Creando una generación perdida a nivel mundial
No tenemos nada de excepcionales
Karen J. Greenberg
TomDispatch
28 de enero de 2019
Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández
A mediados de 2018, Mika Brzezinski, de la MSNBC, lanzó un puñal de madre a madre contra
Ivanka Trump. Durante las mismas semanas en que los titulares se llenaban
de noticias nefastas sobre las separaciones y el sufrimiento de los niños
en la frontera entre México y Estados Unidos, ¿cómo pudo la primera hija y
asesora presidencial estar tan sorda y exhibirse abrazando a su hijo de dos
años?, preguntó Mika. En una actitud similar, seis meses antes, había sido
fotografiada con su hija de seis años posando en una foto llena de glamour.
En otras palabras, EE.UU. había encontrado a su propia María Antonieta, una
madre que se regodeaba mientras otras sufrían. “Ya me gustaría”, tuiteó
Brzezinski a Ivanka, “que hablaras por todas las madres y asumieras una
posición por todas las madres y niños”.
Sin embargo, el problema no solo era la crueldad y la insensibilidad de la hija del presidente,
ni la grotesca disparidad entre ella y las madres en la frontera. El problema
era que la nula sensibilidad mostrada con esas fotos –ese excepcionalismo
implícito de que nosotros no somos como ellos, somos mejores- no estuvo
en modo alguno restringida a Ivanka Trump. Una sensación sutil y generalizada
de que este país y sus niños pueden permanecer separados e inmunes a los
problemas que actualmente afligen a los niños de todo el mundo está, de hecho,
muy extendida.
Si es que necesitan alguna prueba, miren simplemente una noche la televisión y observen
los abundantes anuncios en los que se ensalza la exuberancia vital de nuestros
niños: el cinturón de seguridad en el todoterreno, los banderines ondeando en
eventos deportivos o los elogios de sus padres por hacer los deberes. Si
reflexionan sobre ello, comprenderán pronto la profunda disparidad entre la
imagen de los niños y la infancia en EE. UU. y lo que está sucediendo con los
niños en tantos otros lugares de la Tierra. El sentimiento bien arraigado de
excepcionalismo que acompaña a esas imágenes confirma una ilusión más amplia:
que EE.UU. puede permanecer apartado de los males que aquejan a gran parte del mundo.
Lo cierto es que la realidad global de los niños en crisis puede ser el problema más acuciante
que debemos enfrentar como nación para entender que los males globales no
pueden mantenerse eternamente fuera de nuestras fronteras, no con los abrazos
de la primera hija, no con una versión egocéntrica de estrechez de miras, y
menos aún con un “gran, gran muro”.
De norte a sur, de este a oeste, los niños de todo el mundo están sufriendo, se sienten cada
vez más inseguros y están cada vez más acosados. Desde hace años, sus muertes
por enfermedades, privaciones, inanición y conflictos de todo tipo han ido en
aumento. Son cada vez más el forraje de las armas de guerra. Este es el caso,
inquietantemente, de los países en los que Estados Unidos ha estado
profundamente involucrado en su guerra global contra el terrorismo tras el
11-S, que ha afectado en los últimos 17 años a una parte importante del planeta
y, en particular y de forma muy grave, a los niños.
En los primeros tres cuartos de 2018, por ejemplo, 5.000 niños fueron asesinados o mutilados en
un Afganistán devastado por la guerra, donde EE. UU. todavía tiene 14.000
soldados e innumerables contratistas privados. Save the Children estima que
hasta 85.000 niños menores de cinco años pueden haber muerto de hambre en un
Yemen destrozado por la guerra emprendida por Arabia Saudí y, según el Comité
de los Derechos de la Infancia de la ONU, al menos 1.248 niños han sido
asesinados y muchos heridos en los ataques aéreos saudíes que Estados Unidos
viene respaldando y avituallando desde 2015.
