Estados Unidos perdió cientos de miles de armas en Irak y Afganistán
C. J. Chivers
New York Times Es
12 de septiembre de 2016
Soldados iraquíes celebran la recepción de nuevas armas
de las fuerzas de Estados Unidos en una base militar en Irak, en mayo de 2007. Credit Ceerwan
Aziz-Pool/Getty Images
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A principios de este año, un usuario de Facebook en Bagdad que tenía una cuenta bajo el nombre
de Hussein Mahyawi publicó una fotografía de un fusil de asalto M4 que quería
vender. Varios veteranos de la guerra de Irak lo reconocieron de inmediato. Era
un arma de uso habitual en el Ejército de Estados Unidos, con mira telescópica
militar y una calcomanía con un código de inventario.
Excepto por un detalle —traía una empuñadura de pistola que es el tipo de accesorios con los
que los combatientes personalizan sus armas— era la viva imagen de las decenas
de miles de M4 que el Pentágono le entregó a las fuerzas de seguridad iraquíes
y a varias milicias aliadas, después de derrocar a Saddam Hussein en 2003. Y
ahí estaba: subastándose en el mercado.
¿Sorprende? No. Estados Unidos retiró a todas sus fuerzas de combate de Irak hace más de cuatro
años y no han pasado más de dos desde que una cantidad mucho menor de tropas
regresó a ese país para colaborar en la guerra contra el Estado Islámico,
mientras tanto, la subasta de armas se ha vuelto una actividad común. Lo que
Mahyawi vendía es una muestra de un fallo extraordinario y peligroso por parte
de la rendición de cuentas a la que debe someterse cualquier protocolo militar:
hacerle seguimiento al uso de las armas.
Desde los atentados del 11 de septiembre, Estados Unidos ha enviado un número indefinido,
inmenso, de armas de guerra a muchos de sus aliados tanto en Irak como en
Afganistán. El Pentágono solo tiene una idea parcial de esa cantidad de armas,
y respecto a dónde están, su conocimiento es mucho más difuso. La abundancia de
armas provenientes de Estados Unidos que ahora aparecen en el mercado negro es
uno de los problemas generados por la invasión de Irak.
Una muestra del alcance de estas transferencias de armas y de lo difícil que es cuantificarlas
se puede comprobar al examinar un proyecto dirigido por Iain Overton.
Overton fue periodista de la BBC y ahora dirige Action on Armed Violence, una organización
con sede en Londres que investiga y hace presión política contra la
proliferación de armas y su uso contra civiles. Es autor de The
Way of the Gun, un análisis poco optimista del papel que juegan las
armas en nuestras sociedades.
Soldados iraquíes en junio de 2016, durante la batalla
para reconquistar Faluya Credit Bryan Denton para The New York Times
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Overton, junto con un pequeño equipo de investigadores, presentó varias solicitud de acceso a
la información el año pasado y comenzó a revisar archivos del Pentágono
correspondientes a un periodo de 14 años de contratos relacionados con fusiles,
ametralladoras, accesorios y munición, tanto para las tropas estadounidenses como
para sus aliados. Después cruzaron los datos con otros archivos públicos.
Ahora, Overton divulgó esos datos junto a su análisis que abarca 412 contratos
y merece que los miembros del Tratado sobre el Comercio de Armas reflexionen
sobre sus hallazgos. El tratado, que entró en vigor en 2014 y del cual Estados
Unidos es signatario, tiene la intención de impulsar la transparencia y la
responsabilidad en la transferencia de armas convencionales para reducir las
posibilidades de que terminen en las manos equivocadas, que es exactamente lo
que las fuerzas armadas estadounidenses no han hecho en sus conflictos armados recientes.
En conjunto, según lo descubierto por Overton, el Pentágono ha entregado más de 1.450.000
armas a las fuerzas de seguridad en Afganistán e Irak. Entre esas armas hay
978.000 fusiles, 266.000 pistolas y 112.000 ametralladoras. Estas
transferencias forman un conjunto de armas de todo tipo y algunas son antiguas:
los kalashnikovs que sobraron de la Guerra Fría, M16 y M4 recién producidos según
las normas de la OTAN en fábricas de Estados Unidos, ametralladoras rusas y
occidentales, fusiles para francotiradores, y pistolas de distinto origen y
calibre entre las que hay Glock semiautomáticas, una pistola que en Irak suele
venderse por internet.
