La doctrina del
95%: El cambio climático, un arma de destrucción masiva
Tom Engelhardt
Tom Dispatch
31 de mayo de 2014
¿Quién podría olvidarlo? En el otoño de
2002, hubo una avalancha de “información” por parte de las figuras más
relevantes de la administración Bush acerca del programa secreto iraquí de
desarrollo de armas de destrucción masiva (ADM) que ponían en peligro a Estados
Unidos.
¿Quién –aparte de algunos imbéciles–
sería capaz de poner en duda que Saddam Hussein iba al fin a conseguir un arma
nuclear?
La única cuestión, como nuestro vicepresidente sugirió en el
programa Meet the Press, era: “¿Cuánto faltaba, un año o cinco años?”.
Y no era el único que expresaba este
temor, ya que había unas cuantas pruebas de lo que estaba pasando. Para
empezar, estaban aquellos “tubos de aluminio de diseño especial” que el autócrata
iraquí había encargado para sus centrifugadoras de enriquecimiento de uranio como parte de su
amenazador programa de armas nucleares.
El 8 de septiembre de 2002, los periodistas Judith Millar y Michael Gordon lo informaron en la primera plana del New York Times.
Después, fueron esas “nubes con forma de hongo” sobre las que Condoleezza Rice, nuestra asesora nacional en materia de
seguridad, mostró públicamente su preocupación. Unas nubes que se cernirían
sobre las ciudades norteamericanas si no hacíamos algo para parar a Saddam.
Así expresaba ella su inquietud en una entrevista de Wolf Blitzer en la CNN el mismo 8 de septiembre: “No queremos que
la pistola humeante sea una nube con forma de hongo”. ¡Desde luego que no!,
decidió el Congreso.
Y por si acaso no estuviésemos bastante asustados por la amenaza iraquí, ahí estaban esos innominados vehículos aéreos
–los aviones no tripulados de Saddam– que podían dotarse con las armas químicas
o biológicas de destrucción masiva de su arsenal y lanzarse sobre las ciudades
norteamericanas de la Costa Este con unos resultados inimaginables.
El presidente George W. Bush habló en televisión acerca de ello y los votos de los congresistas se decantaron a
favor de la guerra gracias a los espeluznantes informes secretos disponibles en
el Capitolio.
Al final resultó que Saddam no tenía un programa de armas, ni una bomba nuclear en perspectiva, ni unas centrifugadoras
para aquellos tubos de aluminio, ni un almacenamiento de armas biológicas o
químicas, ni aviones no tripulados que arrojarían unos inexistentes proyectiles
de destrucción masiva (tampoco unos barcos capaces de poner esos supuestos
aparatos aéreos automáticos en las costas de EEUU). Pero ¿y si los hubiera tenido?
¿Quién estaba dispuesto a correr ese riesgo? Por supuesto, no el vicepresidente Dick Cheney, que propuso en la
administración Bush algo que el periodista Ron Suskind apodó “la doctrina del 1 por ciento”. En
esencia, se trataba de esto: sí había un 1 por ciento de posibilidad de que
EEUU fuera atacado, sobre todo con armas de destrucción masiva, la cuestión
debía ser tratada como si se estuviese ante una certeza de entre el 95 y el 100
por ciento.
Aquí se da algo curioso: si observamos los apocalípticos miedos a la destrucción presentes en EEUU durante los primeros
años de este siglo, tenían que ver sobre todo con armas de agitación urbana que eran fantasías
de la fértil imaginación imperial de Washington. Estaba la “bomba” de Saddam,
que proporcionó parte del pretexto para la muy deseada invasión de Irak.
Estaba la “bomba” de los mullahs, el
régimen fundamentalista iraní, al que odiábamos tan cordialmente desde que nos
devolvieron, en 1979 –mediante la toma como rehenes del personal de la embajada
de EEUU en Teheran–, el derribo por parte de la CIA de un gobierno surgido de
unas elecciones en 1953 y la instalación del Shah. Si se daba crédito a las
noticias provenientes de Washington y Tel Aviv, los iraníes también estaban
peligrosamente cerca de la fabricación de un arma nuclear, o al menos
–repetidamente– a punto de hacerlo.
La producción de esa “bomba iraní” estuvo durante años en el centro de la política norteamericana en Oriente
Medio, la “línea roja” más allá de la cual estaba la amenaza de la guerra. Sin
embargo, nunca hubo –ni hay– una bomba iraní ni las pruebas de que los iraníes
estuvieran –o estén– a punto de producirla.
