Crónica desde la ciudad de Herat, en Afganistán
Historia de una masacre
Las autoridades militares estadounidenses primero negaron que las víctimas
afganas fuesen 120, luego afirmaron que fueron los talibán quienes las mataron
con granadas. Pero hay fotos que revelan cráteres en la tierra y ningún rastro
de granadas.
Por Patrick Cockburn * Lunes, 11 de Mayo de 2009
Unos estudiantes protestan contra las tropas de Estados Unidos en Kabul, la
capital afgana. |
Desde Herat, Afganistán
La ciudad de Herat, en otros tiempos, fue una de las grandes urbes del mundo,
una capital imperial cuyas riquezas provenían de la Ruta de la Seda que la unía
con Irán, el resto de Afganistán y casi toda el Asia central. Hoy, a pesar de
sus magníficos minaretes adornados con mosaicos azules y verdes que sobresalen
por encima de su magnífica mezquita, la ciudad se encuentra aislada del resto
del planeta. De hecho, se encuentra aislada también del resto de Afganistán.
Volé hasta allí porque el viaje por tierra era demasiado peligroso. Si al
salir del aeropuerto hubiésemos doblado a la izquierda en vez de a la derecha, y
nos hubiésemos encaminado de ese modo hacia la ruta que conduce a Kandahar, en
unos pocos minutos nos hubiésemos visto inmersos en territorio Talibán. La ruta
que conduce por el este hacia la ciudad de Bamyan no se usa por el mismo
problema. Demasiado peligrosa.
En sí misma, la ciudad de Herat tiene un aire más apacible que Kabul, la
capital. Aquí las calles parecen casi normales, con policías en uniformes gris
oscuro en las esquinas deteniendo y chequeando algunos vehículos, y todo ello
con un aire de tranquilidad que no parece indicar que esperen un atentado de un
momento a otro.
Al poco tiempo de llegar, conocí a Obaidullah Sidiqi, un hombre de negocios
de la ciudad que nos ofrece un almuerzo en una huerta rodeada de fuentes, con
árboles de moras y madreselvas por todos lados. El señor Sidiqi trabaja en el
negocio de la construcción desde hace dieciséis años. Preocupado, me explica que
en Herat trabajar y hacer negocios libremente es cada vez más difícil. Hace
algunos días, para ir a visitar unas obras que tiene adjudicadas, tuvo que
disfrazarse, dejándose crecer la barba unos días antes y vistiéndose a la manera
tradicional. Y es que la obra en construcción está en Shindand, un distrito al
sur de Herat donde la mayoría de la población pertenece a la etnia pashtún y
dónde los talibán están bien asentados. “Quería ir a visitar las obras, pero
para hacerlo tuve que disfrazarme y volar en una avioneta, ya que por tierra era
imposible”, me explica.
La rebelión de los talibán, de forma general, se encuentra circunscripta a la
etnia pashtún, a la cual pertenece el 42 por ciento de la población afgana. El
señor Sidiqi, como casi todos en Herat, es tayiko, no pashtún. Su grupo, algo
así como el 27 por ciento de la población, fue y es uno de los núcleos duros de
la resistencia antitalibán.
Personalmente, vine hasta Herat porque fue en la aldea de Bala Baluk, muy
cerca al sur de esta ciudad, que el lunes pasado aviones norteamericanos
surcaron el cielo y dejaron caer sus bombas matando a unos 120 civiles. Las
autoridades militares estadounidenses primero negaron que las víctimas fuesen
tantas y, luego, afirmaron que fueron los talibán quienes masacraron a los
civiles en su paso por el poblado, donde habrían arrojado granadas hacia las
casas.
El problema, que hace al menos dudosa la versión norteamericana, es que Bala
Baluk se encuentra en un área de mayoría pashtún, donde los talibán están muy
asentados entre la población.
No pude hablar con ninguno de los catorce sobrevivientes de los bombardeos,
pero sí lo hice con Farooq Faizy, un periodista de la radio local que se
desplazó hasta el lugar de los hechos apenas se enteró de los bombardeos. Farooq
me explicó que la gente, por miedo a los talibán, no contó casi nada. Igual, él
sacó unas setenta u ochenta fotos del lugar. Las imágenes son reveladoras:
inmensos cráteres en la tierra, decenas de casas destrozadas hasta sus
cimientos, cuerpos mutilados esparcidos por todos lados y más agujeros en la
tierra. Ningún rastro de granadas, balas o metralletas comunes.
Desde un comienzo sospeché que la versión esgrimida por Washington que
indicaba que un grupo de talibán había recorrido la aldea y arrojado granadas
supuestamente porque no se les habría pagado su parte por las ganancias de la
cosecha de opio era una mera táctica dilatoria. Y es que, en general, el
ejército estadounidense opera de la siguiente forma: niegan su culpa hasta que
el tema haya salido de las primeras planas para luego admitirlo cuando ya saben
que el hecho tendrá menos rebotes en la prensa. Hacia el final de la semana,
algunas declaraciones del Pentágono ya señalaban que la versión de las granadas
provenía en realidad de fuentes “poco confiables”.
Mientras tanto, ayer el presidente afgano, Hamid Karzai, señaló en una
entrevista con la cadena norteamericana NBC que de continuar los bombardeos
aéreos indiscriminados, la población se volvería cada vez más favorable hacia
los talibán, debido a la cantidad de bajas civiles. A su turno, el general James
Jones, principal asesor en seguridad nacional de Obama, aseguró que no realizar
más bombardeos aéreos sería “imprudente”.
* De The Independent de Gran Bretaña. Especial para Página/12.
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