Una tradición de tortura
The New York Times
Noam Chomsky. |
Noam Chomsky De The New York Times Terra 06 de mayo de
2009
Los memorandos de tortura liberados la semana pasada por la Casa Blanca
provocaron choque, indignación y sorpresa. El choque y la indignación son
comprensibles, en especial el Informe del Comité de Servicio de las Fuerzas
Armadas del Senado sobre tratamiento de presos, que recién dejó de ser
secreto.
En el verano de 2002, como dice el informe, interrogadores en Guantánamo
estaban bajo una presión creciente a partir de la cadena de mando para
establecer una contacto entre Irak y Al-Qaeda. El ahogamiento simulado, entre
otras formas de tortura, finalmente produjo la prueba de un preso que fue
utilizada para ayudar a justificar la invasión Bush-Cheney de Irak al año
siguiente.
Pero, ¿por qué la sorpresa con relación a los memorandos de tortura? Aunque
sin averiguación, era razonable suponer que Guantánamo fuera una cámara de
tortura. ¿Por qué otro motivo enviar prisioneros a un lugar en donde ellos
estarían más allá del alcance de la ley, por casualidad, un lugar que Washington
está utilizando por violar un tratado que fue forzado sobre Cuba bajo la mira de
un arma? Es difícil tomar en serio el raciocinio de seguridad.
Una razón más amplia para el porqué de la poca sorpresa es que la tortura
siempre fue una práctica rutinaria desde el principio de la conquista del
territorio nacional hasta ahora. Mientras tanto, las tareas del Imperio Naciente
-como George Washington denominaba la nueva República- se extendió para
Filipinas, Haití y otros lugares.
Además de eso, la tortura fue el menor de muchos crímenes de agresión,
terror, subversión y estrangulación económica que oscureció la historia de los
Estados Unidos, tanto como la de otras grandes potencias. Las actuales
revelaciones sobre tortura, una vez más, destacan el conflicto entre lo que
defendemos y lo que hacemos.
La reacción fue vehemente, pero de una forma que crea algunas cuestiones. Por
ejemplo, el columnista de The New York Times, Paul Krugman, uno de los
críticos más elocuentes y francos de la malevolencia de Bush, escribe que
solíamos ser "una nación de ideales morales", y que nunca antes de Bush
"nuestros líderes traicionaron tan rotundamente todo lo que defendemos".
Para decir lo mínimo, aquel punto de vista común es una versión
particularmente distorsionada de la historia. Es un artículo de fe, casi una
parte de la creencia nacional, que Estados Unidos es, de manera justa, diferente
de otras grandes potencias del pasado y del presente -el concepto llamado de
excepcionalidad americana.
Una corrección parcial puede ser la historia recién publicada del periodista
británico Godfrey Hodgson, The Myth of American Exceptionalism (El mito
de la Excepcionalidad Americana). Hodgson concluye que Estados Unidos es
"solamente un país grande, pero imperfecto, entre otros".
El columnista del International Herald Tribune Roger Cohen, analizando el
libro en el The New York Times, concuerda que la prueba da apoyo al juicio de
Hodgson, pero no coincide con él en un punto fundamental: Hodgson falla en
entender que "América nació como una idea y por lo tanto la debe llevar
adelante".
La idea se revela a través del nacimiento de América como una "ciudad en una
colina", escribe Cohen, "una noción inspiradora" que reside "en el fondo de la
psique americana".
En resumen, el error de Hodgson es que él está limitándose a las
"distorsiones de la idea americana en las décadas recientes". Volvamos para la
"idea" de América.
La frase inspiradora "ciudad en una colina" fue acuñada por John Winthrop en
1630, tomándola prestada del Nuevo Testamento y delineando el futuro glorioso de
una nueva nación "reunida por Dios".
Un año antes, la Colonia de la Bahía de Massachusetts estableció su gran
sello. Él retrata un indígena con un pergamino saliendo de su boca. En él están
las palabras, "vengan y ayúdennos". Los colonos británicos eran así, humanistas
benevolentes, respondiendo a las invocaciones de los pobres nativos para que
fueron rescatados de su amargo destino pagano.
Esta proclamación primitiva de intervención humanitaria, para utilizar
el término popular actual, fue muy parecida con sus sucesoras, llevando horrores
por donde iba.
A veces, hay innovaciones. A lo largo de los últimos 60 años, por todo el
mundo las víctimas soportaron lo que el historiador Alfred McCoy describe como
la "revolución en la cruel ciencia del dolor" de la CIA, en su libro de 2006,
denominado A Question of Torture: CIA Interrogation, from the Cold War to the
War on Terror (Una cuestión de tortura: los interrogatorios de la CIA, desde
la Guerra Fría hasta la Guerra contra el Terror).
Con frecuencia, la tarea de la tortura se delega a ayudantes. Pero el
ahogamiento simulado es uno de los métodos de décadas de edad que aparece con
pocas alteraciones en Guantánamo.
La complicidad con la tortura aparece con frecuencia en la política externa
de los Estados Unidos. En un estudio de 1980, el científico político Lars
Schoultz descubrió que la ayuda de Estados Unidos "tiende a fluir
desproporcionalmente para gobiernos latinoamericanos que torturan a sus
ciudadanos,... para los violadores relativamente brutos de los derechos humanos
fundamentales en el hemisferio".
El estudio de Schoultz y otros con conclusiones parecidas anteceden a los
años de Reagan, cuando no valía la pena estudiar el tópico, pues las
correlaciones estaban muy explícitas. Y que la tendencia sigue hasta el
presente, sin modificaciones significativas.
No es para menos que el presidente nos aconseja a mirar hacia adelante, no
hacia atrás -una doctrina conveniente para aquellos que sujetan las clavas.
Aquellos que son golpeados con ellas tienden a ver el mundo de forma diferente,
para nuestro enfado.
Entre imperios, la excepcionalidad es probablemente casi universal.
Francia aclamaba su misión civilizadora, mientras el ministro de la
Guerra francés predicaba el "exterminio de la población nativa" de Argelia.
La nobleza de Gran Bretaña era una "novedad en el mundo", declaró John Stuart
Mill, mientras recomendaba que este poder angelical no se prolongara más en
completar su liberación de India. El ensayo clásico de Mill, A Few Words about
Non-Intervention (Algunas palabras sobre la no intervención), fue escrito
después de la revelación pública de las atrocidades horripilantes de Gran
Bretaña para contener la rebelión de 1857.
Estas ideas de excepcionalidad no son solamente convenientes para el
poder y los privilegios, sino que también son perniciosas. Una razón es que
ellas apagan crímenes reales en marcha. La masacre de MY Lai durante la Guerra
del Vietnam fue apenas una nota de pie de página para las peores atrocidades de
los programas de pacificación pós Tet. La invasión Watergate que derribó un
presidente de los Estados Unidos fue, sin duda, criminal, pero el furor sobre
ella desalojó crímenes incomparablemente peores en casa y en el extranjero. El
bombardeo de Camboya, para mencionar solamente un ejemplo terrible.
Frecuentemente, atrocidades selectivas tienen esta función.
La amnesia histórica es un fenómeno muy peligroso, no solamente porque
cuestiona la integridad moral e intelectual, sino también porque crea la base
para crímenes que se aproximan.
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