El Torquemada estadounidense
El brutal e ineficaz programa de interrogatorios del Ejército estadounidense empezó
en Guantánamo y luego se extendió a Abu Ghraib. Un hombre que intentó detenerlo
—y fracasó— teme ahora que Estados Unidos pueda volver a usar la tortura.
Naranja mecánica: detenidos en el Campamento X—Ray de Guantánamo. FOTO:
PETTY OFFICER 1ST CLASS SHANE T. MCCOY/U.S. NAVY/GETTY |
Mark Fallon
Newsweek
en español
10 Nov. 2017
“¿QUÉ DIABLOS? ¿Quiénes son estos tipos?”.
Era febrero de 2002 y llevaba a Bob McFadden en un recorrido del Campamento
X—Ray, un burdo centro de detención en un rincón apartado de la prisión
estadounidense de Bahía de Guantánamo, Cuba. Como subcomandante de la Fuerza
Conjunta de Investigación Criminal del Departamento de Defensa en Guantánamo,
yo supervisaba la investigación y el interrogatorio de los presuntos
militantes. El objetivo: explorar sus redes y llevarlos a juicio. Como expliqué
a McFadden, un excolega del Servicio de Investigación Criminal Naval, el
trabajo era, digamos, complicado.
Casi todos los detenidos de Guantánamo habían sido capturados en Afganistán,
y los teníamos albergados en jaulas exteriores de malla metálica, hechas con el
material del cercado. Cada jaula contaba con dos baldes, uno para agua potable
y otro para desechos humanos. Era una especie de zoológico de alta seguridad y
bajo costo.
En la época de la visita de McFadden, el campamento empezaba a
sobresaturarse. Habíamos pedido mejores instalaciones, pero nos dijeron que “aguantáramos”
porque Guantánamo era, meramente, un sitio de detención temporal. Entre tanto,
mostré el lugar a mi viejo amigo, advirtiéndole sobre los personajes más excéntricos
del campamento. Un tipo, a quien apodábamos Wild Bill, te arrojaba su
excremento si te acercabas demasiado. Y otro, Waffle Butt, presionaba el trasero
desnudo contra la malla cada vez que alguien se acercaba a él.
Nada de eso perturbó a McFadden, quien había estado en muchísimos lugares
desagradables. Sin embargo, tan pronto como los detenidos se dieron cuenta de
que hablaba árabe, comenzaron a gritarle: “¡Por favor, por favor, señor, señor!”.
¡Hubo un error! Hubo una confusión”. McFadden habló con algunos de ellos, y
pude ver que su expresión se volvía cada vez más perturbada. Por último, tomó
una lista de detenidos, revisó los nombres, rápidamente, miró a la multitud de
prisioneros que tenía enfrente y gritó: “¡Ninguno es árabe!”. La lista de
detenidos estaba repleta de apellidos afganos y paquistaníes como Iqbal y Khan.
Quienesquiera que fueran, no formaban parte de la red central de Al Qaeda: los
egipcios, sauditas y demás árabes a quienes la inteligencia de Estados Unidos
ha estado rastreando desde hace años.
En el otoño de 2001, la justificación principal para invadir Afganistán fue
capturar a Osama bin Laden y su círculo de allegados. Eso no ocurrió, pero
nuestro Ejército no renunció a la persecución, y los helicópteros siguieron
soltando volantes que ofrecían 5,000 dólares de recompensa por miembros del
Talibán o Al Qaeda. La mayor parte de los grupos afganos y paquistaníes que
cazaban militantes solo lo hacían por la recompensa; nunca les importó si
capturaban a un hombre inocente.
Igual de disfuncional era el proceso de vetado para determinar quién podría
ser un militante. Algunos militantes utilizaban un modelo de reloj digital
Casio muy popular como temporizador para sus bombas, de modo que usar uno
terminó por resultar sospechoso; y, de hecho, algunos detenidos acabaron
encerrados en Guantánamo porque usaban un reloj Casio.
Cuando estaba formando la fuerza de trabajo, me dijeron que tendría que
lidiar con “lo peor de lo peor” de los militantes de Al Qaeda. Pero muy pronto
resultó evidente que McFadden tenía razón: no los teníamos allí. Aquel no era
el trabajo para el que fui destinado. Y, en breve, me vería obligado a hacer
cosas contra mis valores personales y contra los valores estadounidenses.