A finales de 2017, se informó de que al menos 14.000 niños habían muerto en la guerra de
Siria por la acción de “francotiradores, ametralladoras, misiles, granadas,
bombas en las carreteras y bombas aéreas”. Además, como la periodista Marcia
Biggs mostró en un especial de NewsHour de PBS que ganó un
premio, un gran número de niños ha quedado mutilado y, después de perder las
extremidades, luchan por vivir con (o sin) prótesis, mientras que sus escuelas
han quedado reducidas a escombros.
Tampoco esa devastación se limita a Oriente Medio. Según UNICEF, 22.000 niños mueren
diariamente en todo el mundo debido a la inanición. En África, la violencia y
el hambre amenazan a los niños en cifras cada vez mayores. Según consta, en la
República Democrática del Congo, millones de niños están “en riesgo de
desnutrición aguda grave”.
La creación de una generación perdida
En lo referente a los niños, aquellos que logran sobrevivir a los rigores de nuestro mundo
actual se encuentran a menudo sin hogar, sin Estado y sin padres. La agencia de
la ONU para los refugiados, ACNUR, informa que la cifra de personas
desplazadas, tanto las que han huido a través de las fronteras nacionales como
las refugiadas y las que aún se encuentran en sus propios países, alcanzaba los
68,5 millones a finales de 2017. Según UNICEF, casi la mitad de esa población
desplazada son niños, aproximadamente 30 millones. Muchos de esos niños mueren
de hambre y no tienen acceso a la atención médica o la satisfacción de las
necesidades humanas básicas, como inodoros y agua potable, por no hablar de
escuelas o de tener un futuro. Un número escalofriante, como en el caso de
Iraq, se encuentran en campamentos de refugiados o desplazados internos. Como
señala Ben Taub al informar para el New Yorker sobre el Iraq posterior al
Estado Islámico, muchos de esos niños han sido “abandonados o son huérfanos a
causa de la guerra”.
Además, al vivir en zonas desgarradas por la violencia y la guerra, esos niños han sido a menudo
testigos de atrocidades en gran escala. Dentro y fuera de los campamentos donde
viven muchos de ellos, los menores son sometidos a violaciones, violencia y
abusos. En Siria, Yemen, Iraq y Afganistán, entre otros lugares, a muchos de
estos niños les han matado a sus hermanos y padres ante sus propios ojos. Según
Taub, en Iraq, quienes son sospechosos de tener familiares en el EI, o algún
tipo de afiliación con ellos, son brutalmente castigados con frecuencia o
incluso ejecutados. Human Rights Watch informa que los servicios de seguridad
en el Kurdistán iraquí utilizan “las palizas, posiciones de estrés y descargas
eléctricas en los adolescentes que custodian”, de entre 14 y 17 años, para
obtener confesiones sobre sus vínculos con el EI.
En un agudo y brillante documental: ISIS, Tomorrow: The Lost Souls of Mosul, las
cineastas Francesca Mannocchi y Alessio Romenzi informan sobre los niños que
sobrevivieron a los tres años de gobierno del Estado Islámico en esa ciudad
iraquí, ahora en ruinas en su mayor parte. Muchos de ellos se encuentran
actualmente en campamentos que son, en el término de Taub, “prisiones de
facto”, junto con otros presuntos familiares de combatientes del ISIS. Los
cineastas documentan las cicatrices psicológicas de estar retenidos en tales
lugares, así como de haber sido sometidos al adoctrinamiento y entrenamiento
ofrecidos por el ISIS. Al haber estado sometidos a un brutal maltrato, están
llenos de ira y deseos de venganza. Como declara un joven en la película: “Que
Dios les haga lo mismo que nos han hecho a nosotros”.
En otras palabras, en Iraq y en otras partes del Gran Oriente Medio y en zonas de
África, nuevas generaciones de terror y sufrimiento están ya a la vista a
medida que van creciendo los aterrorizados niños de las pesadillas actuales.
Mia Bloom, coautora del próximo libro Small Arms: Children and Terrorism, sugiere
que las autoridades de esos países deberían centrarse en plantear “un enfoque
multidimensional que aborde el trauma psicológico que sufren los niños que han
presenciado ejecuciones, además de los efectos de haber participado en actos de
violencia”. Muchos están de acuerdo con ella en la comunidad de los derechos
humanos. Sin embargo, en las duras condiciones por las que atraviesan esos
países, devastados por el conflicto y el colapso, el suyo es solo un sueño.
