Bombardear los escombros
El imperio de la destrucción
Tom Engelhardt
TomDispatch
31 de julio de 2017
Traducción del inglés para Rebelión de Carlos Riba García
¿Guerra de precisión? No me hagáis reír
El lector lo recuerda. Supuestamente, la guerra del siglo XXI al estilo
estadounidense estaba más allá de lo imaginable en cuanto a precisión: bombas
inteligentes, drones capaces de eliminar a un ser humano cuidadosamente
identificado y rastreado allí donde estuviese en la Tierra; operaciones
especiales tan exactas que constituían un triunfo de la ciencia militar
moderna. Todo “interconectado”. Prometía ser un glorioso sueño de destrucción
acotada junto con un ilimitado poder y éxito. En realidad, se comprobaría que
se trataba de una pesadilla de primer orden.
Si el lector quiere una palabra que sintetice el quehacer bélico de Estados Unidos en
la última década y media le sugiero esta: escombros. Duele decirlo, pero desde
el 11 de septiembre de 2001, este es el término adecuado. Además, para atrapar
la esencia de esta guerra en lo que va del siglo, hay otra expresión que podría
ser útil: ‘reducir a escombros’. Permítame que le explique qué quiero decir.
En las últimas semanas, otra ciudad iraquí ha sido oficialmente “liberada” (o casi) de
los combatientes del Daesh. Sin embargo, los resultados de la campaña del
ejército de Iraq –respaldado por EEUU– para retomar Mosul (por su tamaño la
segunda ciudad de este país) de ninguna manera encajan con lo que normalmente
se endiente por triunfo o victoria. La campaña comenzó en octubre de 2016; con
los meses que han pasado desde entonces, ya ha durado más que la batalla de
Stalingrado de la Segunda Guerra Mundial. Semana tras semana, en una lucha
calle por calle, con repetidos ataques aéreos estadounidenses contra los
barrios habitados aún por muchos mosultíes, ha muerto un número ignorado pero
seguramente significativo de civiles. Más de un millón de personas –sí, ha
leído bien: un millón– fueron arrancadas de su casa e importantes zonas de la
mitad occidental de la ciudad de la que huyeron, incluyendo partes del casco
antiguo, han sido reducidas a escombros.
Esta debería ser la definición de victoria en tanto derrota, de éxito en tonto
desastre. También es una pauta. Ésta ha sido la esencia de la historia de las
guerras de Estados Unidos contra el terror desde que, en el mes siguiente a los
ataques del 11-S, el presidente George W. Bush lanzara su poder aéreo contra
Afganistán. Esa primera campaña aérea fue el inicio de lo que cada vez más
llegó a parecerse a la demolición a gran escala de importantes zonas del Gran
Oriente Medio.
Debido a que no se trató solo de ir tras quienes habían perpetrado esos ataque sino
que se decidiría acabar con el Taliban, ocupar Afganistán y –en 2003– invadir
Iraq, la administración Bush abrió la proverbial caja de Pandora. El impulso
imperial de derribar al gobernante iraquí Saddam Hussein, quien una vez había
sido esbirro de Washington en Oriente Medio antes de convertirse en su enemigo mortal
(quien, por otra parte, nada tenía que ver con el 11-S) resultó ser un funesto
error de cálculo imperial.
También lo fue la profundamente arraigada fantasía que tenían los funcionarios de la
administración Bush acerca de su capacidad de controlar a unas fuerzas armadas
que manejaban la precisión de las tecnologías de punta, una precisión capaz de
proyectar poder en unas formas que ningún otro país del planeta o de la
historia lo había hecho jamás; unas fuerzas armadas que serían, según lo dijo
el propio presidente, “la más maravillosa fuerza de liberación humana que el
mundo ha conocido nunca”. Con Iraq ocupado y convertido en un cuartel (al
estilo de Corea) durante generaciones, sus principales funcionarios supusieron
que derribarían el fundamentalista Irán (¿suena conocido?) y otros regímenes
hostiles de la región, creando allí una Pax Americana (de ahí,
lo peculiarmente irónico del actual ascendiente iraní en Iraq). Efectivamente,
en procura de hacer realidad esta fantasía de poder mundial, la administración
Bush produjo un devastador agujero en las tierras petrolíferas de Oriente
Medio. En la mordaz imaginería de Abu Mussa, líder de la Liga Árabe en ese
entonces, Estados Unidos eligió directamente atravesar “la puertas del infierno”.
Voladura del Gran Oriente Medio
En los más de 15 años que han pasado desde el 11-S, partes importantes de una porción
cada vez mayor del planeta –desde la zona fronteriza de Pakistán, en el sur de
Asia, hasta Libia, en el norte de África– se han desestabilizado catastróficamente.