RUMSFELD, el secretario de Defensa. El Ejército de Estados Unidos creó un laboratorio de
batalla en Guantánamo para probar medidas de interrogatorio brutales que luego
empleó en prisiones iraquíes, como Abu Ghraib. FOTO: KAREN BLEIER/AFP/GETTY |
“YO RESUCITARÍA EL SUBMARINO”
Transcurrida más de una década del recorrido de McFadden por Guantánamo,
observé horrorizado el debate de los candidatos presidenciales republicanos en
Manchester, Nueva Hampshire. Fue el 6 de febrero de 2016 y estaban hablando del
"submarino", un procedimiento prohibido que simula el ahogamiento. Jeb
Bush se oponía, y Ted Cruz evitaba el tema. Pero Donald Trump adoptó una
postura firme. Vestido con un holgado traje azul y un broche de la bandera
estadounidense en la solapa, Trump celebró las técnicas de interrogatorio
extremas. “Hay gente cortando las cabezas de los cristianos en Oriente Medio”,
declaró. “Yo resucitaría el 'submarino', y resucitaría cosas muchísimo peores”.
Algunos asistentes al debate aplaudieron.
Claro está, Trump terminó ganando las elecciones y mudándose a la Casa
Blanca. Y a pesar de las objeciones de senadores como John McCain —una víctima
de la tortura y prisionero de guerra—, ha seguido ensalzando al 'submarino'
como una herramienta de interrogatorio eficaz y necesaria. También habló de
reabrir las prisiones secretas de la CIA y de ampliar Guantánamo, donde los
detenidos permanecen como prisioneros eternos de una guerra interminable.
No sé si Trump llegará a hacer esas cosas, pero si lo hace, responderá
directamente a la estrategia de Al Qaeda. El 11 de septiembre de 2001, cuando
Bin Laden y sus seguidores yihadistas atacaron el Centro Mundial de Comercio y
el Pentágono, su intención era aterrorizar a los estadounidenses, y orillarlos
a abandonar sus ideales de democracia, igualdad y estado de derecho. Y al
enfrentar a un enemigo siniestro en un nuevo tipo de guerra —una guerra que
ocupa no solo un terreno físico, sino también psicológico—, eso fue justo lo
que hicimos. Permitimos que el enemigo cambiara quienes éramos.
Es un cambio que conozco personalmente. Durante mi servicio en Guantánamo,
observé que los arquitectos aficionados del programa de tortura estadounidense
desarrollaban técnicas de tortura falsas y brutales, las cuales tomaron
prestadas de los chinos comunistas. Y no solo fracasaron en su misión de hacer
hablar a los detenidos; también los trataron como infrahumanos. Todo, bajo la
mirada vigilante de Washington, con su aprobación tácita y, a veces, explícita.
La mayoría de los estadounidenses sabe del programa de interrogatorio
mejorado de la CIA: que la agencia aplica el "submarino" a los
sospechosos y los somete a otras técnicas de interrogatorio brutales e
ineficaces, desde golpes con la mano abierta hasta privación del sueño. De lo
que pocos están enterados es de que el Ejército de Estados Unidos hizo mucho de
lo mismo, creando un laboratorio de batalla en Guantánamo para probar estas
medidas extremas y, luego, las empleó en Irak, en prisiones como Abu Ghraib.
Traté de detener estos abusos. Otros también lo intentaron. Por desgracia,
fracasamos. Y temo que ese fracaso se repetirá algún día.
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FUEGO Y HUMO: Fallon afirma que, tras el ataque de Osama bin Laden, el 11 de septiembre
de 2001, Estados Unidos violó muchos de sus principios más preciados sobre
democracia, igualdad y estado de derecho. Un buen ejemplo: Guantánamo. FOTOS:
THE DARKROOM PHOTOGRAPHY; ROBERT GIROUX/GETTY |
EL VIGÉSIMO PIRATA AÉREO
Durante mis primeros meses en el Campamento X—Ray, sobornamos al equipo de
construcción de la Armada con dos cajas de cerveza para convencerlos de construirnos
salones de interrogatorio. En esencia, eran cajones de contrachapado con cuatro
paredes, puertas y unas cuantas sillas en el interior. No había privacidad, de
suerte que el campamento era un lugar terrible para los interrogatorios.
Algunos detenidos no hablaban; los llamábamos “cuelgacabezas”. Si bien sabíamos
que no iban a decir una palabra, no podíamos permitir que se supiera que
cualquiera podía evitar el interrogatorio si no hablaba. De modo que nos sentábamos
en el cuarto con los cuelgacabezas durante tres horas, haciéndoles una pregunta
cada 30 minutos, más o menos.
