Una década después del 11-S
Somos los que odiamos
Chris Hedges thuthdig 14 de septiembre de 2011
Traducido para Rebelión por Silvia Arana
Llegué a Times Square alrededor de las 9:30 en la mañana del 11 de septiembre
de 2001. Una muchedumbre miraba transfigurada las enormes pantallas de
televisión. En ellas se podían ver columnas de humo elevándose por encima de las
torres. Caminé rápidamente en dirección a la sala de redacción del New York
Times en el número 229 de la calle 43, recogí unos cuadernos de notas, mi
tarjeta de prensa del NYPD, la que me permitiría entrar en las zonas valladas
por la policía, y me dirigí hacia el World Trade Center tomando el West Side
Highway. Esta carretera estaba cerrada para el tráfico vehicular. Caminé pasando
grupos de empleados de emergencia, policías y bomberos. En las calles estaban
estacionados camiones de bomberos, vehículos de emergencia, ambulancias, autos
de la policía y camiones de rescate.
La torre sur se derrumbó cerca de las 10:00 con un rugido gutural. Enormes
nubes grises y giratorias de nocivo humo, polvo, gas, cemento pulverizado y yeso
combinados con partículas de restos humanos envolvía el bajo Manhattan. La luz
del sol estaba oscurecida. La torre norte colapsó 30 minutos más tarde. El polvo
cubría Manhattan como un velo.
Me dirigí hacia el sitio donde habían estado las torres, pasando grupos de
policías y bomberos estupefactos, cubiertos de ceniza, silenciosos. Saqué mi
libreta de notas, les hice algunas preguntas pero nadie lograba articular ni una
palabra. Movían la cabeza con tristeza y me hacían una seña para que me alejara.
En el momento en el que arribé a la Zona Cero el sitio tenía la desolación de un
paisaje lunar; pisos completos habían colapsado como un acordeón. Recogí trozos
de papel de un piso, y unos cuantos papeles de 30 pisos más arriba. Pequeñas
partes de cuerpos -el pie de una mujer dentro de su zapato, un fragmento de una
pierna, una parte de un torso- estaban esparcidos entre los escombros.
Una gran cantidad de gente, quizás más de 200, empujando a través del humo
saltaron hacia su muerte desde las ventanas que estaban rotas o que ellos habían
roto. En algunos casos saltaron solos; en otros, en pares. Parecía que habían
tomado turno, un cuerpo cayendo en cascada detrás del otro. El último acto de
voluntad individual. La caída duraba unos 10 segundos, muchos agitaban el cuerpo
o replicaban el movimiento de nadar, alcanzando 150 millas por hora. Sus ropas y
en algunos pocos casos, unos paracaídas improvisados hechos con cortinas o
manteles quedaron hechos jirones. Se estrellaban en el pavimento con un sonido
enervante, dando golpes tremendos. Pum. Pum. Pum. Aquellos que lo presenciaron
quedaron especialmente traumatizados por los sonidos que hacían los cuerpos al
impactar en el suelo.
Las imágenes de los que saltaron resultaron demasiado fuertes para los
canales de televisión. Incluso antes de la caída de las torres, los hombres y
las mujeres cayendo de las torres fueron censurados de la transmisión en vivo.
Algunas fotos aisladas aparecieron en los periódicos del día siguiente,
incluyendo el NYT, que luego fueron prohibidas. El suicidio serial, uno de los
elementos más cruciales e importantes de la narrativa del 11 de septiembre fue
eliminado de la historia. Y continúa extirpado de la conciencia pública.
Las imágenes de la gente lanzándose desde los edificios no tenía cabida en el
mito que la nación exigía. El destino de los que "saltaron" decía algo profundo,
tan perturbador sobre nuestro propio destino, nuestra pequeñez y fragilidad en
el universo, que tuvo que ser prohibido. Los que "saltaron" son un ejemplo de
que hay umbrales de sufrimiento que generan una voluntad para morir. Los que
"saltaron" nos recuerdan que para todos nosotros llegará un momento final cuando
la única elección será, en el mejor de los casos, escoger cómo morir, no cómo
vivir. Y que podemos morir antes de la última exhalación.
Sin embargo, el shock del 11/9 exigía imágenes y relatos de resistencia,
redención, heroísmo, valentía, auto-sacrificio y generosidad; no de suicidio
colectivo frente a la falta de esperanzas y desesperación.
Los reporteros en momentos de crisis se transforman en médicos clínicos.
Recogen datos, hechos, descripciones, información básica y hacen entrevistas con
tanto tacto como sea posible. Hacemos que los hechos encajen dentro de una
narrativa conocida. No creamos hechos pero sí los manipulamos. Hacemos que esos
hechos se acomoden a nuestra percepción de nosotros como estadounidenses y como
seres humanos. Trabajamos dentro de los límites de nuestro mito nacional.
