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Las guerras estadounidenses se combaten desde lo alto

Dioses y monstruos: Las vistas desde el Monte Olimpo

Tom Engelhardt
TomDispatch.com
18 de abril de 2010

* Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández

Los griegos tenían razón. Cuando se vive en el Monte Olimpo, la visión de la humanidad que uno tiene es cualitativamente diferente. Después de todo, los dioses griegos mentían, robaban, deseaban y castigaban sin piedad a la humanidad mientras se paseaban por el planeta de una forma que nosotros, los mortales, consideraríamos amoral, cuando no inmoral. Y se sentían tan a gusto. Se creían –nos cuenta la mitología griega- increíblemente libres para intervenir en los asuntos de cualquier mortal que atrajera su atención desde las alturas y, de paso, hacer lo que les viniera en gana sin pensar mucho acerca de la naturaleza de las vidas humanas. Si alguna vez sentían algo de compasión por los mortales cuyas vidas lanzaban repetidamente al caos, eran incapaces de experimentar una empatía verdadera. Tal es la naturaleza del mundo cuando tu visión es la olímpica y lo que ves desde las alturas no es más que un montón de mamíferos apenas distinguibles correteando por abajo. Los detalles de sus insignificantes vidas se difuminan de forma natural y carecen de importancia.

La pasada semana vimos –contemplamos, realmente- un ejemplo moderno de lo que significa en nuestros días actuar desde las alturas, y leímos acerca de otro asombroso ejemplo de cómo se actúa desde las cumbres. El portal de Internet WikiLeaks sacó a la luz un video desencriptado de 2006 de dos helicópteros Apache estadounidenses atacando a un grupo de iraquíes en una calle de Bagdad. Al menos doce iraquíes, entre ellos dos empleados de la agencia de noticias Reuters, un fotógrafo y su conductor, resultaron asesinados en el suceso, y dos niños del vehículo de un buen samaritano que se paró a recoger a las víctimas y que de paso murió, resultaron también heridos.

Sin lugar a dudas, ese vídeo es una notable demostración de cómo se puede en 17 minutos matar salvajemente a unos seres diminutos que pululan por abajo. No había forma de que las tripulaciones de los helicópteros estadounidenses supieran quiénes eran: sunníes o chiíes, insurgentes o comerciantes, bagdadíes con malas intenciones hacia los estadounidenses o bagdadíes que no prestaban atención a dos de los helicópteros que entonces zumbaban regularmente sobre la ciudad. ¿Eran asesinos, guardias, empleados de banca, desempleados, miembros del Partido Baaz, fanáticos religiosos o dueños de un café? ¿Quién podría asegurar nada desde las alturas? Pero los detalles importaban bien poco.

En la primera escena, vemos cómo el cámara de Reuters se agacha por detrás de un edificio mirando alrededor de una esquina, y se puede oír a un estadounidense lanzando un grito en el Apache: “¡Tiene un RPG!”, confundiendo su cámara con un objetivo de largo alcance con un lanzagranadas propulsado por cohete. El piloto ignora, por supuesto, que allí hay un fotógrafo de Reuters. Sólo lo sabemos nosotros. (Y cuando se supo su muerte, el ejército enterró cuidadosamente el video).

Junto con ese video nos llega una banda sonora en la cual puede oírse cómo los estadounidenses verifican las normas de actuación, piden permiso para disparar y bromean sobre los resultados. (“Ja, ja, ja, les dí”; “Oh, yeah, mira, hemos matado a todos esos bastardos…”; y sobre los dos niños heridos: “Bien, es su culpa por traerse a los chicos a la batalla”). Los artículos aparecidos aquí en los medios justifican esa charla cruel por la necesidad que tienen, quienes se dedican al trabajo de matar, a poner “distancia psicológica”, aunque ésa es real e indudablemente la forma en que hablas cuando tú, y solo tú, tienes acceso, como los dioses, a los cielos y puedes planear sobre el resto de la humanidad haciendo preparativos para acabar con los seres inferiores.

