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Un informe del New York Times lo confirma

Torturan hasta la muerte a dos prisioneros afganos

Tim Golden
New York Times
23 de mayo de 2005

Traducido para Rebelión por Germán Leyens

A pesar de que el joven afgano moría ante sus ojos, sus carceleros estadounidenses siguieron atormentándolo.

El prisionero, un endeble taxista de 22 años conocido sólo como el señor Dilawar, fue sacado a las 2 de la mañana de su celda en el centro de detención en Bagram, Afganistán, para que respondiera a preguntas sobre un ataque con cohetes contra una base estadounidense. Cuando llegó a la sala de interrogatorio, dice un intérprete que estuvo presente, sus piernas se agitaban fuera de control en la silla de plástico y sus manos estaban entumecidas. Había estado encadenado por las muñecas al techo de su celda durante gran parte de los cuatro días anteriores.

El señor Dilawar pidió un trago de agua, y uno de los dos interrogadores, el especialista Joshua R. Claus, de 21 años, cogió una gran botella de plástico. Primero, hizo un agujero en el fondo, dijo el intérprete, para que mientras el prisionero intentaba torpemente de abrir la tapa, el agua se esparciera sobre su mameluco naranja. El soldado volvió a agarrar la botella y lanzó un chorro de agua a la cara del señor Dilawar.

“¡Vamos, bebe!” gritó el especialista Claus, según el intérprete, mientras el prisionero se atragantaba con el chorro. “¡Toma!”

A instancias del interrogador, un guardia trató de obligar al joven a arrodillarse. Pero no pudo doblar sus piernas, que habían sido aporreadas por los guardias durante varios días. Un interrogador le dijo al señor Dilawar que podía ver a un médico una vez que terminaran con él. Cuando terminaron por enviarlo de vuelta a su celda, sin embargo, los guardias sólo recibieron instrucciones de volver a encadenarlo al techo.

“Déjenlo arriba”, dijo el especialista Claus, según uno de los guardias.

Pasaron varias horas antes de que un médico de la sala de emergencias terminara por examinar al señor Dilawar. Pero éste ya estaba muerto, su cuerpo ya comenzaba a ponerse rígido. Pasaron muchos meses antes de que investigadores del ejército llegaran a conocer un último detalle horripilante: La mayoría de los interrogadores habían considerado que el señor Dilawar era un hombre inocente que simplemente pasó con su taxi frente a la base estadounidense en el momento inoportuno.

La historia de la muerte brutal del señor Dilawar en el Punto de Recolección Bagram – y la de otro detenido, Habibullah, que murió allí seis días antes en diciembre de 2002 – surge de un archivo confidencial de 2.000 páginas de la investigación criminal del caso por el ejército, del cual The New York Times obtuvo una copia.

Como un equivalente narrativo de las imágenes digitales de Abu Ghraib, el archivo Bagram muestra a soldados jóvenes, mal entrenados, en repetidos incidentes de abuso. El brutal trato, que resultó en acusaciones criminales contra siete soldados, fue mucho más allá de las dos muertes.

En algunos casos, muestra el testimonio, fue dirigido o realizado por interrogadores para extraer información. En otros, fueron castigos aplicados por guardias de la policía militar. Algunas veces, el tormento parece haber sido motivado por poco más que aburrimiento o crueldad, o ambas cosas.

En declaraciones juradas a los investigadores del ejército, soldados describen a una interrogadora con gusto por la humillación que pisó sobre el cuello de un detenido postrado y pateó a otro en loa genitales. Hablan de un prisionero encadenado al que se le obligó a rodar para atrás y para adelante sobre el piso de una celda, besando las botas de sus dos interrogadores al pasar. A otro prisionero se le obligó a extraer tapas de botella de plástico de un tambor repleto de excrementos y agua como parte de una estrategia para ablandarlo antes de su interrogatorio.

El Times obtuvo una copia del archivo de una persona participante en la investigación que critica los métodos utilizados en Bagram y la reacción militar ante las muertes. Aunque se ha informado previamente sobre los incidentes de abusos de prisioneros en Bagram en 2002, incluyendo algunos detalles de las muertes de los dos hombres, funcionarios estadounidenses los han caracterizado como problemas aislados que fueron investigados exhaustivamente. Y muchos de los oficiales y soldados entrevistados en la investigación Dilawar dijeron que la gran mayoría de los detenidos en Bagram fueron dóciles y razonablemente bien tratados.

“Lo que hemos aprendido durante todas estas investigaciones es que hubo personas que obviamente violaron los estándares de todos para un trato humano”, dijo el portavoz jefe del Pentágono, Larry Di Rita. “Estamos encontrando algunos casos que no se salvaron por un pelo.”

Pero el archivo Bagram incluye amplios testimonios de que el trato duro por parte de algunos interrogadores era rutinario y que los guardias podían golpear a detenidos encadenados con virtual impunidad. Prisioneros que eran considerados importantes o conflictivos también eran esposados y encadenados a los techos y a las puertas de sus celdas, a veces por períodos prolongados, una acción que los fiscales del ejército clasificaron recientemente de agresión criminal.