En realidad, a esos niños se les condena de forma regular al ostracismo como enemigos
permanentes del Estado. Constituyen, como muestran Taub, Mannocchi y Romenzi,
una generación perdida en el sentido más literal del término y esa pérdida
acabará afectándonos finalmente a todos.
Y no hay un final a la vista en lo que se refiere al daño y a las posteriores utilizaciones
de esos jóvenes dañados. Por el contrario, el ciclo de violencia solo está
fortaleciéndose gracias a un aumento en el reclutamiento de niños para la
guerra. En Yemen, Sudán y Libia, por ejemplo, el reclutamiento de niños
combatientes se ha incrementado a lo largo de varios años. Mientras tanto, para
continuar su guerra contra el Yemen, los saudíes también han estado reclutando,
de hecho literalmente comprando, a soldados del Sudán, “desesperados
supervivientes del conflicto en Darfur”. Muchos de ellos, según se
informa, son adolescentes de tan solo 14 años.
Y ese reclutamiento no se limita en manera alguna al Gran Oriente Medio. En Somalia y
Ucrania, por ejemplo, han salido recientemente a la luz alarmantes informes de
niños reclutados. En Ucrania, se entrena a niños de hasta ocho años para
disparar a matar y que no sientan sensibilidad alguna ante ese acto. CBS News
citaba recientemente a uno de sus entrenadores adultos de esta manera: “Nunca
apuntamos con armas a las personas. Pero no consideramos personas a los
separatistas ni a los hombrecitos verdes ocupantes de Moscú. Así que podemos y
debemos apuntar contra ellos”.
Tales intentos de aprovecharse de jóvenes a la deriva, a menudo hambrientos y desesperados, en
un esfuerzo por tener aún más armas disponibles son una receta para la
violencia global a largo plazo. Y los grupos terroristas tampoco dudan en
utilizar a las muchachas. En su trabajo sobre los niños reclutados en esas
guerras, por ejemplo, Bloom señala que el grupo terrorista nigeriano Boko Haram
es conocido por utilizar a chicas jóvenes en misiones suicidas, mientras que, a
raíz de su auge en 2014, ISIS reclutó a “cientos, si no miles, de niños para
actividades militares”. Así hicieron también los talibán en Afganistán.
La infancia, un activo desperdiciado
No se equivoquen, a la larga, Estados Unidos no se mantendrá al margen de esta violencia. En este siglo, lamentablemente,
los funcionarios estadounidenses y los responsables políticos han seguido
convencidos de que la única forma en que este país puede protegerse contra la
agitación y el caos que envuelve al mundo en general es a través de una política
exterior militar. Como expresó recientemente el senador Lindsey Graham, a raíz
de la decisión del presidente Trump de retirar las fuerzas estadounidenses de
Siria: “Quiero hacer la guerra en el patio trasero del enemigo, no en el
nuestro. Por eso necesitamos tener fuerzas desplegadas durante más tiempo en
Iraq, Siria y Afganistán”. En tal sentido, captaba el espíritu del enfoque
adoptado por tantos en las administraciones de Bush y Obama, aunque las fuerzas
estadounidenses continuaran desestabilizando esos otros “patios traseros” de
manera significativa.
Como se ha demostrado durante los primeros 18 años de este siglo, la realidad desafía esta
falsa sensación de seguridad que sostiene que es posible mantener a raya los
problemas de nuestro mundo. Como los ataques del 11-S debieron mostrarnos, en
una era global de comunicaciones, viajes, comercio y entrega de armas de
guerra, engendrar una generación sin hogar, apátrida y airada garantiza
la creación de problemas futuros insoportables, incluso aquí, en EE.UU. La
única forma de limitar ese daño futuro no está en el amurallamiento de este
país, sino en algún tipo de atención compasiva sin dilación hacia esos jóvenes.
