2011: Una distopía feliz
Chris Hedges TruthDig 9 de enero de 2011
Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández
Flickr / Ludovic Bertron (CC-BY)
Las dos grandes visiones sobre distopías
futuras han sido “1984”, de George Orwell, y “Un mundo feliz”, de Aldous Huxley.
El debate existente entre quienes observaban nuestro deslizamiento hacia el
totalitarismo de las corporaciones giraba en torno a quién de los dos escritores
tenía razón. ¿Viviríamos dominados, como escribió Orwell, por una vigilancia
represiva y un estado de seguridad que utilizaría formas de control brutales y
violentas? ¿O, como Huxley imaginó, nos sentiríamos fascinados por el
entretenimiento y el espectáculo, cautivos de la tecnología y seducidos por un
derroche consumista que envolvería nuestra propia opresión? Pues ha resultado
que ambos, Orwell y Huxley, tenían razón. Huxley fue capaz de imaginar la
primera fase de nuestra esclavitud. Orwell la segunda.
Como Huxley predijo, el estado de las corporaciones nos ha ido despojando
gradualmente, seduciéndonos y manipulándonos con gratificaciones sensuales,
artículos baratos producidos en masa, crédito sin límites, teatro político y
diversión. Mientras nos iban entreteniendo y envolviendo, fueron desmantelando
todo el conjunto de regulaciones que en otro tiempo mantuvieron a raya al
depredador estado corporativo, volviendo a reescribir las leyes que nos
protegían hasta abocarnos a la pobreza. En estos momentos, el crédito se ha
secado ya, los puestos de trabajo medianamente decentes para la clase
trabajadora han desaparecido para siempre y los artículos producidos en masa
resultan ahora inasequibles, por todo lo cual nos vemos transportados desde “Un
mundo feliz” a “1984”. El estado, asfixiado por déficits masivos, guerras sin
fin y fechorías corporativas, se desliza hacia la bancarrota. Ha llegado la hora
de que el Gran Hermano se apodere del sensorama, de la orgia-porfía y de la
bomba centrífuga de Huxley. Estamos pasando de una sociedad donde se nos
manipula hábilmente con mentiras e ilusiones a otra donde estamos clara y
totalmente controlados.
Orwell alertó sobre un mundo donde los libros estarían prohibidos. Huxley
advirtió de un mundo donde nadie querría ya leer libros. Orwell alertó sobre un
estado de guerra y miedo permanentes. Huxley advirtió de una cultura habitada
por un placer vacío de sentido. Orwell avisó acerca de un estado donde todas las
conversaciones y pensamientos estaban vigilados y la disidencia brutalmente
reprimida. Huxley alertó sobre un estado donde su población sólo se preocupaba
por las trivialidades y el cotilleo, sin que le importaran ya ni la verdad ni la
información fidedigna. Orwell nos veía asustados y sometidos. Huxley nos veía
seducidos y sometidos. Pero estamos descubriendo que Huxley no era más que el
preludio de Orwell. Huxley entendía que en ese proceso éramos nosotros los
cómplices de nuestra propia esclavitud. Orwell lo interpretaba como esclavitud.
Ahora que el Estado corporativo ha dado ya el golpe maestro, nos encontramos
desnudos e indefensos. Y estamos empezando a entender, como Karl Marx supo, que
el capitalismo sin restricciones y sin reglamentar es una fuerza brutal y
revolucionaria que explota a los seres humanos y el medio ambiente hasta
agotarlos o destruirlos.
“El Partido busca el poder completamente en su propio beneficio”, escribió
Orwell en “1984”. “No estamos interesados por el bien de los otros; únicamente
nos interesa el poder. Ni la riqueza ni el lujo ni una vida larga ni la
felicidad: sólo el poder, el poder puro. Lo que implica el poder puro lo
comprenderán ahora. Nos diferenciamos de las oligarquías del pasado en que
sabemos lo que estamos haciendo. Todos los demás, incluso los que se nos
parecieron, eran cobardes e hipócritas. Los nazis alemanes y los comunistas
rusos se nos parecían mucho en sus métodos, pero nunca tuvieron valor para
reconocer sus propios motivos. Pretendieron, quizá hasta se lo creyeron, que
habían tomado el poder de mala gana, por tiempo limitado y que justo a la vuelta
de la esquina había un paraíso donde los seres humanos eran libres e iguales.