Los sauditas eran los cuelgacabezas más obstinados; pero, a mediados de
febrero, llegó uno muy distinto. El saudí Mohammed al Qahtani afirmaba ser un
entusiasta de la cetrería quien, por casualidad, se encontraba en Afganistán
cuando empezó la guerra. Lo más probable es que fuera una coartada, así que lo
dejamos hablar y hablar hasta que tuvimos suficientes fragmentos de información
para construir un mosaico. Conforme nuestra fuerza de trabajo y el FBI lo
estudiaban con más detenimiento, y utilizando esas pistas minúsculas, nos dimos
cuenta de que era uno de nuestros detenidos más valiosos.
Sabíamos que 19 hombres llevaron a cabo los ataques del 11/9, pero un
creciente cuerpo de evidencias sugería que debieron ser 20. En tres de los
cuatro vuelos secuestrados, cuatro “hombres fuertes” [que] controlaron a la
tripulación y [a] un piloto. Pero en el cuarto avión solo hubo tres de esos
hombres fuertes. Los pasajeros de ese vuelo se defendieron y el avión se
estrelló en Shanksville, Pensilvania. Con base en los datos del vuelo y otras
fuentes del Servicio de Inmigración y Naturalización, concluimos que Al Qahtani
debía ser el vigésimo pirata aéreo.
En aquellos días, había mucha presión para producir inteligencia. Todos
querían saber en dónde se ocultaba Bin Laden y cómo prevenir más ataques.
Comprendimos que Al Qahtani podría tener información valiosa. Por desgracia —para
él, y para nosotros—, el saudita llamó la atención del general de división
Michael Dunlavey.
En febrero, no mucho después de la llegada de McFadden, el Ejército creó
una nueva fuerza de trabajo conjunta para hacerse cargo de la recolección de
inteligencia. A mi entender, mi equipo seguiría haciendo investigaciones
criminales y los ayudaríamos. Donald Rumsfeld, el secretario de Defensa, eligió
a Dunlavey para dirigir el nuevo equipo de inteligencia de Guantánamo (ninguno
había respondido peticiones de comentarios al momento de esta publicación). La
decisión fue muy peculiar, pues Dunlavey era un reservista entrenado en señales
de inteligencia en la Agencia Nacional de Seguridad, lo que significaba que su
capacitación tenía muy poca relación con la recolección de inteligencia humana
que hacíamos en Guantánamo.
Los primeros indicios de problemas aparecieron apenas a la semana de que
Dunlavey llegara a la base. El general se presentó con uno de mis colegas señalando
las dos estrellas en el cuello de su chaqueta, como diciendo: “¡Ya llegué y
estoy a cargo!”. Más tarde, mientras tomaba unos tragos con mis colegas en el
bar tiki de Guantánamo, disfrutando de la vista impresionante de la bahía,
Dunlavey estacionó su auto con las ventanas abiertas, y reproduciendo a todo
volumen “I’m So Excited”, de las Pointer Sisters.
Las acciones de Dunlavey tal vez habrían parecido ridículas, pero era el
comandante general de una instalación militar durante una guerra global
imprevisible. Cuando la gente de la base comenzó a llamarloCocoa Puffs —evocando
el eslogan del cereal: “I’m cuckoo for Cocoa Puffs” (“Me chiflan los Cocoa
Puffs”)—, me di cuenta de que existía el riesgo de que la disciplina se rompiera.
Con todo, mi mayor preocupación con Dunlavey era cómo lidiaba con los
interrogatorios. Mi equipo estaba repleto de expertos que se habían ganado la
vida haciendo interrogatorios. Todos estábamos de acuerdo en que la mejor
manera de llevar a cabo un interrogatorio consistía en sorprender al detenido
con amabilidad, ganar su confianza (rapport) o convencer al prisionero de que
sabes más sobre su vida de lo que conoces en realidad. Pese a lo que puedas ver
en televisión o en las películas, la tortura suele hacer que los detenidos
confiesen información poco confiable. Dirán cualquier cosa para acabar con el
dolor y la incomodidad.