Hacemos del periodismo y de la historia un refugio contra la memoria. Al fingir
que el asesinato y el suicidio en serie pueden ser transformados en un tributo a
la victoria del espíritu humano fue la mentira que le dijimos al público desde
ese día y continuamos diciéndola. Solamente se puede dar sentido al presente
mirando con la lente del pasado, como lo señaló el filósofo francés Maurice
Halbwachs, reconociendo que "nuestras concepciones del pasado están
influenciadas por las imágenes mentales que empleamos para resolver los
problemas del presente, entonces, la memoria colectiva es esencialmente una
reconstrucción del pasado con la luz del presente... La memoria necesita ser
continuamente alimentada por las fuentes colectivas y sostenida por las
estructuras sociales y morales".
Regresé esa noche a la mesa de redacción tosiendo a causa de las emanaciones
producidas por asbestos, combustible de avión, mercurio, celulosa y materiales
de construcción quemados. Me senté al frente de mi computadora, con la delgada
máscara de papel colgando del cuello, y traté de escribir y de respirar
normalmente. En la sala se podía distinguir claramente a todos los que habíamos
estado en el sitio por la dificultad que teníamos para respirar. La mayoría
estábamos convulsionados por el shock y el dolor.
Pronto, sin embargo, se manifestó otra reacción. Aquellos que estuvimos cerca
del epicentro de los ataques, más que nada sentíamos dolor. Aquellos que habían
mantenido cierta distancia, manifestaban con indulgencia un sentido nacionalista
creciente y los llamados a la venganza sangrienta muy pronto se impondrían sobre
la razón y la sanidad mental. El nacionalismo era una enfermedad que yo conocía
íntimamente como corresponsal de guerra. Es contrario al pensamiento. Es
básicamente una auto-exaltación. La otra cara del nacionalismo es siempre el
racismo, la deshumanización del enemigo y de todos aquellos que cuestionen la
causa. La plaga del nacionalismo surgió casi de inmediato. Mi hijo, que tenía 11
años, me preguntó cuál era la diferencia entre coches que llevaban pequeñas
banderas de EE.UU. y coches que llevaban grandes banderas de EE.UU.
"La gente con las banderas verdaderamente grandes son los verdaderos
idiotas", le contesté.
La muerte en el World Trade Center, el Pentágono y un campo de Pennsylvania
fueron usadas para santificar las ansias de guerra del estado. Cuestionar el por
qué de la guerra, se convirtió en un acto de deshonor de los mártires. Aquellos
de nosotros que sabíamos que los ataques tenían su raíz en la larga noche de
humillaciones y sufrimientos infligidos por Israel sobre los palestinos, por la
imposición de bases militares de EE.UU. en el Medio Oriente y por las dictaduras
brutales en los países árabes instauradas y sostenidas por EE.UU. éramos
considerados apóstatas. Nos volvimos defensores de lo indefendible. Como me
gritó en Berkeley Christopher Hitchens, éramos apologistas "de los terroristas
suicidas".
Debido a que pocas personas iban a examinar las actividades de su país en el
mundo musulmán, los ataques fueron declarados como incomprensibles por el estado
y su perro faldero, la prensa. Aquellos que implementaron los ataques fueron
rotulados como provenientes de una cultura y religión que en el mejor de los
casos era primitiva y probablemente malévola. El Corán -aunque prohíbe el
suicidio al igual que la muerte de mujeres y niños- fue representado como un
manual de fanatismo y terror. Los atacantes simbolizaban el choque titánico de
civilizaciones, la batalla cósmica que se estaba dando entre el bien y el mal,
entre las fuerzas de la luz y de las sombras. Las imágenes de los aviones
estrellándose en las torres y de los heroicos socorristas fueron mostradas una y
otra vez. Fuimos inundados con historias penosas de los sobrevivientes y de las
víctimas. Muerte y torres colapsando devinieron imágenes iconográficas. Los
agentes de la guerra y el odio se apoderaron diestramente de las ceremonias de
conmemoración. Estas se volvieron medios de justificación para hacerle a otros
lo que nos habían hecho a nosotros. Y mientras gente inocente había muerto aquí,
pronto otros inocentes comenzaron a morir en el mundo musulmán. Una vida por
otra vida. Asesinato por asesinato. Muerte por muerte. Terror por terror.
