El restaurante en la bahía de
Guantánamo
La comida era sosa, escasa, a veces no había. Pero
cinco años en Guantánamo llevó al chef Ahmed Errachidi a crear las comidas más
vitales de su vida.
Tim Wild
bon appétit
21 de septiembre de 2020
ILustración por DEREK ABELLA |
Traducido del inglés por El Mundo No Puede Esperar 23 de octubre de 2020
La manera en que Ahmed Errachidi lo cuenta, su carrera
como chef comenzó con un acto de protesta. La comida diaria del staff en el
hotel The Westbury, en Londres, en donde trabajaba como un conserje de cocina,
eran muslos de pollo, horneados secos y servidos sin fanfarria. Así que un día
se quejó con el chef y recibió una brusca respuesta de “¿Puedes hacerlo mejor?”
Mezcló el pollo, algunas aceitunas, algunas especias y
un limón y cruzó los dedos. No tenía que preocuparse. El manager del
restaurante llamó a la cocina para decir que era la mejor comida que había
probado en su vida y el “Pollo Ahmed” se convirtió inmediatamente en el
favorito del staff. El chef sintió su potencial y comenzó a pedir ayuda con los
clientes vegetarianos porque el toque de Errachidi con especias y pulsos hacía
que los platillos vegetarianos fueran lujosos y ricos. En unas semanas, cambió
el lavabo por una estufa de tiempo completo.
Mientras revolvía ese primer platillo, Errachidi no
sabía cuánto esa necesidad de protesta moldearía el resto de su vida. Por
teléfono, a su casa en Tánger, Marruecos, compartió cómo esa pasión por viajar,
curiosidad y preocupación lo llevó de Marruecos a Londres, a Pakistán y a
Guantánamo en donde, por cinco años, experimentaría extremos de hambre y
sufrimiento, el uso de comida como herramienta de coerción y en apoyarse en su
imaginación culinaria para mantener la esperanza viva. No es un chef
renombrado, no tiene estrellas Michelin, ni series en televisión y tampoco
libros bajo su autoría. Pero los instintos de Errachidi en la comida y la
cocina no se quedaron cortos como una herramienta de supervivencia.
Después de su éxito inicial en The Westbury, Errachidi
se volvió parte del vasto ejército de servicio de catering en Londres. Pasaba
de un evento a otro, con temporadas sirviendo en cocinas de alto abolengo en el
camino. Mientras que siempre tuvo trabajo, la presión económica de vivir en
Londres bajo sueldo de cocinero, lejos de su familia en Marruecos, comenzó a
pesar mucho. En su casa en Tánger, su bebé recién nacido, Imran, había
desarrollado problemas de corazón (que diagnosticarían después como un bloqueo
de arterias) y a Errachidi le preocupaba que no podría ganar lo suficiente en Londres
para pagar su tratamiento. Sentado en un café un día, antes de su turno,
preocupado por su futuro, vio a los aviones estrellarse en el World Trade
Center. Su familia lo necesitaba y el mundo estaba boca abajo. Era momento de
regresar a casa.
En su libro, The General: The Ordinary
Man Who Challenged Guantánamo (“El general: el hombre ordinario
que retó Guantánamo”), Errachidi explica cómo regresó a Marruecos con un nuevo
plan para comenzar a importar plata desde Pakistán. Viajó a Islamabad para
comprar, conocer proveedores y discutir precios, y parecía que había una
ganancia real que se podía lograr, tal vez lo suficiente para pagar el
tratamiento médico de Imran. Vio en la televisión el bombardeo estadounidense
contra Afganistán en su cuarto de hotel cada noche y, a pesar de la enfermedad
de su hijo, a pesar de la presión para comenzar su negocio, el desfile de daño
a civiles y el sufrimiento eran imposibles de ignorar para él. Sintió una
convicción religiosa inquebrantable para ayudar a sus hermanos musulmanes, por
irse a Afganistán y ser voluntario para ayudar en la manera en la que pudiera,
ya fuera cocinando, manejando, lo que fuera. Cruzó la frontera de manera ilegal
unos días después y pasó pocos meses ayudando refugiados en una serie de
caravanas, moviéndose de campo en campo, cocinando para quienes necesitaran
comer. Hasta que una noche fue detenido en un punto de revisión, arrestado y
detenido por oficiales de inteligencia paquistanas.