Algunos de los malos tratos fueron bastante evidentes, sugiere el archivo. Altos oficiales visitaban frecuentemente el centro de detención, y varios de ellos reconocieron que habían visto a detenidos encadenados como castigo o para privarlos de sueño. Poco antes de las dos muertes, observadores del Comité Internacional de la Cruz Rojas se quejaron específicamente a las autoridades militares en Bagram del encadenamiento de prisioneros en “posiciones fijas”, prueban los documentos.

Aunque investigadores criminales fueron informados poco después de la muerte del señor Dilawar de que por lo menos dos interrogadores lo habían maltratado, la investigación criminal del ejército se desarrolló lentamente. Mientras tanto, muchos de los interrogadores de Bagram, dirigidos por la misma oficial de operaciones, capitán Carolyn A. Wood, fueron enviados a Irak y en julio de 2003 se hicieron cargo de interrogatorios en la prisión Abu Ghraib. Según una investigación a alto nivel del ejército del año pasado, la capitana Wood aplicó técnicas en ese sitio que fueron “notablemente similares” a las utilizadas en Bagram. En octubre pasado, el Comando de Investigación Criminal del ejército concluyó que había causas probables para acusar a 27 oficiales y soldados rasos de ofensas criminales en el caso Dilawar que van desde negligencia en el cumplimiento del deber a mutilación y homicidio involuntario. Quince de los mismos soldados fueron también citados por probable responsabilidad criminal en el caso Habibullah.

Hasta ahora, sólo los siete soldados han sido acusados, incluyendo a cuatro la semana pasada. Ninguno ha sido condenado por ninguna de las dos muertes. Dos interrogadores del ejército también fueron reprendidos, dijo un portavoz militar. La mayoría de los que todavía podrían confrontar una acción legal han negado todo mal comportamiento, en declaraciones a los investigadores o en comentarios a un reportero.

“Toda la situación es injusta”, dijo la sargenta Selena M. Salcedo, ex interrogadora de Bagram, que fue acusada de atacar al señor Dilawar, incumplimiento del deber y mentiras a los investigadores, en una entrevista telefónica. “Todo va a salir a la luz cuando se haya dicho y hecho todo.”

Como la mayor parte de la acción legal aún no ha sido completa, la historia de los abusos en Bagram sigue incompleta. Pero documentos y entrevistas revelan una sorprendente disparidad entre los resultados de los investigadores del ejército y lo que los funcionarios militares dijeron después de las muertes.

Portavoces militares sostuvieron que ambos hombres habían muerto de causas naturales, a pesar de que jueces de instrucción militares habían declarado que las muertes eran homicidios. Dos meses después de esas autopsias, el comandante estadounidense en Afganistán, el entonces teniente general Daniel K. McNeill, dijo que no tenía indicación de que maltratos por parte de soldados hayan contribuido a las dos muertes. Los métodos utilizados en Bagram, dijo, estaban “de acuerdo con los que son generalmente aceptados como técnicas de interrogatorio”.

Los interrogadores

En el verano de 2002, el centro de detención militar en Bagram, a unos 60 kilómetros al norte de Kabul, representaba un descomunal recuerdo del control improvisado de los estadounidenses sobre Afganistán.

Construido por los soviéticos como un taller de maestranza para aviones para la base de operaciones que establecieron después de su intervención en el país en 1979, el edificio había sobrevivido a las siguientes guerras como una reliquia estropeada – un largo, bajo, bloque de hormigón con planchas de metal oxidado donde una vez hubo ventanas.

Después de instalar cinco grandes pabellones carcelarios de alambre y una media docena de celdas de aislamiento de contrachapado, el edificio se convirtió en el Punto de Recolección Bagram, un centro de intercambio para prisioneros capturados en Afganistán y otros sitios. El BCP, como lo llamaban los soldados, contenía normalmente entre 40 y 80 detenidos, mientras eran interrogados y seleccionados para su posible embarque al centro de detención a largo plazo del Pentágono en la Bahía de Guantánamo, en Cuba.

La nueva unidad de interrogación que llegó en julio de 2002 también había sido improvisada. La capitana Wood, entonces tenienta de 32 años, llegó con 13 soldados de la 525ª Brigada de Inteligencia Militar de Fort Bragg, N.C.; seis reservistas de habla árabe fueron agregados, provenientes de la Guardia Nacional de Utah.

Parte del nuevo grupo, que fue consolidado bajo la Compañía A del 519º Batallón de Inteligencia Militar, fue formada por especialistas de contrainteligencia sin antecedentes en interrogatorios. Sólo dos de los soldados habían interrogado alguna vez a prisioneros reales.

La capacitación especializada que recibió la unidad fue durante su actividad, en sesiones con dos interrogadores que habían trabajado en la prisión durante algunos meses. “No hubo nada que nos preparara para conducir una operación de interrogatorio” como la de Bagram, declaró posteriormente el suboficial a cargo de los interrogadores, el sargento superior Steven W. Loring.

