El fin de la guerra contra el terrorismo (o no)
Voces del Mundo
Karen J. Greenberg, TomDispatch.com, 9 enero 2024
Traducido del inglés por Sinfo Fernández
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Esta semana se cumplen 22 años de la apertura del centro de detención de Guantánamo, la tristemente
célebre prisión de la isla de Cuba destinada a albergar a los detenidos en la
Guerra Global contra el Terrorismo de este país. Es un aniversario que
probablemente pase desapercibido, ya que hoy en día apenas se oye hablar de la
guerra contra el terrorismo, y con razón. Después de todo, esa respuesta a los
atentados del 11-S de Al Qaida, definida a lo largo de tres administraciones
presidenciales, ha terminado oficialmente en una cascada de silencio. Sí, el
terrorismo internacional y la amenaza de tales grupos persisten, pero la
narrativa de la política estadounidense como respuesta al 11-S parece haberse
desvanecido. Hace dos años y medio, la caótica retirada de la Administración
Biden de la guerra de Afganistán, que duró 20 años, demostró ser un último
suspiro (seguido al verano siguiente por el asesinato de Ayman al-Zawahiri,
sucesor como líder de Al Qaida tras la muerte de Osama bin Laden en 2011).
Pero Guantánamo, una prisión que, desde su fundación, ha violado los códigos
estadounidenses de garantías procesales, trato justo y la promesa de justicia
por escrito, no es el único legado inquietante de la «guerra» contra el terror
que aún persiste. Si la detención indefinida en Guantánamo fue un pilar clave
de esa guerra, desafiando leyes y normas estadounidenses de larga duración, fue
sólo uno de los pasos más allá de esas normas que aún persisten hoy en día.
En los días, semanas e incluso años que siguieron a los atentados del 11 de septiembre, el
gobierno estadounidense tomó medidas para crear nuevas competencias en nombre
de la seguridad de la nación. Dos de ellas, más de dos décadas después de
aquellos atentados, están ahora plagadas de peticiones de cambio. El Congreso
creó la primera apenas una semana después del 11-S (con un solo voto en
contra). Autorizaba poderes de guerra ilimitados y sin control impulsados por
el presidente, que podían utilizarse sin límites geográficos específicos; y,
curiosamente, ese poder sigue vigente, a pesar de los recientes esfuerzos del
Congreso por restringir su autoridad. La segunda, el uso expansivo de los poderes
de vigilancia secreta de los estadounidenses, es actualmente objeto de un
acalorado debate.
Poderes de guerra
La primera nueva autoridad creada en nombre de la guerra contra el terrorismo fue la Autorización para el Uso de la Fuerza Militar, o AUMF -por sus siglas en inglés-, aprobada por el Congreso
una semana después de los atentados del 11 de septiembre. Otorgaba al
presidente el poder de «usar toda la fuerza necesaria y apropiada contra
aquellas naciones, organizaciones o personas que él determinara que planearon,
autorizaron, cometieron o ayudaron a los ataques terroristas ocurridos el 11 de
septiembre de 2001, o que albergaron a dichas organizaciones o personas, con el
fin de prevenir cualquier acto futuro de terrorismo internacional contra
Estados Unidos por parte de dichas naciones, organizaciones o personas».
A diferencia de declaraciones de guerra o autorizaciones de guerra anteriores en la historia de
Estados Unidos, era asombrosamente vaga. No nombraba enemigos reales ni lugares
geográficos. No hacía referencia a las condiciones que pondrían fin a las
hostilidades ni al poder de esa autorización. Era, en esencia, «un cheque en blanco» para los poderes de guerra
presidenciales, como advirtió en su momento y ha reiterado a lo largo de los
años la congresista Barbara Lee (demócrata por California), la única miembro
del Congreso que votó en contra de su aprobación.
También era una autorización que cambiaba las reglas del juego. No sólo carecía de detalles
concretos, sino que despojaba al Congreso de su poder constitucionalmente
autorizado para declarar la guerra. En la guerra contra el terrorismo, el
Congreso se supeditaría al presidente, que podría decidir por sí mismo cuándo y
dónde lanzar ataques.