De forma parecida, el 12 de febrero, en Paktia, Afganistán oriental, en la oscuridad de las horas previas al amanecer, un equipo de las Operaciones Especiales estadounidense se lanzó sobre un pueblo cerca de Gardez. Allí, en un mundo que no podía estar más alejado de sus vidas, posiblemente haciendo uso de la información de un chivatazo equivocado, francotiradores estadounidenses que se situaron en lo alto de los tejados mataron a un oficial de la policía afgana (“el jefe de inteligencia de uno de los distritos más volátiles de Paktia”), a su hermano y a tres mujeres: una madre de diez hijos embarazada, una madre de seis hijos también embarazada y una adolescente. Después, sacaron las balas de los cuerpos de las mujeres, ataron y amordazaron sus cuerpos y cumplimentaron un informe en el que afirmaron que los hombres muertos eran militantes talibanes que habían asesinado a las mujeres en “asesinatos por honor” antes de que ellos llegaran allí. (Esto fue lo que la prensa estadounidense, que habitualmente recoge las explicaciones del ejército, publicó inicialmente sobre el suceso).

Recientemente, ante un buen reportaje sobre el terreno de un periodista británico no empotrado, esta historia tapadera se desintegró vergonzosamente mientras el portavoz del ejército estadounidense se retractaba paso por paso en una serie de admisiones parciales del error, hasta llegar a la presentación de disculpas personales, incluido el sacrificio de una oveja y 30.000 dólares de indemnización.

Eviscerando ceremonias

Ambos incidentes provocaron conmoción e indignación en los críticos de las políticas bélicas estadounidenses. Ambos incidentes son espeluznantes. Sin embargo, posiblemente, el aspecto más impactante es precisamente su carácter rutinario actual, aunque la publicación del video de esos hechos no lo sea. Empezando con un detalle de los asesinatos en Afganistán del que se informó en la mayoría de los relatos, pero que casi nadie subrayó: que los estadounidenses se lanzaron sobre lo que era una ceremonia familiar tradicional. Que se había reunido a más de veinticinco invitados para dar nombre a un recién nacido.

En realidad, en estos últimos de nueve años, ceremonias afganas (e iraquíes) de todo tipo acabaron acribilladas con regularidad. Haciendo un recuento parcial de las fiestas de boda arrasadas por el potencial aéreo estadounidense en TomDispatch.com, he contado cinco de esos “incidentes” entre diciembre de 2001 y julio de 2008. (Me llamó la atención un sexto suceso en julio de 2002, en el que posiblemente murieron 40 invitados a una boda y muchos más resultaron heridos, y un séptimo en agosto de 2008). Tampoco resultaron inmunes ante los ataques otro tipo de rituales donde había reunidos un número grande de afganos, incluidos funerales, y por último, hasta ceremonias para dar nombre a un bebé. Y no se olviden que ésos son sólo los incidentes de los que se ha informado en un país con inmensas zonas de territorio rural donde indudablemente mucho de lo que ocurre no se denuncia.

De forma similar, el General Stanley McChrystal, el comandante de las fuerzas estadounidenses en Afganistán, manifestó recientemente sorpresa ante el recuento de víctimas desde el pasado verano, con al menos 30 afganos muertos y 80 heridos en los controles cuando los soldados estadounidenses abrieron fuego contra coches. Declaró: “Hemos disparado contra una sorprendente cantidad de gente, y por lo que sé, ninguno era realmente una amenaza”. O consideren el caso de Mohammed Yonus, de 36 años, un popular imán de una mezquita de las afueras de Kabul, a quien asesinaron en su coche en enero pasado por adelantar a un convoy de la OTAN que consideró que el vehículo del imán representaba una “amenaza”. Su hijo de siete años iba en el asiento de atrás.

