Leyes anti-inmigración
Crece la tensión en la frontera sur de Estados
Unidos
Paul Harris The Guardian 23 de agosto de 2011
Traducción Juan Agulló
La roulotte en la que Nancy Lugo y sus dos hijos viven no se parece en nada a
la de la mayoría de la gente.
Está aparcada en el arcén de un camino de terracería, junto a un arroyuelo
infame, a las afueras de Uvalda, un pueblecito de Georgia. El paisaje está
rodeado por un denso bosque y los campos, cultivados con la especialidad local,
la cebolla Vidalia.
Para Lugo -que tiene 34 años- pese a las apariencias, su roulotte es el
símbolo de una vida mejor en Estados Unidos. Aquí en Georgia, lejos de su México
natal, tiene un buen trabajo, lleva a sus hijos al colegio y le encanta el ritmo
de vida rural. “Es tranquilo. Soy muy feliz aquí” –dice Nancy.
El pedazo de tierra que compró para su remolque estaba vacío antes de que
ella llegara. Al instalarse, Lugo cavó un hoyo grande en el que instaló una fosa
séptica, viabilizando así un hogar en mitad de la nada, como mandan los cánones
de la vieja tradición colonizadora estadounidense. Posteriormente, Nancy,
encontró un trabajo y comenzó a pagar sus impuestos.
Ahora, todo está en peligro.
Lugo es una inmigrante ilegal en el Sur de Estados Unidos. En el contexto de
un creciente sentimiento anti-inmigración, diversos Estados del Sur han aprobado
estrictas leyes anti-inmigración cuyos críticos aseguran que empiezan a
parecerse demasiado a las de la ‘Era Jim Crow’, en referencia a la época en la
que la segregación racial fue legal en una amplia franja de la antigua
Confederación.
Dichas leyes tienen por objeto aterrorizar a una minoría vulnerable, como los
hispanos, para que se vayan o comiencen a poblar el reino de las sombras.
En Georgia, Alabama y Carolina del Sur, las nuevas leyes anti-inmigración,
constituyen las iniciativas más enérgicas contra los inmigrantes ilegales -la
gran mayoría de los cuales son hispanos- en Estados Unidos. Le proporcionan a la
policía nuevos poderes y exigen que los empleadores que, antes de contratar a
nadie, verifiquen el estatus migratorio. En Alabama plantean, incluso, que
prestar ayuda a inmigrantes ilegales llevándoles en coche o albergándolos en una
propiedad, puede suponer un delito grave. Para muchas personas, dichas leyes, no
son más que un hito más en la dolorosa historia de la segregación racial, típica
del Sur de Estados Unidos. El mensaje hacia la gente diferente siempre ha sido
sencillo: no se les quiere aquí.
Andrew Turner, un abogado del Southern Poverty Law (con sede en
Alabama) asegura que hay que comprender todas estas leyes “en el marco de la
tradición del Sur de Estados Unidos. Simplemente se trata de utilizar la ley
para expulsar y marginar a una minoría."
Los defensores de las nuevas leyes lo niegan. Ellos aseguran que no hacen más
que cumplir la ley. Alegan no tener problemas con los inmigrantes legales, sino
con los ilegales. Aseguran que las leyes no entienden de razas; que lo único que
pretenden es que todos obedezcan las mismas reglas y por ende, que nadie engañe
al sistema.
En lo que no parecen fijarse es en que la inmigración ilegal, se ha
convertido en un componente fundamental de la economía estadounidense. Grandes
sectores económicos dependen de la mano de obra barata de origen inmigrante.
Desde la construcción hasta la agricultura, pasando por la restauración, la
jardinería, la puericultura, los hoteles o la ayuda a domicilio, los inmigrantes
ilegales se han convertido en un importante motor para la economía
estadounidense. Quizás no tengan papeles, pero eso no les impide pagar
impuestos, comprar viviendas ni que sus hijos sean ciudadanos estadounidenses.
Actualmente, también están contribuyendo (como ya ocurrió durante la época de la
lucha por los derechos civiles) a enemistar a los Estados del Sur con el
Gobierno Federal. La semana pasada, por ejemplo, la Casa Blanca suspendió la
expulsión de muchos inmigrantes ilegales sin antecedentes penales.
