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Cheney y la justicia para las víctimas de las torturas

Ariel Dorfman
01 de octubre de 2011

Nota del editor de CNN: Ariel Dorfman es el autor chileno-estadounidense de “Death and the Maiden” junto con una gran variedad de otras obras, ficciones, poesías y ensayos. Dorfman es el Walter Hines Page Profesor de Literatura y Estudios Latinoamericanos en la Universidad de Duke. Su nueva memoria es “Feeding on Dreams: Confessions of an Unrepentant Exile” (Houghton Mufflin Harcourt).

Traducido del inglés por
El Mundo No Puede Esperar
4 de octubre de 2011

(CNN) Se dice que Dick Cheney teme que “alguien le Pinocheté”.

Esta extraordinario giro gramatical de la palabra Pinochet no puede encontrarse en las memorias de Cheney recientemente publicadas. Fue usado en muchas entrevistas televisivas por el coronel Lawrence Wilkerson, el antiguo jefe de personal de Colin Powell, para sugerir que el vicepresidente de George W. Bush teme la posibilidad de que él, como el general Augusto Pinochet, el último dictador de Chile, sea llevado a juicio en un país extranjero por crímenes contra la humanidad.

De hecho, desde que Pinochet fuera arrestado en Londres en 1998 y pasara todo el año y medio siguiente luchando contra la extradición a España para enfrentarse a cargos por haber ordenado y tolerado torturas durante su régimen, desde que la Casa de los Lores británica (el equivalente a la Corte Suprema de EE.UU.) juzgara que no era válida para acusar a un jefe de estado por abusos contra los derechos humanos en un país diferente al país en el que habían sido cometidos, el esprectro de esa decisión y la suerte ha perseguido a los gobernantes y antiguos gobernantes en todas partes.

Lo que aterroriza a Cheney (y quizá debiera también aterrorizar a su jefe Bush) es que una mañana esté bebiendo su café con leche en Paris o paseando por el Támesis en Londres o examinando el Guernica en el Museo Reina Sofia de Madrid (¿reconocería Irak en esa pintura?), y de repente golpeado en el hombro y acompañado a una estación de policía cercana. Cortesmente, por supuesto (no habría una paliza, ni una rendición extraordinaria, digamos, a Corea del Norte, seguramente no le harían el submarino en Guantánamo para hacerle confesar, nadie le susurraría al oído “si no tienes nada que ocultar, no tienes nada que temer”.

Y después de ser amonestado, Cheney sería llevado ante un magistrado que le informaría que de acuerdo a la ley internacional, está acusado por autorizar la tortura (ha reconocido su implicación directa al aprobar su uso en prisioneros detenidos después del 11S), una actividad que esta condenada en un convenio que EE.UU. ratificó en 1994. Y después tendría la oportunidad (que ninguna de sus presuntas víctimas tuvo) de defenderse con abogados y la posibilidad de interrogar a sus acusados.

Es verdad que el antiguo vicepresidente puede evitar todas estas incomodidades simplemente quedándose dentro de las fronteras de su propio país, sin aventurarse al extranjero, excepto quizás Bahrein o Yemen, naciones que no han ratificado la Convencón Contra la Tortura de Naciones Unidas.

Lo que Cheney no puede evitar, sin embargo, es la vergüenza universal y la desgracia de ser señalado y manchado con la palabra Pinochet, una infamia que, desafortunadamente, también ensucia el país donde Cheney nació y que ahora le da refugio y le ofrece impunidad.

Al rechazar la investigación, y el juicio, de los miembros del gobierno de Bush que están acusados por muchos activistas de derechos humanos de crímenes contra la humanidad, los EE.UU. están diciendo al mundo que no obedece los tratados que ha firmado, y ni siquiera sus propias leyes internas. Está declarando que algunos de sus ciudadanos, los más influyentes de esos ciudadanos, están más allá del cumplimiento de la ley. Está uniéndose a un grupo de naciones rebeldes que torturan rutinariamente, humillan a sus prisioneros y les deniegan el habeas corpus.

Es difícil exagerar cuanto perjudica esto a los EE.UU. ( un país que tira por la ventana miles de años de progreso definiendo que significa ser humano, qué significa tener derechos por el simple hecho de ser un ser humano). Un país que no respeta la Carta Magna, que destruye la legalidad establecida por los padres de la independencia americana, y que viola incluso la Carta de las Naciones Unidas que el propio EE.UU. ayudó a crear después de la Segunda Guerra Mundial, cuando el grito de “nunca más” se levantó en un planeta herido. Un país que aplaude el juicio a Hosni Mubarak en Egipto, que desprecia las cámaras de tortura de Moammar Gadhafi en Libia y que deplora las masacres en Siria, pero que no responsabiliza a uno de su propia elite.

Existe un camino para quitarse este estigma y, también, para verificar si las afirmaciones de inocencia de Cheney (como las de Pinochet) son válidas.

Llevar a Cheney a juicio en los EE.UU. Permitir a un jurado de sus pares decidir si, como el mismo dijo, habría sido poco ético o inmoral “no hacer todo lo que podíamos” (en otras palabras, torturar) “para proteger a la nación contra más ataques como los del 11S”. Examinar publicamente si esos “interrogatoriso mejorados” fueron, en efecto, necesarios para mantener EE.UU. a salvo o si, por el contrario, han dañado la seguridad del país degradando la moral y creando más yihaidistas empeñados en nuevos actos terroristas.

Justicia para todos.

Las últimas tres palabras del juramento a la bandera que todos los escolares de EE.UU. recitan cada mañana, sus manos y sus corazones frente a la bandera, las palabras que yo mismo recité en Nueva York de niño y que llevé conmigo en mucho exilios.

No justicia para uno solo. Ni para algunos. Ni justicia para casi todos.

Para todos.

Esas tres palabras tan simples dicen que no importa la poderoso que seas, o si eres un tirano como Pinochet o un hombre como Cheney que no fue más que un pequeño latido lejos de la presidencia de los EE.UU., no puedes estar nunca por encima de la ley.

Todos.

Una sinónimo de humanidad, toda ella, cada uno de nosotros (desde el gobernante que dirige a millones de personas y a la víctima que grita en la oscuridad por un respiro de dolor).

Si Cheney realmente amara a su país, pediría que se reuniera un gran jurado, querría un mundo donde los escolares del mañana, sus propios nietos y bisnietos, pudieran jurar que habrá justicia para todos.

Querría limpiar su nombre y no volver a verlo ni remotamente asociado con Pinochet, ese ladrón, ese traidor, ese hombre que torturó a su propia gente y que vive solo en los anales de la villanía.

Este artículo apareció originalmente en la página web (en inglés) de la CNN el 23 de septiembre de 2011.


 

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