En el transcurso de las dos últimas décadas, la AUMF de 2001 se ha utilizado en repetidas ocasiones para
hacer exactamente lo que Barbara Lee temía, es decir, ampliar el poder del
presidente para cometer actos de guerra no sólo contra los grupos terroristas
que conspiraron en los atentados del 11-S, sino contra grupos de países por
todas partes. Según el Costs of War Proyect del Instituto Watson de la
Universidad Brown, en 2021 se había utilizado en al menos 22 países, entre
ellos Afganistán, Yibuti, Eritrea, Etiopía, Georgia, Iraq, Kenia, Níger,
Paquistán, Filipinas, Somalia y Yemen.
Veintidós años y medio después, en abril de 2023, el congresista Gregory Meeks (demócrata por Nueva York), el miembro de
mayor rango del Comité de Asuntos Exteriores de la Cámara de Representantes, reconoció que la AUMF de 2001 se había convertido
efectivamente, en palabras de su colega demócrata Annie Kuster (demócrata por Nueva Hampshire), en «un
cheque en blanco para que los presidentes de ambos partidos hicieran la guerra
en todo el mundo».
A lo largo de los años ha habido llamamientos para derogar esa AUMF, incluso por parte
-sin duda no les sorprenderá saberlo- de la representante Lee (repetidamente). El pasado otoño, se presentaron varios
proyectos de ley de este tipo tanto en la Cámara de Representantes como en el
Senado, incluida una versión bipartidista del senador Rand Paul (republicano por Kentucky).
En la primavera de 2023, el representante Meeks presentó su proyecto de ley para sustituir la AUMF de 2001 por una
nueva. Para ello, trató de restablecer el poder constitucional del Congreso
para declarar la guerra, hizo hincapié en la obligación legal del presidente de
informar al Congreso después de lanzar cualquier ataque, y añadió que el
presidente debe informar periódicamente al Congreso sobre los usos de la AUMF.
Además, introdujo un texto destinado a restringir la amplitud de la Ley, incluido el requisito de que los
enemigos a los que podría aplicarse fueran específicamente designados. Sugirió
tres: la Al Qaida original; el Estado Islámico Jorasán, con base en Afganistán
y conocido como IS-K; y el Estado Islámico en Iraq y Siria, o ISIS. Además, su
proyecto de ley exigía una reconsideración anual de esos enemigos y añadía
disposiciones destinadas a poner fin al derecho del presidente a autorizar el
uso de la AUMF para nuevos grupos alegando que no eran más que extensiones de
los grupos ya nombrados o fuerzas asociadas a ellos. Por otra parte, su
proyecto de ley prohibía su uso contra cualquier enemigo no designado,
«independientemente de que la entidad participe o no en un conflicto armado
contra una fuerza de un aliado o socio de Estados Unidos o sea una filial, fuerza
asociada o entidad sucesora de una entidad descrita en dicha subsección».
Para limitar aún más la amplitud de esa autorización de 2001, Meeks incluyó una cláusula de caducidad
al cabo de cuatro años, a menos que el Congreso volviera a autorizarla.
En un mundo en el que han estallado guerras en Ucrania y ahora en Oriente Próximo, y en el que se están
cociendo a fuego lento nuevas hostilidades entre Estados Unidos, Irán, China y
Rusia, esta redacción garantizaría que el Congreso tuviera que aprobar una declaración
de guerra independiente para cualquier enemigo al que Estados Unidos decidiera atacar.
En estos muchos sentidos, la nueva versión de la AUMF frenaría la aberración de esos poderes de guerra
que surgieron tras el 11-S.
Y, sin embargo, todavía no ha llegado el momento de rediseñar la autoridad de los poderes de guerra
presidenciales, tal y como fueron creados hace más de 22 años por la guerra
contra el terrorismo. El proyecto de ley de Meeks, al igual que el de Rand Paul, ha tenido muy poca aceptación. Del mismo modo, un
proyecto de ley de los relativamente pocos representantes del Congreso que pide
una derogación completa de la AUMF, en lugar de una sustitución de la misma, no
logró llegar a una votación.
