Tortura y amnesia histórica
Obama no acabó con esa práctica, sólo la cambió de lugar, señala el
investigador Allan Nairn
Una fotografía obtenida por ABC News, que fue difundida el 19 de mayo de
2004, muestra a un hombre identificado como el sargento estadounidense Carlos
Graner, quien posa en la tristemente célebre prisión de Abu Ghraib con el cuerpo
del prisionero islámico Manadel Jamadi Foto:
Reuters |
Noam Chomsky* /I
Los memorandos sobre tortura revelados por la Casa Blanca suscitaron asombro,
indignación y sorpresa. El asombro y la indignación eran entendibles; la
sorpresa, no tanto. Por principio de cuentas, aun sin investigación, era
razonable suponer que Guantánamo era una cámara de tortura. ¿Para qué, si no,
enviar prisioneros a un lugar donde estarían fuera del alcance de la ley; un
lugar, por cierto, que Washington utiliza en violación de un tratado impuesto a
Cuba a punta de pistola? Desde luego, se adujeron razones de seguridad, pero
sigue siendo difícil tomarlas en serio. Las mismas sombrías expectativas se
tuvieron acerca de los sitios negros, prisiones secretas del gobierno de Bush, y
por la rendición extraordinaria, o captura extrajudicial de sospechosos en otros
países, y se cumplieron.
Más importante es que la tortura ha sido práctica de rutina desde los
primeros días de la conquista del territorio nacional, y continuó empleándose a
medida que las aventuras imperiales del imperio infante –como George Washington
llamaba a la nueva república– se extendieron a Filipinas, Haití y demás lugares.
Tengamos en mente también que la tortura fue el menor de muchos crímenes de
agresión, terror, subversión y estrangulamiento económico que han oscurecido la
historia estadounidense, como ocurre también con otras grandes potencias.
En consecuencia, lo sorprendente es ver las reacciones a la revelación de
esos memorandos del Departamento de Justicia, incluso las de algunos de los
críticos más francos y elocuentes del mal gobierno de Bush: Paul Krugman, por
ejemplo, quien escribió que solíamos ser una nación de ideales morales y que
nunca antes de Bush habían nuestros líderes traicionado en forma tan absoluta
todo lo que esta nación ha postulado. Por decir lo menos, esta visión común
refleja una versión bastante sesgada de la historia estadounidense.
De cuando en cuando se ha abordado en forma directa el conflicto entre lo que
postulamos y lo que hacemos. Un distinguido académico que emprendió esa tarea
fue Hans Morgenthau, fundador de la teoría de las relaciones internacionales
realistas. En un estudio clásico, publicado en 1964 a la luz de Camelot,
Morgenthau desarrollaba la visión convencional de que Estados Unidos tiene un
propósito trascendental: instaurar la paz y la libertad en su territorio y de
hecho en todas partes, puesto que la arena dentro de la cual Estados Unidos debe
defender y promover su propósito ha alcanzado dimensiones mundiales. Pero, como
académico escrupuloso, también reconoció que el registro histórico era
radicalmente inconsistente con ese propósito trascendental.
No debemos dejarnos confundir por esa discrepancia, aconsejaba Morgenthau; no
debemos confundir el abuso de la realidad con la realidad misma. La realidad es
el propósito nacional incumplido, como se revela en la evidencia de la historia
según la refleja nuestra mente. Lo que ocurría en los hechos no era más que el
abuso de la realidad.
La revelación de los memorandos sobre tortura condujo a otros a reconocer el
problema. En el New York Times, el columnista Roger Cohen reseñó un
nuevo libro, The Myth of American Exceptionalism, del periodista
británico Geoffrey Hodgson, quien concluye que Estados Unidos no es más que una
nación grande, pero imperfecta, entre otras. Cohen concede que la evidencia
apoya la opinión de Hodgson, pero de todos modos le parece que yerra al no
entender que Estados Unidos nació como una idea, y por eso tiene que llevarla
adelante. La idea de Estados Unidos se revela en el nacimiento de la nación como
ciudad en una colina, noción inspiradora que reside muy en el fondo de la sique
estadounidense, así como en el distintivo espíritu individualista y emprendedor
de los estadunidenses, que se demuestra en la expansión hacia el oeste. El error
de Hodgson, según eso, es apegarse a las distorsiones de la idea estadounidense,
al abuso de la realidad.
Volvamos la atención hacia la realidad en sí: hacia la idea de Estados Unidos
desde sus primeros días.