Tampoco quedaron muy claras las reglas operacionales. El Batallón tenía la guía estándar de interrogatorios, el Manual de Campo del ejército 34-52, y una orden del secretario de defensa Donald H. Rumsfeld, de que se tratara a los prisioneros “de modo humano” y, cuando fuera posible, según las Convenciones de Ginebra. Pero con la decisión final del presidente Bush, en febrero de 2002, de que las Convenciones no se aplicaban al conflicto con Al Qaeda y que los combatientes talibán no recibirían los derechos de prisioneros de guerra, los interrogadores creyeron que “podían desviarse ligeramente de las reglas”, dijo uno de los reservistas de Utah, el sargento James A. Leahy.

“Existían las Convenciones de Ginebra para prisioneros de guerra enemigos, pero nada para terroristas”, declaró el sargento Leahy a los investigadores del ejército. Y los detenidos, dijeron altos oficiales de inteligencia, debían ser considerados como terroristas hasta que se probara otra cosa. Las desviaciones incluían el uso de “posiciones seguras” o “posiciones de estrés” que pusieran incómodos a los detenidos pero que no los hirieran necesariamente – arrodillarse en el suelo, por ejemplo, o sentarse en una posición de “silla” contra la pared. El nuevo Batallón también fue capacitado en la privación de sueño, que la unidad anterior había limitado anteriormente a 24 horas o menos, insistiendo en que el interrogador permaneciera despierto con el prisionero para evitar que se fuera más allá de los límites del trato humano.

Pero al establecerse en sus labores, los interrogadores del 519º establecieron sus propios procedimientos para la privación del sueño. Decidieron que entre 32 y 36 horas era el tiempo óptimo durante el cual se mantendría despiertos a los prisioneros y eliminaron la práctica de permanecer despiertos ellos mismos, dijo un ex interrogador, Eric LaHammer, en una entrevista.

Los interrogadores trabajaron con un menú de tácticas básicas para obtener la cooperación de un prisionero, desde el enfoque “amistoso”, a rutinas de buen poli – mal poli, a la amenaza de encarcelamiento a largo plazo. Pero algunos de los interrogadores menos experimentados llegaron a basarse en el método conocido en las fuerzas armadas como “mete miedo duro” o lo que un soldado describió como “la técnica de gritos”.

El sargento Loring, de 27 años en aquel entonces, trató con un éxito limitado de apartar a los interrogadores de esa actitud, que generalmente involucraba gritos y el lanzamiento de sillas. Mr. Leahy dijo que el sargento “frenaba cuando algunas actitudes llegaban demasiado lejos”. Pero también podía desdeñar tácticas que consideraba demasiado suaves, dijeron a los investigadores varios soldados, y dio mano libre a algunos de los interrogadores más agresivos. (Los esfuerzos por ubicar a Mr. Loring, que ha abandonado el ejército, fueron infructuosos.)

“Algunas veces desarrollamos una relación con los detenidos, y el sargento Loring nos sentaba y nos recordaba que era gente malvada y hablaba del 11-S y que no eran nuestros amigos y no podíamos confiar en ellos”, dijo Mr. Leahy.

El especialista Damien M. Corsetti, un interrogador alto, barbudo, llamado a veces “Monstruo” – tenía un tatuaje con el apodo sobre su estómago, dijeron otros soldados – a menudo era elegido para intimidar a nuevos detenidos. El especialista Corsetti, dijeron, fulminaba a los nuevos detenidos con la mirada y les gritaba mientras estaban de pie, encadenados a una viga elevada o acostados sobre el piso de una sala de detención temporal. (Una unidad de policía militar K-9 a menudo llevaba perros gruñidores a caminar entre los nuevos prisioneros para lograr un efecto parecido, según los documentos.)

“Los otros interrogadores utilizaban su reputación”, dijo un interrogador, el especialista Eric H. Barclais. “Decían al detenido, ‘ si no cooperas, tendremos que llamar a Monstruo, y él no será tan agradable’”. Otro soldado dijo a los investigadores que el sargento Loring se refería desenfadadamente al especialista Corsetti, de 23 años en esa época, como “el Rey de la Tortura”.

Un detenido saudí que fue entrevistado por investigadores del ejército en junio pasado en Guantánamo dijo que el especialista Corsetti había sacado su pene durante un interrogatorio en Bagram, lo había sujetado contra la cara del prisionero y había amenazado con violarlo, según prueban pasajes de la declaración del individuo.

En otoño pasado, los investigadores citaron una causa probable para acusar al especialista Corsetti de agresión, maltrato de un prisionero y actos indecentes en el incidente; no ha sido acusado. En Abu Ghraib, también fue uno de los miembros del 519º que fueron multados y degradados por obligar a una mujer iraquí a desnudarse durante el interrogatorio, dijo otro interrogador. Un portavoz en Fort Bragg dijo que el especialista Corsetti se negaba a comentar.

A fines de agosto de 2002, una nueva unidad de policía militar se unió a los interrogadores asignados a custodiar a los detenidos. Los soldados, sobre todo reservistas de la 377ª Compañía de Policía Militar basada en Cincinnati y Bloomington, Indiana, estaban igual de poco preparados para su misión, dijeron miembros de la unidad.

La compañía recibió lecciones básicas en el manejo de prisioneros en Fort Dix, N.J., y algunos funcionares policiales y correccionales en sus filas dieron alguna capacitación ulterior. Esa instrucción incluyó una perspectiva general de “tácticas de control de puntos de presión” y sobre todo el “golpe común al peroné” – un golpe potencialmente lisiador al lado de la pierna, encima de la rodilla.

