Agresión estratégica de Trump a la democracia, palabra a palabra
En lo más hondo del agujero de la memoria
Karen J. Greenberg
TomDispatch
30 de mayo de 2018
Traducción del inglés para Rebelión
de Carlos Riba García
Desmantelamiento de la democracia, un mundo por vez
Introducción de Tom Engelhardt
La separación forzada de padres e hijos durante “meses o más tiempo” en
cualquier circunstancia, incluso por cruzar ilegalmente la frontera entre
Estados Unidos y México debería estar en lo más alto de los anales de la
crueldad y lo despiadado. Como anunció recientemente el ministro de Justicia
Jeff Sessions, Estados Unidos tiene ahora la tan manida política de “tolerancia
cero” en esa frontera. En este país se acabo el contrabando” (como dice el
ministro) de niños, aunque en buena parte estamos hablando de padres y niños,
incluso bebés, que huyen de la violencia en su país. La administración Trump
considera que esa medida es una “política disuasoria”, a pesar de que –algo
típico en la era Trump– está basada en una estadística falsa. De hecho, desde
que asumió esta administración, esas separaciones han continuado en una forma
más extraoficial. Y ni siquiera culpemos a Jeff Sessions por esta política.
Ahora sabemos que la orden de arrancar a los niños de los brazos de sus
progenitores proviene directamente del corazón mismo de la Casa Blanca, es
decir, del propio Donald Trump.
Tal como Michael Shear y Nicole Perlroth informaron hace poco tiempo en
el New York Times, una reprimenda presidencial en una reunión de gabinete a la responsable del
departamento de Seguridad Interior Kirstjen Nielsen –que casi le cuesta el
puesto–, en parte ha tenido que ver con esta cuestión: “El convencimiento del
señor Trump de que la señora Nielsen y otros funcionarios del departamento se
resistían a cumplir su orden de que los niños debían ser separados de sus
padres cuando las familias entraran ilegalmente en Estados Unidos ha sido un
tema recurrente, han expresado varios funcionarios. El presidente y sus
asesores en la Casa Blanca han llevado adelante durante semanas una política de
separación familiar como una forma de disuadir a las familias que tratan de
cruzar ilegalmente la frontera.”
Karen J. Greenberg, colaboradora habitual de TomDispatch ya ha escrito para este sitio
web acerca de la sorprendente cantidad de menores desplazados por la guerras de
Washington en todo el Gran Oriente Medio y África, a quienes hoy, por supuesto,
se les niega cualquier esperanza de encontrar un santuario en nuestro país
(otro tipo de posición ‘tolerancia cero’ de la era Trump). Sin embargo, hoy se
centra en un nuevo tipo de política trumpiana de separación, una dirigida a
divorciarnos del mismísimo idioma que hablamos, de las palabras que usamos normalmente
para describir la realidad, que ahora deben ser oficialmente desterradas a las
zonas fronterizas de nuestra conciencia.
--ooOoo--
La agresión estratégica de Trump a la democracia, palabra a palabra
Considerémonos oficialmente en un mundo orwelliano, aunque nos hayamos
enterado de ello solo a medias. Mientras estábamos mirando hacia otro lado, una
importante parte del idioma de los estadounidenses, conocido desde hace tiempo
por nosotros bastante literalmente y en una forma notablemente coherente, se
vino abajo como el equivalente del infame Agujero de la Memoria* de George Orwell.
Hace poco tiempo, esto me golpeo personalmente. Me pidieron que hablara en
un congreso anual de la seguridad nacional que tendría lugar en el centro de
Manhattan y estaría dirigido principalmente a una audiencia de estudiantes
universitarios. El organizador, que había reunido un notable conjunto de
disertantes, se topó con ciertos problemas, particularmente en un aspecto: sus
esfuerzos por incluir en el encuentro a representantes de la administración
Trump. Al principio los funcionarios de la administración con quienes trató ni
siquiera proporcionarían el nombre de los posibles participantes, solo su
cargo; los asistentes serían un misterio hasta unos días antes de la realización
del congreso.
