Estuvo preso 14 años en Guantánamo y lo liberaron sin cargos: ahora cuenta su temporada en el
infierno, entre brutales interrogatorios y castigos
Ramiro Pellet Lastra
LA NACION
25 de mayo de 2023
Mansoor Adayfi pasó 14 años
en Guantánamo y escribió un libro de memorias sobre la experiencia - Créditos: @Facebook
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Lo llamaban “Detenido 441″. En otros tiempos, en otra
vida, tenía nombre y apellido: Mansoor Adayfi. Pero esa vida se le escapó
de las manos, cuando a fines de 2001, con 18 años de edad, fue capturado en Afganistán en el marco de
la llamada “guerra contra el terrorismo” y enviado a
la prisión de Guantánamo. Salió recién en 2016.
Adayfi fue uno de los 779 detenidos que
pasaron por la cárcel de la base naval de Estados Unidos en la isla de Cuba.
Algunos siguen adentro. En diálogo con LA NACION, este hombre nacido en
Yemen, que nunca pudo volver a su país, relató vía Zoom su agitada
experiencia como presidiario de una de las cárceles más controvertidas del mundo.
Tanto lo marcó la experiencia que en cada entrevista a los medios lleva un pañuelo naranja en el cuello,
en alusión al color del traje de presidiario que debió vestir en Guantánamo. Y
piensa dejárselo ahí, como símbolo, hasta que se cumpla el sueño de ver la
clausura de la prisión, las celdas vacías, las salas de interrogatorios
desmanteladas, las cercas exteriores desarmadas, los prisioneros restantes de
vuelta en sus casas.
Mansoor Adayfi en su departamento en Belgrado, Serbia - Créditos: @twitter
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Adayfi relata que llevaba unos meses en Afganistán como ayudante en una investigación cuando fue
capturado por un “señor de la guerra” local que lo entregó a las fuerzas
estadounidenses. En el río revuelto de esos meses en Afganistán, después de los ataques del 11 de
septiembre de 2001 en Estados Unidos y de que los talibanes fueran desplazados
del poder por colaborar con Al-Qaeda, era común que las fuerzas
norteamericanas ofrecieran buen dinero a quienes les trajeran “gente
sospechosa” de jihadismo.
“Estaba ahí por unos meses, al año siguiente iba a ir a la universidad en Yemen. Los estadounidenses
tiraban volantes desde los aviones ofreciendo recompensas. El señor de la guerra me presentó
a los de la CIA como un general egipcio de Al-Qaeda”, sostiene. Su
suerte quedó echada.
Un dibujo de la Estatua de la Libertad como prisionera de Guantánamo, obra de Sabri Al-Qurashi, un
excompañero de prisión de Mansoor Adayfi - Créditos: @Facebook
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Según una investigación de la Facultad de Derecho de la Seton Hall University, de New Jersey, fueron muy
pocos los detenidos por las fuerzas estadounidenses: el 86% fueron capturados a pura
recompensa por afganos o pakistaníes, a 5000 dólares por cabeza. Según
el mismo informe, solo el 8% estaban estrechamente vinculados a Al Qaeda.
Una de las tantas críticas a Guantánamo es que no se dedicó tiempo a la desradicalización de los reclusos
que en todo caso tuvieran esa tendencia. Hasta hubo quienes se radicalizaron
estando adentro. De todos modos, la mayoría de los detenidos que pasaron por Guantánamo nunca
fueron acusados formalmente ni sometidos a juicio.
La vida en Guantánamo
Entre sus nuevos compañeros se encontró con hombres de cincuenta nacionalidades
y veinte idiomas distintos, cuenta Adayfi. Personas extrañas
que se fueron conociendo, aprendiendo sus respectivos idiomas, costumbres y
culturas, hasta formar la ”cultura de Guantánamo”, propia del lugar. Pero
faltaba. Al principio nadie se conocía con nadie. No sabían dónde estaban, por
qué los tenían presos, qué sería de ellos.