Muchos de los receptores de esas armas se convirtieron en aliados valientes e importantes en
el campo de batalla. Pero otros no. En su conjunto, esas armas fueron parte de
un inmenso y poco supervisado flujo de armamentos de una superpotencia hacia
ejércitos y milicias debilitadas por su poco entrenamiento, deserción,
corrupción y una serie de violaciones de los derechos humanos. Al conocer lo
que sabemos sobre esas fuerzas, habría sido importante que mantuvieran el
control de sus armas. Sin embargo, no sorprende que no lo hicieran.
Para ilustrar lo azarosa que ha sido la supervisión de la distribución de armas, cinco meses
después de que The New York Times preguntara por el recuento de armas ligeras
entregadas a sus socios en Irak y Afganistán, el Pentágono dijo que sus
registros mostraban que el número no llegaba a la mitad de lo mostrado por los
investigadores, unas 700.000 en total. Esa cantidad, según Overton “solo
incluye el 40 por ciento del total de armas ligeras entregadas por el gobierno
de Estados Unidos que aparecen en los informes públicos del gobierno”.
Según el Pentágono, la diferencia entre ambas cifras se debe a que al principio, el
Ejército de Estados Unidos trató de apoyar a dos gobiernos que estaban muy
involucrados en la guerra. Mark Wright, portavoz del Pentágono, dijo que “la
velocidad fue algo esencial a la hora de equipar y entrenar a sus fuerzas
armadas para que afrontaran retos tan complicados y como resultado hubo
problemas en la contabilidad de la entrega de parte de las armas”. El
funcionario también señaló que las prácticas del Pentágono al respecto han
mejorado y que para garantizar “que el equipamiento se usa solo para los fines
autorizados”, sus representantes “hacen un inventario de cada arma que llega al
país y registran la distribución al socio extranjero”.
Lo que no queda claro es por qué contar las armas y llevar un registro de números de serie y
receptores se convirtió en algo que llevaba tanto tiempo como para frenar la
guerra. Cualquiera que haya formado parte del ejército sabe que documentar
quién recibe cada arma es una tarea importante y un hábito que fácilmente se
convierte en rutina. No lleva más tiempo que entregarle un uniforme a un
soldado o darle de comer. Pero, a menudo, el Pentágono no siguió ese paso.
Wright señaló que una vez que una arma está en manos de otro ejército “la
responsabilidad de controlarla es de ese ejército”.
A principios de año, mientras Overton trabajaba en su propio recuento, le pedí a Nic Marsh,
investigador del Peace Research Institute de Oslo, que echara un vistazo a la
misma cifra pero usando otros datos que él monitorea, sobre todo las cifras de
las exportaciones de la Unión Europea e información del inspector general de
las Fuerzas Armadas de Estados Unidos. El total también excedió de manera
importante a las cifras del Pentágono. Al examinar el envío de armas desde
Europa, encontró más de 465.000 del Pentágono a Afganistán desde 2001.
Marsh dijo que las exportaciones incluían armas albanesas, inglesas, búlgaras, canadienses,
croatas, checas, húngaras, italianas, montenegrinas, paquistaníes, polacas,
rumanas, rusas, serbias, eslovacas y estadounidenses. También descubrió al
menos 628.000 más exportadas a Irak entre 2003 y 2014 desde los mismos países
con la inclusión de nuevas naciones como Bosnia, Estonia, Francia, Lituania y
Turquía. Su conteo de las iraquíes no incluye más de 300.000, que sospecha que
llegaron por encargo del Pentágono pero que no cuentan con registros claros. “La
cifra es mucho mayor a 628.000 pero no estamos seguros de la cantidad que salió
de Bosnia”.