Además, antes de acordar el envío de participantes, el contacto con Control
de Inmigración y Aduanas (ICE por sus siglas en inglés) no solo pidió sino que
insistió en que se eliminara la palabra “refugiado” del programa del congreso, que
aparecería en la descripción de un panel que se ocuparía de “Programas de
protección de refugiados, inmigrantes, agentes de aduana y de frontera”.
La razón esgrimida era el deseo de avanzar sin demora en el proceso de
aprobación administrativa en Washington. Es fácil darse cuenta de que la
administración que quería dificultar –hasta paralizarla– la entrada de
refugiados en Estados Unidos tenía el deseo asociado de eliminar la propia
palabra. Con la finalidad de asegurar la asistencia de los representantes del
ICE, el organizador accedió a ello a regañadientes; de este modo, la palabra
“refugiado” fue diligentemente eliminada del programa.
Mientras tanto, los nombres de los funcionarios de departamento de
Seguridad Nacional que irían a hablar no fueron revelados hasta tres días antes
del congreso. Por último, los representantes de la administración en contacto
con la organización del congreso advirtieron de que ninguna intervención de los
representantes del gobierno podría ser grabada, lo que en última instancia
significaba que ninguna de las intervenciones sería grabada. El resultado es
que este congreso no ha sido registrado para la posteridad.
Para mí –yo ya llevaba varios años observando el paisaje de la seguridad
nacional–, esto fue otra bajada al oscuro secretismo en un entorno que antes
era de acontecimientos abiertos. Me hizo pensar en cuántos otros organizadores
de todo el país habrían sido objeto de la misma mano dura, en cuántas palabras
habrían sido eliminadas de numerosos programas y en cuánto de aquello que los
estadounidenses deberían saber no habrá sido documentado.
Después de que yo misma haya negociado durante 15 años muchos pedidos de
funcionarios del gobierno relacionados con reuniones de todo tipo sobre la
seguridad nacional, hasta cierto punto entendí la difícil situación del
organizador. Como directora del Centro de la Seguridad Nacional en la facultad
de derecho de Fordham y, antes de eso, en un centro similar en la Universidad
de Nueva York, más de un funcionario de las administraciones Bush y Obama me
pidieron que no grabara sus disertaciones. Ciertamente, algunos de ellos
incluso me pidieron que les mantuviera alejados de la audiencia hasta que les
tocara hablar.
No obstante, muchos de ellos habían llegado impacientes por debatir confiando
en que su punto de vista era el mejor y conscientes de que el enfoque de los
demás asistentes al congreso diferiría del suyo, sin duda drásticamente, en
asuntos sensibles como la tortura, Guantánamo y los asesinatos selectivos. Pero
para mí había algo nuevo: ni una sola vez en todos esos años se me había pedido
que cambiara el vocabulario de un encuentro, que borrara una palabra o
expresión del programa. Habría sido un delito inconcebible.
La misma idea de que el gobierno pudiera controlar cuáles palabras
usaríamos y cuáles no en un acontecimiento vinculado con la universidad para
arremeter contra todo lo que nosotros como país hemos estimado tanto en
relación con la independencia de las instituciones de enseñanza respecto del
gobierno, por no mencionar la inviolabilidad de la libertad de expresión y la
importancia de la discusión pública. Pero eso, por supuesto era en la época
anterior a la presidencia de Donald Trump.
Una agresión al lenguaje de la democracia en Estados Unidos
Aunque el incidente fuera mínimo, en un congreso pensado sobre todo para
estudiantes pero abierto a una selección de profesionales, reflejó la esencia
del enfoque ‘no tomar prisioneros’ de esta administración respecto del lenguaje
que empleamos habitualmente pata describir el país en el que vivimos. Después
de todo, no bien el actual presidente entró en el Despacho Oval empezaron a
surgir las primeras informaciones que mostraban ejemplos en los que varios
sitios web del gobierno habían sido modificados, palabras y conceptos cambiados
o sencillamente abolidos.
