Confesiones de un 'Drone
Warrior'
O cómo pilotar drones y aniquilar humanos a distancia puede convertirte en un
personaje de ficción
Natxo Medina
30 de octubre de 2013
En “El Juego de Ender”, una de las grandes obras de la ciencia ficción contemporánea (de la
que está a punto de estrenarse una adaptación cinematográfica) escrita por
Orson Scott Card, seguíamos la historia de un chavalín -el Ender del título- al
que se entrenaba en una serie de simuladores de guerra para combatir a los
Insectores, una raza alienígena que, supuestamente, amenazaba la Tierra. La
sorpresa (y la tragedia) venía cuando Ender descubría que en realidad ese
planeta que había reventado con un megarrayo láser no era una simulación sino
el verdadero hogar de los Insectores, a los que había exterminado sin compasión
desde detrás de una mesa de controles, como quien juega a la Playstation.
El ex-piloto de drones Brandon Bryant, 27 años,
conoce bien esa novela. O mejor dicho, conoce bien, y de primera mano, una
historia muy cercana a la que ahí se narra. Como persona que pasó seis años
delante de una pantalla comandando máquinas voladoras mortales, Bryant ha
vivido en sus carnes lo que esa novela en el fondo relata: la alienación y el
absurdo, la tecnificación del dolor, lo abstracto de la noción de enemigo, la
rutina de la administración de muerte, la culpa, las pesadillas, la búsqueda de
redención. Él es un 'drone warrior', y sus revelaciones han servido de materia prima para
un un amplio
artículo de Matthew Power para la revista GQ.
Bryant también conoce bien la obra de Card porque durante las largas horas que pasaba
junto a su pareja de vuelo (los drones se pilotan entre dos, uno que se encarga
del vuelo, el otro que se encarga de la vigilancia, de señalar los objetivos y
apuntar, el ojo del depredador: éste era el papel de Bryant) se dedicaba a
otras tareas para no aburrirse, ya fuera echar pequeñas siestas, picar snacks o
leer novelas. Cayó la de Card, claro, pero también leyó a Asimov, padre de las
leyes de la robótica, una de las cuales afirmaba que un robot nunca podrá herir
a un humano. La duda llega cuando este robot está efectivamente comandado por
uno de esos humanos. ¿Qué pasa entonces?
Bryant, como tantos otros, se alistó en las Fuerzas Armadas un poco por desidia, un poco
por la paga (venía de una familia humilde de un pueblo perdido llamado
Missoula, pura decadencia faulkneriana, y sus expectativas de vida no eran muy
halagüeñas), un poco por convencimiento de las bondades de su ejército y su
labor. Puntuó bien en las pruebas de aptitud y pronto fue asignado a un equipo
de pilotos que operaban desde el desierto de Nevada, haciendo volar drones por
los cielos de Irak y Afganistan.
Su primer disparo llegó poco después, recién cumplidos los 21 años. El año era
2006. Para entonces ya pasaba seis días a la semana, doce horas al día en su
cubículo estanco, junto a su compañero, dentro de una gran caja de metal sin
ventanas donde los pilotos podían incluso contar los pedos de sus compañeros
(muchas veces lo hacían por matar el tiempo). Formaban parte del equipo que
estaba llevando a cabo los primeros ensayos experimentales con drones a control
remoto, una tecnología por entonces en ciernes, que hoy juega un papel clave en
la política militar exterior norteamericana. Los drones llevan años surcando
los cielos de Pakistán, Yemen o Somalia, llevando a cabo guerras secretas en
las que los servicios de inteligencia están igualmente implicados.
En principio, y aunque tras ese primer disparo (pronto llegarían muchos más)
sintió extrañeza y desazón, había una gran distancia entre su experiencia
cotidiana y las consecuencias de sus actividades, a muchos miles de kilómetros
de su asiento. Sentados ante siete pantallas, todo era performance y teatro.
Enfundados en sus monos de vuelo, a pesar de que nunca fueran a sentarse en la
cabina real de un avión real, escrutaban pantallas de infrarrojos en un loop de
observación constante que adormecía su percepción. La sensación era de una
constante duermevela, un sueño en el que nada acaba de ser real, como la
sensación de estar en el cine.
Cuando algo malo pasaba, cuando había que disparar contra objetivos que nadie estaba
seguro de haber identificado correctamente, o cuando había bajas amigas, nadie
hablaba de ello. “Simplemente te vas a casa. Nadie hablaba
de cómo se sentía después de nada. Había un acuerdo tácito sobre no hablar de
tus sentimientos.”, relata Bryant. Al fin y al cabo lo negativo era
algo que ocurría dentro de una pantalla. Todo ahí se percibe como una
representación. Como le dijeron en tono jocoso al joven Brandon cuando recién
se integraba en el equipo de Inteligencia, ellos, chicos listos, serían “como esos tipos que le dan a James
Bond toda la información que necesita para llevar a cabo la misión”.