Lo que descubrieron como constante, como rutina ineludible, fueron los interrogatorios. Adayfi cuenta
que lo habían sometido a interrogatorios en dos cárceles intermedias, después
de que lo entregara el señor de la guerra: un centro de la CIA que nunca supo
identificar y otro en Kandahar, en el sur de Afganistán. De ahí lo arrastraron
una noche, con capucha y grilletes, y lo subieron a un avión militar para enviarlo al
otro lado del mundo.
Los grupos defensores de
derechos humanos realizaron innumerables protestas solicitando infructuosamente
el cierre de Guantánamo - Créditos: @Getty Images
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Cuarenta horas después se completaba una disparatada travesía, desde las arenas de Medio Oriente a las
aguas del Caribe. De Afganistán a la base militar en la isla de Cuba. En
realidad, los detenidos no estaban ni siquiera en el Caribe. Guantánamo no era un lugar geográfico:
era el limbo. Un limbo jurídico denunciado por la ONU y por las
principales organizaciones de derechos humanos.
“Guantánamo se creó fuera del sistema judicial, fuera de toda legislación, fuera de toda humanidad”,
resume sobre el estatus legal de la cárcel, absolutamente nulo. Entre los
brutales interrogatorios e innumerables abusos y castigos a los que fueron
sometidos, Adayfi destaca la alimentación forzada, a través de tubos en la nariz, a la que
recurrían los guardias cuando los presos hacían huelga de hambre.
Adayfi tenía mucho que ver en esas huelgas: era uno de sus promotores. Entre los guardias conocían a este
joven conversador, de sonrisa fácil, como “smiley troublemaker” (el alborotador
sonriente). Según su propio relato, tenía una determinación absoluta a plantar
cara a los maltratos y los abusos, a no dejarse llevar por delante y exigir
algo de humanidad, y se convirtió así en un obstinado líder de las protestas de los
internos.
“Tratábamos de sobrevivir todo lo que pudiéramos, así que empecé ese tipo de activismo luchando contra la
tortura”, recuerda sobre su decisión. “Si te quedás callado, los ayudás a oprimirte más. Creo
que el silencio frente a las injusticias es otra forma de opresión. Tenés que
levantar la voz pase lo que pase”.
Si bien los guardias recurrían a la violencia de manera corriente, como cosa natural, Adayfi
sostiene que también ellos, los carceleros, eran víctimas del sistema, del encierro
forzado, de la inhumanidad del proyecto. Recibían órdenes y las cumplían, lo
cual solía traducirse en carta blanca para el maltrato.
Con algunos carceleros se llevaban bien, los que mostraban más humanidad y moderación, los que reconocían
que los reos eran también personas. El truco en todos los casos era buscar
formas de convivencia. Y la encontraron: “A los que nos trataban bien, los tratábamos bien, y a los
que nos trataban mal, los tratábamos mal. En Guantánamo teníamos esta regla:
respeto por respeto y mierda por mierda”.
Los marines con el primer
grupo de prisioneros de Guantánamo, en 2002 - Créditos: @STAFF SGT. JEREMY T. LOCK
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Había guardias que no tenían remedio, recuerda, que estaban “llenos de odio y de furia y nos pegaban
frente al personal, nos castigaban sin razón”. Pero lo crucial era mantener la
razón, la voluntad y el corazón, no perder la cordura. Necesitaban más que su improvisado
código de supervivencia con los guardias, del ojo por ojo, para no derrumbarse
psicológicamente y entregarse al embrutecimiento.
“La pasábamos mal, sufríamos, pero elegimos vivir nuestra vida, fortalecer nuestra amistad,
nuestra hermandad, ayudarnos entre nosotros, entendernos. En un tiempo teníamos una noche a la
semana donde cantábamos en distintos idiomas, en árabe, inglés, español, ruso,
alemán. Bailábamos. Y cuando alguno recibía buenas
noticias, lo celebrábamos. También podíamos celebrar nuestros días santos”,
dice en un fluido inglés aprendido en la base. Como también, al igual que otros
compañeros, pudo aprender a pintar.