En las semanas posteriores a los ataques se puso de manifiesto la vieja y
conocida batalla entre la fuerza y la imaginación humana, entre los crudos
instrumentos de la violencia y la capacidad por empatía y comprensión. Perdió la
imaginación. Ganó la razón de la sangre fría, que no habla el lenguaje de la
imaginación. Empezamos a hablar y a pensar con los clichés vacíos del
nacionalismo, sobre el terror que el estado nos proporcionó. Nos volvimos lo que
odiábamos. Las muertes fueron usadas para justificar las guerras "preventivas",
la invasión de Irak, la ocupación prolongada, los asesinatos individualizados,
la tortura, las colonias penales en ultramar, la matanza de familias en
controles policiales, bombardeos aéreos de poblaciones, ataques con
drones y misiles, y el asesinato de docenas, luego centenas, y luego
miles, y luego decenas de miles, y finalmente de cientos de miles de gente
inocente. Creamos pilas de cuerpos en Afganistán, Irak y Pakistán, y extendimos
el alcance de nuestra máquina de asesinar a Yemen y Somalia. Y al beatificar a
nuestros muertos, al cementar el miedo y el imperativo de guerra permanente en
la psiquis nacional y al atizar la humillación colectiva, hizo posible que el
estado cometiera crímenes, atrocidades y matanzas que en comparación
empequeñecieron los ataques del 11/9.
"Es la primera muerte la que infecta a todos con el sentimiento de sentirse
amenazados", escribió Elias Canetti. "Es imposible sobrevalorar el papel que
desempeña el primer muerto en la chispa inicial del fuego de la guerra. Los
gobernantes que quieren desatar una guerra saben muy bien que se deben procurar
o inventar una primera víctima. No necesita ser una persona de importancia
particular, y hasta puede ser alguien completamente desconocido. Nada cuenta
excepto su muerte; y la gente debe creer que el enemigo fue responsable de la
muerte. Cualquier causa posible de la muerte de la persona debe ser ocultada
salvo una: su pertenencia al grupo, al cual uno también pertenece."
Fuimos incapaces de aceptar la realidad de esta matanza anónima. Fuimos
incapaces porque esta revelaba la horrible verdad de que vivimos en un universo
moralmente neutral en el que la vida humana, incluyendo nuestra vida, puede ser
apagada por una violencia indiscriminada y sin sentido. Esta demostró que no hay
protección ni de Dios, ni del destino, ni la suerte, ni los presagios o del
estado.
Todavía no hemos despertado y reconocido lo que somos en la actualidad, la
erosión fatal de las leyes nacionales e internacionales y el desperdicio sin
sentido de vidas, recursos y billones de dólares en guerras que nunca podremos
ganar. No vemos que nuestros rostros se han vuelto tan distorsionados como los
rostros de los que secuestraron los aviones hace una década. No nos damos cuenta
de que ha triunfado la visión torcida de Osama bin Laden de un mundo de
violencia indiscriminada y terror. Los ataques nos convirtieron en monstruos, en
demonios grotescos, sádicos y asesinos que arrojan bombas sobre los niños de los
pueblos y torturan a los cautivos, quitándoles sus derechos y manteniéndolos
presos durante años sin respeto por las leyes. Actuamos antes de poder pensar. Y
estamos atrapados en el fervor satánico de la violencia.
Como escribió Wordsworth:
La acción es transitoria -un paso, un golpe,
El movimiento de un músculo -de esta u otra manera-
Está hecho; y después en el vacío creado
Nos sorprendemos de lo que somos como traicionados:
El sufrimiento es permanente, lóbrego y oscuro,
Y tiene el carácter de lo infinito.
Podríamos haber tomado otro camino. Podríamos haber construido otro desenlace
basándonos en la profunda simpatía y empatía que recorrió el mundo después de
los ataques. El rechazo a los crímenes fue casi universal hace 10 años,
incluyendo el rechazo en el mundo musulmán, adonde yo estuve trabajando en las
semanas y meses posteriores al 11/9. Si los ataques hubieran permanecido en el
ámbito de las agencias de inteligencia y la diplomacia, se podría haber abierto
la posibilidad, no de la guerra y de la muerte, sino de una reconciliación y
comunicación que ayudaran a corregir los males que cometimos en el Medio Oriente
y los que cometió Israel con nuestro beneplácito. Fue un momento que
desperdiciamos. Nuestra brutalidad y triunfalismo, producidos por nuestro
nacionalismo y arrogancia infantil, revitalizaron el movimiento yihadista. Nos
volvimos el instrumento más efectivo para reclutar militantes del movimiento
islámico radical. Descendimos en la barbarie. Nos hicimos terroristas nosotros
también. El triste legado del 11/9 es que, en ambos lados, ganaron los
pendejos.
Fuente: http://www.truthdig.com/report/print/nationalism_in_the_aftermath_of_9_11_20110910/
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