Desde entonces, el lenguaje de un Estados Unidos rechazado por el
presidente y sus colegas ha sido objeto de un ataque constante. Teniendo en
cuenta las promesas de campaña antes de las elecciones, algunas de esas
agresiones eran esperables. Tómenos el cambio climático, al que Donald Trump
llamó “un cuento chino” mucho antes de que él poblara la administración de
furibundos negacionistas climáticos. El departamento de Agricultura fue
representativo. Sus nuevos funcionarios eliminaron la expresión “cambio
climático” en su página web, sustituyéndola por “fenómenos extremos” y
reemplazó la frase “reducir los gases de invernadero” por la a todas luces
engañosa “aumentar el uso de energía saludable”, acompañándola de palabras
vagas como “resiliencia” y “sostenibilidad”.
Pero no es necesario fijarse en la necesidad de eliminar cualquier mención
del cambio climático, incluso las palabras que lo describen. Otras
modificaciones no son menos notables. Para empezar, como en el último congreso
al que asistí, ha habido un claro rechazo del lenguaje que connota a los
desposeídos, los excluidos y los marginados de nuestro entorno. En el Centro de
Control de la Enfermedad (CDC, por sus siglas en inglés), por ejemplo, el
pedido de fondos presupuestarios de este año excluye cuidadosamente los
términos que a ellos se refieren en su declaración de intenciones y propósito.
En principio, informada incorrectamente como una decisión política de prohibir
en la agencia el uso de ciertas palabras, los funcionarios del CDC
sencillamente recurrieron a leer lo que decía el fondo de la taza del café
sobre la nueva administración y rápidamente limpiaron su solicitud de fondos de
toda palabra clave ahora inaceptable para la administración Trump. Eran
palabras que de repente se habían convertido en banderas rojas cuando se
trataba del uso de fondos estatales para ayudar a los menos afortunados o los
discriminados. Por ejemplo: “vulnerable”, “derecho”, “diversidad”, “transexual”
y “feto”; con la actual baja reputación de los hallazgos científicos contra los
combustibles fósiles, también descartaron las expresiones “basado en pruebas
[científicas]” y “basado en la ciencia”.
La negación de los grupos marginados y de los vulnerables en la sociedad,
incluyendo los “refugiados”, no se ha limitado al CDC. Por ejemplo, también
llamó la atención que el Servicio de Ciudadanía e Inmigración de EEUU (USCIS,
por sus siglas en inglés) retirara el eslogan “Nación de inmigrantes” de su
declaración de intenciones, en la que ahora se lee:
“El Servicio de Ciudadanía e Inmigración de EEUU administra el sistema de
inmigración legal de la nación, salvaguardando su integridad y promesa mediante
la adjudicación eficiente y justa de las solicitudes de beneficios de
inmigración al mismo tiempo que protege a los estadounidenses, hace más segura
la patria y honra nuestros valores”.
Dadas las últimas noticias de la frontera que hablan de niños cruelmente
separados de sus padres y la reciente reprimenda presidencial a sus ministros
por no haber asegurado aún eficientemente la frontera, nadie debería
sorprenderse si la “seguridad” y los “valores” dieran un golpe mortal a los
“inmigrantes” y a la inclusión en esa declaración de intenciones. Así, también,
esta mentalidad ha dejado su marca en otra agencia creada para ayudar a los
necesitados. El departamento de Vivienda y Desarrollo Urbano, dirigido por Ben
Carson, ha desechado las expresiones “libre de discriminación”, “casas de
calidad” y “comunidades inclusivas” en favor de otras como “autosuficiencia” y
“oportunidad”. Dicho de otro modo, el acento está puesto en lo individual y
libera al Estado de cualquier responsabilidad.
Trump no es el primer presidente que valora la importancia del lenguaje
como una herramienta política que puede utilizarse conscientemente para una
finalidad práctica. Barack Obama, por ejemplo, prohibió tanto la expresión
“guerra contra el terror” –aplicada a los interminables conflictos bélicos
estadounidenses después del 11-S en todo el Gran Oriente Medio y África– como
la de “terroristas islámicos” contra quienes nosotros combatíamos, incluso a
pesar de que esa “guerra” continuaba. Aun así, el actual presidente quizá sea
el primero cuya administración no ha vacilado en eliminar palabras asociadas
con los principios fundacionales de este país, entre ellos “democracia”,
“honestidad” y “transparencia”.
