Los Estados Unidos de Frankenstein
Ariel Dorfman
Página/12
2 de abril de 2016
¿Quién diablos creó a Donald Trump?
Para explicar los orígenes de la inaudita candidatura del billonario de
Nueva York a la presidencia, muchos políticos y expertos han recurrido
persistentemente a Frankenstein, uno de los mitos vertebrales de la modernidad,
la historia de un monstruo colosal que se rebela contra el científico que lo
forjó. Estos observadores señalan la atmósfera tóxica engendrada por los
republicanos a lo largo de varias décadas, Trump como la encarnación extrema de
fuerzas que han atizado las llamas del miedo, el racismo y la xenofobia, un
monstruo espurio al que es imposible ahora controlar.
Esta fórmula fácil, esta ecuación que compara a Trump con el Monstruo y su
Partido con el Hacedor, por irrefutable que sea, no nos ayuda, sin embargo, a
resolver el problema más urgente de cómo enfrentar al beligerante billonario y
detener su catastrófica carrera a la Casa Blanca.
Para ello, necesitaríamos acudir a la novela Frankenstein, concebida hace
dos siglos en el lúgubre verano de 1816 por una joven llamada Mary Shelley, una
lectura que nos permitiría ir más allá de la simplificación a que su compleja y
esclarecida fábula se ha visto reducida por la cultura popular.
Admito haber sucumbido, de niño, a los placeres de esa simplificación.
Conocí por primera vez al monstruo en 1949 a través de la película Abbott y
Costello Contra los Fantasmas. Tenía siete años y recuerdo que me aferré a la
mano de mi mamá durante todo el trayecto de vuelta del cine, en Manhattan, a
nuestro hogar en el barrio de Queens, donde vivía también Donald Trump, que
recién había cumplido los tres años. Me imagino que Trump hubiera noqueado al
gigante cadavérico de un puñete en plena cara, para citar una de las
fanfarronadas que profiere contra quienes protestan por sus mítines, pero
confieso que yo temblaba de miedo. Aunque a la vez fascinado, decidido a vencer
mi aprehensión con visitas a sus múltiples avatares, desde Frankenstein,
aquella versión fílmica de James Whale, hasta La Novia de Frankenstein y El
Hijo de Frankenstein e incluso El Fantasma de Frankenstein, donde Lon Chaney
reemplazó al perpetuo Boris Karloff.
A mi madre no le importó acompañarme a todos esos espectáculos, siempre que
le prometiera que leería en el futuro la novela original, donde iba a descubrir
que Frankenstein, según ella explicitó, “no es el monstruo sino el genio
arrogante que lo diseñó. Y eso te va a plantear dudas que no van a ser de fácil
resolución”. Y, de hecho, al beber de esa fuente en mi tardía adolescencia, me
atormentó una pregunta que debe haber rondado a Mary Shelley cuando, pasando
sus vacaciones en una mansión suiza, junto a Lord Byron y su futuro marido,
Percy Bysshe Shelley, comenzó a escribir Frankenstein: ¿quién es el verdadero
monstruo, el engendro deforme que, contra su voluntad, cobra vida, o su creador
excesivamente ambicioso?
Volver a plantear hoy esa pregunta angustiosa nos permite profundizar en lo
que es de veras aterrador en la insurgencia de Trump: el hecho de que legiones
de ciudadanos voten a un hombre que se nutre del miedo y se solaza con la
tortura y las deportaciones masivas. Sin esas multitudes perturbadas que
proyectan sobre él sus incertidumbres, pesadillas y deseos, Trump no existiría.
¿No son los verdaderos monstruos los hombres y mujeres encantados por su
carisma y beligerancia, su incesante celebración de la avaricia y el machismo?
La tentación de construir una inmensa muralla en torno de esos
contrincantes, alejarlos de nuestra vida y de nuestra vista, es a menudo
avasalladora. Con más razón hay que tener cuidado de no imitar a los seguidores
de Trump, degradando y demonizándolos como si fuesen una horda invasora y maligna.
Es precisamente esta deshumanización del Otro lo que la novela de Mary
Shelley critica. Aunque la mayoría de las versiones fílmicas enmudecen al
monstruo, en el libro él posee un alma frágil y desesperanzada, capaz de
articular su soledad, exigiendo que no lo juzguemos por su exterior deforme.
¿Estoy delirando, siendo demasiado cándido, si sugiero que lo que debemos
sentir ante los adherentes de Trump es más bien pena y compasión? Dejando de
lado los violentos e irredimibles fanáticos neonazis que ocupan los márgenes
del movimiento, ¿acaso la inmensa mayoría de los que votan a Trump no residen
en una desolación existencial que se sintetiza en el epígrafe del Paraíso
Perdido de Milton que se cita en la primera página de Frankenstein, invocación
de Adán al Dios que lo labró: “¿Te solicité/ Que de la oscuridad me promovieses?”
Es posible que sus huestes hayan creado a Trump y alentado su revuelta,
pero ¿qué Dios inmisericorde los promovió desde la oscuridad, los hizo sentirse
tan desamparados e indefensos, tan rabiosos y agobiados por la crisis
económica, que necesitan encumbrar a un demagogo que apela a sus instintos más
viles y utiliza la tristeza y la inseguridad ajenas para incrementar su poder?
Aunque Trump termine finalmente derrotado, esos ciudadanos confusos van a
permanecer vastamente entre nosotros. Constituyen el verdadero desafío. Si la
zona más oscura de la historia norteamericana les dio origen, estimulando su
anhelo de un Superman como Trump que los salvara, tendría que ser entonces la
parte más luminosa de esa América la que debería, después de mirarse
intensamente en el espejo, responder a la frustración de aquellos iracundos,
convencerlos de que dejen de conjurar falsos demonios desde el abismo y
empiecen a pelear contra los demonios tanto más tangibles de la guerra, la
pobreza, el racismo, la desigualdad de género y el cataclismo ecológico que nos
amenaza a todos por igual, los verdaderos terrores y monstruos que únicamente
es posible vencer lado a lado.
Solo si hallamos un modo de despojar a esos seguidores de Trump de sus
quimeras y su recelo, hallar un modo de que se les incluya en la solución a los
dilemas de nuestro tiempo, solo en ese caso podrán tornarse maravillosamente
proféticas las últimas palabras de Mary Shelley en su novela, cuando se despide
del Monstruo y de lo que hay de monstruoso en todos nosotros: “Pronto fue
llevado lejos por las olas, y se perdió en la oscuridad y la distancia”.
* El último libro de Ariel Dorfman es Allegro, una novela narrada por Mozart.
Vive con su mujer, Angélica, en Chile y en Estados Unidos.
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