Los policías militares dijeron que nunca les habían dicho que los golpes al peroné no formaban parte de la doctrina militar. Tampoco escuchó la mayoría a uno de los ex oficiales de policía que haya dicho a otro soldado durante el entrenamiento que jamás utilizaría tales golpes porque “desgarrarían” las piernas de un prisionero.

Pero, una vez que estuvieron en Afganistán, los miembros de la 377ª descubrieron que las reglas usuales parecían no tener valor. El golpe al peroné se convirtió rápidamente en el arma básica en el arsenal de la policía militar. “Era algo como una cosa aceptada; podías darle un rodillazo a alguien en la pierna”, declaró el ex sargento Thomas V. Curtis a los investigadores.

Unas pocas semanas después del inicio de la actividad de la compañía, el especialista Jeremy M. Callaway escuchó a otro guardia que fanfarroneaba de haber golpeado a un detenido que le había escupido. El especialista Callaway también declaró a los investigadores que otros soldados habían felicitado al guardia “por no aguantar nada” de un detenido.

Un capitán apodó a miembros del Tercer Batallón, “la Banda Testosterona”. Varios eran devotos fisiculturistas. Al llegar a Afganistán, un grupo de soldados decoró su carpa con una bandera de la Confederación, dijo un soldado.

Algunos de los mismos policías militares se interesaron particularmente por un detenido afgano emocionalmente trastornado del que se sabía que comía sus heces y se mutilaba con alambre de púas. Los soldados dieron repetidamente rodillazos al hombre en las piernas y, en cierto momento, lo encadenaron con sus brazos levantados, declaró el especialista Callaway a los investigadores. También lo apodaron “Timmy”, por un niño discapacitado en la serie de dibujos animados “South Park” de la televisión. Uno de los guardias que golpeó al prisionero también le enseñó a chillar como el personaje animado, dijo el especialista Callaway. Finalmente, el hombre fue enviado a casa.

El detenido rebelde

El detenido conocido como Persona Bajo Control Nº 412 era un afgano corpulento, bien arreglado, llamado Habibullah. Algunos funcionarios estadounidenses lo identificaron como “Ulema” Habibullah, hermano de un antiguo comandante talibán de la provincia meridional afgana de Oruzgán.

Se destacaba entre los escuálidos guerrilleros y aldeanos vistos normalmente por los interrogadores de Bagram. “Tenía una mirada penetrante y era muy seguro de sí mismo”, recordó el jefe de la policía militar a cargo, el mayor Bobby R. Atwell.

Documentos de la investigación sugieren que el señor Habibullah fue capturado por un señor de la guerra afgano el 28 de noviembre de 2002, y entregado a Bagram por agentes de la CIA dos días después. Su bienestar en ese momento es discutible. El doctor que lo examinó al llegar a Bagram informó que estaba en buena salud. Pero el jefe de operaciones de inteligencia, teniente coronel John W. Loffert Jr., declaró más adelante a los investigadores del ejército: “Ya estaba en malas condiciones cuando llegó”.

Lo que es un hecho es que el señor Habibullah fue identificado en Bagram como prisionero importante, de lengua particularmente mordaz e insubordinado.

Uno de los sargentos de la Tercera Sección del 377º Alan J. Driver Jr., dijo a los investigadores que el señor Habibullah se alzó después de un examen rectal y le dio un rodillazo en la ingle. El guarda dijo que agarró al prisionero por la cabeza y le gritó a la cara. El señor Habibullah entonces “se puso combativo”, dijo el sargento Driver, y tuvo que ser contenido por tres guardas y ser alejado, inmovilizándolo con una llave.

Fue confinado en una de las celdas de aislamiento de 3 metros por 2 metros, lo que el comandante de la policía militar, capitán Christopher M. Beiring, describió más adelante como procedimiento normal. “Existía una política de que los detenidos fueran encapuchados, encadenados y aislados por lo menos durante las primeras 24 horas, algunas veces 72 horas, de cautiverio”, dijo a los investigadores.

Aunque los guardas mantenían despiertos a algunos prisioneros gritándoles o dándoles codazos, o golpeando contra las puertas de sus celdas, el señor Habibullah fue encadenado por las muñecas al techo de alambre de su celda, dijeron los soldados.

Al segundo día, 1 de diciembre, el prisionero se mostró nuevamente “poco cooperador”, esta vez con el especialista Willie V. Brand. El guardia, que ha sido acusado de agresión y de otros crímenes, dijo a los investigadores que había dado tres golpes personales como respuesta. Al día siguiente, dijo el especialista Brand, tuvo que volver a dar un rodillazo al prisionero. Esto fue seguido por otros golpes.

Un abogado del especialista Brand, John P. Galligan, dijo que no existió una intención criminal de su cliente de herir a algún detenido. “En esa época, mi cliente actuaba consecuentemente con el procedimiento operativo normal que existía en la instalación Bagram”.