Después de semanas de interrogación y abuso físico, le
cubrieron los ojos y lo llevaron al aeropuerto de Islamabad. Mientras estaba
sentado en una sala diplomática y escuchó el sonido de dinero siendo contado,
los oficiales de inteligencia de Pakistán lo vendieron a la CIA. No cocinaría,
ni vería una cocina o probaría nada de comida de restaurante por los siguientes
cinco años.
Pero incluso la comida de la prisión representaría
algo mucho más que una merienda. “La única cosa que le da color y vida a tu
celda es la comida…una manzana roja, un plátano…” recuerda Errachidi por
teléfono. “Para alguien que está aislado, es una fuente de confort, prueba de
que hay vida allá afuera. Es el único enlace entre el mundo exterior y tú”. Su
análisis de un día regular en la bahía de Guantánamo es que “no estaba mal”.
Los hombres recibían, o una MRE (Meal Ready-to-Eat, por sus siglas en inglés,
que quiere decir “comida lista para comer”), con alrededor de 1,200 calorías, o
una porción de comida cocinada que siempre servían fría. Había arroz o pasta,
algunas veces con carne o pescado, más una pieza de fruta u, ocasionalmente,
una galleta. De desayuno podía ser gacha o huevos revueltos con una rebanada de
pan, con té frío o agua de la llave para tomar. Las comidas se servían en
platos de papel, que pasaban a través de una rendija en la puerta de la celda,
y que tenía que ser consumida con cucharas de plástico. Las cucharas eran
entregadas con la comida y tenían que ser devueltas inmediatamente después, ya
que las autoridades se preocupaban de que pudieran ser moldeadas como armas.
Los hombres odiaban lo desabrido de las comidas y la falta de variedad, pero
era algo que esperar, algo sobresaliente durante el tedio de un día normal.
Para Errachidi había pocos de esos días normales. En
su primera semana en la base, se convenció de que los interrogadores se darían
cuenta de que habían cometido un error y lo dejarían ir. Mientras las
interminables rondas de preguntas idénticas continuaron, se dio cuenta de que
no sería así y decidió rechazar a las autoridades en cada ocasión. Eso y la
subsiguiente reputación que eso le dio entre los encarcelados con él, significó
que estuviera en constantes problemas. Calcula que pasó cuatro de sus cinco
años en Guantánamo bajo algún tipo de castigo.
“Si hacías algo malo para ellos, te quitaban la comida
y la cobija”, dice. “Siempre me castigaban de esa manera”.
El gobierno estadounidense prefiere el término “detención
solo en una celda” a “confinamiento solitario”, pero los soldados y los
encarcelados sabían que era “aislamiento”: una pequeña celda metálica de seis
por ocho pies con un vidrio opaco plateado en lugar de ventana, amueblado solo
con un colchón delgadito, un escusado y un lavabo. A los prisioneros en
aislamiento se les permitía todavía hablar entre ellos y recibir comidas
regularmente. Pero incluso aquí, Errachidi continuó a retar a los soldados y
pasó muchas noches en una celda de castigo, una caja metálica con un ventilador
a la altura de la cabeza. No tenía ventana. Ningún otro prisionero estaba al
alcance. No tenía muebles, colchón o cobija. La ropa y dormir estaban
prohibidos. Además, la comida era utilizada como una herramienta de
intimidación. “Aventaban aire muy frío hacia adentro de mi celda”, recuerda.
