados viven en las alcantarillas del borde
- Claudia Núñez/ claudia.nunez@laopinion.com |
- 2009-10-26
- | La Opinión
Rafael Hernández, de la organización Ángeles del Desierto, distribuye tortas
de frijoles a los migrantes que habitan el canal de desagüe de Tijuana; su
organización visita al menos una vez por mes la zona. (FOTO: Aurelia Ventura/La
Opinión) |
Primera parte de una serie de tres
TIJUANA, Baja California.— La herida del pie saturada de pus y la fetidez que
emana de Sergio González, llega como un golpe que revuelve el estómago.
González es un habitante más del canal de desagüe de Tijuana, una colonia
subterránea de inmigrantes, casi todos deportados, que han hecho de las
alcantarillas o los huecos en la tierra su nuevo hogar, mientras persisten en
cruzar la frontera hacia Estados Unidos.
El lugar es húmedo, plagado de ratas y desechos. Tras las compuertas del
desagüe, los migrantes acondicionan llantas sobre las que ponen pedazos de
cartón para formar sus camas. Desde estos catres se puede ver la barda metálica
que divide las pobres barriadas de Tijuana de los portentosos centros
comerciales de San Diego.
A la estrepitosa música que llega desde las cantinas de Tijuana, entre estos
charcos de aguas negras, casi siempre se le suman los gemidos de un migrante
quejándose.
La madrugada del sábado 17, era Sergio quien se revolcaba de dolor. Casi un
mes atrás se encajó un clavo en el talón del pie y hoy la herida es del tamaño
de una pelota de golf saturada de pus.
"Aguanta, yo sé que te duele, pero ya casi acabo", le recomienda Rafael
Hernández, de la organización Ángeles del Desierto, un grupo que al menos una
vez por mes visita esta zona para curar y alimentar a los migrantes.
Pero Sergio suplica que pare. El dolor es insoportable. Sus compañeros lo
sujetan, mientras ven brotar el pus de su pie. Otrosprefieren observar la escena
desde lejos.
Todos acaban de comer torta de frijoles, una bebida de atole de arroz que los
voluntarios de Ángeles del Desierto les acaban de dar. Ninguno muestra sentir
náuseas, estas escenas y otras peores les han tocado vivir.
Hace casi un mes Sergio González se encajó un clavo en el talón del pie y hoy
la herida duele mucho, por estar saturada de pus. (FOTO: Aurelia Ventura/La
Opinión) |
"Una vez sacaron a un muchachito que llevaba varios días muerto en la
alcantarilla y nadie se había dado cuenta", explica Carlos Fajardo, un mexicano
deportado de San Diego.
Los gritos de dolor de Sergio atraen a otros migrantes. En fila esperan su
turno para que los curen.
"Viven completamente abandonados. Aunque intentes ser fuerte, te parte el
corazón ver en qué condiciones están", explica Hernández.
Uno, otro. A lo largo de toda la noche, como sombras vacías en medio de una
espesa neblina, salen los migrantes de las alcantarillas.
Cuando la luz de los automóviles los iluminan, se pueden ver las infecciones
de su piel o las abultadas inflamaciones en brazos y piernas causadas por
compartir jeringas o inyectarse mal la heroína, una droga que en estos desagües
abunda.
"La verdad es que yo nunca imaginé que viviría algo así", cuenta Luis Guzmán.
Hace dos meses lo deportaron de Santa Ana y ahora vive en un hoyo que cavó en
la tierra y en el que debe dormir casi en posición fetal porque no hay espacio
para estirar las piernas.
Las autoridades migratorias lo arrestaron justo frente al departamento donde
vivía con su esposa y sus niña de tres años. Ahora, ambas desconocen las
condiciones en las que está viviendo.
"Me da vergüenza decirles, prefiero cruzar y hablarles cuando ya esté del
otro lado", expresa.
Pero el cruce no llega. Luis ha sido arrestado y repatriado en nueve
ocasiones. En cada intento el desaliento es más profundo.
Ahora, sus múltiples detenciones forman parte de los reportes de la Patrulla
Fronteriza de este sector de San Diego, cuyas cifras que indican que hasta el 31
de septiembre 162,390 inmigrantes habían sido arrestados intentando cruzar la
frontera.
"Yo voy a cruzar, tengo que regresar con mi familia", dice Luis, quien hace
11 años emigró por primera vez desde su natal Acapulco en dirección al sur de
California.
Entre la colonia de deportados también se encuentran mujeres. Silvia Ruelas
habita cerca de las compuertas del desagüe, casi al fondo de una pestilente
alcantarilla. Llegó deportada de San Diego hace siete años y en ese canal
conoció droga, un vicio que ahora es para ella como un gran imán que la ha hecho
perder hasta el interés de regresar a Estados Unidos y recuperar a sus tres
hijos.
"Ya renuncié a ellos. Este es mi equipo, ellos son mi familia", dice mirando
hacia la fila de migrantes que se han congregado para pedir que les regalen
comida, muy cerca de los que esperan ser curados.
"Lagrimita", un hombre avejentado, flaco y sin dientes, es quien lleva más
años en esas alcantarillas, 11 en total, dice.
"Aquí todos llegan queriendo cruzar, pero con lo duro de la pasada se van
quedando, se van quedando y ya nunca se van".
La policía ha tratado de ahuyentarlos prendiéndole fuego una y otra vez a sus
pertenencias.
Consideran a este lugar una franja nauseabunda de drogadictos, enfermos
mentales, deportados o nuevos inmigrantes que comparten la esperanza de alcanzar
el "sueño americano".
Cerca de las cuatro de la madrugada, los migrantes comienzan a bajar de nuevo
hacia su mundo subterráneo. Esa noche, al menos, dormirán sin hambre.
Muchos se encaminan hasta la barda de metal, quieren aprovechar la espesa
neblina de esa noche para intentar burlar a las autoridades migratorias una vez
más. Algunos lo lograrán, pero es un hecho que al amanecer otros nuevos
inquilinos habrán de llegar.
Lea mañana la segunda parte: "Secuestros en la frontera"
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