Vengan a ayudarnos
La frase inspiradora una ciudad en una colina fue acuñada en 1630 por John
Winthrop, quien la tomó de los evangelios para esbozar el futuro glorioso de una
nación ordenada por Dios. Un año antes la colonia de la Bahía de Massachusetts
creó su Gran Sello, el cual mostraba un indígena de cuya boca salía un
pergamino, en que se leían las palabras Vengan a ayudarnos. Así, los
colonialistas británicos se representaban como humanistas benévolos que
respondían a las súplicas de los miserables nativos para rescatarlos de su
amargo destino pagano.
De hecho, el Gran Sello es la representación gráfica de la idea de Estados
Unidos desde su nacimiento. Debe ser exhumada desde las profundidades de la
sique y desplegada en los muros de todos los salones de clase. Debió aparecer
sin duda en el fondo de toda la pleitesía estilo Kim Il-Sung que se le rendía a
ese salvaje asesino y torturador llamado Ronald Reagan, quien alegremente se
describía como el líder de una reluciente ciudad en la colina mientras
orquestaba algunos de los crímenes más espantosos de sus años en el cargo,
notoriamente en Centroamérica, pero también en otros lugares.
El Gran Sello fue una proclamación temprana de la intervención humanitaria,
para usar una frase en boga. Como ha ocurrido comúnmente desde entonces, la
intervención humanitaria condujo a una catástrofe para los supuestos
beneficiarios. El primer secretario de Guerra, el general Henry Knox, describió
la absoluta extirpación de todos los indios en las partes más populosas de la
unión por medios más destructivos para los nativos indígenas que la conducta de
los conquistadores de México y Perú.
Mucho después de que sus propias significativas aportaciones al proceso
quedaran en el pasado, John Quincy Adams deploró el destino de “esa infortunada
raza de americanos nativos, a quienes exterminamos con tanta crueldad pérfida y
despiadada… entre los atroces pecados de esta nación, por los cuales creo que
Dios algún día la llevará a juicio”. Esa crueldad pérfida y despiadada continuó
hasta que se conquistó el oeste. En vez del juicio de Dios, los atroces pecados
sólo han traído hoy elogios por la culminación de la idea estadounidense.
La conquista y colonización del oeste mostraron sin duda ese espíritu
individualista y emprendedor tan elogiado por Roger Cohen. Así ocurre por lo
regular con las empresas de colonización, la forma más cruel del imperialismo.
Los resultados fueron ensalzados por el respetado e influyente senador Henry
Cabot Lodge en 1898. Al convocar a la intervención en Cuba, Lodge elogió nuestro
historial de conquista, colonización y expansión territorial, inigualado por
ningún pueblo en el siglo XIX, y llamó a no detenerlo ahora, cuando los cubanos
también suplicaban, según las palabras del Gran Sello, vengan a ayudarnos.
Su ruego fue atendido. Estados Unidos envió tropas, con lo cual impidió que
Cuba se liberara de España y la convirtió en una colonia virtual, como continuó
siéndolo hasta 1959.
La idea estadounidense fue ilustrada tiempo después por la notable campaña
emprendida por el gobierno de Dwight D. Einsenhower para devolver a Cuba al
lugar apropiado, luego que Fidel Castro entró en La Habana en enero de 1959 y
liberó por fin a la isla del dominio extranjero, con enorme apoyo popular, como
Washington reconoció a regañadientes. Lo que siguió fue: una guerra económica,
con la mira claramente delineada de castigar al pueblo cubano para que derrocara
al desobediente gobierno de Castro; una invasión; la dedicación de los hermanos
Kennedy a llevar a Cuba los terrores de la Tierra (frase del historiador Arthur
Schlesinger en su biografía de Robert Kennedy, quien tenía esa tarea entre sus
máximas prioridades), y otros crímenes que continúan hasta el presente, en
desafío a una opinión mundial prácticamente unánime.
Por lo regular los orígenes del imperialismo estadounidense se hacen remontar
a la invasión de Cuba, Puerto Rico y Hawai en 1898. Pero eso es sucumbir a lo
que el historiador del imperialismo Bernard Porter llama la falacia del agua
salada, la idea de que la conquista sólo se vuelve imperialista cuando cruza
agua de mar. Es decir, si el Misisipi hubiera semejado al mar de Irlanda, la
expansión hacia el oeste habría sido imperialismo. De George Washington a Henry
Cabot Lodge, los que participaron en la empresa tuvieron una visión más clara de
lo que hacían.