“Estoy ahí, en pantalones cortos, sin zapatos, sin pantalones, sin nada. Estoy
extremadamente hambriento. Estoy esperando por seis o siete horas para que la
comida llegue”.
La comida ya no era algo a lo que esperaba mucho. El
castigo significaba que las comidas eran reemplazadas por dos barras secas de
frijoles horneados mixtos, dos rebanadas de pan, dos piezas de zanahorias
crudas y apio. Casi desnudo y constantemente mantenido despierto, lo obligaban
a tomar una decisión fuerte: estar hambriento o congelarse.
“Mastiqué mi rebanada de pan con los frijoles
horneados, masticando, masticando, masticando. Me estoy muriendo por trabar,
pero hago una mezcla de comida masticada, como cemento, para bloquear la
ventilación”, recuerda Errachidi.
Las huelgas de hambre eran comunes en la base,
también. Decenas, a veces cientos de hombres hacían huelgas de hambre,
particularmente cuando sentían que sus derechos religiosos estaban siendo
violados. Una huelga, que surgió por la búsqueda en el Corán de los hombres,
duró meses.
La fuerza de sus protestas y de su habilidad
para motivar y organizar hicieron que Errachidi fuera un líder, apodado “El
general” por los otros prisioneros. Pero las huelgas de hambre eran algo que
normalmente trataba de evitar por la úlcera que le daba dolores de estómago
paralizantes sin su dosis regular de Zantrac. Cuando se unía a los huelguistas
de hambre, los soldados le quitaban su medicamento o peor. Un soldado le
ordenaba que fuera a la ventana, sacaba una barra de chocolate y bailaba
lentamente con ella para atormentarlo. “La abría lentamente, mientras bailaba,
moviendo su cuerpo y ponía en su lengua”, me dijo Errachidi, “Y yo la veía. Yo
con dolor y hambre y ella haciendo esto en frente de mí. Me está torturando con
chocolate. Ella sabe que estoy en huelga de hambre y hacía eso en frente de mí
cada vez”.
Pero, a pesar de sus años de castigo y tortura,
Errachidi se rehúsa a condenar a aquellos que fueron parte de eso. Es su creencia
que ellos jamás experimentaron ningún tipo de privación, jamás tuvieron que
soñar con una comida caliente o un poco de luz solar y, por eso, no sabían el
dolor que en realidad estaban causando.
A Eracchidi jamás le dieron una idea de cuándo, si es que
algún día, sería liberado. Muchos de sus co-detenidos estaban en un limbo
similar. Con muy poco sentido del tiempo, ningún tipo de comodidades además de
su Corán y nada que los ilusionara, el peligro de la desesperanza asentándose
nunca estaba lejos. Para los hombres en aislamiento, exhaustos de protestar,
mantenidos despiertos y sobreviviendo de raciones de castigo, la amenaza del
desaliento era todavía más grande.
Los prisioneros bajo castigo tenían una pequeña
consolación: todavía podían hablar y escucharse los unos a los otros desde
adentro de sus celdas. El deseo de Erracchidi de alimentar y cuidar a la gente,
de mantener a los hombres fuertes, lo llevó a cocinar con la mejor comida en la
que pudo pensar. “Decía “Imagínate a ti mismo siendo un huésped en mi casa y te
preparo estos bellos platillos”. Y se los comenzaba a describir”. Cada noche,
después de que los soldados abandonaban el bloque, el “restaurante” de
Errachidi abría. Anunciaba el menú completo con varios tiempos y narraba la
preparación, cocción y presentación de cada platillo a cada uno de los
detenidos al alcance de escucharlo. “La selección de pescados, todos los
diferentes tipos de ensaladas. Cosas que extrañábamos tanto”.