Finalmente, claro, estaba la bomba de al-Qaeda, la “bomba sucia” que la organización podía de alguna manera montar,
llevar a EEUU y hacer estallar en una ciudad norteamericana, o la “bomba
nuclear perdida” –probablemente del arsenal pakistaní– con la que se podría
hacer lo mismo. Esta es la tercera bomba de fantasía que mantuvo en vilo la
atención de los estadounidenses en esos años, a pesar de que las evidencias de
la posibilidad de su inminente existencia eran tan escasas como las de sus equivalentes iraquíes e
iraníes.
En suma, lo extraño de los escenarios de fin-del-mundo-tal-como-lo-conocemos manejados por Washington después
del atentado de las Torres Gemelas es esto: con una sola excepción, tenían que ver
con inexistentes armas de destrucción masiva. Una cuarta arma –una que existía
pero tenía un papel más modesto en las fantasías de Washington– era la bomba absolutamente real de Corea del
Norte, aunque en aquellos años los norcoreanos eran incapaces de hacerla llegar
hasta las costas norteamericanas.
Las “buenas noticias” sobre el cambio climático
En un mundo en el que las armas atómicas continúan siendo decisivas en el terreno del
poder global, ninguno de esos ejemplos podría ser por completo clasificado como “peligro nulo”.
Saddam ha tenido una vez un programa nuclear, no precisamente en 2002-2003, y
también las armas químicas utilizadas contra las tropas iraquíes durante la
guerra de 1980 (con la ayuda de identificación de blancos brindada por EEUU) y
contra su propia población kurda.
Los iraníes podrían –o quizá no– haber preparado su programa nuclear para lograr una posible capacidad atómica
y, ciertamente, de haber estado disponible, al-Qaeda no habría rechazado un
arma atómica (aunque la capacidad para usarla que pudiera tener la organización
parece algo bastante cuestionable).
Mientras tanto, los enormes arsenales de ADM en existencia –los de EEUU, Rusia, China, Israel, Pakistan e India– que
realmente podrían dejar inutilizable o devastado el planeta, estaban en su
mayor parte fuera de la pantallas de radar norteamericanas. En el caso del arsenal indio,
indirectamente la administración Bush echó una mano para su expansión.
Por eso, fue algo típico del siglo XXI que el presidente Obama,
tratando de poner en perspectiva los hechos recientes en Ucrania, dijera:
“Rusia es una potencia regional que está amenazando a sus vecinos más cercanos.
En relación con nuestra seguridad, a mí me preocupa mucho más la posibilidad de
un arma atómica estallando en Manhattan”.
Una vez más, un presidente estadounidense
se centraba en una bomba que podía liberar una nube de hongo sobre Manhattan. Y,
exactamente, ¿de qué bomba estaba hablando, señor Obama?
Por supuesto, había un arma de destrucción
masiva que podía ciertamente provocar un daño espantoso o un día sencillamente
anegar Nueva York, Washington, Miami y otras ciudades de la Costa Este. Un arma que tenía sus propios y eficientes sistemas
de lanzamiento, sin necesidad de acudir a inexistentes drones ni fanáticos islamistas.
Y, a diferencia de las bombas iraquíes, iraníes o de al-Qaeda, su lanzamiento en nuestras costas estaba garantizado a
menos que se realizaran pronto acciones preventivas. No era necesario salir a
la búsqueda de instalaciones secretas.
Se trataba de un sistema de armas cuyas plantas de producción estaban a la vista de todos aquí mismo en Estados
Unidos, como también en Europa, China e India, como también en Rusia, Arabia
Saudí, Iran, Venezuela y otros países productores de energía térmica.
Entonces, aquí se plantea una pregunta que
me gustaría que cualquiera de vosotros que viva o visite Wyoming le hiciera al
anterior vicepresidente [Dick Cheney] en caso de que lo encontrara, algo
posible en un estado bastante poco poblado: ¿Qué opina sobre una actuación
preventiva si en lugar de haber una probabilidad de un 1 por ciento de que
algún país con armas de destrucción masiva las use contra nosotros esa
posibilidad llegara al 95 por ciento –por no decir el 100 por ciento– de que se
hiciera estallar en nuestro territorio? Teniendo en cuenta que la pregunta se
haría a un conocido “neocon”, sed conservadores; preguntadle si estaría o no a
favor de la doctrina del 95 por ciento tal como preconizaba en la versión del 1 por ciento.
