Di agua a las personas migrantes que cruzaban el desierto de Arizona
31 de mayo de 2019
Amnistía
Internacional
En vista de cómo está reprimiendo el gobierno la prestación de ayuda humanitaria,
mi caso puede sentar un peligroso precedente.
Después de atravesar México en un peligroso viaje y cruzar con dificultad el desierto
de Arizona, Jose y Kristian supieron por alguien que encontrarían agua y comida
en un lugar de Ajo llamado “The Barn” (el granero). “The Barn” es un punto de
encuentro para personal voluntario como yo, y allí ambos jóvenes pudieron
comer, descansar y acceder a asistencia médica. La Patrulla Fronteriza los
detuvo cuando se disponían a marcharse. Los agentes también me esposaron y
arrestaron, por haber proporcionado “comida, agua, ropa limpia y camas” a los
dos migrantes, en palabras de la Patrulla.
Jose y Kristian permanecieron varias semanas recluidos, consignados por el
gobierno para prestar declaración como testigos materiales del proceso abierto
contra mí, y a continuación fueron deportados a sus países, de donde habían
huido para ponerse a salvo. Me están juzgando por tráfico de seres humanos. Si
me declaran culpable, podría tener que cumplir hasta 20 años de cárcel.
En el desierto de Sonora, la temperatura puede alcanzar los 49 grados
centígrados por el día y desplomarse por la noche. El agua escasea. El
endurecimiento de las políticas de fronteras obliga a las personas migrantes a
internarse en regiones más inhóspitas y apartadas, y muchas de las que intentan
atravesar estos parajes no sobreviven. A lo largo de lo que se conoce como el
corredor de Ajo aparecen decenas de cadáveres cada año; se asume que hay muchos
más sin ser descubiertos.
“Residentes locales y personal voluntario organizan excursiones a este desierto para prestar ayuda
humanitaria. Transportamos garrafas de agua y cubos con comida enlatada,
calcetines, electrolitos y material de primeros auxilios hasta varios puntos
situados en las rutas de montaña y gargantas."
Scott Warren
Residentes locales y personal voluntario organizan excursiones a este desierto para
prestar ayuda humanitaria. Transportamos garrafas de agua y cubos con comida
enlatada, calcetines, electrolitos y material de primeros auxilios hasta varios
puntos situados en las rutas de montaña y gargantas. Otras veces recibimos
informes sobre alguien que ha desaparecido, y entonces nuestra misión es de
búsqueda y salvamento o, más frecuentemente, de recuperación de los cadáveres o
de restos óseos de las personas fallecidas.
Durante años, los grupos humanitarios y los residentes locales han coexistido
con la Patrulla Fronteriza sin problemas. Nos reuníamos con agentes para
comunicarles cómo y dónde estábamos trabajando. De vez en cuando, la Patrulla
Fronteriza intentaba entablar una relación más estrecha. “Me alegro de que hoy estéis aquí —recuerdo
que una vez me dijo un agente—. La gente necesita agua desesperadamente”.
En una localidad tan modesta como Ajo, todos somos
vecinos, y los hijos de todos van al mismo colegio. Ya fuera en la tienda de
alimentación o en el campo, residentes y voluntarios coincidían habitualmente
con los agentes de la Patrulla Fronteriza y hablaban.
Ahora esta clase de encuentros son la excepción. Las autoridades
gubernamentales reprimen la prestación de ayuda humanitaria denegando permisos
para acceder al Refugio Nacional de Vida Silvestre de Cabeza Prieta o dando
patadas y rajando las garrafas de agua. Además, emprenden agresivas actuaciones
penales contra el personal voluntario. Varias personas voluntarias de No More
Deaths/No Más Muertes se han enfrentado a posibles penas de prisión y multas de
hasta 10.000 dólares por delitos menores federales —entre ellos, acceso no
autorizado a un refugio de vida silvestre y “abandono de propiedad”— desde 2017
por dejar agua y latas de judías para las personas migrantes. Yo también me
enfrento a cargos por delito menor de “abandono de propiedad”.
“Las autoridades gubernamentales reprimen la prestación de ayuda humanitaria denegando permisos para acceder al
Refugio Nacional de Vida Silvestre de Cabeza Prieta o dando patadas y rajando
las garrafas de agua”
Scott Warren
Mi caso, en concreto, podría sentar un peligroso precedente, ya que el gobierno
amplía sus definiciones de “transporte” y “refugio”. Siempre se ha aplicado
selectivamente la legislación sobre refugio y tráfico de personas, con
agresivos procesamientos por redes “criminales”, y en cambio indulgencia para
las grandes empresas agrícolas y otras industrias políticamente influyentes que
contratan por decenas a trabajadores indocumentados. Ahora la ley puede
aplicarse no sólo a trabajadores/as de ayuda humanitaria, sino también a los
millones de familias de condición mixta que viven en Estados Unidos. Pongamos
por caso una familia en la que uno de sus miembros carece de documentación y
otro que sí tiene la ciudadanía es quien hace la compra y paga el alquiler de
la vivienda. ¿El gobierno diría que eso es dar refugio? Si esta familia fuera
en un vehículo a pasar el día en el parque, ¿el gobierno lo llamaría transporte
ilegal? Aunque hace unos años habría parecido una idea disparatada, hoy es una
posibilidad aterradoramente real.
Las políticas del gobierno de Trump —“almacenar” a personas refugiadas, separar
familias, enjaular a niños y niñas— tienen como fin imponer el sufrimiento y la
crueldad. Para que esta estrategia funcione, también hay que erradicar la
generosidad.
En mi opinión, la pregunta que surge de todo esto no es si el procesamiento
tendrá efectos paralizantes en mi comunidad y su sentido de la compasión. La
pregunta es si el gobierno se tomará en serio sus obligaciones humanitarias
para con las personas refugiadas y migrantes que llegan a la frontera.
En Ajo, mi comunidad ofrece comida y agua a las personas que cruzan el desierto
desde hace décadas; lleva haciéndolo durante generaciones. Pase lo que pase en
mi juicio, al día siguiente vendrá alguien del desierto, llamará a una puerta y
la persona que responda atenderá las necesidades de ese viajero. Si tienen sed,
les ofreceremos agua; no les pediremos la documentación de antemano. El
gobierno no puede hacer de eso un delito.
Scott Warren es geógrafo y vive en Ajo, Arizona. Este artículo de opinión
se publicó originalmente en The Washington Post, tal y como fue relatado a su
redactora Sophia Nguyen.
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