11-S: ¿Pedir perdón? ¡Ni por asomo! Sin rendir cuentas y sin pedir disculpas
Karen J. Greenberg, TomDispatch.com, 7/10/2021
Traducido del inglés por Sinfo Fernández, Tlaxcala
Karen J. Greenberg, colaboradora habitual de TomDispatch, es directora del Centro de Seguridad Nacional de la Facultad de Derecho de la
Universidad Fordham (Nueva York). Ha escrito varios libros, el último de los
cuales es Subtle Tools: The Dismantling of Democracy from the War on Terror to Donald Trump (Princeton
University Press). Julia Tedesco ha colaborado en investigaciones necesarias
para este artículo. @KarenGreenberg3
El aniversario de los atentados del 11-S estuvo marcado por días de rememoraciones: por los valientes
rescatistas de aquel momento, por los miles de asesinados al derrumbarse las
Torres Gemelas, por los que murieron en el Pentágono, o en Shanksville,
Pensilvania, por luchar contra los secuestradores del avión comercial en el que
viajaban, así como por los que combatieron en las guerras interminables que
fueron la respuesta de Estados Unidos a aquellos ataques de Al Qaida.
Para algunos, el recuerdo de ese horrible día incluye sacudir la cabeza por los errores que este país cometió en la forma
de responder ante el mismo, errores con los que vivimos hasta este mismo momento.
Entre los personajes más prominentes que sacudieron
la cabeza por los errores cometidos tras el 11-S, y por no haberlos corregido,
estaba la de Jane Harman, demócrata por California, que entonces formaba parte
de la Cámara de Representantes. Pero se uniría a todos los miembros del
Congreso, menos a una -la también representante de California Barbara Lee - para votar a favor de la notablemente
confusa Autorización para el Uso de la Fuerza, o AUMF (por sus siglas en inglés),
que allanó el camino para la invasión de Afganistán y tantas otras cosas. De
hecho, sirvió para poner al Congreso en el congelador a partir de entonces,
permitiendo que el presidente pasara por encima de él para decidir durante años
a quién atacar y dónde, siempre y cuando justificara lo que hiciera aludiendo a
un término claramente impreciso: el terrorismo. Así, Harman también votaría a favor de la Ley Patriot, que más tarde se utilizaría para
poner en marcha políticas de vigilancia masiva sin orden judicial, y luego, un
año después, a favor de la invasión de Iraq por parte de la administración Bush
(basada en la mentira de que el gobernante iraquí
Sadam Husein poseía armas de destrucción masiva).
Pero, con motivo del XX aniversario de los atentados, Harman ofreció un mensaje diferente, que no podría haber sido más
apropiado o, en general, más raro en este país: un mensaje impregnado de
arrepentimiento. “Fuimos más allá del uso, cuidadosamente diseñado y autorizado
por el Congreso, de la fuerza militar”, escribió arrepentida, refiriéndose a la
autorización de 2001 para usar la fuerza contra Al Qaida y Osama bin Laden.
Harman también criticó la decisión de ir a la guerra contra Iraq en base a una
“inteligencia selectiva”; el uso eterno de los ataques con aviones no
tripulados en guerras interminables; así como la creación de una prisión de
injusticia en la Bahía de Guantánamo, Cuba, y de los sitios negros de la CIA
en todo el mundo, destinados torturar a los prisioneros de la
guerra contra el terrorismo. El resultado, concluyó, fue crear “más enemigos de
los que destruimos”.
Tales arrepentimientos e incluso disculpas, aunque
escasos, no han sido totalmente desconocidos en el Washington posterior al
11-S. En marzo de 2004, por ejemplo, Richard Clarke, el jefe de la lucha
antiterrorista de la Casa Blanca de Bush, se disculpó públicamente
ante el pueblo estadounidense por el fracaso de la administración
para detener los ataques del 11-S. “Su gobierno les falló”, dijo el
exfuncionario al Congreso, y luego procedió a criticar también la decisión de
ir a la guerra contra Iraq. Del mismo modo, después de años de defender
incondicionalmente esta guerra, el senador John McCain la calificaría finalmente en 2018 como “un
error, un error muy grave”, y añadió: “Tengo que aceptar mi parte de culpa por
ello”. Un año más tarde, una encuesta de PEW constataríaque la mayoría de los
veteranos lamentaban sus servicios en Afganistán e Iraq al sentir que ambas
guerras “no merecían la pena”.
