El río Kwai pasa por América Latina
Ariel Dorfman 2014-05-17
Me pregunto si los millones de británicos que creen que la tortura es “a veces necesaria y aceptable” –un
escalofriante 36%, según un informe que publicó hace poco Amnistía
Internacional– se han cruzado alguna vez con alguien que haya sufrido tal
suplicio.
Tal vez piensan que ese tipo de vejamen no les atañe porque únicamente toca lejanas vidas asechadas por guerras
y conflictos incomprensibles. Por cierto que se equivocan.
Cuando leo una estadística semejante –u otra aún más desconcertante que indica que 44 % de los
ciudadanos de Gran Bretaña rechaza la idea de prohibir la tortura a nivel
global–, me vuelve a la memoria un hombre al que conocí hace 20 años, no en mi
Latinoamérica nativa ni en las tierras remotas donde la tortura es endémica,
sino en una casa de la extremadamente inglesa y gentil ciudad de
Berwick-upon-Tweed.
En aquella ocasión todos los presentes terminamos llorando –todos, salvo el hombre que nos había causado
esas lágrimas, un exprisionero de guerra por el que mi hijo Rodrigo y yo
habíamos viajado miles de kilómetros para entrevistarlo. Teníamos la esperanza
de hacerle justicia a su historia personal en un drama para la BBC, Prisioneros
en el tiempo, que se basaba en el mismo material autobiográfico usado en Un
pasado imborrable, la recién estrenada película con Colin Firth y Nicole Kidman.
¡Y era una historia deveras extraordinaria!
Eric Lomax, un oficial británico durante la Segunda Guerra Mundial, había sido torturado por los japoneses en
Tailandia, mientras se construía, con trabajo forzado, la ignominiosa línea de
ferrocarril entre Bangkok y Burma, que se hizo notoria a raíz de otro film, El
puente sobre el río Kwai. A Eric, como a tantas víctimas de vejámenes, la experiencia le siguió rondando cada noche y
cada día de una vida dominada por el recuerdo de su agonía y el apremio
insaciable de vengarse. Lo que distinguió a Lomax de la mayoría de quienes, en
todo el mundo, sufrieron similares actos de crueldad fue que logró, a los 40
años de su martirio, ubicar al intérprete anónimo al que responsabilizaba de
esa afrenta.
Lo verdaderamente increíble, sin embargo, es que Takashi Nagase, una vez identificado
como el hombre que presidió sobre sus brutales interrogatorios, resultó ser un monje budista. Nagase se había pasado
décadas después de la conflagración denunciando a sus compatriotas por sus
crímenes y haciendo penitencia por su rol en la guerra, cuidando a miles de
huérfanos de los asiáticos que habían fallecido trabajando en la línea del tren. La imagen de
la guerra que más le atormentaba era justamente la de un gallardo teniente
inglés cuya tortura había facilitado y al que presumía muerto. Pero una vez que
Eric Lomax reapareció en su vida, una vez que los dos antiguos enemigos, ya
ancianos, acompañados ahora por sus respectivas segundas esposas, se
encontraron en Kanchanaburi, junto al río Kwai, donde se habían enfrentado por
última vez en circunstancias bien diferentes, una vez que los dos se miraron de
frente, cara a cara, Nagase le pidió perdón por el dolor causado. No fue fácil
ni inmediato para Eric Lomax tal acto de magnanimidad. Unas semanas más tarde,
sin embargo, en Hiroshima, uno de los lugares más improbables, Lomax le ofreció
a Nagase la absolución que necesitaba para poder vivir y morir en paz.