Los pequeños grupos de terroristas islámicos se han multiplicado
exponencialmente tanto en el entorno local como en el internacional,
diseminándose gracias a la guerra de ‘precisión’ estadounidense y la ira que
esta despierta en las poblaciones civiles afectadas. Algunos países empiezan
tambalearse o a fracasar. Hay países que literalmente se han venido abajo
provocando oleadas de refugiados en el mundo a medida que año tras año, las
fuerzas armadas de Estaos Unidos, sus fuerzas de operaciones especiales y la
CIA han aumentado su despliegue de una manera u otra en un país tras otro.
Aunque los casos se suceden y, en unos y otros, los resultados son visiblemente
adversos, las tres administraciones con sede en Washington posteriores al 11-S
han parecido incapaces de extraer las conclusiones más obvias; en cambio,
continuaron haciendo más de lo mismo (con ajustes mínimos de un tipo u otro).
De ningún modo debe sorprender que los resultados fueran igualmente
decepcionantes o infaustos.
A pesar de las dudas sobre esta forma de hacer la guerra en el mundo planteadas
por el candidato Trump durante su campaña electoral en 2016, todo esto no ha
hecho más que aumentar en los primeros meses de su presidencia. Da la impresión
de que Washington es incapaz de ayudarse a sí mismo en relación con su afán de
continuar en esta versión de guerra con su carga de nefasta imprecisión en sus
cada vez más vagas aunque previsiblemente destructivas conclusiones. Peor aun,
si esta es la forma de proceder de los personajes militares y políticos que
mandan en Washington, nada de esto puede acabar en el término de nuestra vida
(en los últimos años, por ejemplo, el Pentágono y quienes canalizan su
pensamiento han empezado a hablar de un “enfoque generacional” o una “lucha
generacional” en Afganistán).
En todo caso, después de tantos años de haber sido lanzada, la guerra contra el
terror muestra todos los indicios de que continuará extendiéndose; cada día que
pasa, el nombre de la cosa está más y más claro: escombros. He aquí una relación
muy parcial de la cuestión:
Además de Mosul, varias otras ciudades importantes de Iraq – entre ellas Ramadi y
Fallujah– también han sido reducidas a escombros. Del otro lado de la frontera,
en Siria, donde una feroz guerra civil lleva ya seis años, numerosas ciudades y
pueblos –de Homs a partes de Aleppo– han sido totalmente destruidas. Ahora,
Raqqa, la ‘capital’ del autoproclamado Daesh, está sitiada (según se dice,
fuerzas de operaciones especiales de EEUU ya están actuando dentro de los
agrietados muros, trabajando junto con fuerzas rebeldes aliadas kurdas y
sirias). Más temprano que tarde, también será “liberada”, es decir, destruida.
Como pasó en Mosul, Fallujah y Ramadi, aviones estadounidenses han estado atacando
posiciones del Daesh en el centro urbano de Raqqa y –evidentemente– matando a
una considerable cantidad de civiles mientras convierten en cascotes partes de
la ciudad. En la lejana Libia, la ciudad de Sirte, por ejemplo, está en ruinas
después de una lucha similar en la que estuvieron involucradas unidades
locales, la fuerza aérea de EEUU y combatientes del Daesh. En Yemen, durante
los dos últimos años, los saudíes han estado llevando a cabo una interminable
campaña de bombardeo aéreo (con apoyo estadounidense), dirigida sobre todo
contra la población civil; esta campaña ha convertido el país en una enorme
pila de escombros y preparado el terreno para una devastadora hambruna y una
horrorosa epidemia de cólera, que –dadas las condiciones de vida de ese
empobrecido y asediado país– será imposible de controlar.
Muy recientemente, este tipo de destrucción se ha extendido por primera vez más
allá del Gran Oriente Medio y partes de África. El pasado mayo, en la isla de
Mindanao –en el sur de Filipinas–, rebeldes musulmanes locales identificados con
el Daesh, tomaron la ciudad de Marawi. Mientras penetraban en la ciudad, gran
parte de su población de 200.000 personas ha sido desplazada; casi dos meses
después, los rebeldes mantienen en sus manos partes de la ciudad mientras
libran una guerra al estilo Mosul contra las fuerzas armadas filipinas
(ayudadas por asesores de la fuerza de Operaciones especiales de EEUU).
Mientras esto sucede, se ha sabido que la zona ha sufrido demoledores ataques
como los sufridos por Mosul.