La comunicación entre el señor Habibullah y sus carceleros parece haber sido casi exclusivamente física. A pesar de repetidos pedidos, los policías militares no obtuvieron intérpretes propios. En su lugar, los pedían prestados a los interrogadores cuando podían y se basaban en prisioneros que hablaban aunque fuera un poco de inglés para que les tradujeran.

Cuando los detenidos eran golpeados o pateados por “incumplimiento”, dijo uno de los intérpretes, Ali M. Baryalai, fue a menudo “porque estos no tenían ni la menor idea de lo que estaba diciendo el policía militar”.

Al llegar la mañana del 2 de diciembre, dijeron los testigos a los investigadores, el señor Habibullah tosía y se quejaba de dolor en el pecho. Cojeó a la sala de interrogatorio con sus cadenas, la pierna derecha tiesa y su pie derecho hinchado. El interrogador jefe, sargento Leahy, le permitió que se sentara en el suelo porque no podía doblar las rodillas y sentarse en una silla. El intérprete presente, Ebrahim Baerde, dijo que los interrogadores se habían mantenido a distancia ese día “porque estaba escupiendo mucha flema”.

“Se reían y se burlaban de él, diciendo que era ‘gordo’ o “repugnante”, dijo Mr. Baerde. A pesar de lo maltrecho, el señor Habibullah mostró un espíritu incólume.

“Una vez le preguntaron si quería pasar el resto de su vida con esposas”, dijo Mr. Baerde. “Su respuesta fue: “Sí, ¿no me veo bien con ellas?”

El 3 de diciembre, la reputación de desafío del señor Habibullah pareció convertirlo en un objetivo preferido. Un policía militar dijo que le había dado tres golpes al peroné por “incumplimiento y combatividad”. Otro le dio tres o cuatro más por ser “combativo e incumplidor”. Otros guardias afirmaron posteriormente que había sido lastimado al tratar de escapar.

Cuando el sargento James P. Boland vio al señor. Habibullah el 3 de diciembre, se encontraba en una de las celdas de aislamiento, sujeto al techo por dos pares de esposas, con una cadena alrededor de su cintura. Su cuerpo estaba caído hacia adelante, sujeto por las cadenas. El sargento Boland dijo a los investigadores que entró a la celda con otros dos guardas, los especialistas Anthony M. Morden y Brian E. Cammack. (Todos han sido acusados de agresión y otros crímenes.) Uno de ellos arrancó la capucha negra del prisionero. Su cabeza estaba caída a un lado, su lengua afuera. El especialista Cammack dijo que había puesto algo de pan sobre su lengua. Otro soldado puso una manzana en la mano del prisionero; cayó al suelo.

Cuando el especialista Cammack se volvió hacia el prisionero, dijo en una declaración, el escupitajo del señor Habibullah le dio en el pecho. Más tarde, el especialista Cammack reconoció: “No estoy seguro si me escupió”. Pero en ese momento, estalló, gritando: “¡No me vuelvas a escupir!” y le dio un fuerte rodillazo en el muslo, “tal vez un par” de veces. El cuerpo inánime del señor Habibullah se balanceaba atrás y adelante sujeto por las cadenas.

Cuando el sargento Boland volvió a la celda unos 20 minutos más tarde, dijo, el señor Habibullah no se movía y no tenía pulso. Finalmente, el prisionero fue desencadenado y acostado sobre el piso de su celda.

El guarda que, según el especialista, lo había aconsejado en Nueva Jersey sobre los peligros de los golpes al peroné lo encontró en la habitación en la que yacía el señor Habibullah, su cuerpo ya frío.

“El especialista Cammack parecía muy consternado”, declaró el especialista William Bohl a un investigador. El soldado “corría por la habitación histéricamente.” Un policía militar fue enviado a despertar a uno de los médicos.

“¿Para qué me vienes a buscar?” respondió el médico, especialista Robert S. Melone, diciéndole que mejor llamara una ambulancia.

Cuando otro médico terminó por llegar, encontró al señor Habibullah en el piso, con los brazos estirados, ojos y boca abiertos.

“Parecía que había estado muerto un buen rato, y parecía que a nadie le importaba”, recordó el médico, sargento superior Rodney D. Glass.

Sus declaraciones muestran que no todos los guardas se mostraron indiferentes. Pero si la muerte del señor Habibullah impactó a algunos de ellos, no condujo a cambios importantes en la operación del centro de detención.

Guardas de la policía militar fueron asignados para que estuvieran presentes durante los interrogatorios para ayudar a impedir maltratos. El jefe de la policía militar, el mayor Atwell, declaró a los investigadores que ya había instruido al comandante de la compañía de la policía militar, capitán Beiring, que dejara de encadenar a prisioneros al techo. Otros dijeron que nunca recibieron una orden semejante. Altos oficiales dijeron más tarde a los investigadores que no sabían nada de maltratos serios en BCP. Pero la sargenta primera de la 377ª, Betty J. Jones, declaró que el uso de ataduras para mantener de pie, privación de sueño y golpes al peroné era obvio.

El mayor Atwell dijo que la muerte “no causó una preocupación enorme porque pareció natural”.

En realidad, la autopsia del señor Habibullah, completada el 8 de diciembre, mostró magulladuras o raspaduras en su pecho, brazos y cabeza. Había profundas contusiones en sus pantorrillas, rodillas y muslos. Su pantorrilla izquierda estaba marcada por lo que parecía ser la suela de una bota.