Cuando se trata de crear futuros amargos, el modo en que la administración Trump trata los niños
en la frontera forma parte del mayor ataque global contra ellos. Aunque a una
escala menor que en el Gran Oriente Medio y más allá, las actuaciones contra
los niños en nuestra frontera sur deberían evocar a sus colegas en otros
lugares. En diciembre y enero, por ejemplo, se registraron las primeras muertes
de niños en los centros de detención de la frontera estadounidense.
Además, la negligencia generalizada y los actos obvios de crueldad continúan definiendo
esos centros. A los bebés se les mantiene con los pañales sucios y en
condiciones insalubres, mientras que los niños de todas las edades son
separados a menudo de sus padres y madres, inicialmente albergados en
condiciones gélidas y similares a las de las cárceles, aterrorizados ante lo
que puede esperarles a ellos y a sus padres. Recientemente, se hizo público un
video de trabajadores que abofeteaban, empujaban y arrastraban a jóvenes
inmigrantes en un centro de detención administrado por Southwest Key Programs
en Arizona. Un jurado declaró culpable al primero de los dos empleados de
Southwest Key acusados de abusar sexualmente de niños (en dos de los centros
de esa compañía) en septiembre pasado.
Y el maltrato a los niños inmigrantes en la frontera es solo una señal de los tiempos. También
hay problemas entre los ciudadanos estadounidenses. En una sociedad cada vez
más desigual, el 21% de los niños de este país vive ahora por debajo del umbral
oficial de pobreza, una tasa que es la más alta entre los países más ricos del
mundo. En 2009, un informe del Departamento de Justicia descubría que más del
60% de los niños estadounidenses habían sido testigos o habían sido blanco de
violencia “directa o indirectamente”. ¿Acaso esos abusos no llevarán a una
versión del resentimiento, la ira y el daño que el resto del mundo está
luchando por contener? En palabras del Departamento de Justicia: “La exposición
de los niños a la violencia... se asocia a menudo con daños físicos,
psicológicos y emocionales a largo plazo” y puede conducir a un “ciclo de violencia”.
Abandonar a esos niños y hacer la vista gorda ante el daño que se les hace es la fórmula ideal
para el desastre, no solo en el mundo, sino también aquí. De hecho, esos niños
deberían convertirse en una prioridad estadounidense mucho más importante que
muchos de los otros gastos de la seguridad nacional que ahora financiamos
regularmente sin pensárnoslo dos veces. ¿No es hora ya de que Estados Unidos
establezca algún otro tipo de ejemplo para el resto del mundo que esos
terribles centros de detención en nuestras fronteras del sur? ¿No debería
Washington hacer del rescate de niños una prioridad global y ser pionero en
nuevas formas de ayudarles a recuperar vidas viables? (Un primer paso en esa
dirección podría ser la creación de una embajada para los niños del mundo como
forma de atestiguar la negativa estadounidense a abandonar a la infancia en
esta o en cualquier otra generación).
Por su parte, Ivanka Trump podría empezar a posar con niños refugiados, con los que buscan
asilo o, incluso, con los niños estadounidenses que sufren de pobreza, abandono
y violencia, enviando así un mensaje diferente de Instagram al mundo, a saber,
que la infancia es preciosa y que debe estar protegida en todas partes.
Es cierto que en los años de Trump esto va a seguir siendo una fantasía de primer orden. Pero
tengan en cuenta que ignorar la crisis global de la infancia implica que algún
día llegará hasta nosotros y se volverá en contra nuestra. Al final, el
excepcionalismo de que nos creemos dotados demostrará ser tan solo otro tipo de
fantasía. Mientras tanto, como señala el experto jurista Jason Pobjoy en su
libro The Child in International Refugee Law: “La infancia es un
activo que, si se pierde, no hay segundas oportunidades”.
Karen J. Greenberg: colaboradora habitual de TomDispatch,
es directora del Center on National Security de Fordham Law y editora-jefa
de CNS Soufan Group Morning Brief. Es autora de Rogue
Justice: The Making of the Security State y de The Least Worst Place: Guantánamo’s First 100 Days.
Julia Tedesco ha colaborado en la investigación para la elaboración de artículo.
Fuente: http://www.tomdispatch.com/blog/176518/
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