La BBC me había escogido a mí (y a Rodrigo, mi habitual coguionista) para escenificar este relato debido a que mi
obra La muerte y la doncella ya había sondeado los temas de la tortura, la
memoria, la compasión y la venganza desde la perspectiva de un Chile
posdictatorial. Pero en mi obra el perdón no era central en la trama: ni el
verdugo lo pedía ni la víctima estaba dispuesta a brindárselo. De modo que el
dilema de Lomax me pareció una manera de profundizar mi exploración original
con una serie de nuevas interrogantes. ¿Acaso la reconciliación es, en efecto,
posible cuando las heridas son tan atroces y permanentes? ¿Algo cambia si el
culpable declara que se ha arrepentido? ¿Cómo podemos saber si esas
declaraciones son legítimas, si el remordimiento no es más que un subterfugio del ego, una acomodación
para quedar bien ante la opinión pública?
Y también tuvimos que plantearnos un desafío estético: Dada la extrema reserva de ambos antagonistas, su
inhabilidad para articular ante sí mismos o ante los demás lo que habían
sentido a lo largo de tantos años, ¿cómo imaginar para la pantalla un diálogo
que no traicionara la solitaria angustia de seres humanos de carne y hueso que
tendrán que contemplar su existencia expuesta al juicio y la mirada de millones
de espectadores? ¿Cómo transmitir aquella historia de un silencio inclaudicable
a lejanos espectadores incapaces de imaginar lo que la tortura deja como herencia perversa?
Nuestra visita a Eric y a su esposa Patti en su hogar al norte de Inglaterra tenía como propósito tratar de
extraer de ese hombre emocionalmente reprimido, y hasta diríase mutilado,
alguna mínima información –enteramente ausente de la autobiografía que ya había
escrito– acerca de cómo había sobrellevado el páramo de su tristeza, qué
significaba haber subsistido tanto tiempo más muerto que vivo. Nos acompañaban
el director del filme, Stephen Walker, así como la célebre psiquiatra, Helen
Bamberg, que había ayudado a Eric a poner nombre a sus demonios, salvándolo a
él del suicidio y, de paso, salvando su matrimonio.
Ese día, en Berwick-upon-Tweed, Eric, al final de una prolongada y ardua sesión repleta de monosílabos, nos
confió una historia desgarradora e inverosímil. Nos dijo que, cuando retornó a
Inglaterra en 1945, después de tres años aterradores como prisionero de guerra
había descubierto, justo antes de bajar del barco, que el Ejército Británico le
había sustraído de su sueldo atrasado el costo de unas botas que había perdido
durante su cautiverio. ¡Como si la culpa fuera suya!
Helen Bamberg, quien había conseguido que Eric se fuera expresando lentamente a lo largo de muchas
conversaciones, le preguntó si él había mencionado el ultraje de las botas a
alguien cuando desembarcó.
–A nadie –dijo Eric. Y enseguida, después de una pausa que pareció infinita–: Nadie me estaba esperando en el
muelle. –Se detuvo, y nuevamente transcurrieron largos minutos de silencio
hasta que, por fin–: Solamente una carta de mi padre. Informándome que se había
vuelto a casar, puesto que mi mamá había muerto tres años antes. –Otra pausa
interminable–. Ella se murió pensando que me habían matado. Todo ese tiempo le
estuve escribiendo cartas y ella estaba muerta.
Fue entonces cuando todos nos pusimos a llorar.
No fue tan sólo porque nos dolía su tragedia. También porque Eric había relatado la historia de su pérdida en una
voz monótona, sin sentimiento aparente, como si toda la desesperación perteneciera a otra persona, a alguien enteramente
ajeno. Es una disociación típica de víctimas de tortura. Su supervivencia
mental durante el castigo y los incesantes años venideros depende de la
capacidad para distanciarse del cuerpo y su destino. Y es en esa distancia donde han de residir para siempre.
Llorábamos, creo, por la humanidad. Llorábamos en el living de los Lomax porque nos golpearon la
realidad y la realización de una verdad que muchos prefieren evitar: hay daños
infligidos a otros seres humanos que terminan por ser irreparables. Eric Lomax
había vencido la rabia que le devoraba y, comunicándose con una profunda fuente
de piedad, había llegado a compadecer al hombre que lo había destruido. Y no
obstante este viaje de superación ética, quedó algo en él que no podía repararse.