En contraste, el equipo de Dunlavey se componía de personal muy novato,
casi todos reservistas veinteañeros, y ninguno había sido capacitado
adecuadamente. La mayoría jamás había visto una sala de interrogatorio con un
tipo malo dentro. Y los reservistas habían sido entrenados en las técnicas
descritas en el Manual de Campo del Ejército, un programa que no estaba
fundamentado en principios científicos y que era, eminentemente, ineficaz. Peor
aún, las técnicas no fueron ideadas para tratar con un individuo de una cultura
no occidental. Mientras que los miembros de mi equipo se sentaban en el suelo,
bebían té y hablaban de futbol para ganarse la confianza de los detenidos, los
interrogadores de Dunlavey entraban en una habitación con una lista de
requisitos de inteligencia. Y algunos lo hacían con una actitud de confianza en
sí mismos casi hilarante. Un tipo hasta usó un traje de vaquero en una sesión,
incluidos chaleco y chaparreras.
Los miembros del equipo de Dunlavey eran arrogantes, sin duda, pero
fracasaban miserablemente cuando trataban de impresionar a un detenido. Se
limitaban a leer preguntas genéricas de su lista, y los interrogatorios no
conducían a nada. A la larga, el detenido agachaba la cabeza y dejaba de hablar.
E, infortunadamente, Dunlavey tenía una excusa muy útil para los fracasos
de su grupo. En el año 2000, las autoridades británicas habían hallado un
archivo de computadora cuando allanaron la casa de un presunto militante en Mánchester,
Inglaterra. El archivo contenía un manual —después conocido como el Documento Mánchester—
que detallaba la estrategia bélica de los militantes de Al Qaeda. Entre las tácticas
descritas, había pormenores sobre el tratamiento que debían esperar en caso de
captura, y consejos para resistir y mentir a los captores. Así pues, cuando los
detenidos de Guantánamo se negaban a cooperar, los interrogadores de Dunlavey
de inmediato atribuían el problema a “¡las clásicas tácticas de resistencia Mánchester!”
No teníamos pruebas de que los detenidos realmente estuvieran entrenados en
dichas técnicas. Sin embargo, esas presuntas tácticas inspiraron a James
Mitchell y Bruce Jessen, ambos psicólogos y contratistas de la CIA, quienes
fueron consultores de la agencia para desarrollar las “técnicas de
interrogatorio mejoradas” (Jessen no respondió a una petición de comentarios;
Mitchell dice que las técnicas de la CIA fueron eficaces, pero estoy totalmente
en desacuerdo).
En Guantánamo, el equipo de Dunlavey sacaba conclusiones parecidas a los
contratistas de CIA: que Estados Unidos necesitaba volverse más duro.
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BALADA DE BRUTALIDAD: Dunlavey implementó crueles técnicas de interrogatorio con los
detenidos de Guantánamo. Entre otras: música estruendosa para mantenerlos
despiertos y utilizar perros para aterrorizarlos, según explica Fallon.
FOTOS: TIMES PUBLISHING COMPANY, ERIE, PA. COPYRIGHT 2017; JOE RAEDLE/GETTY |
SOLDADOS DOBLEGADOS Y CONFESIONES FALSAS
Mientras seguíamos interrogando a Al Qahtani, Dunlavey notó que nuestra
fuerza de trabajo contaba con psicólogos propios que observaban los
interrogatorios y nos asesoraban sobre la manera como podíamos mejorar las
sesiones. Entonces, decidió que su grupo necesitaba el mismo tipo de expertos.
Pero, en vez de pedirnos ayuda, a principios de junio de 2002, pidió apoyo
a psicólogos sin experiencia alguna en interrogatorios del mundo real. No
obstante, igual que Mitchell y Jessen, tenían experiencia en un programa
militar estadounidense llamado SERE (Supervivencia, Evasión, Rescate y Escape).
El objetivo del programa era enseñar a los militares activos a sobrellevar la
tortura, y estaba basado en la manera como China comunista interrogó a soldados
estadounidenses durante la Guerra de Corea (muchos hicieron confesiones falsas).
El equipo del general pretendía interrogar a Al Qahtani recurriendo a técnicas
sospechosamente parecidas a las de Mitchell y Jessen. Así que me di prisa para impedirlo.
Ya que mi equipo había identificado a Al Qahtani como un objetivo de alto
valor potencial —un “peor de lo peor”, de verdad—, logré convencer al Pentágono
de crear un orden jerárquico para interrogar sospechosos. Situamos al FBI en el
nivel más alto; conocía a [xxxx]* de una investigación anterior y me pareció
que era el mejor candidato posible para hacerse cargo del vigésimo pirata aéreo.