O cuando a propósito del suceso de los empleados de Reuters, el reportero Mazen Tomeizi recordaba a un productor palestino de la cadena por satélite Al-Arabiya de Dubai, asesinado por un helicóptero de combate estadounidense en septiembre de 2004 en la calle Haifa, en el centro de Bagdad. Era camarógrafo en aquel momento y su sangre salpicó la lente. Seif Fouad, un cámara de Reuters, resultó herido en el mismo incidente, muriendo varios transeúntes, entre ellos una niña. O recuerden a los 17 civiles iraquíes vilmente asesinados cuando los empleados de Blackwaters de un convoy empezaron a disparar en la Plaza Nissur de Bagdad el 16 de septiembre de 2007. O los misiles lanzados desde helicópteros y aviones no tripulados estadounidenses contra la mísera barriada chií de Ciudad Sadr en 2007-2008. O los iraquíes asesinados regularmente en los puestos de control desde la invasión de 2003. O, si vamos al caso, los primeros momentos de esa invasión el 20 de marzo de 2003, cuando, según Human Rights Watch, “docenas” de civiles iraquíes fueron asesinados en los cincuenta “ataques de decapitación” aéreos que la administración Bush lanzó contra Saddam Hussein y el resto de los dirigentes iraquíes, todos ellos errados.

Esa es la indiscriminada condición de la matanza, no importa cuan “preciso” y “quirúrgico” sea el armamento cuando la guerra la hacen aquéllos que mandan en los cielos y descienden, como si vinieran de Marte, hacia otros mundos, convencidos de que tienen el poder para aislar lo bueno de lo malo, aunque no puedan distinguir a un campesino de un insurgente. En esas circunstancias, la muerte llega con múltiples disfraces: desde una gran distancia, vía misiles de crucero o aviones no tripulados, o de cerca, en un control donde soldados estadounidenses blindados, con el dedo en el gatillo, no aciertan a distinguir un suicida-bomba de un vecino confundido o atemorizado con un par de niños en el asiento trasero. Llega repetidamente cuando las fuerzas de Operaciones Especiales de EEUU se lanzan desde los helicópteros una vez que oscurece buscando sospechosos terroristas basándose en chivatazos de informantes poco fiables que pueden estar tratando de ajustar cuentas con alguien de la localidad, de todo lo cual los estadounidenses son tristemente ignorantes. Llega repetidamente cuando se confunde a las tropas del ejército o de la policía afganas con el enemigo.

Y la muerte no sólo le sobreviene a un oficial de policía y a su hermano y familia en la provincia de Paktia, sino también a un “acomodado hombre de negocios con contratos de construcción y seguridad con la cercana base estadounidense en el aeropuerto de Shindand”, quien, junto con hasta 76 miembros de su extensa familia, fue masacrado en un ataque contra el pueblo de Azizabad, en la provincia de Herat, en agosto de 2008. Le pasó a la familia de Awal Khan, un comandante de artillería del ejército afgano (lejos, en otra provincia), cuya “esposa, maestra, su hija de 17 años, de nombre Nadia, un hijo de 15 años, Aimal, y su hermano, empleado en un departamento del gobierno”, fueron asesinados en abril de 2009 en un ataque dirigido por EEUU en la provincia de Khost, al Este de Afganistán (otra hija resultó herida y a la mujer del sobrino de Khan, embarazada de cinco meses, le dispararon cinco tiros en el abdomen). Les llegó a doce afganos al borde de una carretera cerca de la ciudad de Jalalabad en abril de 2007, cuando los marines de las fuerzas de Operaciones Especiales, atacados por un suicida-bomba, se desataron por un tramo de carretera de unas diez millas. Entre las víctimas había una niña de cuatro años, un niño de uno y tres campesinos ancianos. Según un informe de Carlotta Gall, del New York Times, “acabaron con la vida de una muchacha de 16 años recién casada que iba caminando con un haz de hierba hacia la granja de su familia… Un anciano de 75 años que iba hacia su tienda recibió tantos impactos de bala que su hijo no pudo reconocer el cadáver cuando llegó al el escenario del crimen”.