El filme que escribimos con Rodrigo tenía que ser fiel a la desolación de lo irreparable y al mismo tiempo
no traicionar esa paz interior que Eric había alcanzado, el hecho de que ya no
oía la voz de Nagase en su cabeza y en sus pesadillas susurrándole: “Confiesa,
Lomax, confiesa y no hay más dolor”. Esa victoria espiritual de Eric sobre el
miedo y la furia no se había obtenido en forma aislada ni solitaria. Cooperaron
en esa tarea su mujer, Patti, y Helen Bamberg y su persistente proceso
terapéutico. De hecho, el rastreo de su enemigo no pudo tener éxito en tanto
Eric no logró comprender plenamente el daño padecido. Tuvo que enfrentar el
horror indecible de su trauma para que le fuera posible encontrar casi
mágicamente a Nagase, cuya identidad real hacía décadas estaba a plena vista.
Para nosotros, la desventura de Eric y su intento de hallar la reconciliación adquirió un sentido especial,
conectando su existencia con la de tantos amigos en Chile y otros países que
habían sido sometidos a interrogatorios igualmente bárbaros, entendiendo que
todos los torturados del mundo comparten los mismos problemas y dolores.
Justamente, el método que Helen Bamberg empleó para resucitar la memoria de
Eric y restaurar su salud mental se había elaborado como una respuesta terapéutica al diluvio de
torturados latinoamericanos que habían sido exiliados a Inglaterra durante
nuestras dictaduras de los años 70 y 80. Eric Lomax, afirmaba Helen, tuvo el
triste privilegio de convertirse en el primer veterano de la Segunda Guerra
Mundial con síndrome postraumático que pudo aprovecharse de este nuevo tratamiento psicológico.
No podíamos saber, por cierto, que el 11 de septiembre de 2001 nos aguardaba, que el suplicio del submarino con
que los japoneses castigaron a Eric en 1944 y que los militares
latinoamericanos usaron contra sus propios compatriotas décadas más tarde, se
volverían comunes y corrientes cuando Estados Unidos y sus aliados lo
utilizaran en el combate contra el terrorismo. Y tampoco podíamos adivinar que
tantos millones manifestarían hoy su indiferencia ante un tipo de vejación que
ha sido clasificada como un crimen contra la humanidad, penada en todos los tratados y leyes firmados
por la inmensa mayoría de las naciones.
Parecería, entonces, que la historia de Eric Lomax es, en nuestro mundo contemporáneo, más relevante que
nunca. Mi hijo y yo tuvimos la fortuna de contar en nuestro filme con un actor como John Hurt para
interpretar la odisea de Eric hacia su liberación. Y ahora, 20 años más tarde,
el público tiene la oportunidad de reconocer, a través de la representación
emotiva de Colin Firth, ese dolor insondable, de hacerlo real. ¿O podemos
aceptar que las preguntas que Eric Lomax se hizo acerca del perdón y la venganza, acerca de la
redención y la memoria, ya no perturban a nuestra humanidad?
Me gustaría saber cómo nuestro amigo Eric, quien falleció en 2012, reaccionaría ante la noticia de que tantos
compatriotas suyos han proclamado que encuentran perfectamente tolerable la
tortura. Seguramente él les susurraría las mismas palabras que escribió a
Nagase cuando lo perdonó: “Alguna vez el odio tiene que acabarse”.
*Ariel Dorfman es el coautor, con su hijo Rodrigo, de Prisioneros en el Tiempo, que ganó el galardón del Mejor Guión de la
Televisión Británica en 1995.
¡Hazte voluntario para traducir al español otros artículos como este! manda un correo electrónico a espagnol@worldcantwait.net y escribe "voluntario para traducción" en la línea de memo.
E-mail:
espagnol@worldcantwait.net
|