El poder de la brutalidad... y sus límites
Robert Fisk La Jornada 16 de febrero de 2011
Luego de tres semanas de observar a la más poblada de las naciones árabes
arrojar del poder a un anciano ridículo, caigo en cuenta de un hecho extraño.
Hemos estado informando al mundo que la infección de la revolución de Túnez se
propagó a Egipto, y que en Yemen, Bahrein y Argelia han surgido protestas
democráticas casi idénticas, pero hemos pasado por alto la contaminación más
destacada de todas: que la policía de seguridad del Estado, puntal del poder de
los autócratas árabes, recurre en Saná, Bahrein y Argel a las mismas tácticas
desesperadas de salvajismo que los dictadores de Túnez y Egipto intentaron en
vano contra sus ciudadanos en pie de lucha.
Así como los millones de manifestantes no violentos en El Cairo aprendieron
de Al Jazeera y de sus pares en Túnez –hasta en esos mensajes de correo
electrónico en que los tunecinos aconsejaban a los egipcios partir limones a la
mitad y comerlos para evitar los efectos del gas lacrimógeno–, así también los
esbirros de seguridad del Estado en Egipto, que presumiblemente veían los mismos
programas, ejercieron precisamente la misma brutalidad que sus colegas en Túnez.
Increíble, si se pone uno a pensar en ello.
Los policías de El Cairo vieron a los tunecinos apalear a los opositores
hasta dejarlos como masas sanguinolentas y –pasando del todo por alto que eso
precipitó la caída de Ben Alí– copiaron fielmente la táctica.
Habiendo tenido el placer de estar junto a estos guerreros del Estado en las
calles de El Cairo, puedo atestiguar sus tácticas por experiencia personal.
Primero, la policía uniformada confrontó a los manifestantes. Luego abrió filas
para permitir que los baltagi –ex policías, drogadictos y ex
presidiarios– corrieran al frente y golpearan a los manifestantes con palos,
cachiporras y barretas de hierro. Luego los criminales se replegaron hacia las
filas de la policía mientras los uniformados bañaban a los manifestantes con
miles de latas de gas lacrimógeno (de nuevo, hechas en Estados Unidos). Al
final, según observé con considerable satisfacción, los manifestantes
sencillamente avasallaron a los hombres del Estado y sus mafiosos.
Pero, ¿qué ocurre cuando sintonizo Al Jazeera para ver hacia dónde debemos
viajar ahora? En las calles de Yemen hay policías de seguridad del Estado
cargando con cachiporras a las multitudes de manifestantes en Saná y luego
abriendo filas para permitir que esbirros sin uniforme ataquen con garrotes,
cachiporras, barras de hierro y pistolas. Y en el momento en que estos
criminales se repliegan, la policía yemení baña de gas lacrimógeno a las
multitudes. Luego las imágenes son de Bahrein, donde –no necesito decirlo, ¿o
sí?– los policías aporrean a hombres y mujeres y arrojan miles de cargas de gas
lacrimógeno con tal promiscuidad que los propios uniformados acaban vomitando en
el pavimento. Extraño, ¿no?
Pero no, sospecho que no. Durante años, los servicios secretos de estos
países han imitado a sus iguales por una sencilla razón: porque sus capos de
inteligencia han estado pasándose tips durante años. También para
torturar. Los egipcios aprendieron a usar electricidad con mucha mayor fuerza en
sus prisiones del desierto luego de una amistosa visita de los muchachos de la
estación de policía de Chateauneuf, en Argel (que se especializan en bombear
agua en el cuerpo de los hombres hasta literalmente hacerlos estallar en
pedazos). Cuando estuve en Argel, el pasado diciembre, el jefe de seguridad del
Estado tunecino llegó en visita fraternal. Fue como cuando los argelinos
visitaron Siria en 1994 para averiguar cómo Hafez Assad enfrentó el
levantamiento musulmán de 1982 en Hama. Simple: masacrar a la gente, volar la
ciudad, dejar a la intemperie los cuerpos de culpables e inocentes por igual
para que los sobrevivientes los vieran. Y eso mismo hizo le pouvoir
después tanto con los desalmados islamitas armados como con su propio
pueblo.
Fue algo infernal, esa universidad abierta de la tortura, una constante ronda
de conferencias y recuentos de primera mano de interrogatorios hechos por
sádicos del mundo árabe, con el constante apoyo del Pentágono y sus escandalosos
manuales de cooperación estratégica, para no mencionar el entusiasmo de
Israel.
Pero había una falla vital en esas lecciones. Si alguna vez –sólo una vez– la
gente perdiera el miedo y se levantara para aplastar a sus opresores, el mismo
sistema de dolor y horror se volvería su enemigo, y su ferocidad sería
precisamente la razón de su derrumbe. Eso es lo que ocurrió en Túnez. Y en
Egipto.
Es una lección instructiva. Bahrein, Argelia y Yemen aplican políticas de
brutalidad idénticas a las que les fallaron a Ben Alí y Mubarak. No es ése el
único extraño paralelismo entre el derrocamiento de los dos titanes. Mubarak en
verdad creía la noche del jueves que el pueblo sufriría otros cinco meses de su
dictadura. Ben Alí al parecer creía lo mismo.
Lo que esto demuestra es que los dictadores de Medio Oriente son
infinitamente más estúpidos, desalmados, vanidosos, arrogantes y ridículos de lo
que sus propios pueblos creían. Gengis Kan y lord Blair de Isfaján fundidos en
uno.
© The Independent
Traducción: Jorge Anaya
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