Nosotros no somos así. Sabemos que nadie toma nunca el poder con intención de
renunciar al mismo. El poder no es un medio, es un fin. Uno no establece una
dictadura para salvaguardar una revolución; uno hace una revolución para
establecer una dictadura. El objeto de la persecución es la persecución. El
objeto de la tortura es la tortura. El objeto del poder es el poder”.
El filosofo político Sheldon Wolin utiliza el término “totalitarismo
invertido” en su libro “Democracia incorporada” para describir nuestro sistema
político. Es un término que daría sentido a Huxley. En el totalitarismo
invertido, las sofisticadas tecnologías del control corporativo, la intimidación
y manipulación de masas, que superan de lejos las utilizadas por los anteriores
estados totalitarios, se enmascaran eficazmente con el oropel, el ruido y la
abundancia de una sociedad de consumo. Se va renunciando gradualmente a la
participación política y a las libertades civiles. El estado corporativo,
escondido tras la pantalla de humo de la industria de las relaciones publicas,
del entretenimiento y el materialismo chabacano de una sociedad de consumo, nos
devora de dentro a afuera. No le debe lealtad a nadie, ni a nosotros ni a la
nación. Se da un festín con nuestros cadáveres.
El estado corporativo no encuentra su expresión en un líder demagogo o
carismático. Se define por el anonimato y la ausencia de rostro de la
corporación. Las corporaciones, que suelen alquilar a portavoces atractivos como
Barack Obama, controlan los usos de la ciencia, la tecnología, la educación y la
comunicación de masas. Controlan los mensajes en el cine y en la televisión. Y,
al igual que en “Un mundo feliz”, utilizan estas herramientas de comunicación
para reforzar la tiranía. Nuestro sistema de comunicación de masas, como Wolin
escribe, “obstaculiza, elimina cualquier elemento que pudiera introducir
cualificación, ambigüedad o dialogo, cualquier cosa que pudiera debilitar o
complicar la fuerza total de su creación, hasta su total
impresión”.
El resultado es un sistema monocromático de la información. Cortesanos de
famosos, haciéndose pasar por periodistas, expertos y especialistas, identifican
nuestros problemas y explican pacientemente los parámetros. Se descarta como
seres raros irrelevantes, extremistas y miembros de la izquierda radical a todos
aquellos que se posicionan fuera de los parámetros impuestos. Se prohíbe a
críticos sociales clarividentes, desde Ralph Nader a Noam Chomsky. Las opiniones
aceptables van de la A a la B. La cultura, bajo tutela de esos cortesanos
corporativos, se convierte, como Huxley señaló, en un mundo de conformidad
alegre, así como en un inacabable y finalmente fatal optimismo. Nos compramos a
nosotros mismos comprando productos que prometen cambiar nuestras vidas,
haciéndonos más guapos, más seguros o exitosos mientras velozmente nos despojan
de nuestros derechos, dinero e influencia. Todos los mensajes que recibimos a
través de estos sistemas de comunicación, ya sea en las noticias de la noche o
en los programas de entrevistas como “Oprah”, prometen
un mañana más brillante y más feliz. Y esta es, como Wolin señala, “la misma
ideología que invita a los ejecutivos de las corporaciones a exagerar beneficios
y ocultar pérdidas, pero siempre con rostro risueño”. Estamos embelesados, como
Wolin escribe, por “los continuos avances tecnológicos” que “fomentan elaboradas
fantasías de destrezas individuales, juventud eterna, belleza gracias a la
cirugía, acciones que se miden en nanosegundos: una cultura repleta de sueños de
control y posibilidades en constante expansión, cuyos habitantes son propensos a
fantasear porque la inmensa mayoría tiene imaginación pero pocos conocimientos
científicos”.
Han desmantelado nuestra base industrial. Los especuladores y estafadores han
saqueado el Tesoro estadounidense y han robado miles de millones a los pequeños
accionistas que habían reservado ese dinero para la jubilación o para ir a la
universidad. Se han eliminado las libertades civiles, incluido el habeas
corpus y la protección contra las escuchas telefónicas sin orden judicial.