En noviembre de 2009, fueron dos familiares de Majidullah Qarar, el portavoz del Ministro de Agricultura, a quienes dispararon a sangre fría en la ciudad de Ghazni en otra redada nocturna de los elementos de las Operaciones Especiales. Pasó en febrero de 2010 en la provincia de Uruzgan, cuando los soldados de las Fuerzas Especiales de EEUU atacaron un convoy de minibuses, asesinando hasta a 27 civiles, incluidos mujeres y niños.

Y ocurrió este 5 de abril en un ataque aéreo en la provincia de Helmand, al sur de Afganistán, en el cual se atacó una vivienda, y cuatro civiles –dos mujeres, un anciano y un niño- murieron asesinados junto con otros cuatro hombres, inmediatamente identificados en un comunicado de prensa de la OTAN como “sospechosos de pertenecer a la insurgencia”: “Los insurgentes estaban utilizando el recinto como posición de tiro cuando las fuerzas combinadas, ignorantes de la posible presencia de civiles, dirigieron ataques aéreos contra la posición”. Después se puso en marcha la usual investigación conjunta con los afganos y, poco después, los cuatro hombres se metamorfosearon en “civiles”, con las consiguientes disculpas a continuación: Desde luego, es que los “sospechosos insurgentes”, pueden tener, también, esposas, niños, y padres o parientes ancianos, o sencillamente apoderarse de los recintos donde están esas personas. Y sucedió en la mañana del lunes pasado en las afueras de la ciudad de Kandahar, cuando las tropas estadounidenses abrieron fuego contra un autobús, matando a cinco civiles (incluida una mujer), hiriendo a muchos más y provocando airadas protestas.

Depredadores planetarios

Ya sea desde los cielos o patrullando sobre el terreno, los estadounidenses no saben prácticamente nada de los mundos por los que planean o atraviesan. Esto es, desde luego, aún más verdad en el caso de los “pilotos” que echan a volar nuestras últimas y asombrosas armas, los Predator, los Reaper y otros aparatos no tripulados sobre las zonas de batalla de EEUU, mientras están sentados ante las consolas en algún lugar de los EEUU y enzarzados, literalmente, en guerras de videojuegos, mientras se sienten en gran medida como los dioses. Un cartel en la Base de las Fuerzas Aéreas Creech advierte a un piloto de aparatos no tripulados que “conduzca cuidadosamente” al salir de la base después de un turno de trabajo “en” Afganistán o en Iraq. Ésta es, dice, “la parte más peligrosa de tu día”.

Un instructor de pilotos de aviones no tripulados describió de forma vívida esta forma de hacer la guerra: “Echar a volar un Predator es como un juego de ajedrez… Debido a que tienes una perspectiva divina, necesitas prever unos cuantos movimientos”. Sin embargo, por mucho que puedas “hacer previsiones”, las diminutas y apenas distinguibles criaturas que estás decidiendo borrar del mapa no habitan realmente en el mismo universo que tú, ni tienen tus perentorias necesidades, problemas y preocupaciones.

Ahí está el quid de la cuestión: en las ciudades y pueblos de las tierras lejanas donde a los estadounidenses les gusta emprender sus guerras, los civiles mueren regular y repetidamente a manos nuestras. Cada muerte suele llevar implícitos detalles de auténtica pesadilla, pero en general la historia es notablemente repetitiva. Esos “incidentes” son totalmente predecibles. Incluso el General McChrystal, determinado a “proteger a la población” en Afganistán como parte de su guerra de contrainsurgencia, se ha mostrado notablemente incapaz de cambiar la naturaleza de nuestro estilo de hacer la guerra. Reducir los ataques aéreos, reducir los ataques nocturnos de los tipos de las Operaciones Especiales, nada de todo eso importa a largo plazo. En pocas palabras: Si te lanzas desde el cielo, ellos van a morir.