Cine de espías representado en el guapo James Bond, ese espía que nunca muere,
la representación del glamour con pistola, del matar sin despeinarse y
llevándose a la chica. No podían haber recurrido a un referente más apropiado.
Pero poco a poco la coraza, el “modo zombie” que la distancia había acabado de
activar en su mente, empezó a dar muestras de flaqueza. Las preguntas empezaron
a emerger mientras las bajas difusas y nunca suficientemente explicadas se
acumulaban. La evolución clásica desde el pensar “estoy haciéndome cargo de los
tipos malos” al “¿cómo me sentiría yo bajo la sombra de un ojo robótico 24
horas al día?”. De alguna manera, Bryant consiguió aislar esas preguntas
durante seis años, hacer su trabajo y vivir, según sus palabras en un “estado mental de fuga”.
Hasta que el velo de la irrealidad se rasgó y no pudo más.
La performance de su retirada también siguió la lógica del espectáculo
tecnificado, del videojuego. Cuando presentó su dimisión (negándose a recibir
un jugoso bonus económico por continuar) le dieron una lista con sus logros,
muy similar al resumen en el que, tras terminar un nivel de un videojuego
bélico, se te informa de tu puntería, tus capturas, tus pérdidas, los objetivos
conseguidos, las bajas causadas. En el caso de Bryant, la cifra era abrumadora:
1.626 enemigos muertos en acción. Tras seis años encerrado en sucesivas
instalaciones aquel era su historial, su legado. Bryant terminó con una
terrible sensación de vacío y una depresión severa que lo llevó a dar tumbos
por su ciudad natal, beberse todos sus ahorros y considerar incluso el suicidio.
Su caso no es el único. Recientes estudios demuestran que en los pilotos de drone,
los niveles de alcoholismo, depresión o suicidio, derivados del estrés
post-traumático de sus acciones en “combate” son prácticamente iguales que los
de sus compañeros pilotos que han entrado en acción sobre el terreno. En el
caso de Bryant, gran parte de esta sensación de tremenda culpa no provenía del
uso en sí del drone, que el soldado considera útil para algunas tareas
(vigilancia, extinción de incendios), sino del “quién los usa, y para qué
fines”. Fines que no siempre estaban claros. “Tiene que haber transparencia. La gente tiene que saber que
están siendo usados y cómo para que el uso sea responsable”.
No parece ser esa, sin embargo, la intención de la administración Obama, que mantiene los ataques sobre Pakistán, Yemen y
Afaganistán, mientras sigue alimentando una industria que tiene una previsión
de crecimiento de 82.000 millones de dólares en los próximos diez años. Ni
parecen ser los drones ni el bienestar de sus controladores un asunto que
preocupe en exceso a la población estadounidense, la cual se muestra en un 61%
a favor de su uso, que consideran adecuado como manera de no poner vidas de
soldados en peligro.
Como de costumbre, poco importan las secuelas de sus veteranos de guerra. Y, por
supuesto, poco importan aquellos que quedan más allá de la pantalla de sus
iPads. Han pasado ya demasiados años desde la primera guerra televisada de la
Historia (la del Golfo, espectáculo del bueno) como para que algo al otro lado
pueda siquiera hacer mella en el entendimiento, más allá del puro infotaiment.
Brandon Bryant parece tenerlo claro ahora, después de su calvario particular. Él ya se
cansó de ser un espectro digital. Pasó por lo más oscuro de una depresión
terrible y se dio cuenta de que necesitaba explicar lo que vivió, lo que muchos
como él vivieron y viven. Demostrarse a sí mismo que no es un robot, que no
vive en una abstracción, y que las mismas manos que pudieron apretar botones
para acabar con la vida de más de 1600 personas, pueden ahora servir para
ayudar, para salvar. Él, el espectro, el ojo en el cielo. Alguien que fue
pantalla y que quiere volver a ser ojos, a mirar a los otros a la cara. Cueste
eso lo que cueste en una época distópica como la nuestra.
Puedes leer el revelar artículo de Matthew Power siguiendo este link.
Un artículo de Matthew Power para GQ nos trae el crudo testimonio de Brandon
Bryant, uno de los primeros pilotos de drones de las Fuerzas Armadas
estadounidenses
Fuente: Confesiones de un 'Drone Warrior' | PlayGround | Noticias Musica
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