La masacre en Afganistán no fue
locura
Robert Fisk La Jornada 18 de marzo de 2012
Robert Bales (extrema derecha), el sargento estadounidense acusado de matar a
16 civiles en la provincia afgana de Kandahar, en una imagen escolar
correspondiente al ciclo 1990-91 y difundida ayer por el diario The
Cincinnati Enquirer, en esa ciudad del estado de Ohio Foto
Ap |
Empieza a cansarme este cuento del soldado demente. Era predecible, por
supuesto. No bien el sargento de 38 años que masacró el domingo pasado a 16
civiles afganos, entre ellos nueve niños, cerca de Kandahar, regresó a su base,
ya los expertos en defensa y los chicos y chicas de los centros de pensamiento
anunciaban que había enloquecido. No era un perverso terrorista sin entrañas
–como sería, desde luego, si hubiera sido afgano, en especial talibán–, sino
sólo un tipo que se volvió loco.
Esa misma tontería se usó para describir a los soldados estadounidenses
homicidas que perpetraron una orgía de sangre en la ciudad iraquí de Haditha.
Con la misma palabra se describió al soldado israelí Baruch Goldstein, quien
masacró a 25 palestinos en Hebrón, algo que hice notar en este mismo periódico
apenas unas horas antes de que el sargento enloqueciera de pronto en la
provincia de Kandahar.
Al parecer enloqueció, anunciaron periodistas. Un hombre “que probablemente
había sufrido algún colapso (The Guardian)”, un soldado rufián
(Financial Times) cuyo disturbio (The New York Times) fue sin
duda (sic) perpetrado en un rapto de locura (Le Figaro).
¿De veras? ¿Se supone que creamos eso? Claro, si hubiera estado loco por
completo, nuestro sargento habría matado a 16 de sus compañeros estadounidenses.
Habría asesinado a sus camaradas y después prendido fuego a los cuerpos. Pero
no, no mató a estadounidenses; escogió matar a afganos. Hubo una elección. ¿Por
qué, entonces, mató a afganos?
Existe una pista interesante en todo esto, la cual no hubiera aparecido en
los informes de los medios. De hecho, la narración de los hechos ha sido
curiosamente lobotomizada –censurada, incluso– por quienes han tratado de
explicar la atroz masacre en Kandahar. Recordaron la quema de ejemplares del
Corán –cuando soldados estadounidenses en Bagram los arrojaron a una hoguera– y
las muertes de seis soldados de la OTAN, dos de ellos estadounidenses, que
vinieron después. Pero vuélenme en pedazos si no olvidaron –y esto se aplica a
todas las notas informativas sobre la reciente matanza– una declaración notable
y sumamente significativa del comandante en jefe del ejército estadounidense en
Afganistán, el general John Allen, hace exactamente 22 días. De hecho, fue una
declaración tan inusitada que recorté las palabras en mi periódico matutino y
puse el recorte en mi maletín para referencia futura.
Allen dijo a sus hombres: Ésta no es la hora de la venganza por las muertes
de los soldados estadounidenses muertos en los disturbios del jueves. Les
advirtió que debían resistir cualquier urgencia que sientan de devolver el
golpe, luego de que un soldado afgano dio muerte a los dos estadounidenses.
“Habrá momentos como éste en que estarán ustedes buscando el significado de
estas muertes –continuó–. Momentos como éste, en que sus emociones serán
gobernadas por la rabia y el deseo de desquite. Ésta no es la hora de la
venganza; es la hora de mirar al fondo de su alma, de recordar su misión,
recordar su disciplina, recordar quiénes son ustedes.”
Fue un llamado extraordinario, viniendo del comandante en jefe de Estados
Unidos en Afganistán. El general se vio precisado a decir a su ejército,
supuestamente bien disciplinado, profesional, de élite, que no cobrara venganza
en los afganos a los que supuestamente está
ayudando/protegiendo/educando/adiestrando, etc. Tuvo que decir a sus soldados
que no cometieran asesinatos.
Sé que los generales decían esas cosas en Vietnam. Pero, ¿en Afganistán? ¿Han
llegado las cosas a ese extremo? Me temo que sí. Porque, por mucho que me
disgustan los generales, he tratado con muchos de ellos en persona y, en
general, tienen una idea bastante acertada de lo que ocurre en sus filas. Y
sospecho que el general John Allen ya había sido advertido por sus oficiales de
que sus soldados estaban furiosos por las muertes que vinieron después de la
quema de los ejemplares del Corán y tal vez habían decidido emprender una
escalada de venganza. Por eso trató de un modo tan desesperado –en una
declaración tan impactante como reveladora– de prevenir una masacre exactamente
como la que ocurrió el domingo pasado.
Sin embargo, ese mensaje fue borrado por completo de la memoria de los
expertos cuando analizaron esa matanza. No se permitió en sus relatos ninguna
alusión a las palabras del general Allen, ninguna referencia, porque, desde
luego, eso habría sacado a nuestro sargento del grupo de los enloquecidos y le
habría dado un posible motivo para la masacre. Como de costumbre, los
periodistas tuvieron que meterse a la cama con los militares para procrear un
demente y no un asesino. Pobre tipo: andaba mal de la cabeza. No sabía lo que
hacía. No es extraño que lo hayan sacado de Afganistán tan rápido.
Todos hemos tenido nuestras masacres. Ahí está My Lai, y nuestro propio My
Lai británico, en una aldea malaya llamada Batang Kali, donde los guardias
escoceses –envueltos en un conflicto contra despiadados insurgentes comunistas–
asesinaron a 24 indefensos trabajadores del hule, en 1948. Claro, se puede
aducir que los franceses en Argelia fueron peores que los estadounidenses en
Afganistán –se dice que una unidad francesa de artillería desapareció a 2 mil
argelinos en seis meses–, pero eso es tanto como decir que somos mejores que
Saddam Hussein. Cierto, pero vaya parámetro de moralidad.
De eso se trata todo esto. Disciplina. Moralidad. Valor. El valor de no matar
en venganza. Pero cuando uno va perdiendo una guerra que finge estar ganando –me
refiero a Afganistán, por supuesto–, supongo que eso es esperar demasiado.
Parece que el general Allen perdió su tiempo.
© The Independent
Traducción: Jorge Anaya
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