Sabía lo mucho que significaba para ellos. Con poco o
sin contacto con el mundo exterior o sus familias, a miles de millas lejos de
casa y sus comodidades, esos banquetes imaginarios se convirtieron en una
fuente vital de nutrición. “Algunas veces, alguien me preguntaba: ‘Oye, Ahmed,
¿nos puedes decir cómo se cocina esto?’ Como si fuera real, como si fueran a
probarlo”, recuerda Errachidi.
Se tomaba su tiempo, describiendo ingredientes, aromas
y técnicas de cocina con tantos detalles y matices como podía. Los hombres
pedían sus favoritos del repertorio de Errachidi, o solicitaban un platillo en
especial que era querido por ellos, en casa. Entrelazaba un hechizo, conjurando
una ráfaga de sabor imaginario que pudiera sacar a estos hombres de sus celdas,
ponerlos en una mesa y dejarlos comerse el banquete en libertad. Errachidi sabía
que era un tónico poderoso, pero también entendió qué tan difícil va a ser la
caída cuando el ensueño se gaste. “Todos la estaban pasando muy bien sentados
alrededor de la mesa, comiendo estos bellos platillos y postres y jugos y
chocolates. ¿Yo voy a decir “Oye, solo eran palabras”? No. Necesito encontrar
una manera para regresarlos a la realidad, a sus celdas, en una manera muy
linda y gentil. Les digo ‘Oigan, ahora que ya comimos nuestra entrada, platillo
principal, postre y café… ¿qué tal una siesta?’. Así es como termina la fiesta”.
El 3 de mayo del 2007, después de más de cinco años en
prisión, Errachidi fue liberado de Guantánamo y repatriado a Marruecos, en
donde se reunió con su familia y se enteró, felizmente, de que los doctores pudieron
tratar la condición cardiaca de su hijo sin cirugía. Su abogado inglés, Clive
Stafford Smith, fundador de la ONG Reprieve, aplicó suficiente presión a los Estados Unidos, tanto legalmente y mediático,
para asegurar su liberación. Estados Unidos jamás acusó a Errachidi de algún
crimen, nunca lo llevó a juicio o le comunicó la razón de su encarcelamiento.
Jamás recibió algún tipo de compensación o reconocimiento en relación a su encarcelamiento.
Al principio, fue difícil lidiar con la libertad. Años
de antojos y hambruna habían causado consecuencias en su apetito y comía
vorazmente, atragantándose hasta enfermarse en cada comida. Erradichi tampoco
pudo simplemente resbalar en la rutina de una vida regular en Tánger. Su
liberación causó una oleada de cobertura de la prensa, ofertas de libros y
atención alrededor del mundo. Mientras eso pasaba, él luchaba con ajustarse a
un mundo de abundancia. “Existen tantas cosas que no has tocado. No había visto
una estufa de gas por cinco años. No había tocado madera en cinco años y medio.
No había dormido ni una sola no che en un cuarto oscuro por cinco años y
medio”. Después de unas semanas, comenzó a estabilizarse. Él y su familia
abrieron un restaurante llamado Cafe Terrasse Boulevard en Tánger, a unas pocas calles de la fuente de
agua. Trece años después, Errachidi sigue en la cocina, sirviendo desayunos
continentales y platillos tradicionales marroquíes a turistas y locales.
Pero la hambruna, el abuso y la privación habían
dejado huella. No soporta ver desperdicio en el restaurante. Una barra de
chocolate le puede disparar intensos flashbacks de aislamiento y antojos. Pero
las memorias también son un recordatorio de todo lo que tiene que agradecer.
“Algunas veces, tengo invitados y es una buena mesa, amigos y familia, porque
está llena de comida”, dice. “Recuerdo que todavía hay gente en Guantánamo y me
siento afortunado de que yo obtuve mi libertad de vuelta y mi comida…Tengo
mucho de regreso”.
Tim Wild es un escritor de comida
freelance, tiene un podcast y es un autor británico. Este artículo fue posible
gracias a la ayuda de Reprieve, una ONG de derechos legales en Londres.
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