Su muerte fue atribuida a un coágulo de sangre, causado probablemente por las graves heridas en sus piernas, que llegó a su corazón y bloqueó el flujo de sangre a sus pulmones.

El detenido tímido

El 5 de diciembre, un día después del fallecimiento del señor Habibullah, el señor Dilawar llegó a Bagram.

Cuatro días antes, en la víspera de la fiesta musulmana de Id al-Fitr, el señor Dilawar salió de su pequeña aldea de Yakubi en su tan apreciada nueva posesión, un sedán Toyota usado que su familia le compró unas semanas antes para que lo usara como taxi.

El señor Dilawar no era un hombre audaz. Pocas veces se alejaba de la alquería de piedra que compartía con su mujer, su joven hija y el resto de la familia. Nunca fue a la escuela, dijeron sus parientes, y sólo tenía un amigo, Bacha Khel, con el que se sentaba a conversar en los trigales que rodeaban la aldea. “Era un hombre tímido, un hombre muy simple”, dijo su hermano mayor, Shahpoor, en una entrevista.

El día en que desapareció, la madre del señor Dilawar le había pedido que recogiera a sus tres hermanas de las aldeas vecinas y las llevara a casa para la fiesta. Pero necesitaba dinero para la gasolina y, en lugar de hacerlo, decidió conducir a la capital provincial, Khost, a unos 45 minutos, a buscar pasajeros.

En una parada de taxis, encontró a tres hombres que querían volver a Yakubi. En el camino, pasaron una base utilizada por tropas estadounidenses, Camp Salerno, que había sido objeto de un ataque con cohetes esa mañana.

Milicianos leales al comandante guerrillero que protegía la base, Jan Baz Khan, detuvieron el Toyota en un punto de control. Confiscaron un walkie-talkie roto de uno de los pasajeros del señor Dilawar. En el baúl, encontraron un estabilizador eléctrico utilizado para regular la corriente de un generador. (La familia del señor Dilawar dijo que el estabilizador no era de ellos; en esa época, dijeron, no tenían electricidad alguna.)

Los cuatro fueron detenidos y entregados a soldados estadounidenses en la base como sospechosos por el ataque. El señor Dilawar y sus pasajeros pasaron allí su primera noche esposados a una cerca, para que no pudieran dormir. Cuando un médico los examinó durante la mañana siguiente, dijo más tarde, vio que el señor Dilawar estaba cansado y con dolores de cabeza, pero en general bien.

Los tres pasajeros del señor Dilawar fueron finalmente transportados a Guantánamo y retenidos durante más de un año antes de enviarlos a casa sin acusarlos. En entrevistas después de su liberación, los hombres describieron el trato en Bagram como mucho peor que en Guantánamo. Aunque todos dijeron que los habían golpeado, se quejaron de manera mucho más amarga por haber sido desnudados delante de soldados mujeres para las duchas y los exámenes médicos que dijeron que incluían el primero de varios exámenes rectales dolorosos y humillantes.

“Me hicieron muchísimas cosas malas”, dijo Abdur Rahim, un panadero de 26 años de Khost. “Yo gritaba y lloraba, y nadie escuchaba. Cuando gritaba, los soldados golpeaban mi cabeza contra el escritorio.”

Para el señor Dilawar, dijeron los otros prisioneros, lo más difícil parecía ser la capucha de tela negra que le pusieron sobre la cabeza. “No podía respirar”, dijo un hombre llamado Parkhudin, que había sido uno de sus pasajeros-

El señor Dilawar era un hombre débil, que medía sólo 1,6 m. y pesaba 55 kilos. Pero en Bagram, lo señalaron rápidamente como uno de los “incumplidores”. Cuando uno de los policías militares de la Primera Sección, especialista Corey E. Jones, fue enviado a la celda del señor Dilawar para darle un poco de agua, dijo que el prisionero le escupió en la cara y comenzó a patearlo. El especialista reaccionó, dijo, con un golpe de rodillazos a la pierna del hombre encadenado.

“Gritó: “¡Alá!, ¡Alá!, ¡Alá!” y mi primera reacción fue que estaba gritándole a su dios”, dijo el especialista Jones a los investigadores. “Todos lo oyeron gritar y pensaron que era muy divertido.”

Otros policías militares de la Tercera Sección fueron más tarde al centro de detención y se detuvieron en las celdas de aislamiento para ver por sí mismos, dijo el especialista Jones.

Se convirtió en una especie de broma continua, y la gente se presentaba todo el tiempo para darle al detenido un golpe al peroné sólo para oírlo gritar “¡Alá!” dijo. “Continuó durante un período de 24 horas, y yo diría que fueron más de 100 golpes”.

En una declaración posterior, el especialista Jones se mostró vago sobre cuáles policías militares habían dado los golpes. Su cálculo nunca fue confirmado, pero otros guardas terminaron por admitir que golpearon repetidamente al señor Dilawar.

Muchos policías militares negaron en última instancia que hayan tenido alguna idea de las heridas del señor Dilawar, explicando que nunca vieron sus piernas por debajo de su mono. Pero el especialista Jones recordó que los pantalones con cordones del traje carcelario naranja del señor Dilawar se cayeron una y otra vez mientras estaba encadenado.