Vigilancia
Además de la detención indefinida en Guantánamo y de la autorización de guerras interminables y
expansivas, la recopilación cada vez más amplia de información de inteligencia,
tanto en el país como en el extranjero, ha sido un pilar fundamental de la
guerra contra el terrorismo y, al igual que la AUMF, su control se ha visto
envuelto en debates y controversias en los últimos meses. En 2023, algunos
miembros del Congreso intentaron poner límites a parte de una controvertida
ley, la Sección 702 de la Ley de Enmiendas a la Vigilancia de Inteligencia
Extranjera, aprobada en el verano de 2008 en los últimos meses de la
presidencia de George W. Bush. Dicha ley autorizaba la recopilación y el
intercambio de información de inteligencia extranjera con el fin de disuadir
amenazas a la seguridad nacional.
El problema no era la finalidad declarada de la Sección 702 -obtener información sobre extranjeros en
el exterior que pudieran suponer una amenaza para Estados Unidos-, sino los
usos internos que se le han dado. La ley permite vigilar a extranjeros en el exterior
sin una orden judicial. Pero desde su creación, también se ha utilizado para
investigaciones sin orden judicial de estadounidenses cuyas comunicaciones se
han visto atrapadas en búsquedas exhaustivas de las comunicaciones de
extranjeros, investigaciones que se han conocido como «búsquedas por la puerta de atrás».
Estudiosos de la Constitución y defensores de las libertades civiles han luchado contra la
Sección 702 desde su creación, argumentando que tales búsquedas violan la
garantía de la Cuarta Enmienda contra registros e incautaciones irrazonables
sin una orden judicial basada en una causa probable de actividad delictiva.
Como explica Elizabeth Gotein, del Centro Brennan para la Justicia, «la
Sección 702 permite al gobierno recopilar las comunicaciones de no
estadounidenses ubicados en el extranjero sin una orden judicial. Pero como los
estadounidenses hablan con gente de fuera del país, la vigilancia
inevitablemente se extiende también a nuestras llamadas telefónicas privadas,
correos electrónicos y mensajes de texto, información a la que, para acceder,
el gobierno normalmente necesitaría una orden judicial».
Además, los expertos señalan que, con el tiempo, las autoridades han abusado de forma alarmante de la amplia
autoridad para recopilar las comunicaciones de los estadounidenses. Gotein
señala que las búsquedas sin orden judicial basadas en el 702 han escudriñado
las «comunicaciones de manifestantes de Black Lives Matter, miembros del
Congreso, un partido político local, un juez de un tribunal estatal,
periodistas y, en un caso, más de 19.000 contribuyentes a una campaña del
Congreso». Por su parte, los funcionarios de los servicios de inteligencia que
solicitan la continuación de la Sección 702 señalan que las recientes reformas han conducido a un uso más responsable
de la autoridad.
Ahora, por tercera vez desde su aprobación, la Sección 702 está pendiente de renovación. El 31 de
diciembre de 2023 era la fecha límite legal para votarla. Sin embargo, a
diferencia de las dos veces anteriores, la fecha de renovación llegó y se fue
sin una votación. En su lugar, la importante oposición de expertos jurídicos y
otras personas dio lugar a diversos proyectos de ley que pedían la reforma de la
Sección 702.
Uno de ellos, la Ley de Reforma de la Vigilancia Gubernamental
(Government Surveillance Reform Act), presentada por el senador demócrata Ron
Wyden, de Oregón, y el senador republicano Mike Lee, por Utah, así como por los
representantes Warren Davidson (republicano por Ohio) y Zoe Lofgren (demócrata
por California) en la Cámara de Representantes, proponía añadir el requisito de
una orden judicial a los requisitos de búsqueda de datos de localización de los
estadounidenses, registros de navegación y búsqueda en Internet, datos de
vehículos y similares. En la versión de Lee, cualquier consulta sobre las
comunicaciones recogidas en una búsqueda 702 requeriría, de acuerdo con la
Cuarta Enmienda, una orden judicial para el material que afecte a
estadounidenses. El nuevo proyecto de ley equivaldría, en palabras de
Gotein, a cerrar «la rendija de la búsqueda por la puerta de atrás».