Los servicios básicos se han entregado a las corporaciones, incluidas la
educación pública y la atención sanitaria, que los explotan buscando únicamente
el beneficio. El establishment corporativo ridiculiza a los pocos que se
atreven a alzar su voz disidente, que se niegan a participar en la feliz charla
corporativa, etiquetándoles de bichos raros, de frikis.
Las actitudes y el temperamento han sido astutamente manipulados por el
estado corporativo, al igual que los maleables personajes de Huxley en “Un mundo
feliz”. El protagonista del libro, Bernard Marx, vuelca su frustración en su
novia Lenina:
“¿No te gustaría ser libre, Lenina”, pregunta.
“No comprendo qué quieres decir. Soy libre, libre para tener el tiempo más
maravilloso. Todo el mundo es feliz hoy en día.”
Él se rió: “Sí, ‘todo el mundo es feliz hoy en día’. Pero, ¿no te gustaría
ser libre para ser feliz de otra manera, Lenina? A tu manera, por ejemplo; no
del mismo modo que todos los demás”.
“No sé lo que quieres decir”, repitió ella.
La fachada se derrumba. Y cada vez hay más gente que se da cuenta de que se
les ha utilizado y se les ha robado, que poco a poco estamos yendo de “Un mundo
feliz” de Huxley a “1984” de Orwell. “En algún momento, la gente tendrá que
enfrentar verdades muy desagradables. Los puestos de trabajo bien pagados no van
a volver. Los mayores déficits de la historia humana significan que estamos
atrapados en un sistema de servidumbre que el estado de las corporaciones
utilizará para erradicar los últimos vestigios que quedan de protección social a
los ciudadanos, incluida la Seguridad Social. El estado ha sufrido una regresión
de la democracia capitalista al neofeudalismo. Y cuando todas estas verdades
aparezcan claramente, la rabia sustituirá a la alegre conformidad impuesta por
las corporaciones. La debilidad de nuestros bolsillos post-industriales, donde
alrededor de 40 millones de estadounidenses viven en un estado de pobreza y
decenas de millones en una categoría denominada de “casi pobreza”, junto con la
carencia de crédito que pudiera salvar a las familias de las ejecuciones
hipotecarias, de las apropiaciones de los bancos y de la bancarrota a causa de
las facturas médicas, pone en evidencia que el totalitarismo invertido no va ya
a funcionar.
Cada vez vivimos más en la Oceanía de Orwell, no en El Estado Mundial de
Huxley. Osama bin Laden juega el papel asumido por Emmanuel Goldstein en “1984”.
Goldstein, en la novela, es el rostro público del terror. Sus diabólicas
maquinaciones y actos clandestinos de violencia dominan las noticias de la
noche. La imagen de Goldstein aparece cada día en las pantallas de televisión de
Oceanía como parte del ritual diario de “Dos Minutos de Odio” de la nación. Y
sin la intervención del estado, Goldstein, al igual que bin Laden, acabará con
vosotros. En la lucha titánica contra la personificación del mal, se justifican
todos los excesos.
La tortura psicológica aplicada al soldado raso Bradley Manning –que lleva ya
siete meses preso sin haber sido acusado de delito alguno- refleja el destrozo
del disidente Winston Smith al final de “1984”. A Manning se le mantiene como
“detenido sometido a máxima vigilancia” en el calabozo de la Base del Cuerpo de
Marina Quantico, en Virginia. Pasa solo 23 de las 24 horas del día. Se le niega
la posibilidad de hacer ejercicio. No puede tener almohada ni sábanas en la
cama. Los doctores del ejército le han estado atiborrando de antidepresivos. Las
más crudas formas de tortura de la Gestapo se han sustituido por refinadas
técnicas orwellianas, en gran medida desarrolladas por psicólogos que trabajan
para el gobierno para convertir en vegetales a disidentes como Manning.