En la mayoría de esas ciudades y zonas circundantes reducidas a escombros, aunque se
haya cantado “victoria”, lo peor está todavía por llegar. En Iraq, por ejemplo,
con el “califato” de Abu Bakr al-Baghdadi, que ahora está siendo desmantelado,
el Daesh continúa siento una guerrilla verdaderamente peligrosa, las
comunidades sunníes y chíies (incluyendo sus milicias armadas) no dan señales
de actuar juntas, y en el norte del país los kurdos están amenazando con
proclamar un estado independiente. Por lo tanto, están garantizadas luchas de todo
tipo, y la posibilidad de que Iraq se convierta en un gran país fallido o que
surja un sinnúmero de devastados miniestados sigue siendo del todo demasiado
real, incluso aunque la administración Trump –según se dice– esté presionando
al Congreso para que le permita construir y poblar nuevas bases militares
“temporales” y otras instalaciones en ese país (y en la vecina Siria).
Como si esto fuera poco, en todo el Gran Oriente Medio, la palabra “reconstrucción”
no significa absolutamente nada. Sencillamente, no hay dinero para eso. Los
precios del petróleo siguen siendo desesperadamente bajos y, desde Libia y
Yemen hasta Iraq y Siria, todos esos países o bien son demasiado pobres o bien
están demasiado divididos para encarar la reconstrucción, por mínima que sea.
En esta guerra contra el terror, tampoco –y este es un dato– el Estados Unidos
de Trump lanzará el equivalente al Plan Marshall para la región. Y aunque lo
hiciese, lo que se sabe de los años que siguieron al 11-S ya muestra que –tanto
en Iraq como en Afganistán– la hipermilitarizada versión estadounidense de la
“reconstrucción” o la “construcción de naciones” –vía amiguismo corporativo– ha
sido uno de los mayores chanchullos de estos tiempos (solo en la reconstrucción
de Afganistán se han volcado más dólares del contribuyente de EEUU que los que
se destinaron a la totalidad del Plan Marshall; es dolorosamente evidente lo
eficaz que ha demostrado ser).
Por supuesto, tal como pasó con la guerra civil siria, Washington no es el único
responsable de la destrucción en la región. El mismo Daesh ha sido una
maquinaria considerablemente destructiva y brutalmente asesina con sus propios
e impresionantes récords de producción de escombros urbanos. Aun así, la mayor
parte de la destrucción en Oriente Medio es el resultado de las ensoñaciones y
planes militares de la administración Bush y de su respuesta al 11-S (que acabó
con al soñada escenificación de la muerte de Osama bin Laden). No olvidemos que
el predecesor del Daesh, el al Qaeda de Iraq, era una criatura de la invasión y
ocupación estadounidenses de ese país, y que, fundamentalmente, el propio Daesh
se formó en una prisión militar estadounidense en el país en el que su futuro
califa estaba encarcelado.
En el caso que el lector piense que de todo esto se ha extraído alguna lección, bien
vale que vuelva a pensárselo. En los primeros meses de la administración Trump,
Estados Unidos ha decidido un nuevo minienvío de soldados y unidades aéreas a
Afganistán; ha empleado allí por primera vez la bomba convencional más poderosa
de su arsenal; ha prometido a los saudíes más apoyo en su guerra contra Yemen;
ha aumentado sus ataque aéreos y operaciones especiales en Somalia; está
preparándose para una nueva presencia militar de EEUU en Libia; ha incrementado
las fuerzas armadas estadounidenses y relajado las normas para realizar ataques
aéreos en zonas civiles de Iraq y otros sitios; y ha enviado –tanto a Iraq como
a Siria– un número creciente de agentes de operaciones especiales y otro
personal de EEUU.
Poco importa el presidente, cuando se trata de la “guerra contra el terror”, la
primera apuesta solo parece ser aumentar; es esta una guerra de imprecisión que
ha arrancado de su tierra a un número récord de personas en el mundo con los
acostumbrados resultados previsibles: formación de más grupos terroristas, más
desestabilización de las estructuras estatales, más civiles desplazados o
muertos y cada vez más porciones del planeta convertidas en escombros.
Aunque nadie negaría el potencial destructivo de los grandes poderes imperiales de la
historia, el imperio estadounidense de la destrucción podría ser único. En
estos años, en la cúspide de su poderío militar, ha sido totalmente incapaz de
traducir esa ventaja de poder en algo que no sea la producción de escombros.
Vivir en las ruinas; una breve historia del siglo XXI
En este punto y dado que vivo en el corazón, increíblemente protegido y tranquilo,
de ese imperio y en la misma ciudad donde empezó todo, permitidme que hable a
título personal. Lo que no para de intrigarme es la incapacidad que tienen
quienes gobiernan esa maquinaria imperial de captar lo que pasó realmente a
partir del 11-S y extraer alguna conclusión razonable de ese acontecimiento.