Al contemplar la muerte del fotógrafo de Reuters de 22 años Namir Nur-Eldin en ese video de julio de 2007, su padre dijo: “Por fin hemos sabido la verdad y me siento satisfecho de que Dios la haya revelado… Si ese incidente se hubiera producido en EEUU, incluso si hubieran matado a un animal de esa forma, ¿qué habrían hecho?”.

Dejando a un lado la controversia durante la campaña presidencial de 2008 sobre la caza de los lobos en Alaska desde helicópteros, es posible que Nur-Eldin no hubiera llegado muy lejos. Un artículo reciente que apareció en primera página en el New York Times captaba esa perspectiva, aunque de forma involuntaria cuando, al hablar de la guerra aérea de la CIA sobre las zonas tribales fronterizas de Pakistán, describía a los aviones no tripulados de la Agencia como “observando y rastreando los objetivos, para después desatar los misiles contra sus presas”.

El término “presa” tiene una definición muy sencilla: “animal cazado”. En efecto, los dirigentes de Al-Qaida, los militantes talibanes y los civiles locales de la región son todos ellos “presas”, lo cual, por supuesto, nos convierte a nosotros en depredadores. Que la mayoría de los aviones no tripulados que vuelan por aquellos cielos lanzando repetidamente sus misiles Hellfire se llamen “Predator” no constituye, por tanto, sorpresa alguna.

Los estadounidenses no están acostumbrados a ser la presa en las guerras y por eso son esencialmente incapaces de imaginar lo que eso significa en estos momentos, un día tras día, año tras año. Preferimos pensar sobre sus muertes como algo que es consecuencia de accidentes o errores –daños colaterales- cuando no son sino la norma, no la excepción, no lo que es colateral en tales guerras. Preferimos imaginarnos a nosotros mismos llevando lo mejor (en cuanto a valores e intenciones) a un mundo atrasado e ignorante y eso invariablemente nos hace creernos mucho más bondadosos de lo que somos. Como los dioses del Olimpo, tenemos tendencia a halagarnos a nosotros mismos, aunque continuamente estemos rehaciendo las “normas de actuación” para adaptarlas a nuestros cambiantes gustos y necesidades. Mientras, creamos un lenguaje bélico conveniente para nuestras tiernas sensibilidades respecto a nosotros mismos.

De esa forma, por ejemplo, el asesinato con aviones no tripulados se ha convertido, más que nunca, en la parte más fundamental de la política bélica y exterior de la administración de Obama, y la palabra “asesinato” –con todas sus implicaciones negativas, legales y de otra clase- se ha visto desplazada por la mucho más anodina y burocrática expresión de “asesinato selectivo”. De hecho, en cierto modo, lo que en la administración Bush eran las “técnicas de interrogatorio reforzadas” (es decir, tortura), en la administración Obama son los “asesinatos selectivos”.

Para los dioses no hay nada imposible. En el lenguaje de la guerra olímpica, por ejemplo, incluso sentado ante una consola a miles de kilómetros de esos no-tan-humanos, te estás preparando para que destruir pueda convertirse en un acto merecedor de alabanza homérica. Como informó Greg Jaffe del Washington Post, el Coronel Eric Mathewson, el oficial de la Fuerza Aérea con mayor experiencia en la aviación no tripulada, tiene un nuevo concepto de “valor”, una palabra “que forma parte de casi todas las citas en todos los actos de condecoración de combate”. “El valor para mí no es poner en peligro tu vida”, dice. “Valor es hacer lo que es justo. Valor tiene que ver con tus motivos y los objetivos que tú buscas. Es hacer lo que es justo por razones justas”. Lo que los dioses hacen es, por definición, glorioso.