“Vi la magulladura porque sus pantalones se caían todo el tiempo mientras se encontraba de pie sujeto por sus ataduras”, dijo el soldado a los investigadores. “Durante un cierto período, me di cuenta de que era del tamaño de un puño.”

Al aumentar la desesperación del señor Dilawar, comenzó a gritar más y más fuerte que lo liberaran. Pero hasta los intérpretes tenían problemas para comprender su dialecto pastún; los guardas enfurecidos oían sólo el ruido.

“Había estado gritando constantemente: ‘¡Líbérenme; no quiero estar aquí’, y cosas semejantes”, dijo el único lingüista que pudo descifrar su angustia, Abdul Ahad Wardak.

El interrogatorio

El 8 de diciembre, llevaron al señor Dilawar a su cuarto interrogatorio. Se volvió hostil rápidamente. El jefe de interrogatorio, de 21 años, el especialista Glendale C. Walls II, afirmó más tarde que el señor Dilawar se mostró evasivo. “Hubo algunos vacíos, y queríamos que nos respondiera con la verdad”, dijo. La otra interrogadora, la sargenta Salcedo, se quejó de que el prisionero se sonreía, no respondía a las preguntas, y se negaba a quedarse arrodillado en el suelo o sentado contra la pared.

El intérprete que estaba presente, Ahmad Ahmadzai, recordó de modo diferente el encuentro ante los investigadores.

Los interrogadores, dijo el señor Ahmadzai, acusaron al señor Dilawar de lanzar los cohetes que alcanzaron la base estadounidense. Lo negó. Arrodillado en el suelo, no podía alzar sus manos esposadas por sobre su cabeza como se le ordenaba, impulsando a la sargenta Salcedo a volver a arrojarlas hacia arriba cada vez que comenzaban a caer.

“Selena lo amonestó por ser débil y le preguntó si era un hombre, lo que era muy insultante por su tradición”, dijo el señor Ahmadzai.

Cuando el señor Dilawar ya no pudo sentarse en la posición de la silla contra la pared por sus piernas maltrechas, los dos interrogadores lo agarraron por la camisa y lo lanzaron repetidamente contra la pared.

“Esto continuó durante 10 o 15 minutos”, dijo el intérprete. “Estaba tan cansado que ya no podía levantarse.”

“Lo pusieron de pie, y en un momento Selena le pisó su pie desnudo con su bota, lo agarró por su barba y lo tiró hacia ella”, continuó. “Una vez Selena lo pateó en la ingle, en áreas privadas, con su pie derecho. Ella estaba a una cierta distancia, retrocedió y le dio la patada.

“Durante cerca de 10 minutos, creo, lo estuvieron realmente interrogando, después fue cosa de empujar, lanzar, patear y gritarle”, dijo Ahmadzai. “Ya no lo interrogaban.”

La sesión terminó, dijo, cuando la sargenta instruyó a los policías militares que mantuvieran al señor Dilawar encadenado al techo hasta que llegara el turno siguiente.

A la mañana siguiente, el señor Dilawar comenzó a gritar de nuevo. Cerca de mediodía, los policías militares llamaron a otro de los intérpretes, Mr. Baerde, para que tratara de calmar al señor Dilawar.

“Le dije, ‘Mire, por favor, si quiere poder sentarse y que lo suelten de sus cadenas, basta con que se quede tranquilo una hora más.”

“Me dijo que si se quedaba encadenado una hora más, se moriría”, dijo Mr. Baerde Una hora después, Mr. Baerde volvió a la celda. Las manos del señor Dilawar colgaban sin fuerzas de las esposas, y su cabeza, cubierta por la capucha negra, caía hacia adelante.

“Quiso que llamara a un médico, y dijo que necesitaba ‘una inyección’”, recuerda Mr. Baerde. “Dijo que no se sentía bien, que le dolían las piernas.”

Mr. Baerde tradujo el ruego del señor Dilawar a uno de los guardias. El soldado tomó la mano del prisionero y presionó sus uñas para controlar su circulación.

“Está bien,” dice Mr. Baerde que le dijo el policía militar. “Sólo está tratando de librarse de sus ataduras.”

Cuando llevaron al señor Dilawar a su interrogatorio final durante las primeras horas del día siguiente, 10 de diciembre, parecía exhausto y balbuceaba que su mujer había muerto. También dijo a los interrogadores que los guardas lo habían golpeado.

“Pero no continuamos con eso”, dijo Mr. Baryalai, el intérprete.

El interrogador jefe era de nuevo el especialista Walls. Pero su colega más agresivo, el especialista Claus, se hizo cargo rápidamente, dijo Mr. Baryalai.

“Josh tenía una regla de que un detenido tenía que mirarlo a él, no a mí”, dijo el intérprete a los investigadores. “Le dio tres oportunidades, y luego lo agarró por la camisa y lo tiró en su dirección, a través de la mesa, golpeando su pecho contra el frente de la mesa.”