Poniendo un punto de oro en el apartamiento de los valores centrales, el
departamento de Estado, por ejemplo, eliminó la palabra “democrático” de su
declaración de intenciones y abandonó la noción de que tanto el departamento
como el país promocionarían la democracia en el resto del mundo. En su nueva
declaración de intenciones, entre las palabras desaparecidas también están
“pacífica” y “justa”. Del mismo modo, la declaración de intenciones de la
agencia estadounidense para el Desarrollo Internacional (USAID, por sus siglas
en inglés) se alejó de su anterior énfasis en que proponía “acabar con la
pobreza extrema y promover el avance de sociedades fuertes y democráticas que
sean capaces de desarrollar su potencial”; ahora, su objetivo es “apoyar a los
amigos para que lleguen a ser independientes y capaces de liderar su propio
desarrollo”, principalmente mediante el aumento de la seguridad (lo que
incluye, supongo, la compra de armamento estadounidense) y la expansión de los mercados.
Junto con una menor consideración por la noción de inclusión y por la
colaboración para que los países empobrecidos puedan mejorar su situación
mediante la ayuda, la idea de la protección de las libertades civiles ha caído
en picado. El primer nombramiento del presidente Trump para dirigir el centro
de detención de Guantánamo, contraalmirante Edward Cashman, por ejemplo, quitó
las palabras “legal” y “transparente” de la declaración de intenciones del
establecimiento carcelario. Del mismo modo, el departamento de Justicia ha
eliminado la parte del sitio web consagrada a “la necesidad de una prensa libre
y el juicio público”.
¿Un ministerio de Propaganda?
Mientras tanto, en un conjunto de incumplimientos paralelos, continúa el
desmembramiento de agencias creadas para honrar y proteger la paz y los
derechos civiles fundamentales –tanto en el interior del país como en el
extranjero–. Hasta este momento**, por ejemplo, menos de la mitad de los altos
cargos del departamento de Estado han sido ocupados y confirmados. Las
consecuencias están a la vista: embajadores en países muy importantes en zonas
actualmente en tensión y el mismísimo concepto de la diplomacia que podría
acompañarlos han desaparecido en acción. Entre ellos, los embajadores en Libia,
Somalia, Arabia Saudita, Corea del Sur, Sudan, los Emiratos Árabes Unidos y
Siria. Mientras esto ocurre, en el primer año de la era Trump, cerca de 2.000
diplomáticos de carrera y empleados civiles han sido expulsados del departamento,
y cuando el secretario de Estado Rex Tillerson tomo el camino de tantos otros
nombrados por Trump, los puestos más altos de la secretaría habían sido
reducidos a la mitad. En un mundo orwelliano, las agencias son dotadas con un
equipo mínimo y sin liderazgo; de este modo, resulta más fácil hacer que tomen
una nueva y nefasta dirección.
De la misma manera, la administración Trump demasiado a menudo se ha
esforzado en negar o borrar los hechos ocurridos. No es solo una cuestión de
información presidencial metódicamente mentirosa y tergiversadora, sino de un
sistemático desprecio de la realidad que también puede observarse en los sitios
web del gobierno, en los que toda información objetiva ha sido arrojada al
agujero de la memoria. El mismo día de la toma de posesión del presidente Trump
desaparecieron las referencias al cambio climático en la página web de la Casa
Blanca. Por ejemplo, muchos enlaces y artículos relacionados con el cambio
climático que habían sido puestos en los años de Obama, fueron eliminados
rápidamente en el sitio web del departamento de Estado; otros sitios web de
distintas agencias se ajustaron a la misma pauta.