Destrozamos las almas y los cuerpos. Es más eficaz así. Ahora nos pueden llevar
a todos a la temible Habitación 101 de Orwell para que nos conviertan en seres
dóciles e inofensivos. Esas “especiales medidas administrativas” se imponen
habitualmente a nuestros disidentes, incluido Syed Fahad Hashmi, quien pasó tres
años encarcelado en condiciones parecidas antes de ser llamado a juicio. Esas
técnicas han destrozado psíquicamente a miles de detenidos en nuestros agujeros
negros por todo el globo. Constituyen la principal forma de control en nuestras
prisiones de máxima seguridad, donde el estado corporativo hace la guerra
sirviéndose astutamente de nuestra inferior: los afroamericanos. Todo presagia
el cambio de Huxley a Orwell.
“Nunca podrás tener de nuevo sentimientos humanos normales”, dice el
torturador de Winston Smith en “1984”. “Todo estará muerto dentro de ti. Ya no
podrás ser capaz nunca de sentir amor o amistad o alegría de vivir o risa o
curiosidad o valentía o integridad. Te quedarás vacío, hueco. Vamos a exprimirte
hasta vaciarte y después te llenaremos de nosotros mismos”.
El nudo se va estrechando. La era del divertimento se sustituye por la era de
la represión. Decenas de millones de ciudadanos han tenido que entregar sus
registros telefónicos y correos al gobierno. Somos la ciudanía más controlada y
espiada en la historia humana. Muchos de nosotros tenemos nuestras rutinas
diarias atrapadas en docenas de cámaras de seguridad. Nuestras inclinaciones y
hábitos se registran en Internet. Nuestros perfiles se generan electrónicamente.
Cachean nuestros cuerpos en los aeropuertos y nos filman con escáneres. Y los
anuncios de servicio público, las pegatinas de los coches de inspección y los
carteles del transporte público nos instan constantemente a informar de
actividades sospechosas. Porque el enemigo está por todas partes.
Se silencia brutalmente a quienes no se ajusten a los dictados de la guerra
contra el terror, una guerra que, como Orwell señaló, es inacabable. Las
draconianas medidas de seguridad utilizadas para reprimir las protestas en las
cumbres del G-20 en Pittsburg y Toronto fueron salvajemente desproporcionadas
para el nivel de actividad de la calle. Pero enviaron un claro mensaje: ¡NI SE
OS OCURRA INTENTARLO! La persecución por parte del FBI de los activistas a favor
de Palestina y en contra de la guerra, que el pasado septiembre vieron cómo los
agentes asaltaban sus hogares en Minneapolis y Chicago, es un presagio de lo que
está por venir para todos aquellos que se atrevan a desafiar el Neolengua
oficial del estado. Los agentes –nuestra Policía del Pensamiento- incautaron
teléfonos, ordenadores, documentos y otras pertenencias personales. Se han
enviado citaciones judiciales a 26 personas para que comparezcan ante un gran
jurado. Las notificaciones citan leyes federales que prohíben “proporcionar
apoyo material o recursos destinados a organizaciones extranjeras terroristas”.
El Terror, incluso para quienes no tienen nada que ver con el terrorismo, se
convierte en el objeto contundente utilizado por el Gran Hermano para
protegernos de nosotros mismos.
“¿Empiezan a ver, pues, qué clase de mundo estamos creando?”, escribió
Orwell. “Es exactamente todo lo contrario de las estúpidas Utopías hedonistas
que los viejos reformistas imaginaron. Un mundo de temor, traición y tormento,
un mundo donde se pisotea y se es pisoteado, un mundo cada vez más despiadado en
la medida en que se va refinando”.
Chris Hedges ha sido corresponsal en América Central, Oriente Medio,
África y los Balcanes a lo largo de dos décadas. En 2002 recibió el Premio
Internacional de los Derechos Humanos de Amnistía Internacional. En 2010 recibió
el Premio a la Mejor Columna Online por el ensayo “One Day We’ll All Be
Terrorists”. Ha dado clase en las Universidades de Columbia, Nueva York y
Princetown. Actualmente da clases a los presos de un correccional de Nueva
Jersey. Es también miembro del The Nation Institute.
Fuente:
http://www.truthdig.com/report/item/2011_a_brave_new_dystopia_20101227/
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