Otra bofetada en la cara
Las minas que Obama no quiere tocar
Bill Moyers y Michael Winship Counterpunch 16 de diciembre de 2009
Traducido del inglés para Rebelión y Tlaxcala por Ulises Juárez
Polanco
Muchas personas están contrariadas con que Obama volase a Oslo para recibir
el Premio Nobel de la Paz, apenas después de intensificar la Guerra en
Afganistán, al más que duplicar el número de soldados ahí que cuando George W.
Bush dejó el cargo.
La ironía no la perdió el Presidente, y en su discurso de aceptación del
Nobel trató de enfocarse en eso. “Soy responsable por el despliegue de miles de
jóvenes usamericanos para batallar en una tierra distante”, dijo. “Algunos
matarán. Otros morirán. Y así vengo aquí con un agudo sentido del costo del
conflicto armado, lleno de interrogantes espinosas sobre la relación entre la
guerra y la paz y de nuestros esfuerzos de cambiar a una con la otra.”
Es cierto que hay un abismo entre la retórica y la realidad, pero siempre hay
algo torcido sobre el Premio Nobel de la Paz, en buena parte debido a que es
dado en nombre de quien inventó la dinamita, una de las armas más poderosas y
destructivas en el arsenal humano. Se rumoró que posterior a que Alfred Nobel
trajera su versión de Frankenstein al mundo, la culpa le atormentaba; se dijo
que su vergüenza agrandó cuando un periódico francés publicó prematuramente su
obituario con el titular, “El mercader de la muerte ha muerto”. El articulo lo
vilipendiaba como un hombre “que se enriqueció encontrando formas de matar a
mayor cantidad de personas más rápido que antes”.
Todavía más, hasta el final de sus días se involucró con una mujer llamada
Bertha von Suttner, quien fugazmente fue su secretaria. Muchos creen que Nobel
se conmovió por un poderoso libro antiguerra que ella había escrito, titulado
“¡Abajo las armas!”. Sea cuales fuesen sus razones, cuando su testamento creó
los Premios Nobel, él específicamente incluyó entre ellos uno para la paz. Von
Suttner fue una de sus primeros galardonados.
Después de la muerte de Nobel, los eventos se pusieron lúgubres, como si
intentaban burlarse de él aún más. La carrera armamentista reventó más fuerte de
lo que jamás pudo haber imaginado. Desde el binomio de la ciencia y lo militar
llegaron todavía más ingeniosas armas de destrucción que tomarían más vidas en
formas más horrorosas. Una de las más insidiosas fue la mina antipersonal, ese
dispositivo pequeño y explosivo lleno de metrallas que queman o ciegan, mutilan
o asesinan. Activadas por el contacto de un pie o movimiento o incluso el
sonido, cada día es más frecuente que las víctimas sean inocentes, 75 al 80 por
ciento del tiempo, de hecho.
Como arma, diferentes variantes de las minas antipersonas han estado
presentes desde tiempos tan remotos como el siglo XIII, pero no es hasta la
Primera Guerra Mundial que la tecnología estaba casi perfeccionada, si eso puede
decirse de armas que destrozan o mutilan el cuerpo humano, y su uso fue más
abundante. EE.UU. no usa minas antipersonas desde la primera Guerra del Golfo en
1991, pero todavía posee unas 10 ó 15 millones de ellas, convirtiéndose en el
tercer mayor almacén de éstas en el mundo, detrás de China y Rusia.
Al igual que estos dos países, hemos rechazado firmar un tratado
internacional que prohíbe la fabricación, almacenaje y uso de las minas
antipersonas. Desde 1987, 156 naciones lo han firmado, incluyendo cada país en
la OTAN. Entre esos 156 países, más de 40 millones de minas han sido destruidas.
Días antes a que Obama volara a Oslo a dar su discurso del Premio Nobel de la
Paz, una cumbre internacional se organizó en Cartagena, Colombia, para revisar
el progreso del tratado. EE.UU. envió a sus representantes y el Departamento de
Estado afirmó que nuestro gobierno ha iniciado una revisión comprensiva de su
política actual.
El año pasado 5 mil personas fueron asesinadas o heridas por minas
antipersonas, con frecuencia enterradas muchos años atrás, durante guerras que
hace tiempo acabaron. Matan o despedazan a un granjero o niño tan
indiscriminadamente como a un soldado. Pero todavía nos negamos a firmar,
citando compromisos de seguridad con nuestros amigos y aliados, como Corea del
Sur, donde un millón de minas pueblan la zona desmilitarizada entre ésta y
Norcorea.
Hace doce años, cuando el tratado se puso sobre la mesa por primera vez, el
Premio Nobel de la Paz fue entregado conjuntamente a la Campaña Internacional
contra las Minas Antipersonas y Jody Williams, una activista de Vermont que
profesa que al organizarse en un movimiento las personas ordinarias adquieren
importancia. Lo demostró, a pesar del rechazo terco del gobierno de su propio
país a hacer lo correcto.
La semana pasada, Jody Williams condenó el rechazo persistente de EE.UU. de
firmar el tratado, como “una bofetada en la cara de los sobrevivientes de las
minas antipersonas, sus familias y comunidades afectadas alrededor del
mundo”.
El Comité del Nobel señaló que parte de la razón por la que entregó el Premio
Nobel de la Paz al Presidente Obama fue por su respeto al derecho internacional
y por sus esfuerzos en el desarme. Y en dos ocasiones en su discurso del Nobel,
Obama mencionó cómo habitualmente en la guerra mueren más civiles que
soldados.
Después dijo esto: “Creo que todas las naciones, tanto fuertes como débiles,
deben adherirse a los estándares que gobiernan el uso de la fuerza. Yo, como
cualquier cabeza de Estado, me reservo el uso de actuar unilateralmente si es
necesario para defender a mi nación. No obstante, estoy convencido de que
cumplir con los estándares fortalece a quienes lo hacen y aísla –y debilita – a
quienes no”. Y todavía el tratado contra las minas antipersonas permanece sin
ser firmado por el gobierno que él lidera.
¡Qué tal!
Bill Moyers es editor en jefe y Michael Winship escritor del programa semanal
Bill Moyers Journal, que se presenta los viernes por la noche en PBS.
Fuente: http://counterpunch.com/moyers12112009.html
Ulises Juárez Polanco (www.juarezpolanco.com) pertenece a los
colectivos de Rebelión y Tlaxcala. Esta traducción se puede reproducir
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