Soldados iraquíes en un operativo cerca de Faluya, en junio de 2016 Credit Bryan Denton
para The New York Times |
Las armas enviadas desde Europa a Irak y sus municiones llenaban los aviones de carga. Aunque
Marsh dice que los datos disponibles no dicen cuantos envíos fueron pagados por
Estados Unidos y no eran compras realizadas por ministerios iraquíes con
donaciones estadounidenses o donaciones hechas por países que se deshacían de
lo que almacenaban. La observación es importante pues estas dos categorías: los
regalos entre países a través de transportes estadounidenses y las armas
compradas directamente por Afganistán e Irak podrían no estar incluidas en la
lista de Overton. Y esa es una de las múltiples razones por las que se sospecha
que la cifra de 1.450.000 armas podría estar por debajo de la cantidad real que
fue entregada mientras el Pentágono suministró armamento ligero en Irak y Afganistán.
En palabras de Overton: “Hasta donde sabemos podría ser el doble”. Su análisis
no incluye muchas armas entregadas por el Ejército de Estados Unidos a fuerzas
locales a través de otras vías como el reenvío de armas capturadas, una
práctica habitual y poco registrada.
Overton asegura que su conteo no incluye los envíos que se perdieron porque los datos
proporcionados por el Departamento de Defensa estaban incompletos o llenos de
contradicciones irresolubles. Por ejemplo, dependiendo del año, los contratos
públicos eran de más 6,5 o 7 millones de dólares. Overton sospecha que hay
muchos por precios menores. Y a veces los datos son tan vagos que dificultan
determinar con exactitud lo que se compró y mucho menos para quién. La
información del Pentágono no precisa mucho de lo que realmente se compró.
Hay algo indiscutible: gran cantidad de las armas no estuvieron mucho tiempo en manos
del gobierno después de llegar a esos países. En uno de muchos ejemplos, un
informe de la oficina de rendición de cuentas del gobierno descubrió que
110.000 kalashnikovs y 80.000 pistolas compradas para las fuerzas de seguridad
iraquíes no aparecían. Esa cifra significa más de un arma de fuego por cada uno
de los soldados estadounidenses que estuvieron en Irak en cualquier momento de
la guerra. Esas faltas de registro son anteriores al momento en que divisiones
enteras del ejército iraquí desaparecieron del campo de batalla, como pasó con
cuatro contingentes cuando el Estado Islámico tomó Mosul y Tikrit en 2014. Los
datos son de una petición de presupuesto del ejército de 2015 para comprar
armas destinadas al ejército iraquí con el fin de remplazar lo que se había perdido.
Estas grandes pérdidas forman parte del lento drenaje que muchos veteranos de ambas guerras
vieron con sus propios ojos y entre los que se destacan sucesos tan vergonzosos
como cuando los reclutas del ejército afgano se presentaban a sesiones de
entrenamiento y luego desaparecían al recibir un arma. Se sospecha que para
venderlas. En los lugares en los que las fuerzas iraquíes y afganas trabajaban
juntas, las unidades locales solo tenían una pequeña fracción de la capacidad
de fuego que decían tener y disminuían a medida que los soldados desertaban con
sus armas. Cuando Estados Unidos comenzó a armar a los rebeldes sirios, tanto
desde la CIA como desde el Departamento de Defensa, surgieron acusaciones de robo y falta de registros.
Pero este año, varios vendedores de armas por internet, muchos de ellos a través de Facebook,
se percataron de un flujo infinito de armas de origen estadounidense como el M4
que ofrecía Hussein Mahyawi desde ese perfil de Facebook en el que se
presentaba como un diseñador de interiores. En abril, después de que The New
York Times se pusiera en contacto con él y tras revisar datos de una empresa
privada que asesora en materia armamentista, Facebook cerró las páginas que
desde Oriente Medio servían como bazares de armas en Siria e Irak. El perfil de
Mahyawi se esfumó. Pero desde entonces ha aparecido una multitud de nuevos perfiles que se describen
como mercados virtuales que operan desde Bagdad o Kerbala. El comercio continúa.