De todo eso habla Nancy Lugo. Toda esta situación le indigna porque considera
que, a pesar de ser una inmigrante ilegal, la sociedad a la que está
contribuyendo no tiene porqué odiarle. Tiene dos hijos y trabaja duramente para
alimentarlos, malpagada, en una empresa que fabrica equipos para el Ejército.
Cuando en Georgia fueron aprobadas las leyes anti-inmigración fue despedida
porque, la empresa, no quería meterse en problemas. Sin embargo, un mes después,
volvió a ser contratada: nadie quiso su puesto de trabajo. El problema es que a
partir de ese momento, para ella, comenzó una vida mucho más precaria, por
vulnerable.
"Tienes miedo a que te detengan por tu aspecto de latino y te
expulsen. Yo me tengo que quedar aquí por mis hijos. No sé cómo, pero me
quedaré. Tengo miedo pero, sobre todo, estoy indignada”. Nancy repite esa
palabra como si fuera un mantra: “Indignada, indignada, indignada”…
Paul Bridges, alcalde de Uvalda (un pueblecito en el que viven, no más de 500
personas) también está indignado. "No creo que el Estado deba decirme quién
puede entrar en mi coche o lo que tengo que hacer para invitar a alguien a MI
casa”.
Luego, conduciendo por el adormilado pueblecito –en un día en el que las
temperaturas superan los 38º y el aire se siente irrespirable- Bridges se dirige
hacia la zona en la que los hispanos viven en Uvalda. Conoce los lugares, como
todo el mundo aquí y él mismo nos los enseña: casas abandonadas reparadas por
los inmigrantes o terrenos baldíos transformados en viviendas. Aparte de no ser
un racista, Bridges piensa que la presencia de inmigrantes en Uvalda redunda en
beneficio de todos: cuantas más viviendas haya, más impuestos se recaudan para
las arcas públicas. Además, “hay cantidad de situaciones intermedias aquí –dice
Bridges. En una misma casa pueden convivir un indocumentado con otra persona que
tiene permiso de trabajo”.
Pese a ello, en casi todos los Estados del Sur de Estados Unidos han sido
aprobadas nuevas leyes anti-inmigración ilegal que están provocando que los
hispanos se estén marchando. En Uvalda, varias familias, ya se han rendido: o
han puesto en venta sus casas o las están cerrando. En Alabama pasa lo mismo.
María Santiago, tiene 23 años y trabaja como cuidadora en Birmingham, la ciudad
más importante del Estado. Vive en Estados Unidos desde hace 11 años; tiene un
hijo estadounidense pero, ella, sigue siendo ilegal. “Muchos de nuestros vecinos
se han marchado -dice. Han perdido sus empleos. Cada semana, hay gente que se
vuelve a México”.
En Alabama es normal que eso pase. Han aprobado las leyes más duras contra la
inmigración de todo Estados Unidos. Permiten a la policía verificar el estatus
migratorio de las personas, incluso, en los semáforos. Tipifican como delito el
transporte de indocumentados o el alquiler de inmuebles a personas que se sabe
que son ilegales. En Alabama, los líderes religiosos, se han llegado a quejar de
que se criminalizan los matrimonios mixtos, los bautizos e incluso simples
acciones de caridad si los protagonistas son inmigrantes ilegales.
Otros Estados, todavía, no han llegado tan lejos. En la ley anti-inmigración
de Georgia, por ejemplo, había disposiciones similares cuya aplicación fue
suspendida por los tribunales locales. Pese a todo, el Estado ha apelado contra
las mismas, por lo que podrían volver a ser reestablecidas. En Carolina del Sur,
de momento, parecen conformarse con obligar a la policía a realizar mayores
esfuerzos por controlar el estatus migratorio de las personas y obligar a los
empresarios a ser más estrictos cuando contratan.
Los críticos, sin embargo, alegan que el impacto de estas leyes está siendo
similar en toda la región. Los padres empiezan a tener miedo de llevar a sus
hijos al colegio. Muchos hispanos no se atreven a conducir, por miedo a que les
detengan. Otros, no se atreven a denunciar delitos, lo cual es previsible que
impacte en la lucha contra la violencia doméstica, contra las pandillas o contra
cualquier otro tipo de delito, más o menos recurrente entre los hispanos.