Cuando Dilawar no puso arrodillarse, dijo el intérprete, los interrogadores lo levantaron y lo empujaron contra la pared. Cuando le dijeron que se colocara en una posición de estrés, el prisionero apoyó su cabeza contra la pared y comenzó a quedarse dormido.

“Me pareció como si Dialawar estuviera tratando de cooperar, pero no podía cumplir físicamente con las tareas”, dijo Mr. Baryalai.

Finalmente, el especialista Walls agarró al prisionero y “lo sacudió duramente”, dijo el intérprete, diciéndole que si no cooperaba, lo enviarían a una prisión en Estados Unidos, donde sería “tratado como mujer, por los demás hombres” y afrontaría la cólera de criminales que “estarían muy furiosos con cualquier participante en los ataques del 11-S”. (El especialista Wall fue acusado la semana pasado de agresión, malos tratos y desobedecimiento de una orden legal. El especialista Claus fue acusado de agresión, malos tratos y mentiras a los investigadores. Los dos se negaron a comentar.)

Un tercer especialista militar de inteligencia que hablaba un poco de pastún, el sargento superior W. Christopher Yonushonis, había interrogado anteriormente al señor Dilawar y había acordado con el especialista Claus que se haría cargo una vez que hubiera terminado. Pero, el sargento llegó a la sala de interrogatorio y encontró un gran charco de agua en el suelo, una mancha húmeda sobre la camisa del señor Dilawar y al especialista Claus parado detrás del detenido torciendo la parte trasera de la capucha que cubría la cabeza del prisionero.

“Tuve la impresión de que en realidad Josh estaba sujetando al detenido de pie tirando su capucha”, dijo. “Me enfurecí al verlo, porque había a visto a Josh apretando la capucha de otro detenido una semana antes. Esta conducta parecía totalmente innecesaria y sin relación con la obtención de inteligencia.”

“¿Qué diablos pasó con esa agua?” dice que preguntó el sargento Yonushonis

“Tuvimos que asegurarnos de que se mantuviera hidratado”, dice que respondió el especialista Claus. A la mañana siguiente, el sargento Yonushonis fue donde el suboficial a cargo de los interrogadores, el sargento Loring, a informar sobre el incidente. Sin embargo, Dilawar ya había muerto.

La autopsia

Los resultados de la autopsia del señor Dilawar fueron sucintos. Había tenido algún tipo de enfermedad arterial coronaria, informó el médico forense, pero lo que causó su paro cardíaco habían sido “heridas causadas por fuerza contundente en sus extremidades inferiores”. Heridas similares contribuyeron a la muerte del señor Habibullah.

Uno de los jueces de instrucción tradujo posteriormente la evaluación en una audiencia previa al juicio para el especialista Brand, diciendo que el tejido en las piernas del joven hombre, “había sido básicamente reducido a pulpa”.

“He visto heridas similares en un individuo atropellado por un autobús”, agregó la tenienta coronel Elizabeth Rouse, la jueza de instrucción, con grado de mayor en aquel entonces.

Después de la segunda muerte, varios de los interrogadores del 519º Batallón fueron sacados temporalmente de sus puestos. Un médico fue asignado al centro de detención para que trabajara los turnos de noche. Por orden del jefe de inteligencia de Bagram, se prohibió a los interrogadores que tuvieran algún contacto físico con los detenidos. El encadenamiento de prisioneros a algún objeto fijo también fue prohibido, y se restringió el uso de posiciones de estrés.

En febrero, un funcionario militar estadounidense reveló que el comandante de guerrilla afgano cuyos hombres habían detenido al señor Dilawar y sus pasajeros había sido detenido él mismo. Se sospechaba que el comandante, Jan Baz Khan, había atacado él mismo Camp Salerno y que luego había entregado a “sospechosos” inocentes a los estadounidenses como una estratagema para ganar su confianza, dijo el funcionario militar.

Más adelante fueron visitados por los padres del señor Dilawar, que les rogaron que explicaran lo que había sucedido a su hijo. Pero los hombres dijeron que no habían sido capaces de volver a relatar los detalles.

“Les dije que tuvo una cama”, dijo Parkhudin. “Les dije que los estadounidenses se portaron muy bien porque tenía un problema del corazón.”

A fines de agosto del año pasado, poco antes de que el ejército completara su investigación de las muertes, el sargento Yonushonis, que estaba estacionado en Alemania, fue por su propia iniciativa a ver a un agente del Comando de Investigación Criminal. Hasta entonces, nunca había sido entrevistado. “Esperaba que en algún momento los investigadores de este caso tomarían contacto conmigo”, dijo. “Vivía a unas pocas puertas de la sala de interrogatorio, y había sido uno de los últimos en ver a este detenido en vida”.

El sargento Yonushonis describió lo que había presenciado en el último interrogatorio del detenido. “Recuerdo que estaba tan furioso que me costó hablar”, dijo.

También agregó un detalle que había sido pasado por alto en el archivo de la investigación. Dijo que cuando el señor Dilawar fue llevado a sus últimos interrogatorios: “la mayoría de nosotros estaba convencida de que el detenido era inocente”.

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Ruhallah Khapalwak, Carlotta Gall y David Rohde contribuyeron información para este artículo, y Alain Delaqueriere ayudó en la investigación.


 

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