[xxxx] tenía una habilidad asombrosa para ganarse la confianza de los
sospechosos. Se sentaba con ellos en el suelo y hablaba de política o religión
en perfecto árabe. En 2002, [xxxx] utilizó sus técnicas basadas en el rapport
mientras interrogaba a un detenido de alto perfil [xxxx] llamado Abu Zubaydah,
quien reveló varios fragmentos de inteligencia importantes, incluidos nombrar a
Khalid Sheikh Mohammed como la mente maestra del 11/9 y proporcionar información
sobre el fabricante de bombas sucias, José Padilla.
En julio de 2002, [xxxx] y otros agentes del FBI llegaron a Guantánamo,
confiados en repetir sus logros [xxxx]. Al principio, obtuvieron resultados
moderados con Al Qahtani, recogiendo algo de inteligencia, así como algunas
evidencias. No obstante, a la larga, Al Qahtani dejó de hablar.
El general pensó que una mayor dureza era la mejor manera de obtener
inteligencia sobre Al Qaeda, prevenir ataques y salvar vidas. Y, aunque no lo
sabía en aquel momento, Estados Unidos estaba dispuesto a cambiar la manera
como interrogábamos a los sospechosos, así como las leyes que regían las
sesiones. El 1 de agosto de 2002, Alberto Gonzales, asesor de la Casa Blanca
del presidente George W. Bush, recibió un memorando de 50 páginas de John Yoo,
el procurador general adjunto. Aquel documento habría de definir lo que
constituye tortura. El memorando declaraba que los actos dirigidos a “infligir
dolor o sufrimiento graves” eran ilegales, mas debían ser de una “naturaleza
extrema” para calificar como tortura. El escrito añadía que, si bien “ciertos
actos pueden ser crueles, inhumanos o degradantes”, no se consideran tortura.
Entonces, ¿qué es tortura? El memorando fijaba un límite absurdamente
elevado. Incluía el caso de un hombre que era subyugado a golpes con una
pistola, forzado a jugar ruleta rusa, abandonado en una celda infestada de
escorpiones, golpeado de manera aleatoria y sometido a un procedimiento quirúrgico
sin explicación. Otros casos considerados como tortura contemplaban a una monja
con los ojos vendados, quemada con cigarrillos y violada, así como a un hombre
bañado con gasolina y quemado hasta perder la vida.
Los principales abogados de la CIA y el Pentágono recibieron el memorando
eventualmente. Sin embargo, como yo no estaba enterado de su existencia, pensé
que mis adversarios simplemente estaban mal informados, y no entendían que esas
técnicas coercitivas eran ineficaces.
Lo que no sabía era que estaba luchando contra la Casa Blanca.
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CADENA DE COMANDO: Después de que Donald Rumsfeld, secretario de Defensa de George W.
Bush, autorizara las técnicas extremas, envió a Miller a Irak para “mejorar”
las prácticas de interrogatorio en aquel país. El resultado: Fallon dice que
aumentó la brutalidad, lo que fomentó la ira ante la ocupación estadounidense.
FOTOS: CHARLES OMMANNEY/GETTY; REUTERS/POOL/DAVID HUME KENNERLY |
EL LABORATORIO DE BATALLA DE ESTADOS UNIDOS
En agosto de 2002, con apoyo de la presidencia de Bush, Dunlavey se salió
con la suya. Tomó el control de toda la operación de Guantánamo y, muy pronto,
la vida se volvió mucho más difícil para los detenidos. Aquella prisión nunca
fue un campamento de verano, pero los internos tenían acceso a libros, incluido
el Corán, y había alimentos adecuados para los musulmanes religiosos. No
obstante, una vez que Dunlavey se hizo cargo, todo eso terminó.
El general quería convertir Guantánamo en lo que, más tarde, sería llamado
el “Laboratorio de Batalla de Estados Unidos”. En breve, los psicólogos y los
psiquiatras del equipo de Dunlavey empezarían a utilizar diversas técnicas
brutales, y nunca probadas, con los detenidos. Y Al Qahtani sería el primer
conejillo de Indias del grupo.
Me sentía más frustrado que nunca. Era muy probable que Al Qahtani fuera el
vigésimo pirata aéreo. No me simpatizaba, pero quería interrogarlo cuanto
antes, de una manera eficaz y humanitaria. Hice mi mejor esfuerzo para detener
a Dunlavey. Hablé con mis superiores y con asesores legales del Departamento de
Defensa y de la Armada. Todos estuvieron de acuerdo conmigo, pero los niveles
superiores del Pentágono los estaban obstaculizando o ignorando.