Después de todo, gracias a un sombrío
informe de 2013 publicado por el Panel del Cambio Climático, hoy sabemos que
hay entre un 95 y un 100 por ciento de probabilidad de que “la influencia de la
vida humana sea la causa principal del calentamiento [del planeta] desde la
mitad del siglo XX”. También sabemos que el calentamiento global –debido al uso
sistemático de combustibles fósiles del que dependemos y a los gases de efecto invernadero que este uso deposita en la
atmósfera– ya está dañando el mundo en que vivimos, especialmente Estados
Unidos, como ha dejado claro un informe publicado recientemente por la Casa Blanca.
También sabemos, con una certeza razonablemente grave, qué tipo de daños producirá probablemente ese 95-100 por
ciento en las décadas, incluso siglos, que están por venir si las cosas no
cambian radicalmente: un aumento de la temperatura hacia el final del siglo que
puede exceder los 4º centígrados, con la consiguiente extinción de innumerables
especies animales, terribles sequías en muchas regiones del planeta (como ya
está ocurriendo con persistencia en el oeste y sudoeste de EEUU), lluvias mucho
más graves en otras regiones, tormentas más intensas que producirán cada vez
más importantes daños materiales, devastadoras olas de calor en una escala
desconocida por el género humano, multitudes de refugiados, aumento del precio
de los alimentos y, entre otras catástrofes para la vida humana, el aumento del
nivel medio del mar, que inundará zonas costeras en todo el planeta.
Por ejemplo, a partir de dos estudios
científicos publicados recientemente, estamos sabiendo que la capa de hielo en
la parte occidental de la Antártida, una de las grandes acumulaciones de hielo
del planeta, ha comenzado a derretirse y fragmentarse dando lugar a que en los
próximos siglos el nivel mundial de los océanos se eleve entre 3 y 4
metros.
Esa masa de hielo ya está, según los autores de los estudios, “en retroceso irreversible”, lo que significa
–independientemente de lo que se haga en el futuro– una sentencia de muerte
para algunas de las grandes ciudades del mundo. (Y eso sin contar con el derretimiento del
hielo que cubre Groenlandia ni el resto del hielo antártico.)
Todo esto, por supuesto, ocurrirá sobre
todo porque los seres humanos continuamos quemando combustibles fósiles a un
ritmo sin precedentes y así cada año depositamos cantidades exorbitantes de
dióxido de carbono en la atmósfera.
En otras palabras, estamos hablando de unas ADM de un nuevo tipo. La destrucción planetaria que las armas atómicas
podrían provocar sería instantánea, o (si se produjera un “invierno nuclear”)
en cuestión de unos meses, mientras que algunos de los efectos provocados por
el cambio climático ya se están produciendo, y pasarán décadas, incluso siglos,
para que se produzca todo el impacto planetario con su consiguiente devastación.
Cuando hablamos de ADM, lo normal es que pensemos en armas –nucleares, biológicas o químicas– que son lanzadas en un
lapso mensurable. Cabe considerar el cambio climático como un arma de destrucción masiva con una
mecha muy, muy larga que ya se ha encendido y que estallará en el término de
nuestras vidas. Al contrario que la tan temida bomba iraní o el arsenal
paquistaní, no es necesario que la CIA ni la NSA husmeen ese “armamento”.
De los pozos petrolíferos a las
instalaciones de fracking, de las plataformas de perforación en alta mar a las
que extraen petróleo en el golfo de México, la maquinaria que produce esta
clase de ADM y asegura que están siendo lanzadas continuamente hacia sus
blancos planetarios, todo está a la vista de todo el mundo. Con todo su
potencial de destrucción, aquellos que las controlan confían en que, tratándose
de algo de desarrollo tan lento, no es necesario esconderlas ya que no provocan
el pánico de la población ni deseos de destruirlas.
Las empresas del rubro energético y los países que las
albergan, que producen tales armas de destrucción masiva siguen haciendo su
trabajo sin esconder lo que hacen. En términos generales, no dudan en hacer
públicos –incluso jactarse de ellos– sus planes de destrucción planetaria al
por mayor aunque, naturalmente, nunca los describen con estas palabras. Sin
embargo, si un autócrata iraquí o un mullah iraní hablara de la misma manera
sobre la producción de armas nucleares y el uso que les darían, se pondría el
grito en el cielo.