Recientemente, algunos actores menores de la era
posterior al 11-S se han disculpado de manera singular por los roles que
desempeñaron. Por ejemplo, Terry Albury, un agente del FBI, sería condenado en
virtud de la Ley de Espionaje por filtrar documentos
a los medios de comunicación, sacando a la luz las políticas de elaboración de perfiles raciales y religiosos
de la oficina, así como la asombrosa gama de medidas de vigilancia que llevó a
cabo en nombre de la guerra contra el terrorismo. Enviado a prisión durante
cuatro años, Albury ha cumplido recientemente su condena. Como informó Janet Reitman en el New
York Times Magazine, el sentimiento de culpa por el “coste humano” de lo
que hizo le llevó a hacer esa revelación. Fue, en otras palabras, una disculpa
en acción.
Como lo fue el acto similar de Daniel Hale, un antiguo analista de la Agencia de Seguridad Nacional que había trabajado en la
base aérea de Bagram, en Afganistán, ayudando a identificar objetivos humanos
para los ataques con drones. Recibiría una condena de 45 meses en virtud de la
Ley de Espionaje por sus filtraciones de los documentos que
había obtenido sobre dichos ataques mientras trabajaba como contratista privado
tras su servicio en el gobierno.
Como explicaría Hale, actuó movido por un intenso sentimiento de remordimiento. En su declaración, describió haber
observado “a través del monitor de un
ordenador que una repentina y aterradora ráfaga de misiles Hellfire cayó y
salpicó el cristal de tripas de color púrpura”. Su versión de una disculpa en
acción provenía de su arrepentimiento por haber continuado en su puesto incluso
después de ser testigo de los horrores de esas interminables matanzas, a menudo
de civiles. “Sin embargo, a pesar de mi mejor instinto, seguí cumpliendo
órdenes”. Finalmente, un ataque con drones contra una mujer y sus dos hijas le
llevó al límite. “¿Cómo podría seguir creyendo que soy una buena persona, que
merezco mi vida y el derecho a buscar la felicidad?”, fue la forma en que lo
expresó y por eso filtró su disculpa y ahora está cumpliendo su condena.
“Nos equivocamos, simple y llanamente”
Fuera del gobierno y del Estado de seguridad
nacional, ha habido otros a los que también ha tocado la fibra de la expiación.
En el XX aniversario del 11-S, por ejemplo, Jameel Jaffer, en su día
director jurídico adjunto de la ACLU (siglas en inglés de la Unión Americana
por las Libertades Civiles) y ahora director del Instituto Knight de la Primera
Enmienda, aprovechó “la oportunidad para mirar hacia dentro”. Con cierto
remordimiento, reflexionó sobre las decisiones que han
tomado las organizaciones de derechos humanos al hacer campaña contra los
abusos y la tortura de los prisioneros de la guerra contra el terrorismo.
Jaffer argumentó que debería haber centrado menos
su énfasis en la degradación de las “tradiciones y valores” estadounidenses y
más en los costes en términos de sufrimiento humano, en la “experiencia de las
personas lastimadas”. Al ocuparse de los casos de individuos cuyas libertades
civiles habían sido a menudo atrozmente violadas en nombre de la guerra contra
el terrorismo, la ACLU reveló mucho sobre el daño a sus clientes. Sin embargo,
el deseo de haber hecho aún más persigue claramente a
Jaffer. Al concluir que “hemos sustituido un
debate sobre abstracciones por un debate sobre las experiencias concretas de
los presos”, Jaffer se pregunta: “¿Es posible que el rumbo elegido por las ONG
‘hiciera algo más que posicionar los derechos humanos de los presos, que pueda
haber contribuido también, aunque sea en pequeña medida, a su deshumanización’?”