El equipo de Dunlavey y los interrogadores de la Agencia de Inteligencia de
la Defensa sacaron a Al Qahtani de su celda y lo encerraron en una nueva. Lo
dejaron allí durante varios días, cegándolo con luces brillantes y
reproduciendo música estruendosa durante varias horas al día. Una de las
canciones que repetían para mantenerlo despierto era “Dirrty”, de Christina
Aguilera. Y de manera periódica, azuzaban grandes perros para atemorizarlo.
Sus técnicas no resultaron. Aunque Al Qahtani se había mostrado
comunicativo, comenzó a cerrarse hacia el final de la investigación del FBI.
Pero una vez que iniciaron las técnicas mejoradas, se cerró por completo.
El equipo de Dunlavey no renunció a sus intentos de hacerlo hablar. El 11
de octubre de 2002 pidieron autorización al Departamento de Defensa para
aplicar técnicas de interrogatorio aún más severas, incluidos el submarino y la
privación del sueño. Sin embargo, cuando la petición de Dunlavey fue enviada al
Estado Mayor Conjunto, el presidente del grupo, el general Richard Myers, la
rechazó. El borrador del memorando del Estado Mayor Conjunto declaraba: “No
creemos que el proyecto propuesto sea legalmente suficiente”.
Dunlavey perdió, mas los simpatizantes de los interrogatorios brutales no
estaban derrotados.
DESNUDADO Y RASURADO POR LA FUERZA
Poco después de que rechazaran su petición, el Departamento de Defensa
sustituyó a Dunlavey por el general Geoffrey Miller, oficial de artillería sin
experiencia en inteligencia.
Las primeras impresiones no siempre tienen importancia, pero, desde el
principio, fue evidente que Miller era un tipo duro. Su postura era en extremo
rígida y solía terminar sus oraciones con la exclamación “hoo—ah”. Cuanto más
lo escuchaba, más me preocupaba que fuera igualito a Dunlavey; aunque más
competente (antes de cerrar esta edición,Newsweek no pudo contactar a Miller
para obtener sus comentarios).
Tuve razón. De inmediato, Miller trató de autorizar una lista de nuevas técnicas
de interrogatorio extremas. Y era frecuente oírlo decir: “Debemos demostrar [a
los detenidos] que tenemos más dientes para morderles el trasero, ¡hoo—ah!”.
No mucho después de la llegada de Miller, comprendí que había gente
poderosa detrás del impulso para abusar de los detenidos. Así que empecé a
enviar documentos clave a mis amigos de confianza, pidiéndoles que guardaran
los correos electrónicos, pues sabía que, si las cosas salían mal, podrían
relevarme de mi comando y negarme acceso a mi oficina y mis expedientes.
Necesitaba ocultar en lugares seguros la evidencia documental de todo lo que
ocurría en Guantánamo. Además, alerté a nuestro asesor legal, a fin de que
tomara notas y documentara cada encuentro que tuviera con la Oficina del Asesor
General del Departamento de Defensa.
Más tarde, ese mismo mes, el destino de Al Qahtani quedó sellado. Rumsfeld
firmó la petición que iniciara Dunlavey, autorizando la mayor parte de la nueva
lista de técnicas (por ejemplo, no aprobó el submarino).
Mi equipo quedó fuera de cualquier proceso de toma de decisiones, pero aún
teníamos acceso a una bitácora electrónica de interrogatorio que registraba el
tratamiento de Al Qahtani. En las primeras sesiones, [xxxx] [xxxx]. Así que
hice que nuestro analista me enviara, todos los días, las entradas del libro de
bitácora. El equipo de Miller no imaginaba que teníamos acceso a ellas.
Los interrogadores de Al Qahtani sabían que tendría una respuesta así de
extrema. Muchos de los detenidos crecieron en una cultura donde las mujeres vestían
de manera muy modesta. Y, en algunos casos, crecieron viendo a las mujeres con
todo el cuerpo cubierto en público, de manera que la sexualidad abierta o la
desnudez eran tabúes escandalosos. Para los varones estadounidenses y europeos,
la naturaleza de este tabú solo sería imaginable si pusieran a sus hermanas o
primas en el papel de interrogadoras, y las imaginaran desnudándose y frotándose
contra ellos.