Los nuevos datos también sugieren que la lucha en tierra del ejército de Estados Unidos ha
cambiado durante la última década y media. Según su propio recuento el ejército
ha ofrecido contratos por más de 40.000 millones de dólares para armas,
accesorios, munición y reformas en las fábricas que los suministran desde el 11
de septiembre. La mayor parte de este gasto iba dirigido a fuerzas
estadounidenses y los detalles muestran que ninguna de las dos guerras influyó
tanto como se pensó. Más de 4000 millones de dólares se destinaron a armas
ligeras como pistolas, ametralladoras, rifles de asalto y de francotirador y
más de 11.000 para suministros asociados, según los cálculos de Overton. Una
cantidad mucho mayor, casi 25.000 millones, fueron destinados a cubrir los
gastos de munición y mejoras a las fábricas que la suministran. La última cifra
coincide con lo que podría contar cualquier veterano: desde 2001 se han quemado
montañas y montañas de munición porque el número de combates no cesa de aumentar.
Soldados iraquíes en la ciudad de Faluya, en junio de
2016 Credit Brian Denton para The New York Times
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Algunas de las hojas de cálculo de Overton muestran profundos cambios técnicos. En 2001, el
Ejército de Estados Unidos entró en Afganistán con pocas tropas que lograron
sacar a los talibanes del poder gracias a sus aliados locales y con el apoyo de
la armada y los bombardeos. En 2003 invadió Irak con columnas mecanizadas
protegidas por un manto de fuego aéreo, misiles de crucero, bombas incendiarias
y de racimo. La combinación anuló a las fuerzas convencionales iraquíes.
Después llegaron los años de ocupación e intentos de reconstrucción en las
zonas de guerra. La rotación de soldados y marines comenzó a empantanarse por
los sucesivos cambios de misión y el enfrentamiento de los retos habituales de
la guerra de guerrillas, junto a varias modalidades nuevas como los explosivos
emplazados en las carreteras, las emboscadas y, especialmente en Irak, los francotiradores.
Los datos muestran grandes compras de ametralladoras y cargadores de municiones. Y eso
solo es una pequeña parte del cambio sufrido por muchas unidades
estadounidenses que han pasado de desplazarse a pie a moverse en vehículos
blindados y torretas con gran potencia de fuego para poder defenderse, una
adaptación forzada por las emboscadas y los objetos explosivos, esas armas baratas
que han golpeado hasta el agotamiento al ejército más caro del mundo.
Ahora, olvidémonos de los datos por un momento y pensemos en otros aspectos. El
Pentágono le entregó a Overton la información de contratos de armas de hasta 30
milímetros de calibre. Eso significa que ciertos tipos de armas de infantería
no se incluyeron en la lista, por ejemplo, los morteros, lanzamisiles
unipersonales y lanzagranadas Mark 19 que se ubican en vehículos en posiciones
terrestres. Esa omisión muestra que los datos entregados no detallan uno de los
aspectos más arriesgados del modo en que el Pentágono armó a sus aliados: la
amplia distribución de armas con capacidad de atravesar blindajes entre las que
se incluyen los RPG 7, lanzagranadas a cohete, y armas sin retroceso como el
SPG-9. Cada uno de esos sistemas balísticos lanza proyectiles que pueden
traspasar blindajes y todos ellos han sido utilizados por los insurgentes en
atentados. Tras las primeras semanas de cada una de las guerras, los únicos
blindajes existentes sobre el terreno eran los que estaban en manos de Estados
Unidos y sus aliados, lo que hace que la entrega de este tipo de armas contra
blindaje a las fuerzas afganas e iraquíes sea cuestionable. ¿Por qué
necesitarían armas contra blindaje si el enemigo no tenía dispositivos
blindados? Al mismo tiempo, los convoyes y patrullas estadounidenses fueron
impactados por este tipo de armas en ambas guerras.
Al recontar el tamaño del gasto, la confusión sobre su importe total y las presiones ejercidas
sobre lo almacenado emerge un retrato de la torpeza del Pentágono a la hora de
representar el papel que eligió representar —el de traficante de armas en
nombre del Estado—, un rol que, en repetidas ocasiones, generó contradicciones.