Isabel Rubio, directora de la Hispanic Interest Coalition de Alabama
(HICA. NDT: un grupo de presión) describe la situación en términos muy
elocuentes: “Encontrar un testigo hispano va a ser más complicado que encontrar
una aguja en un pajar”.
En teoría, con la ley en la mano, algunas de las actividades de la HICA
podrían ser consideradas ilegales. En una oficina cerca de un edificio de
aspecto ruinoso a las afueras de Birmingham, la HICA albergó recientemente un
encuentro de mujeres. Allí, todo el mundo era ilegal. Lo que ocurre es que –como
la mayoría de las personas que se acercan a la HICA- esas mujeres van para
aprender inglés o para recibir asesoramiento legal para aprender a lidiar contra
la violencia doméstica.
Rubio zarandea la cabeza cuando se le pregunta por la ley anti-inmigración
ilegal: “Representa un enorme paso atrás después de los logros que se habían
obtenido en la lucha contra el racismo. Ahora ¿por dónde empezar?”
Isabel saca una copia de la ley y subraya un párrafo especialmente
impactante: en el texto hay una exención para el servicio doméstico. La ley no
considera, explícitamente, a los empleadores como ‘empresarios’ lo cual no hace
más que reconocer una vieja realidad social. “Así es Alabama. Aquí todavía se
puede tener, sin problemas, una criada latina”.
En Uvalda, Howard Morris, no tiene tanta suerte. Apoyado en un tractor, lleno
de barro y sudor, se muestra preocupado: tiene 16 hectáreas de terreno, que
suele sembrar de cebolla, pero teme no encontrar a nadie que le ayude a
cultivar.
“La gente que normalmente contrato no suele ser de aquí”. “Estas leyes son
una mala noticia para Uvalda, que depende de la agricultura”, agrega.
Morris sabe que si los hispanos que se están yendo no vuelven, habrá
problemas. “La cosecha se pudrirá”. El Alcalde Bridges dice que “si la gente no
puede cosechar, lo vamos a pasar mal”.
Uvalda no es la única población afectada. El Consejo Agroempresarial de
Georgia estima por ejemplo que la escasez de mano de obra, que ha dejado muchos
cultivos sin recoger, puede estar teniendo un costo cercano al billón de
dólares. Los terratenientes tienen, actualmente, un déficit de mano de obra del
30% y a pesar de los estereotipos de que los ilegales ocupan empleos, en
realidad, ningún estadounidense parece querer trabajar como peón.
Además, no solo se trata de la agricultura. Un sector como el de la
restauración también está padeciendo las consecuencias de las leyes
anti-inmigración. Karen Bremer, directora de la Asociación de Restauradores de
Georgia dice que una cuarta parte de las empresas asociadas están trabajando con
muy poco personal. “El daño ya está hecho. La malas noticias se están
materializando”.
Desde un punto de vista económico, la aprobación de leyes anti-inmigración
tan estrictas está suponiendo una especie de absurdo gol en propia meta. Para
muestra, un botón: recientemente, un violento tornado arrasó la ciudad de
Tuscaloosa, causando verdaderos estragos. Reconstruir no va a ser fácil: el
éxodo de los hispanos ha sido tan grande en esa ciudad que las constructoras, a
duras penas, están pudiendo contratar a gente suficiente. Otro ejemplo, muy
gráfico: en solo una semana, un tercio de los equipos de la liga hispana de
fútbol local se han disuelto.
Ahí radica, precisamente, la enorme paradoja de todo este asunto: la reacción
política contra los inmigrantes ilegales y por extensión, contra los hispanos,
está siendo dirigida contra una parte vital del tejido económico y demográfico
del Sur de Estados Unidos. Tradicionalmente, en el área comprendida entre
Florida y Texas no había habido, hasta ahora, más que pequeñas comunidades de
hispanos pero eso, ha estado cambiando con una rapidez vertiginosa en los
últimos tiempos. El Centro Hispano Pew estima que la población de
inmigrantes ilegales de Georgia podría rondar, actualmente, las 425.000 almas,
la mayoría hispanos. Si dicho número se compara con los 125.000 inmigrantes
ilegales que había hace una década, se puede concluir que, en solo diez años, la
población hispana de Georgia ha crecido un 145%. Un cambio tan brusco equivale a
un terremoto en una tierra cuya historia está marcada por luchas raciales,
laborales e identitarias.
