A los migrantes no los matan los desiertos
Las autoridades empujan a los migrantes a ese lugar donde
morirán de calor, sed, y cansancio y hacen uso de sus cuerpos muertos,
devorados, descompuestos y desaparecidos para lanzar un mensaje disuasorio:
Esto es lo que les pasa a quienes lo intentan, no lo intentéis vosotros
Alberto Arce
eldiario.es/Desalambre
27 de mayo de 2018
Un artista francés levanta a un niño gigante entre la frontera de EE.UU. y México EFE
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Esta semana una joven indígena guatemalteca recibió un tiro en la cabeza de un
guardia fronterizo en Río Bravo, Texas. Tenía 20 años. Sucedió pocos días
después de que Trump dijera en público que no son personas, que son animales.
Los migrantes. Algunos migrantes. Señala a un grupo, lo aísla y manipula, lo
priva de su humanidad. De vidas, motivos, contexto e historia.
Trump habla, otros actúan. Agentes de fronteras en Montana pidiendo documentación a
ciudadanos estadounidenses por hablar español. Policías en Detroit bajando de
trenes a militares por su nombre y aspecto latino. Racistas gritando en
supermercados y cafés a quienes oyen hablar otro idioma o visten diferente.
Luego disparos. Muerte.
Palabra de Trump. Un riesgo. Que los exabruptos, poco más que el estribillo pegadizo de
una canción mucho más larga, oculten la gravedad real, atemporal, transversal y
permanente de los hechos. Que normalicen una política migratoria estable,
institucionalizada, antigua. De estado. Sostenida por ambos partidos. Que
aplicaron los Clinton y los Bush, también Obama y tiene un punto de partida: El
desierto fronterizo.
Para diseccionar esa política de los hechos, previa a las palabras, su gravedad, con
la intención de fijarla en el tiempo, el espacio, los cuerpos y las vidas. De
ofrecer respuestas, quizás un instrumento para la empatía, Jason de León transitó durante varios años la frontera entre Estados
Unidos y México a lo largo del desierto de Sonora-Arizona. Su libro The Land of Open Graves: Living and Dying on the
Migrant Trail (University of California Press, 2015) es la etnografía más detallada de los cruces fronterizos.
La narrativa oficial convierte al desierto, esa puerta de entrada a Estados Unidos
(léase Europa, léase Mar Mediterráneo) en un agente inhumano. Nadie tiene la
culpa de lo que haga el desierto. El desierto es sólo un lugar aplastado por el
calor que ahoga a quien lo camina en la desesperación y el miedo a no llegar al
otro lado, hacia el fracaso de su sueño americano. Cuando el sistema funciona
perfectamente, ese monstruo, su clima, mata. Y entrega un cadáver a esas
bestias que extraen sangre y vísceras de los cuerpos derrotados por el sol
mientras se secan, ofreciendo los huesos astillados al viento, que todo lo
borra. Cumple un papel. Niega cuerpos, vidas e historias. Que es tanto como
situar el relato migratorio sobre una hoja en blanco. Convierte la manipulación
y el exabrupto en posibilidad. En cierta política.
Si el desierto, su actuación y su uso son política, leer a Jason de León nos
permite comprender cómo un gobierno puede apropiarse del castigo del desierto
-el miedo a caer en él- para, una vez manipulados ese castigo y miedo,
devolverlos deglutidos y convertidos en instrumento al servicio de una
necropolítica migratoria. Que lo que sucede en el desierto detenga a los
migrantes. Y si no, que los mate.
El desierto no ha detenido a los migrantes. Los mata. Han muerto miles. Han
desaparecido miles. No sabemos cuantos. Esa estrategia política no sólo
continúa aplicándose sino que se perfecciona. Desarrollada desde hace décadas
por el gobierno de Estados Unidos (republicano-demócrata-republicano-demócrata-antes-de-Trump-durante-Trump-después-de-Trump)
tiene nombre. Se llama Prevención a Través de la Disuasión. Fue identificada
hace un siglo, se ha aplicado sistemáticamente desde 1994, cuando la
administración Clinton decidió por primera vez cerrar huecos en la frontera de
El Paso, Texas y comenzó a construir ese muro-valla del que hoy tanto se habla
y empujar a los migrantes a ese lugar que absorbe la culpa y donde morirán de
calor, sed, cansancio y desierto. Para luego ubicar sus cuerpos muertos,
devorados y descompuestos, su ausencia, ya desaparecidos, como lanzadera de un
mensaje disuasorio: Esto es lo que les pasa a quienes lo intentan, no lo
intentéis vosotros. Moriréis.
Pero volcar la responsabilidad de una política sobre un espacio geográfico implica
separarse de ella. El desierto no sólo protege las fronteras sino que exculpa,
convertido en colchón sanitario, instrumento de mediación que nos separa de lo
que suceda en él. Permite que el mensaje disuasorio, securitario, amenazante,
chantajista, invierta su sentido e interpretación. Parezca, incluso, humanitario.
Jason de Leon, antropólogo, profesor, caminante de larga data, le da vuelta a ese
aviso. Impide que se conviera en un cheque en blanco. El desierto es un lugar
al que se dota de sentido, agencia e intención a través de su uso. Estados
Unidos necesita mano de obra barata. Seguirá incorporándola. El instrumento de
regulación de ese flujo de personas que caminan rumbo al norte es el miedo y la
violencia, volcados sobre el desierto, ese instrumento impersonal, natural y
sin responsabilidad que la ejerce.
De León propone analizar cómo el caos aparente de lo que sucede en el desierto, la
complejidad de los actores implicados y la explicación de su interactuación con
el elemento natural están diseñados para que renunciemos a la culpabilidad que
conlleva. Trabaja para reubicar el debate.
Sólo construyendo una etnografía que implique a todos los factores del paso
fronterizo a través del desierto y logre comprender cómo han sido incorporados
con cierta intención a una cierta política, se recupera y descubre un curso de
acción que identifica la responsabilidad de las autoridades. Que ofrece, por
tanto, un modo de detener la manipulación del discurso político. Del exabrupto.
Cuando Jason de León emprende su etnografía a partir de la búsqueda de los
desaparecidos en el desierto, la reconstrucción de su transitar, sus vidas y
motivos, está ejerciendo una responsabilidad. Responde a una política y un
discurso. Resignifica el desierto. Lo convierte en un espacio de obligada
empatía y necesaria solidaridad. No podemos llamar animal a quien conocemos. No
podemos culparle de que intente migrar. De León, explica, por tanto, que quien
lo llama animal, miente.
En el centro, siempre, las personas. Que tienen nombre, vidas, historias y contexto.
En julio de 2012, De León llevaba años trabajando junto a grupos de estudiantes
en el desierto. Encontraron el cadáver de una mujer. Se llamaba Carmita
Maricela Zhagüi Puyas. Tenía 31 años. Había dejado a su marido y sus tres hijos
en Cuenca, Ecuador, rumbo a Nueva York. De León se implicó. Ese cadáver
recorrió el trayecto que va de desaparecido a historia de vida. De León pasó la
navidad de 2013 con la familia de Maricela en Ecuador. Al menos pudo decirle a
la madre, Doña Dolores, que los buitres no habían devorado el cuerpo de
Maricela. Gracias a esta etnografía, sabemos, al menos, que Vanessa, la
hermana, sintió que por saber lo sucedido y hablar con quien había encontrado
el cadáver, les sería algo más fácil superarlo. De León escribió: “Necesitaban
visualizar la violencia del desierto, algo que podría, de algún modo, hacerla
más inteligible”.
Que es, también, dificultar su manipulación para el exabrupto.
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