Estados Unidos no está libre del fascismo
Paul Krugman
The New York Times.es
29 de agosto de 2018>
Simpatizantes del presidente estadounidense, Donald
Trump, durante un discurso suyo en una cena del Partido Republicano en Ohio, el
25 de agosto Credit Gabriella Demczuk para The New York Times
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Poco después de la caída del Muro de Berlín, un amigo mío experto en relaciones
internacionales hizo una broma: “Ahora que Europa del Este está libre de la
ideología extranjera del comunismo, puede regresar a su verdadero camino
histórico: el fascismo”. Incluso en esa época, era una broma perspicaz.
Ahora, en 2018, cuesta trabajo verla como una broma. Lo que Freedom House califica
como iliberalismo está en ascenso en toda Europa del Este. Esto incluye a Polonia y a Hungría; ambos aún son miembros de la Unión
Europea, aunque en esos países la democracia como normalmente la conocemos ya
está muerta.
En esos países los partidos gobernantes —el polaco Ley y Justicia y el húngaro
Fidesz— han establecido regímenes que mantienen las formas de las elecciones
populares, pero han destruido la independencia del poder judicial, suprimieron
la libertad de prensa, institucionalizaron la corrupción a gran escala y
deslegitimaron la oposición de manera efectiva. El muy probable resultado será
un gobierno de un solo partido para el futuro cercano.
Todo eso podría fácilmente suceder en Estados Unidos. Hubo una época, no hace mucho,
en la que la gente solía decir que nuestras normas democráticas y nuestra
orgullosa historia de libertad nos protegerían de un descenso a la tiranía como
ese. De hecho, algunas personas todavía lo dicen. Sin embargo, creer una cosa
como esa hoy requiere de ceguera voluntaria. El hecho es que el Partido
Republicano está listo para, e incluso parece anhelar, convertirse en una
versión estadounidense de Ley y Justicia o de Fidesz, al aprovechar su actual
poder político para que haya un gobierno permanente.
Basta ver lo que ha venido ocurriendo en el ámbito estatal.
El Partido Republicano moderno no muestra lealtad alguna hacia los ideales democráticos; si cree que puede salirse con la
suya hará todo lo posible para atrincherarse en el poder.
En Carolina del Norte, después de que un demócrata ganó la gubernatura, los
republicanos usaron sus últimos días en el cargo para aprobar legislaciones que
despojaban a la gubernatura de la mayor parte de su poder.
En Georgia, los republicanos usaron supuestas preocupaciones sobre los accesos
para votantes con discapacidades para intentar cerrar la mayoría de las
casillas electorales en un distrito compuesto en su mayoría por personas negras.
En Virginia Occidental, los legisladores republicanos aprovecharon las quejas
sobre gasto excesivo para llevar a cabo un juicio político en contra de todos
los integrantes de la Corte Suprema del estado y remplazarlos por personas
leales al partido.
Estos son solo los casos que han recibido atención nacional. Existen montones, si no
es que cientos, de historias en todo Estados Unidos. Lo que todas reflejan es
la realidad de que el Partido Republicano moderno no muestra lealtad alguna
hacia los ideales democráticos; si cree que puede salirse con la suya hará todo
lo posible para atrincherarse en el poder.
¿Qué ha pasado a nivel nacional? Ahí es donde las cosas se ponen particularmente
delicadas; estamos sentados en el filo de la navaja. Si caemos del lado
equivocado —si los republicanos conservan el control de ambas cámaras del
Congreso en las elecciones intermedias de noviembre—, nos convertiremos
en otra Polonia o Hungría más rápido de lo que se pueden imaginar.
Axios creó algo de revuelo en estos días al revelar que hay una hoja de datos que
ha circulado entre los congresistas republicanos en la cual se enumeran las
investigaciones que piensan que los demócratas podrían llevar a cabo si toman
el control de la Cámara de Representantes. La cuestión sobre la lista es que
todos los puntos que aparecen en ella —empezando por exigir las declaraciones
fiscales de Donald Trump— son algo que evidentemente sí debería investigarse y
que se habría investigado si se tratara de cualquier otro presidente. No
obstante, la gente que hace circular el documento sencillamente da por hecho
que los republicanos no abordarán ninguno de esos temas: la lealtad al partido
estará por encima de la responsabilidad constitucional.
La semana pasada, muchos críticos de Trump celebraron los acontecimientos jurídicos, ya
que interpretaron la sentencia de Manafort y la declaración de culpabilidad de
Cohen como señales de que el cerco quizá, finalmente, se estaba
estrechando en torno al infractor jefe. No obstante, sentí que mis miedos se
intensificaban cuando vi la reacción de los republicanos: al tener frente a
ellos evidencias innegables de la calidad de mafioso de Trump, su partido cerró
filas en torno a este con mayor fuerza que nunca.
Hace un año parecía factible que la complicidad del partido alcanzara sus límites;
que llegaría un punto en el que al menos unos cuantos representantes o
senadores dirían: “Se acabó”. Ahora está claro que no los tienen. Harán lo que
sea para defender a Trump y consolidar su poder.
Esto es aplicable incluso a los políticos que alguna vez parecieron tener algo de
principios. La senadora por Maine Susan Collins fue una voz de independencia en
el debate sobre las leyes de atención de salud pública; ahora parece no ver
problema alguno en tener a un presidente que a todas luces es un coconspirador
criminal, pese a que aún no ha sido acusado formalmente, que podrá nombrar a un
magistrado de la Corte Suprema ni en que ese candidato al tribunal esté
convencido de que los presidentes tienen inmunidad ante la ley. El senador
Lindsey Graham denunció a Trump en 2016 y hasta hace poco parecía oponerse a la
idea de despedir al fiscal general para acabar con la
investigación especial de
Robert Mueller; ahora ha dicho que ese despido le parece bien.
¿Por qué Estados Unidos, una cuna de la democracia, está tan cerca de seguir los
pasos de otros países que recientemente la han destruido?
No me hablen de “ansiedades económicas”. Eso no es lo que sucedió en Polonia, que
creció de forma constante durante la crisis financiera y sus secuelas. Tampoco
fue lo que ocurrió aquí en 2016: un estudio tras otro han descubierto que el
resentimiento racial, y no el peligro económico, fue lo que motivó a quienes
votaron por Trump.
Padecemos de la misma enfermedad —el nacionalismo blanco descontrolado— que ya ha matado
de manera eficaz a la democracia en otras naciones occidentales. Además,
estamos extremadamente cerca de que no haya marcha atrás.
Paul Krugman ha sido un columnista de Opinión desde 2000 y también es un profesor
distinguido en el Centro de Estudios de Posgrado de la City University of New
York. En 2008, fue galardonado con el Premio Nobel de Economía por su trabajo
en temas de política económica.
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