Después de todo, gran parte de lo que he estado describiendo hasta ahora parece
desalentadoramente previsible.
En todo caso, la índole “generacional” de la guerra contra el terror y la forma en
que se transformó en una permanente guerra de terror, hoy
debería ser un tema de discusión demasiado obvio. Aun así, más allá de lo que dijera
en su campaña electoral, al presidente Trump le faltó tiempo para nombrar en
puestos clave a los mismos generales que han estado inmersos durante largo
tiempo en las guerras estadounidenses en todo el Gran Oriente Medio y están
claramente dispuestos a hacer más de lo mismo. Cómo diablos puede alguien
imaginar, incluso esos mismos generales, que semejante enfoque podría redundar
en algo más “exitoso” está más allá de mi entendimiento.
De muchas maneras, la producción de escombros ha estado en el centro de todo este
proceso iniciado con los hechos del 11-S. Después de todo, entre tantos
escombros, los objetivos de esos ataques simbolizaban el poder de Estados
Unidos –el Pentágono (el poder militar); el World Trade Center (el poder
económico); y el Capitolio o algún otro edificio de Washington (el poder
político, donde sin duda se dirigía el avión secuestrado que se estrelló en un
campo de Pennsylvania)–. En esos sucesos, miles de civiles fueron asesinados.
En cierto sentido, gran parte de la conversión en escombros del Gran Oriente Medio
en los últimos años podría ser vista como –si bien inconsciente– una vengativa
campaña por el horror y la ofensa de los ataque aéreos en esa mañana de
septiembre de 2001, que convirtieron en polvo las torres más altas de la ciudad
en la que vivo. Desde entonces, de algún modo, la guerra estadounidense ha
implicado pagar a Osama bin Laden con la misma moneda, pero a una escala
pasmosamente mayor. En Afganistán, Iraq y otros lugares, un momento de horror,
aunque pasajero, para los estadounidenses se ha convertido en la vida cotidiana
para poblaciones enteras y han muerto muchísimos inocentes, que deberían
sumarse a las muchas de las Torres Gemelas apiladas unas sobre otras.
El origen de TomDispatch, el sitio web que yo administro, también está
ligado a los escombros. Aquel día, yo estaba en Nueva York. Viví el impacto de
del ataques y sentí el olor de los edificios en llamas. Un amigo mío vio un
avión estrellándose en una de las torres y otro estuvo recorriendo la zona
llena de humo con su bicicleta en búsqueda de su hija. Unos días después, me
acerqué al lugar de los ataques con mi propia hija y estuvimos deambulando por
las calles cercanas viendo lo que había quedado de los enormes edificios.
Según una expresión de ese momento, la estela del 11-S, “cambió” todo; en cierto
sentido, fue realmente así. Yo lo sentí así. ¿Quién no? Percibí la sensación de
temor que se extendía por todas partes; las repetidas ceremonias en todo el
país en las que los estadounidenses se llamaban a ellos mismos las víctimas,
los supervivientes y (más adelante) los vencedores más extraordinarios del
planeta. En esas semanas que siguieron al 11-S percibí la sensación de horror y
el crecimiento en la población de un deseo de venganza que habilitaba a los funcionarios
de la administración Bush (que habían pasado años soñando con la “superpotencia
solitaria” y omnipotente, una sin precedentes en la historia) para que hicieran
prácticamente lo que quisieran.
En cuanto a mí, estaba dominado por la sensación de que el tiempo siguiente sería
el peor de mi vida, mucho peor que el de la época de la guerra de Vietnam (la
última vez que había estado de verdad políticamente movilizado). Y había una
cosa de la que estaba seguro: las cosas no irían bien. Sentía el impulso de
hacer algo, pero no tenía idea de qué podía ser.
A principios de octubre de 2001, la administración Bush lanzó el poder aéreo
contra Afganistán; una campaña que, en cierto sentido, nunca terminaría y
sencillamente se extendería a todo el Gran Oriente Medio (hasta ahora, Estados
Unidos ha lanzado repetidos ataques aéreos en por lo menos siete países de esta
región). En ese momento, alguien me mandó por correo electrónico un artículo de
Tamin Ansary, un afgano que había vivido en EEUU durante años pero continuaba
estando en contacto con lo que pasaba en su país de origen.