Descendiendo desde lo alto

Y no es sólo la forma estadounidense de hacer la guerra, sino la forma estadounidense de hacer política la que llega como si viniera desde los cielos, dispuesta a imponer sus propias definiciones de lo que es bueno y necesario para el mundo. Los funcionarios estadounidenses, civiles y militares, vuelan constantemente hacia las asediadas regiones (seamos francos: musulmanas) del planeta para imponer exigencias, ordenar, reprender, sonsacar, engatusar, intimidar, amenazar, retorcer brazos y bravuconear para conseguir que nuestros “aliados” hagan todo lo que queramos.

Nuestros plenipotenciarios especiales, como Richard Holbrooke, hacen eso regularmente; nuestra Secretaria de Estado le sigue. Nuestro Jefe de la Junta del Alto Estado Mayor, el comandante del CENTCOM y el Secretario de Defensa descienden frecuentemente desde las nubes en Islamabad, Kabul o Bagdad. Nuestro Vicepresidente se desplaza con toda rapidez a los distritos electorales de Iraq para ayudar a mediar en las disputas, e incluso nuestro Presidente, la “artillería política más pesada” (como le denominó un analista), se dejó caer recientemente en una visita de seis horas a “Afganistán” (actualmente el hangar de una gran base aérea estadounidense con un palacio presidencial en Kabul). Allí –como los periódicos estadounidenses informaron muy orgullosamente- reprendió y “presionó” al Presidente afgano Hamid Karzai, ofreció una “crítica mordaz” sobre la corrupción y entregó un “duro mensaje”. Después se volvió a EEUU, sólo para encontrarse, para sorpresa y frustración de sus altos funcionarios, que Karzai –acusado casi inmediatamente de ser inestable, posiblemente a causa de las drogas, y propenso a las rabietas, como los niños- había respondido arremetiendo contra sus guardaespaldas estadounidenses.

Por supuesto, nosotros somos los racionales, los maduros y el equipo de la buena gobernanza incorruptible tripulación que lleva ilustración y democracia al mundo, aunque, como dioses prácticos que somos, en apoyo de nuestra guerra afgana, estemos perfectamente dispuestos a apuntalar a un autócrata corrupto en cualquier lugar del mundo que esté dispuesto a prestarnos una base aérea [Manas] (por un alquiler de 60 millones de dólares al año) de apoyo para transporte de tropas y suministros hasta que le derroquen.

Es lo que tiene, cosas que pasan, también a los olímpicos de Estados Unidos. Todo parece normal, incluso, benigno, excepto en los raros momentos en que empiezan a circular videos sobre carnicerías. Sin embargo, considerados desde la tierra, parecemos sin duda tan petulantes como los dioses o demiurgos de alguna religión maligna, o como los alienígenas o depredadores de algún film de ciencia ficción: fríos y sin corazón, insensibles y asesinos. Como dijo Safa Chmagh, el hermano de unos de los empleados de Reuters que murió en el ataque de los Apaches de 2007: “El piloto no es humano, es un monstruo. ¿Qué es lo que hizo mi hermano? ¿Qué es lo que hicieron sus niños? ¿Aceptaría el piloto que sus hijos se convirtieran en huérfanos?”.

Al igual que en los cuentos de los humanos sobre los dioses, aquí hay una moaleja: Si quieres que las cosas sean de otra manera, no desciendas sobre una tierra extraña armado hasta los dientes, preparado para ocupar y listo para matar.

Con mi agradecimiento para el colaborador habitual de TomDispatch William Astore, que ayudó a inspirar este escrito.

Tom Engelhardt, es co-fundador del American Empire Project, dirige el Nation Institute’s TomDispatch.com. Es autor de “The End of Victory Cultura”, una historia sobre la Guerra Fría y más cosas, así como una novela: “The Last Days of Publishing”. En mayo se publicará su último libro: “The American Way of War” (Haymarket Books).

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