Ahí está ExxonMobil, una de las
corporaciones más lucrativas de la historia. En el pasado abril, publicó dos
informes que se centraban en, tal como escribió Hill McKibben, en “los planes
[de la empresa] para resolver el hecho de que ExxonMobil y otros gigantes del
petróleo tenían en sus reservas colectivas varias veces más hidrocarburos de
los que los científicos dicen que se puede quemar con seguridad”.
Y continuaba: “La empresa dijo que
las restricciones gubernamentales que obligarían a no extraer las reservas [de
combustibles fósiles] eran ‘muy improbables’, y que no solo no las dejaría bajo
tierra ni las quemarían sino que continuaría la búsqueda de más yacimientos de
petróleo y gas”, una búsqueda que normalmente consume cada día unos 100
millones de dólares aportados por sus inversores. “Sobre la base de este
análisis, confiamos en que ninguna de nuestras reservas de hidrocarburos se
‘detengan’ ahora ni lo sean en el futuro.”
En otras palabras: los planes de Exxon son
explotar todas sus reservas de combustible fósil hasta su total agotamiento.
Los líderes gubernamentales involucrados en el apoyo a la producción y
utilización de estas ADM son con frecuencia igualmente explícitos en ese
sentido, aunque al mismo tiempo mantengan un discurso que propone medidas para
mitigar sus efectos destructivos.
Tomemos la Casa Blanca, por ejemplo. Eso
es lo que declaró con orgullo el presidente Obama en marzo de 2012 acerca de su
política energética: “Ahora, durante mi Administración, Estados Unidos está
produciendo más petróleo que en cualquiera de los últimos ocho años. Es
importante saber esto.
En los últimos tres años, he ordenado a mi
Administración la apertura a la exploración de yacimientos de gas y petróleo de
cientos de miles de kilómetros cuadrados en 23 Estados diferentes. Estamos
abriendo más del 75 por ciento de nuestros potenciales recursos petrolíferos en el mar. Hemos
cuadriplicado el número de plataformas operativas hasta alcanzar un récord.
Hemos construido nuevos gasoductos y oleoductos como para rodear la Tierra con ellos.
Del mismo modo, el 5 de mayo, justo antes
de que la Casa Blanca revelara el sombrío informe sobre cambio climático en
Estados Unidos y con un Congreso incapaz de aprobar siquiera la legislación
climática más rudimentaria dirigida a lograr un país moderadamente más
eficiente desde el punto de vista energético, John Podestá, el principal asesor
de Obama, apareció en la sala de prensa de la Casa Blanca para jactarse de la
política energética “verde” del Gobierno. “Estados Unidos”, dijo, “es el
productor de gas natural más importante mundo y el productor de gas y petróleo más importante del mundo.
El proyecto es que Estados Unidos
continúe siendo el productor de gas más importante hasta 2030. Durante seis
meses seguidos hemos extraído en nuestro país más petróleo del que hemos importado de ultramar. Esta es
toda una historia de buenas noticias.”
Buenas noticias, ya lo creo. Como las de
la Rusia de Vladimir Putin, que acaba de expandir sus vastos yacimientos de
petróleo y gas al hacerse con una extensión similar al estado de Maine en el
Mar Negro frente a las costas de Crimea. Y las de la “bomba de carbón”
china.
Y las de las garantías de producción dadas
por Arabia Saudí. Otras “buenas noticias” por el estilo que son proclamadas con
el mismo orgullo. Esencialmente, la emisión de cada vez más gases de efecto
invernadero –es decir, la causa de nuestra futura destrucción– continúa siendo
una “buena noticia” para quienes integran las élites dirigentes de este planeta
Tierra.
Armas de destrucción planetaria
Sabemos exactamente cuál sería la
respuesta de Dick Cheney –que estaba dispuesto a ir a una guerra si había una
certeza del 1 por ciento de que algún país podía hacernos daño– de habérsele
preguntado sobre actuar a partir de la doctrina del 95 por ciento.
¿Qué duda podía haber de que su respuesta
sería similar a la de las enormes corporaciones del rubro de la energía, que han financiado la mayor parte del
negacionismo del cambio climático y un falso cientificismo durante años y años? Sencillamente,
argumentaría que la ciencia no está lo suficientemente “segura” (a pesar de que
la “incertidumbre” puede, de hecho, cerrar caminos), que antes de asignar las
vastas sumas necesarias para hacerse cargo del fenómeno tenemos que saber más y
que, en cualquier caso, la ciencia del cambio climático está motivada por una
agenda política.
