Afganistán, crímenes de lesa humanidad
Editorial La Jornada 28 de julio de 2010
En pleno escándalo por el descubrimiento de los esfuerzos de los mandos de la
ocupación militar occidental para ocultar atrocidades cometidas contra la
población civil de Afganistán, el gobernante de ese país, Hamid Karzai, informó
de la muerte de 52 personas no combatientes –incluidos mujeres y niños– en la
población de Helmand, a consecuencia de disparos de misiles desde helicópteros
de los ocupantes.
Este hecho, atroz pero de ninguna manera excepcional, se inscribe en una
pauta sostenida de mortíferos ataques contra grupos de civiles por las fuerzas
aéreas y la artillería de Estados Unidos, Alemania y Francia, y se agrega a
comportamientos bárbaros documentados por el sitio Wikileaks, que hizo
públicos unos 90 mil documentos secretos de la coalición invasora: ataques con
bombas de una tonelada a viviendas repletas, asesinatos de individuos ajenos al
conflicto –incluso discapacitados– por tiros de soldados nerviosos, ocultamiento
regular –por soldados de la coalición– de bajas civiles, y pifias mayúsculas del
espionaje occidental –que busca desde hace nueve años a Osama Bin Laden,
cabecilla de Al Qaeda, en extensas regiones del país ocupado–, de la
administración extranjera –que en la provincia de Farrah nombró jefe de policía
a un notorio criminal– y de los esfuerzos de las tropas estadunidenses por
ganarse, pese a todo, los corazones y las mentes de los afganos.
Por si hiciera falta, los hechos referidos refuerzan la certeza de que la
guerra en Afganistán se encuentra en un callejón sin salida tan sangriento como
contraproducente para todas las partes, excepto para los accionistas de la
industria militar estadounidense y europea: la población afgana está siendo
diezmada por ataques con sistemas de armas inteligentes y de alta tecnología, el
régimen de Karzai naufraga en su propia corrupción, su debilidad y sus vínculos
inocultables con la producción de drogas ilícitas, y la administración de Barack
Obama enfrenta, por decisión propia, un conflicto externo de perspectivas
inciertas y costos políticos crecientes.
Si en 2001 las fuerzas occidentales lideradas por Washington invadieron,
ocuparon y sometieron a su control la casi totalidad del territorio afgano, con
un esfuerzo militar moderado y bajas que podían parecer justificables, nueve
años más tarde la situación ha empeorado en forma significativa: no existe un
gobierno nacional propiamente dicho, la descomposición y el narcotráfico campean
por sus fueros, el extenso sur del país ha vuelto a ser dominado por el talibán,
mientras otras zonas se encuentran bajo el mando de señores de horca y cuchillo
ajenos a cualquier noción de legalidad y, para colmo, la situación de las
mujeres no ha mejorado en forma apreciable.
El presidente Obama enfrenta en Afganistán una disyuntiva nada envidiable:
persistir en la ocupación de Afganistán le implica un grave desgaste y la
perspectiva de convertir a su gobierno en responsable de crímenes de lesa
humanidad tan condenables como los que perpetró su antecesor en Irak; ordenar la
retirada le significaría un inmediato linchamiento político por los
halcones de Washington –republicanos y demócratas– y por el extendido
chovinismo social que persiste en Estados Unidos. La ética elemental, sin
embargo, hace recomendable, y aun imperioso, poner fin a una guerra que no tiene
posibilidades de ser ganada y en la que se establece una relación causal directa
e inocultable entre el sufrimiento de la población afgana y los dividendos de la
industria bélica.
Fuente: http://www.jornada.unam.mx/2010/07/27/index.php?section=opinion&article=002a1edi
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