Jonathan Greenblatt, actual director de la Liga Antidifamación (ADL, por
sus siglas en inglés), habló de forma igualmente arrepentida sobre la decisión
de esa organización de oponerse a los planes de un centro comunitario musulmán
en el bajo Manhattan, cerca de la Zona Cero, un plan que se conoció
popularmente como la “Mezquita de la Zona Cero”. Al acercarse el XX
aniversario, dijo sin rodeos: “Le debemos
una disculpa a la comunidad musulmana”. El centro que pretendía construir se
vino abajo por la intensa presión pública a la que, según Greenblatt,
contribuyó la ADL. “Tras una profunda reflexión y una conversación con muchos
amigos de la comunidad musulmana”, añade, “la verdadera lección es muy
sencilla: nos equivocamos, simple y llanamente”. La ADL había recomendado que
el centro se construyera en otro lugar. Ahora, tal y como lo ve Greenblatt, una
institución que “podría haber ayudado a sanar nuestro país mientras curábamos
las heridas del horror del 11-S” nunca llegó a existir.
La ironía aquí es que mientras varios de los estadounidenses menos
responsables de los horrores de las últimas dos décadas han puesto directa o
indirectamente una lente crítica sobre sus propias acciones (o en la ausencia
de ellas), las figuras verdaderamente responsables no dijeron ni una palabra de
disculpa. En cambio, hubo lo que Jaffer ha llamado una absoluta falta de
“autorreflexión crítica” entre quienes lanzaron, supervisaron, comandaron o
apoyaron las eternas guerras de Estados Unidos.
Háganse esta pregunta: ¿Cuándo han reflexionado públicamente sobre sus
errores alguno de los funcionarios públicos que se encargaron de los excesos de
la guerra contra el terrorismo o han expresado el menor sentimiento de
arrepentimiento por ellos (y aún menos ofreciendo disculpas reales por los
mismos)? ¿Dónde están los generales cuyas reflexiones podrían ayudar a prevenir
futuros intentos fallidos de “construcción nacional” en países como Afganistán,
Iraq, Libia o Somalia? ¿Dónde están los contratistas militares cuyos
remordimientos los llevaron a renunciar a sus beneficios en favor de la
humanidad? ¿Dónde están las voces de reflexión o de disculpa del
complejo militar-industrial, incluyendo las de los directores generales de los
gigantescos fabricantes de armas que se enriquecieron con esas dos
décadas de guerra? ¿Se ha unido alguno de ellos al pequeño coro de voces que
reflexionan sobre los males que nos hemos hecho a nosotros mismos como nación y
a otros a nivel mundial? No en el
reciente aniversario del 11-S, eso pueden asegurarlo.
¿Mirar por encima del hombro o dentro del corazón?
Lo que seguimos escuchando normalmente, en cambio, es poco menos que una
defensa a ultranza de sus acciones al supervisar esas guerras desastrosas y
otros conflictos. A día de hoy, por ejemplo, el excomandante de la guerra de
Afganistán e Iraq, David Petraeus, habla de los “enormes logros”
de este país en Afganistán y sigue insistiendo en la noción de construcción
nacional. Sigue insistiendo en que, globalmente hablando, Washington “tiene por
lo general que ejercer el liderazgo” debido a su “enorme preponderancia de
capacidades militares”, incluyendo su habilidad para “asesorar, asistir y
habilitar a las fuerzas de las naciones anfitrionas con la armada de drones que
ahora tenemos, y una desigual capacidad para fusionar la información de
inteligencia”.
Del mismo modo, el teniente general H.R. McMaster, asesor de seguridad
nacional de Donald Trump, se derrumbó prácticamente en
la MSNBC días antes del aniversario, despotricando contra lo
que consideraba la decisión equivocada del presidente Biden de retirar
realmente todas las fuerzas estadounidenses de Afganistán. “Después de salir de
Iraq”, se quejó, “Al Qaida se transformó en el ISIS, y tuvimos que volver”.
Pero no parece que se le pasara por la cabeza cuestionar la desacertada
decisión inicial, falsamente justificada, de invadir y ocupar ese país en
primer lugar.
Y nada de esto resulta atípico. Hemos visto repetidamente a quienes crearon
las desastrosas políticas posteriores al 11-S defenderlas sin importar lo que
digan los hechos. Como abogado de la Oficina de Asesoría Jurídica del
Departamento de Justicia, John Yoo, que redactó los infames memorandos que
autorizaban la tortura bajo interrogatorio de los detenidos en la guerra contra
el terrorismo, tras el asesinato de Osama bin Laden en Pakistán en 2011, hizo
un llamamiento al presidente
Obama para que “reiniciara el programa de interrogatorios que nos ayudó a dar
con Bin Laden”.