Los profesionales médicos eran partícipes directos de este tratamiento. A
veces, de mala gana, habían ayudado a desarrollar, recomendar e implementar prácticas
crueles, inhumanas y denigrantes. Estuvieron presentes cuando los
interrogadores desnudaron a Al Qahtani, lo rasuraron por la fuerza y lo
hicieron usar una correa o actuar como un perro.
No obstante, día tras día, se hizo evidente que esas técnicas no
funcionaban. Al Qahtani ya no proporcionaba inteligencia útil. En vez de
convertirlo en una cotorra parlanchina que divulgaba secretos de Al Qaeda, el
cruel tratamiento solo sirvió para endurecer su resistencia.
Entre tanto, las técnicas brutales que utilizaba el equipo de Miller habían
comenzado a diseminarse. En octubre, el personal militar de las Unidades de
Misiones Especiales de Afganistán visitó Guantánamo, y se enteró de lo que
estaba ocurriendo en el laboratorio de batalla. De modo que decidió adoptar
algunas de las técnicas, desde los denigrantes registros de prisioneros
desnudos hasta aterrorizar a los detenidos con perros.
Los defensores de esas técnicas argumentaron que las tácticas ofrecían
pocos riesgos; sin embargo, algunos detenidos murieron en Afganistán a resultas
de las severas medidas de interrogatorio. A fines de noviembre de 2002, un
afgano llamado Gul Rahman murió por exposición mientras se encontraba bajo
custodia de la CIA, luego de dejarlo encadenado a una pared durante toda la
noche, en temperaturas casi de congelación. Unas semanas más tarde, un taxista
de 22 años, conocido solo por el nombre de Dilawar, y el hermano de un líder
talibán, Mullah Habibullah, fueron asesinados bajo custodia de sus captores
militares. Ambos presentaban graves lesiones por traumatismo contundente en la
parte posterior de las piernas, producto de los continuos golpes que recibieron
de los soldados estadounidenses durante su detención.
El interrogatorio extremo y el abuso empezaban a institucionalizarse. Y muy
pronto, se extenderían a otro país: Irak.
EL CLUB CAMPESTRE
A fines de la primavera de 2003, los funcionarios de Washington estaban
preocupados. La Casa Blanca había declarado la guerra por el temor de que el
iraquí Saddam Hussein tuviera armas de destrucción masiva. Pero, ahora, Estados
Unidos no podía encontrarlas. Era el momento idóneo para aplicar técnicas de
interrogatorio extremas. El argumento era que, si nos poníamos más duros, podríamos
encontrar esas armas. Y algunos militares estadounidenses estaban haciendo
justo eso, pues habían aprendido las técnicas en la base militar de Bagram,
Afganistán, o en Guantánamo.
Con todo, la brutalidad aumentó después de que Miller visitara Irak en agosto
de 2003, durante una misión para “mejorar” las prácticas de interrogatorio. Según
cuentan, dijo que los hombres y las mujeres que interrogaban a los detenidos “operaban
un club campestre”, ya que trataban a sus prisioneros con excesiva indulgencia.
Miller consideraba que Estados Unidos tenía que emplear medidas más drásticas —como
grilletes y privación del sueño— para doblegar a los iraquíes y hacerlos hablar.
Durante esa visita, el general rápidamente comenzó a pugnar por la adopción
de medidas más duras. Una de sus primeras escalas fue la prisión de Abu Ghraib.
Alguna vez, Saddam la usó para encerrar —y torturar— a muchos de sus enemigos
políticos. Y ahora, Estados Unidos estaba a punto de llevar a cabo
interrogatorios brutales y denigrantes en la misma instalación. “Eres demasiado
amable”, dijo Miller, presuntamente, a la general de brigada del Ejército,
Janis Karpinski, oficial de la policía militar que supervisaba las operaciones
de detención en la prisión. “Tienes que tratarlos como perros” (Miller ha
negado el relato de Karpinski sobre esta conversación).
Después de su visita, Miller envió a seis miembros del personal de Guantánamo
a Abu Ghraib, para que ayudaran a implementar las nuevas técnicas de
interrogatorio. El 14 de septiembre de 2003, apenas una semana después de que
Miller regresara de Irak, el teniente general Ricardo Sánchez emitió una nueva
política para esa prisión, y en todas partes. Dicha política se basaba en lo
que Rumsfeld había autorizado para Guantánamo. Para el 25 de octubre, el
Departamento de Defensa había ampliado las opciones de interrogatorio para
incluir, entre otras cosas, el uso de miedo controlado, la manipulación
ambiental y el aislamiento.