Su trabajo, que apareció en el sitio web Counterpunch, acabaría siendo
ciertamente profético, sobre todo habiéndose escrito a mediados de septiembre,
pocos días después del 11-S. En ese momento, como señalaba Ansari, loe
estadounidenses ya estaban amenazando –con una frase recogida de la época de la
Guerra de Vietnam– con bombardear a Afganistán para hacerlo “regresar a la Edad
de Piedra”. ¿Para que serviría, se preguntaba él, una campaña como esa cuando
“las nuevas bombas solo removerían los escombros dejados por las bombas
anteriores”? Cómo él apuntaba, Afganistán, principalmente gobernado por
entonces por el nefasto Taliban, había sido convertido en escombros en años
anteriores en la guerra por delegación que soviéticos y estadounidenses
combatieron allí hasta que, en 1989, el Ejército Rojo regresó a casa derrotado.
La pila de escombros que ya era Afganistán no haría más que crecer en la atroz
guerra civil que le seguiría. Y en los años anteriores a 2001, la
reconstrucción había sido mínima. Por eso, como dejó claro Ansary, Estados
Unidos estaba a punto de lanzar su poder aéreo por primera vez en el siglo XXI
contra un país que no existía, un país hecho de ruinas y más ruinas.
Para él, la consecuencia de esa acción era el desastre. Y así sería. En ese momento,
la imagen de unos ataques aéreos contra los ruinas me dejó atónito. En parte,
porque aquello era horroroso y verdadero; en parte, por lo que parecía una
señal tan ominosa de lo que nos depararía el futuro; y en parte, porque nada
parecido podía por entonces encontrarse en las noticias de los medios
dominantes ni en discusión alguna sobre la forma en que podía responderse al
11-S (del cual no aparecía prácticamente nada). Impulsivamente, envié el
escrito de Ansary –con una nota mía– a mis amigos y parientes, Algo que no
había hecho nunca. Este sería el inicio de lo que, algo menos de un año
después, se transformaría en TomDispatch, una experiencia sin lista
de suscriptores que no pararía de crecer.
¿Una plutocracia de los escombros?
Fue así como la primera palabra que atrapó mi atención en la época posterior al
11-S fue “escombros”. Es una pena que, casi 16 años después, los
estadounidenses continúen obsesivamente atemorizados por ellos mismos, un temor
que ha ayudado a crear y construir un estado de la seguridad nacional de
dimensiones sorprendentes. Por otra parte, somos muy pocos quienes hemos
captado el significado de las interminables e imprecisas experiencias estilo
11-S que nuestras fuerzas armadas han lanzado en todo el mundo. Las bombas
quizá sean inteligentes, pero las acciones no podrían ser más erradas.
Fundamentalmente, en este país no se siente responsabilidad alguna por la proliferación del
terrorismo, el derrumbe de países, la destrucción de vidas y de medios de vida,
las oleadas de refugiados y la conversión en escombros de importantes ciudades
del planeta. No hay evaluaciones razonables de la verdadera naturaleza y
consecuencias del modo estadounidense de hacer la guerra fuera de sus
fronteras: su imprecisión, su estupidez, su capacidad destructiva. En esta
tierra de paz, resulta difícil imaginar el verdadero impacto de la imprecisión
bélica al estilo estadounidense. Sin embargo, tal como están yendo las cosas,
es bastante fácil imaginar el escenario descrito por Tamin Ansari prolongándose
en los tiempos de Trump y de quienes le sucedan: Estados Unidos volviendo a
bombardear los escombros dejados en todo el Gran Oriente Medio.
Aun así, estas lejanas guerras imperiales encuentran la manera de llegar a casa; no
solo en forma de nuevas técnicas de vigilancia, o de drones sobrevolando “la
tierra patria”, o de militarización total de las fuerzas policiales. Sospecho
que, sin esas desastrosas y eternas guerras, la elección de Donald Trump habría
sido improbable. Aunque él no desencadene esa guerra de “precisión” en la
tierra patria misma, su proyecto (y el de los congresistas republicanos) –desde
el sistema de salud al medioambiente– apunta visiblemente a convertir en
escombros a la sociedad estadounidense. Si él fuera capaz, ciertamente crearía
una plutocracia de los escombros en un mundo en el que las ruinas son cada vez
más la norma.
Tom Engelhardt es cofundador del American Empire Project, autor de The United States of Fear y de una
historia de la Guerra Fría, The End of Victory Culture. Forma parte
del cuerpo docente del Nation Institute y es administrador de TomDispatch.com.
Su libro más reciente es Shadow Government: Surveillance, Secret Wars,
and a Global Security State in a Single-Superpower World
http://www.tomdispatch.com/post/176310/
tomgram%3A_engelhardt%2C_bombing_the_rubble/#more
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