Sin embargo, la administración Biden ha adoptado una postura notablemente agresiva contra los
cambios en la ley, especialmente en lo que se refiere a la introducción del
requisito de la orden judicial. Numerosos altos funcionarios se han pronunciado
públicamente, insistiendo en que el requisito de la orden judicial pondría en
peligro su capacidad para mantener la seguridad de la nación. En su testimonio
escrito ante el Congreso, el director del FBI, Chris Wray, insistió en que se
trataba de «una herramienta esencial» en la lucha antiterrorista. De hecho,
dijo al Congreso, era potencialmente «el eslabón crítico que nos permite identificar el objetivo
previsto o construir la red de atacantes para que podamos detenerlos antes de
que ataquen y maten a estadounidenses”. Andrew McCabe, director en funciones del FBI después de que
Donald Trump despidiera al director Jim Comey, lo expresó de forma aún más
cruda en un podcast dedicado al tema, calificando la Sección 702 como «posiblemente
la herramienta de seguridad nacional más significativa de la comunidad de
inteligencia”. Luego insistió en que el requisito de una orden judicial era
«completamente inviable».
Tan tenso fue el enfrentamiento en el Congreso sobre la Sección 702 que el plazo para tomar una
decisión resultó inviable. En su lugar, el Congreso incluyó una prórroga
hasta mediados de abril de 2024 en el proyecto de ley de gastos
de defensa de este año, promulgado por el presidente Biden tres días antes de Navidad.
Es probable que, como ocurrió con la AUMF de 2001, el intento de modificar la Sección 702 fracase.
Parece que, una vez concedidos los poderes, resulta cada vez más difícil
renunciar a ellos y, tristemente, la extralimitación engendrada por la guerra
contra el terrorismo se ha convertido ya en una parte aceptada del modo de vida
estadounidense (y del Congreso).
Guantánamo
Y luego tenemos el símbolo más flagrante del interminable legado, a menudo extralegal, de la guerra contra
el terrorismo: la existencia continuada de la lúgubre prisión de Guantánamo
(Cuba). Hace veintidós años, el gobierno de Bush creó ese centro de detención
fuera del territorio nacional para detenidos de la guerra contra el terrorismo,
situándolo fuera del alcance de la legislación militar, federal o
internacional. Desde entonces, en numerosas ocasiones, se han establecido
nuevas protecciones para los derechos de los prisioneros allí recluidos, pero
ninguna de ellas ha abordado un error fundamental, a saber, la decisión de que
el sistema judicial federal era incapaz de procesar a los acusados de
participar en actos de terrorismo contra Estados Unidos, incluidos los que
conspiraron en los atentados del 11 de septiembre.
A pesar de la afirmación del candidato Biden de que, a diferencia de
Donald Trump, apoyaría el cierre de Guantánamo, su nombramiento de un representante especial para supervisar
el traslado de sus presos a prisiones federales y el traslado real de 10 detenidos, los esfuerzos sustanciales para cerrar
finalmente la prisión han estado notablemente ausentes. El centro, que en su día encerró a 780 hombres capturados en la guerra contra el
terrorismo, alberga ahora a 30 personas, 16 de las cuales han recibido
autorización para ser trasladadas a otro lugar, a la espera de que se adopten
las medidas de seguridad adecuadas. Está previsto que otros 10 sean juzgados
por comisiones militares, pero no se espera que
sus juicios comiencen pronto.
Ya se trate de una autorización infinitamente expansiva para llevar a cabo una guerra eterna en todo
el mundo, de la redefinición de los poderes de vigilancia para incluir a los
estadounidenses bajo el pretexto de una amenaza extranjera, o de la aceptación
aparentemente indiferente de Guantánamo como institución, hay sin duda una
lección duradera de la guerra contra el terror. Una vez que los poderes
anteriormente prohibidos o al menos restringidos en nombre de leyes y normas
equitativas, justas y responsables se codifican e implementan, el camino de
vuelta a la normalidad es casi imposible.
Quizá lo mejor que podamos esperar es que en próximos días prevalezcan cabezas más sensatas. Se trata, sin
embargo, de un planteamiento aterradoramente frágil, dadas las perspectivas
para las elecciones de 2024.
Foto de portada: Manifestantes vestidos
como detenidos del campo de detención de la Bahía de Guantánamo se manifiestan
frente a la Casa Blanca en Washington D.C para exigir el cierre del campo el 11
de enero de 2018 (Yin Bogu/Xinhua).
Karen J. Greenberg, colaboradora habitual de TomDispatch
, es directora del Centro de Seguridad Nacional de Fordham Law. Su
libro más reciente es Subtle Tools: The Dismantling of American Democracy from the War on
Terror to Donald Trump, ahora disponible en rústica. Sara Sikota ha contribuido con sus
investigaciones a la elaboración de este artículo.
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