Si bien ambas guerras fueron de rápida evolución, el ejército estadounidense
trató de crear y fortalecer las nuevas democracias, los gobiernos y las clases
políticas; reclutar, entrenar y equipar rápidamente a las fuerzas de seguridad
e inteligencia; reparar la infraestructura de transporte y conseguir que fuera
seguro; fomentar el Estado de derecho y los servicios públicos; y dejar tras de
sí algo mejor que el gobierno de las facciones violentas.
Cualquiera de esas iniciativas sería un reto difícil. Pero Estados Unidos las emprendió todas
al mismo tiempo, comprando y enviando a ambos países una inmensa cantidad de
armas ligeras y entregándoselas a unas personas desconocidas. A menudo quienes
las recibieron eran manifiestamente corruptos y, en ocasiones, tenían estrechos
lazos con las mismas milicias que trataban de expulsar a los estadounidenses y
asegurarse de que su proyecto de país no fructificara. Por eso no sorprende que
las unidades estadounidenses desplegadas en provincias y barrios hostiles
fuesen muy atacadas.
Soldados iraquíes resguardando su posición durante la
reconquista de Faluya, en junio de 2016 Credit Brian Denton en
The New York Times
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La compra y entrega de armas ha continuado hasta hoy en día, con más actores involucrados
entre los que se incluyen Irán y sus aliados en Irak y varios donantes de armas
a los guerrilleros kurdos. En marzo, Rusia anunció que había entregado 10.000
fusiles de asalto Kalashnikov a Afganistán, uno de los lugares de la Tierra que
está más saturado de Kalashnikov. Si el análisis del inspector general para la
Reconstrucción de Afganistán es fiable, el país no los necesitaba. En 2014, el
inspector dijo que después de que Estados Unidos decidiera remplazar el
Kalashnikov del ejército afgano por armas aprobadas por la OTAN (algo que le
importaba mucho más a los fabricantes de armas que al ejército afgano), el
ejército se encontró con que le sobraban 83.000 kalashnikovs. Estados Unidos
nunca intentó recuperar el exceso de armamento que había creado y provocó la
preocupación de la oficina del inspector general. “Sin confianza en la
capacidad del gobierno afgano para rendir cuentas o disponer correctamente de
esas armas”, señaló, “existe la preocupación de pudieran acabar en manos de
rebeldes y terminar siendo un riesgo adicional para los civiles”.
Al final, el recuento de armas hecho por Overton sirve para mostrar la grave desconexión
institucional entre lo que el Pentágono exige de sus soldados y lo que se exige
a sí mismo. Desde sus inicios en la institución, los reclutas del ejército y
los marines aprenden a santificar su arma. Aprenden rápidamente que ningún otro
elemento de su equipo será revisado con tanta rigidez en la rutina de
contabilidad de material y que la inspección será rutinaria durante toda su
carrera. Las armas tienen que mantenerse limpias y lubricadas. Siempre deben
estar a mano. Solo deben apuntarse cuando es necesario. Nunca pueden perderse.
Cada elemento de la armería de una patrulla se cuenta una y otra vez para que
cada uno de sus miembros, desde el soldado raso hasta el comandante, sepan que
nada está fuera de lugar y que las armas están listas para lo que vaya a
suceder. Esta mentalidad es tan fuerte que muchos veteranos, cuando regresan a
la vida civil, pueden recitar de memoria los números de serie de las armas que
portaron. Algunos se sorprenden a sí mismos buscando sus armas a lo largo del día.
Cuando el ejército distribuyó armas en Afganistán e Irak, la dinámica era distinta. Seguirles
la pista de manera confiable, es decir, saber quién recibía qué, cuándo lo
hacía y dónde terminaba, no fue una prioridad. Hoy es imposible. Así que nadie
sabe dónde están muchas de esas armas. Al menos hasta que aparecen en las redes
sociales o en los combates o en las acciones de delincuentes. Esto nos recuerda
los miles de millones de dólares que han terminado en países donde la violencia
y el terrorismo parecen no tener fin.
¿Qué hacer? Si el pasado sirve de precedente y, conociendo las soluciones que suele implementar
Estados Unidos, se enviarán más armas.
C. J. Chivers es un periodista de The New York Times.
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