Luego del éxito de la intervención humanitaria en Cuba, en 1898, el siguiente
paso en la misión asignada por la Providencia fue conferir las bendiciones de la
libertad y la civilización a todos los pueblos rescatados de Filipinas (en
palabras de la plataforma del Partido Republicano de Lodge)… por lo menos a los
que sobrevivieron a las matanzas y al uso extendido de la tortura y demás
atrocidades que las acompañaron. Esas almas afortunadas fueron dejadas a la
merced del gobierno filipino de paz instaurado por Estados Unidos dentro de un
modelo recién ideado de dominio colonial, que se apoyaba en fuerzas de seguridad
adiestradas y equipadas para aplicar avanzados métodos de vigilancia,
intimidación y violencia. Modelos similares se adoptarían en muchas otras zonas
donde Estados Unidos impuso brutales guardias nacionales y otras fuerzas a su
servicio.
Paradigma de apremios
En los 60 años pasados, las víctimas en todo el mundo han soportado el
paradigma de tortura de la CIA, desarrollado a un costo que llegó a mil millones
de dólares anuales, según documenta el historiador Alfred McCoy en su libro
A Question of Torture. Allí muestra cómo los métodos de tortura
desarrollados por la CIA a partir de la década de 1950 aparecen, con pocas
variantes, en las fotografías infames de la prisión de Abu Ghraib, en Irak. No
hay hipérbole en el título del penetrante estudio de Jennifer Harbury sobre el
historial de tortura estadounidense: Truth, Torture, and the American
Way. Así pues, es sumamente engañoso, por decir lo menos, que los
investigadores del descenso de la banda de Bush a las cloacas del mundo lamenten
que al emprender la guerra contra el terrorismo, Estados Unidos haya extraviado
el rumbo.
No se quiere decir con esto que Bush-Cheney-Rumsfeld et al no hayan
incorporado innovaciones importantes. En la práctica normal estadounidense, la
tortura se encomendaba a subsidiarios, no la ejecutaban estadounidenses
directamente en cámaras de tortura propias, instaladas por su gobierno. En
palabras de Allan Nairn, quien ha llevado a cabo algunas de las investigaciones
más reveladoras y valerosas sobre el tema: Lo que la [prohibición de la tortura]
de Obama cancela es ese pequeño porcentaje de tortura que hoy realizan
estadounidenses, pero conserva el conjunto abrumador de la tortura del sistema,
que es llevado a cabo por extranjeros bajo patrocinio estadounidense. Obama
podría dejar de apoyar a fuerzas extranjeras que torturan, pero ha elegido no
hacerlo.
Obama no acabó con la práctica de la tortura, observa Nairn, sino sólo la
cambió de lugar, restaurando la norma estadounidense de indiferencia hacia las
víctimas. “Es un retorno al status quo anterior –escribe Nairn–, al
régimen de tortura que va de Ford a Clinton, y que año con año produjo más
agonía con respaldo estadounidense de la que se produjo durante los años de
Bush/Cheney.”
En ocasiones el involucramiento estadounidense en la tortura ha sido aún más
indirecto. En un estudio realizado en 1980, el latinoamericanista Lars Schoultz
descubrió que la ayuda exterior estadounidense “ha tendido a fluir en forma
desproporcionada hacia gobiernos latinoamericanos que torturan a sus ciudadanos…
a los mayores violadores de los derechos humanos fundamentales en el
hemisferio”. Estudios más amplios de Edward Herman encontraron la misma
correlación, y también sugirieron una explicación. No es sorprendente que la
ayuda estadounidense tienda a correlacionarse con un clima favorable a los
negocios, que por lo común mejora con el asesinato de organizadores de obreros y
campesinos y activistas pro derechos humanos y otras acciones semejantes, lo
cual produce una segunda correlación entre la ayuda y las monumentales
violaciones a los derechos humanos.
Estos estudios se llevaron a cabo antes de los años de Reagan, cuando no
valía la pena estudiar el tema porque esas correlaciones eran patentes. No es
extraño, pues, que el presidente Obama nos aconseje mirar hacia delante y no
hacia atrás, doctrina conveniente para los que blanden los garrotes. Los que son
golpeados por ellos tienden a ver el mundo en forma diferente, con gran molestia
de nuestra parte.
* Noam Chomsky es autor de numerosas obras políticas de gran venta.
Sus libros más recientes son Failed States, The Abuse of
Power and the Assault on Democracy y What We Say Goes, libro de
conversaciones con David Barsamian. La editorial New Press acaba de publicar The Essential Chomsky
(editado por Anthony Arnove), colección de sus escritos sobre política y
lingüística de 1950 a la época actual.
Impreso con permiso de TomDispatch.com
© Noam Chomsky 2009
Traducción: Jorge Anaya
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