Quizás por eso, el contraataque hispano parece haber comenzado. Uno de los
momentos más emocionantes se vivió cuando, hace poco, un coche se detuvo frente
al Congreso del Estado de Georgia, en Atlanta. A bordo iba la frágil figura de
Salvador Zamora, un activista que lleva en huelga de hambre desde que el pasado
1 de julio fue aprobada la ley georgiana anti-inmigración ilegal. Desde
entonces, Zamora, ha perdido 13,6 kilos.
Zamora ya está tan débil que le tuvieron que llevar en sillas de ruedas para
que entregara una carta de protesta contra el Gobernador del Estado, Nathan
Deal. “Quiero que deroguen esas leyes. Mi situación personal no me interesa. Me
preocupa la de otra gente. Llevaré mi huelga de hambre hasta donde haga falta”
–declaró el activista a The Observer.
Zamora, a quien acompañaron los principales líderes religiosos de la ciudad
–un blanco, un afrodescendiente y un hispano- está llevando a cabo su
protesta de forma muy parecida a como actuaron, durante la década de los 1960,
los que lucharon a favor de los derechos civiles, contra el Apartheid. La
iniciativa de Zamora, no es un hecho aislado: cada vez más personas -en la
región que va de Florida a Texas- están empezando a combinar movilizaciones
sociales y activismo contra las nuevas leyes anti-inmigración ilegal.
En Alabama y Georgia están empezando a realizarse manifestaciones y vigilias
constantes. En Atlanta, por ejemplo, miles de personas marcharon por las calles
en una de las manifestaciones más grandes que se recuerdan desde la época de la
lucha por los derechos civiles. Otra acción significativa fue la de seis jóvenes
que, públicamente, declararon ser inmigrantes ilegales… y fueron detenidos. Una
de las personas que participó en esa protesta se llama Dulce Guerrero y tiene 18
años. Ella nació en México, aunque lleva en Estados Unidos desde que tenía dos.
Ahora es una estudiante brillante con un historial impecable y pese a ello la
metieron en la cárcel. Ella, no se arrepiente.
“Ya era hora de hacer algo. Yo no soy, legalmente, estadounidense y sin
embargo, hablo mejor inglés que español. Ni siquiera me acuerdo de cuando vivía
en México…” –declaró Dulce.
Hay otras muchas personalidades que ya se han pronunciado. Los líderes
religiosos están empezando a coordinar su malestar, sus protestas y sus
iniciativas con las de abogados, empresarios e incluso, policías. Todos juntos,
están tratando de que las leyes anti-inmigración ilegal sean derogadas. El
Gobierno Federal, por su parte, está tratando de apelar contra dichas leyes por
vía jurídica, como ya hizo en Arizona. La mayoría de los críticos, al igual que
los propios ilegales, desea una “ruta hacia la ciudadanía” o al menos,
soluciones realistas para los inmigrantes ilegales que ya están en el Sur de
Estados Unidos.
Entre ellos, hay personas como Bridges, que está muy lejos de ser el
arquetipo del activista progre. De hecho él es un sureño de pro, militante
republicano, al que le gusta muy poquito Obama. Pese a ello, decidió apoyar una
querella presentada por la progresista Asociación Estadounidense por las
Libertades Civiles (ACLU). “No me gusta nada la ACLU aunque, esta vez, estoy
con ellos. ¡No me lo puedo creer!” –bromea Bridges.
Ya más en serio, Bridges arguye que estas nuevas leyes anti-inmigración están
siendo redactadas por políticos que ignoran la realidad socioeconómica sobre la
que legislan. “La mayoría de los georgianos no somos racistas. Las cosas han
cambiado mucho aquí” –añade Bridges.
El resultado de toda esta batalla, aún está por ver. Hay gente como Guerrero,
que dice que no dejará de luchar contra estas nuevas leyes racistas. Ella no se
olvida de lo que se siente cuando te ponen unas esposas. Ella también recuerda
la alegría que sintió cuando algunos de los policías que se la llevaron le
dijeron que simpatizaban con su acción. Por eso juró continuar con una lucha
que, recuerda, “apenas está comenzando”.
Fuente: http://www.guardian.co.uk/world/2011/aug/21/racist-immigration-law-in-deep-south
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