“Época dorada”
Esos días felices se dieron después de la llegada a la Casa Blanca de Barack Obama, en 2009, que Adayfi
recuerda como la “épOca dorada” de Guantánamo. Fue un paréntesis donde las condiciones se volvieron más
llevaderas, donde los detenidos pudieron interactuar, aprender oficios,
superando el nivel de abandono absoluto.
El cambio de ambiente coincidió con un cambio interior que lo hizo reelaborar su situación personal.
“Hacia 2010 estaba perdido en un círculo vicioso de violencia, de furia y de
odio. Pero me empecé a enfocar en mí mismo
con la educación, la lectura, recordando quién era, poniendo atención a mi
conducta. Era un proceso por el que había que pasar, un
túnel oscuro que había que atravesar”.
La cerca exterior de la cárcel de Guantánamo
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Adayfi ahora coordina desde Serbia la ONG CAGE, que milita por la clausura del centro de detención donde
entró de adolescente y donde se le fue su primera juventud. El activismo lo
llevó también a publicar sus memorias de prisión, Don’t Forget Us Here (”No
nos olviden aquí”), cuyo primer borrador escribió a escondidas cuando estaba
entre rejas, y donde detalla el drama de su temporada en el infierno como
prisionero de guerra.
Sus denuncias recuerdan las de muchos otros reclusos, activistas y testigos. Como el oficial norteamericano
Aaron Shepard, miembro del Cuerpo de Abogados de la Marina. En una columna
del New York Times, Shepard reconoció que “agentes estadounidenses detuvieron a
hombres sobre la base de tenues acusaciones de actividad terrorista y los
trasladaron a escondidas a lugares clandestinos para someterlos a años de
tortura o -por utilizar el eufemismo legalmente aprobado- interrogatorios
mejorados.
La prisión de Guantánamo por dentro
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En su Informe Mundial 2023, Human Rights Watch recuerda que el presidente Joe Biden, como antes Obama, se
comprometió a cerrar Guantánamo, “pero 36 extranjeros musulmanes siguen recluidos, la mayoría
desde hace más de dos décadas, sin cargos ni juicio”. Y
subraya que los procesamientos de cinco detenidos, acusados de los atentados
del 11 de septiembre de 2001, se estancaron en comisiones militares viciadas.
Adayfi dice que la sola existencia de Guantánamo sienta un retroceso para la causa de los derechos
humanos, alentando a cualquier gobierno a imitar el sistema sin sentir la
necesidad de disfrazarlo. Esa prisión se convirtió, sostiene, “en un símbolo de
la injusticia, un símbolo de la opresión, un símbolo que legitima y anima a
otros tiranos en todo el mundo a crear sus propios Guantánamos y abusar de
activistas y opositores políticos”.
Su lucha por la libertad tiene otra arista, la estrictamente personal. Y en eso tiene buenos motivos
para festejar, luego de una salida de la cárcel en 2016 que no fue precisamente
la soñada, y tras unos primeros años que definió como “Guantánamo 2.0″, con
enormes restricciones de movimiento. Al salir de prisión, debió ir a vivir obligadamente a
Serbia por un acuerdo entre Estados Unidos y el gobierno de ese país. Era un
segundo confinamiento. No podía salir de Serbia, y para
salir de Belgrado, la capital, debía pedir permiso.
Ahora, varios años después, acaba de recibir el pasaporte de Yemen, su país, y se lo ve sonriente cuando lo
anuncia en las redes sociales como ese “smiley troublemaker” que tanto peleó
por la dignidad en Guantánamo, o cuando conversa sobre su odisea por
Zoom. La sonrisa es su rasgo personal, su marca. “Gracias a mis abogados y a
todos los que me ayudaron”, dice. “Si Dios quiere, voy a poder viajar. Wow, finalmente. Por el
mundo”.
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