Para Cheney y compañía parece obvio que
actuar a partir de una posibilidad del 1 por ciento es una manera sensata de
actuar por la “defensa” de Estados Unidos y no ven contradicción alguna en el
hecho de no actuar cuando la posibilidad llega al 95 por ciento.
Para el Partido Republicano como un todo,
en este momento la negación del cambio climático es nada menos que la lealtad a
una prueba decisiva y así, incluso una doctrina del 101 por ciento podría
funcionar cuando se trata de los combustibles fósiles y este planeta Tierra.
Ciertamente, no tiene sentido culpabilizar del cambio
climático a los combustibles fósiles ni al dióxido de carbono emitido en su
combustión. En sí mismos, estos combustibles no son armas de destrucción
masiva, como tampoco lo son el uranio-235 ni el plutonio-239. En el caso que nos ocupa, lo
destructivo es el sistema necesario para extraer, procesar, vender con enormes
beneficios y quemar esos combustibles, y así crear un planeta cubierto de gases
de efecto invernadero.
Con el cambio climático no hay algo
equivalente a unas bombas atómicas como “Little Boy” o “Fat Man”*, un arma específica que se pueda señalar con el dedo.
En este sentido, el sistema de armas es el fracking, como lo es la extracción
de petróleo en aguas profundas, como los son los oleoductos, y las gasolineras,
y las plantas de generación de electricidad que queman carbón, y los millones
de vehículos a motor que llenan las carreteras del mundo, y las contabilidades
de las empresas más rentables de la historia.
Todo el conjunto –todo aquello que provee sin cesar los combustibles fósiles al mercado, que los convierte en algo tan
fácil de utilizar y que contribuye a inhibir el desarrollo de energías
alternativas– es el ADM. Los directivos de las gigantescas corporaciones del
mundo ligadas a los combustibles fósiles son los más peligrosos mullahs, los
verdaderos fundamentalistas, del planeta Tierra; ya que promueven una fe en
esos combustibles que son la garantía de nuestro tránsito a una versión del
Final de los Tiempos.
Quizás necesitemos crear una nueva
categoría de armas con una nueva sigla que nos centre en la naturaleza de
nuestra actual circunstancia del 95-100%. Llamémoslas armas de destrucción planetaria (ADP) o armas de daño
planetario (ADP). Solo hay dos sistemas de armas que podrían encajar claramente
en unas categorías como estas. Uno sería el de las armas nucleares, que aun en una guerra localizada
como podría ser una entre Pakistán e India, podría crear un “invierno nuclear”
en el que la Tierra dejaría de recibir los rayos del Sol debido a la gran
cantidad de humo y polvo en suspensión que daría lugar a un rápido
enfriamiento, pérdida masiva de cultivos, cese de los cambios de estaciones,
incluso de la vida. En el caso de un guerra de grandes proporciones, se darían
las condiciones para “la sexta extinción” de la vida en la Tierra.
Aunque en una escala de tiempo muy diferente y difícil de precisar, la utilización de combustibles fósiles puede
acabar de la misma forma, con una serie de desastres “irreversibles” que pueden
acabar con la vida humana y la de la mayor parte de las demás formas de vida de
la Tierra. Este sistema de destrucción a escala planetaria, facilitada por la
mayor parte de las elites dirigentes y corporativas del planeta, se está
convirtiendo –trayendo a colación una expresión que no se emplea en conexión
con el cambio climático– en la forma suprema del “crimen contra la humanidad”
y, de hecho, contra la mayor parte de las formas de vida. Hablamos de un
“terricidio”.
[*] Nombre de las bombas atómicas
arrojadas por Estados Unidos en las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki, respectivamente, en agosto de 1945. N. del T.
Tom Engelhardt es uno de los fundadores de
American Empire Proyect. Es autor de The United States of Fear y de una
historia de la Guerra Fría, The End of Victory Culture(a partir de la cual se
ha adaptado parte de este ensayo). Dirige
TomDispatch.com, del Instituto Nacional. Su último libro, en coautoría con Nick Turse, es Terminator
Planet. The First History of Drone Warfare, 2001-2050.
Traducido del inglés para Rebelión por Carlos Riba García
Fuente: http://www.tomdispatch.com/blog/175847/
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