Como concluiría el Informe del Senado sobre la Tortura durante los Interrogatorios
varios años después, el uso de esas brutales
técnicas de tortura no condujo de hecho a Estados Unidos hasta Bin Laden. Por
el contrario, como NPR resumió: “el Comité de
Inteligencia del Senado llegó a la conclusión de que esas afirmaciones son
exageradas o francamente mentirosas”.
Entre los impenitentes está, por supuesto, George W.
Bush, el hombre que estaba en la Casa Blanca el 11-S y el presidente que
supervisó las invasiones de Afganistán e Iraq, así como la securitización de
instituciones y políticas estadounidenses clave. Bush se mostró desafiante en
el XX aniversario. La óptica de la situación lo decía todo. Dirigiéndose a una
multitud en Shanksville, Pensilvania, donde se estrelló el avión secuestrado
con 40 pasajeros y cuatro terroristas el 11-S, el expresidente estaba
flanqueado por el exvicepresidente Dick Cheney. Su maquiavélica supervisión de
los peores excesos de la guerra contra el terrorismo había conducido, de hecho,
directamente a la derogación de leyes y normas que definieron la época. Pero no
hubo disculpas.
En cambio, en su discurso de ese día, Bush
destacó de forma puramente positiva las mismas políticas que su asociación con
Cheney había engendrado. “Las medidas de seguridad incorporadas a nuestras
vidas son a la vez fuentes de consuelo y recordatorios de nuestra
vulnerabilidad”, dijo, dando un silencioso guiño de aprobación a unas políticas
que, si bien, en su opinión, eran “reconfortantes”, también desafiaban el
Estado de derecho, las protecciones constitucionales y las normas anteriormente
sacrosantas que limitaban el poder presidencial.
En el transcurso de estos 20 años, este país ha tenido que enfrentarse a la
dura lección de que la rendición de cuentas por los errores, los cálculos
erróneos y las políticas sin ley de la guerra contra el terror ha resultado no
solo esquiva, sino inconcebible. Por ejemplo, el Informe sobre la Tortura del Senado,
que documentó en 6.000 páginas, en su mayoría aún clasificadas, el brutal trato
que recibían los detenidos en los centros negros de la CIA, no dio lugar a que
ningún funcionario implicado rindiera cuentas. Tampoco ha habido ninguna
rendición de cuentas por ir a la guerra basándose en esa mentira sobre las
supuestas armas de destrucción masiva de Iraq.
En cambio, en gran medida, Washington ha decidido todos estos años
posteriores continuar en la dirección trazada por el presidente Obama durante
la semana previa a su toma de posesión en 2009. “No creo que nadie esté por
encima de la ley”, dijo. “Por otro lado,
también creo que tenemos que mirar hacia adelante en lugar de mirar hacia
atrás... No quiero que [el personal de la CIA y otros] sientan de repente que
tienen que pasar todo su tiempo mirando por encima del hombro y litigando”.
Mirar por encima del hombro es una cosa, y mirar dentro de sus propios
corazones es otra. Las muertes recientes del ex secretario de Defensa Donald Rumsfeld, que, entre otros
horrores, supervisó la construcción de Guantánamo y el uso de brutales técnicas
de interrogatorio allí y en otros lugares, y del ex consejero general de la
CIA John Rizzo, que aceptó el
razonamiento de los abogados del Departamento de Justicia a la hora de
autorizar la tortura para su Agencia, deberían recordarnos una cosa: es
improbable que los líderes de Estados Unidos, civiles y militares, se
replanteen sus acciones, que tan equivocadas fueron en la guerra contra el
terrorismo. Las disculpas, al parecer, están fuera de lugar.
Por ello, deberíamos dar las gracias a las pocas figuras
que han roto con valentía la brecha que separa la defensiva farisaica cuando se
trata de la erosión de leyes y normas antes permitidas y el tipo de curación
que el paso del tiempo y la oportunidad de reflexionar pueden producir. Tal vez
la Historia, a través de las historias dejadas atrás, demuestre ser más
competente a la hora de reconocer los errores como la mejor forma de mirar
hacia adelante.
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