Del mismo modo, el sitio web de la Casa Blanca borró las páginas que
informaban sobre la política federal relacionada con las personas
discapacitadas y en su lugar dejaron este mensaje para los ciudadanos
interesados: “Usted no está autorizado a acceder a esta página”. Es evidente
que la administración no se siente responsable de informar al público de sus
actividades, incluyendo aquellas que podrían dañar la consideración hacia los
estadounidenses que están en todo el mundo. Hace poco tiempo, la administración
Trump dejo de informar sobre las muertes de civiles ocurridas en ataques con
drones estadounidenses, un requisito que debía cumplirse una vez al año a
partir de una orden del presidente Obama en 2016. Un portavoz de la Casa Blanca
explicó que ese requisito informativo estaba “en revisión” y podía verse
“modificado” o “revocado”.
Ese criterio acerca de lo que el público debe saber y lo que no debe saber
y sobre lo que debe estar disponible al público por parte del gobierno, incluso
en teoría, ha sido tachado históricamente de fascista, estalinista, totalitario
o autoritario. Sin embargo, no alcanza con etiquetarlo; lo importante es el
reconocimiento de que –más allá del rótulo que se le ponga– estamos ante una
estrategia en marcha. De hecho, esta es una administración mucho menos ad hoc e
inexperta de lo que suponen los expertos y políticos. A quienes acompañan a
Trump les gusta hablar de la diligencia que caracteriza a la actual toma de
decisiones en la Casa Blanca, pero la coordinada, incesante y consecuente
agresión a las palabras, las expresiones y el lenguaje que desagradan a quienes
hoy gobiernan parece contradecir esa idea.
Evidentemente, lo que estamos viviendo es un ataque coordinado a la antigua
definición estadounidense de la realidad. La pregunta que surge es: ¿de dónde
vienen esas directivas? ¿Quién ha identificado las palabras y conceptos que
deben ser eliminados del diccionario de Estados Unidos? Aunque desconocido para
nosotros, ¿hay acaso un virtual ministro o ministerio de Propaganda en alguna
parte? ¿Hay alguien controlando y documentando la evolución de semejante
estrategia? ¿Y cuáles son exactamente los próximos pasos del plan?
Sean cuales sean las circunstancias en lo que esto está pasando,
ciertamente se trata de una audaz tentativa de usar el lenguaje como una senda
que en la que se nos trasladará de una realidad –la de los 250 años de historia
de Estados Unidos y su evolución hacia la inclusión, la diversidad, la igualdad
de derechos para las minorías, y la libertad y la justicia para todos– a otra
situación; esa en la que se pergeña una transformación conducida por la
oligarquía y centrada en la intolerancia, la separación racial y étnica, la
discriminación, la ignorancia (en reemplazo de la ciencia) y en la creación de
un país cuyos valores son la impiedad y la codicia.
Quizá valga la pena recordar las palabras de Joseph Goebbels, el ministro
de Propaganda del nacionalsocialista Hitler. Él tenía una posición muy clara
respecto de la importancia de ocultar el objetivo final de su peculiar campaña
contra la democracia y la verdad: “El secreto de la propaganda”, decía, “es
penetrar en la persona a la que su mensaje está dirigido para apoderarse de
ella sin que siquiera se dé cuenta de lo que pasa”.
Este trabajo es una palabra de advertencia para las personas sensatas. Tal
vez, en lugar de denigrar la incompetencia del presidente Trump y el aparente
desorden de su gobierno, podría ser valioso dar un paso atrás y preguntarnos si
acaso habría un objetivo mayor: concretamente, desmontar la democracia
empezando por sus palabras más valiosas.
*. La autora se refiere al descrito en la novela 1984, de
George Orwell. (N. del T.)
**. El original en inglés de esta nota fue publicado el 17 de mayo de 2018.
(N. del T.)
Karen J. Greenberg, colaboradora habitual de TomDispatch, dirige el Centro de la
Seguridad Nacional en la Facultad de Derecho de Fordham; es la autora de Rogue
Justice: The Making of the Security State. En la investigación necesaria
para escribir esta nota colaboraron Samuel Levy, Hadas Spivack y Anastasia Bez.
Fuente: http://www.tomdispatch.com/post/176424/tomgram%3A_
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