Cuando nos enteramos de la visita de Miller, mi equipo de Guantánamo y yo
no podíamos creerlo. Ninguna de esas técnicas había funcionado, y ahora
Rumsfeld estaba enviando a Miller al frente. Alertamos a la Oficina del Asesor
General del Departamento de Defensa de que ese viaje sería un desastre. Pero
nos dijeron que el propio Rumsfeld había seleccionado a Miller. No podíamos
hacer nada.
Meses más tarde, Rumsfeld puso a Miller a cargo de todas las operaciones de
detención de Irak. El país quedó, oficialmente, "guantanamizado".
“NO SABÍAN LO QUE HACÍAN”
Para Miller y el Departamento de Defensa, había una diferencia crucial
entre Guantánamo y Abu Ghraib. En Guantánamo, era fácil evitar que se
diseminara la información: la prisión se encuentra en una sección pequeña de
una isla del Caribe. Abu Ghraib yace en las afueras de una ciudad enorme en el
centro de una zona de guerra, de suerte que civiles y prensa tienen un acceso
enorme al área.
Los informes terribles comenzaron a fines de 2003 y principios de 2004. Las
fuerzas especiales británicas empezaron a relatar a la prensa que contratistas
privados estadounidenses estaban utilizando técnicas de interrogatorio brutales
en Abu Ghraib. Y estadounidenses en servicio activo dijeron lo mismo. Grupos de
derechos humanos recibieron cientos de alegatos de tratamiento cruel,
denigrante e inhumano en la prisión. Cuando Miller tomó el control de Abu
Ghraib, lo que fuera un goteo de informes se había convertido en un raudal muy
difícil de contener. Y los relatos de los detenidos empezaban a nutrir una
insurgencia iraquí naciente.
Pese a ello, Miller no tuvo empacho en ignorar los informes. Pocos días
después de tomar el mando,The Guardian reveló que los detenidos eran sometidos
a “vejaciones sexuales y degradación, así como a desnudez”. Con patente
confianza, Miller “confirmó que una batería de unas 50 ‘técnicas coercitivas’
especiales pueden usarse contra detenidos enemigos”, afirmó el diario. Aunque
los abogados y psicólogos del Departamento de Defensa arguyeron que dichas tácticas
de interrogatorio eran técnicamente legales, no dejaban de ser horripilantes.
Y el mundo muy pronto sabría de qué se trataban.
“MIS MÁS SINCERAS DISCULPAS”
El 7 de mayo de 2004, el escrutinio mediático sobre el abuso de detenidos
en Abu Ghraib hizo que el Comité de Servicios Armados del Senado citara a
Rumsfeld para dar testimonio al respecto. “Me siento terrible con lo ocurrido a
estos detenidos iraquíes”, dijo. “Son seres humanos. Estaban bajo la custodia
de Estados Unidos. Nuestro país tenía la obligación de tratarlos bien. No lo
hicimos y eso estuvo mal. Por ello, a esos iraquíes que fueron maltratados por
miembros de las fuerzas armadas de Estados Unidos, ofrezco mis más sinceras
disculpas”. Más tarde, Rumsfeld añadió: “Quisiera haberme enterado antes y
haber podido informarles antes, pero no lo hicimos”. Fue una actuación audaz
para quien, entre otras cosas, eligió a Dunlavey y a Miller para dirigir el
laboratorio de batalla de Guantánamo, y envió a Miller a Abu Ghraib.
A pesar de los informes mediáticos que describieron el abuso ocurrido bajo
las órdenes de Miller, Estados Unidos adoptó sus recomendaciones y sus políticas
de interrogatorio como prácticas estándar en Irak y otros lugares. El 28 de
mayo de 2004, decidí dejar mi cargo en la fuerza de trabajo de Guantánamo para
el Departamento de Defensa. Mis colegas y yo habíamos fracasado en el esfuerzo
de llevar a los militantes de Al Qaeda ante la justicia, o de tratarlos de
manera humanitaria. En vez de ello, los enemigos yihadistas de Estados Unidos
habían arrastrado a nuestro país a su nivel: su brutalidad también nos había
vuelto brutales.
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*Esto es un extracto de Unjustifiable Means: The Inside Story of How the CIA, Pentagon, and U.S.
Government Conspired to Torture, publicado el 24 de octubre por Regan Arts. El Departamento de Defensa ha editado
ciertas partes del manuscrito, argumentado que contiene información protegida
que no ha sido aprobada para divulgación pública.
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