Rememorando el 11-S una década después ¿Había
otra alternativa?
Noam Chomsky TomDispatch.com 9 de septiembre de 2011
Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández
Nos estamos aproximando al décimo aniversario de las horrendas atrocidades
acaecidas el 11 de septiembre de 2001, unos hechos que, según se considera a
amplios niveles, cambiaron el mundo. El pasado 1 de mayo un equipo de los
comandos de elite estadounidenses, los SEAL de la Marina, asesinaron al presunto
cerebro del crimen, Osama bin Laden, después de capturarle, desarmado e
indefenso, a través de la Operación Jerónimo.
Un grupo de analistas ha observado que aunque finalmente se haya acabado con
Bin Laden, éste consiguió, no obstante, algunos éxitos importantes en su guerra
contra EEUU. “Afirmó repetidamente que el único camino para sacar a EEUU del
mundo musulmán y derrotar a sus sátrapas era involucrar a los estadounidenses en
una serie de pequeñas pero onerosas guerras que les llevaran finalmente a la
bancarrota”, escribe Eric Margolis. “‘Sangrar a Estados Unidos’, en sus propias
palabras”. A EEUU, primero bajo George W. Bush y después con Barack Obama, le
faltó tiempo para precipitarse en la trampa… Resulta grotesco que los inflados
desembolsos militares y la dependencia de la deuda… puedan ser el legado más
pernicioso del hombre que pensaba que podía derrotar a EEUU”, especialmente en
unos momentos en que la extrema derecha está cínicamente explotando el tema de
la deuda, con la connivencia del establishment demócrata, para socavar lo
que queda de programas sociales, educación pública, sindicatos y, en general,
las barreras que aún resisten ante la tiranía de las corporaciones.
Que Washington se inclinó por cumplir los más fervientes deseos de bin Laden
fue algo que se puso en evidencia de inmediato. Como expuse en mi libro
“9-11”, escrito poco después de que ocurrieran los ataques, nadie con
conocimiento sobre la región fue capaz de reconocer “que un ataque masivo contra
una población musulmana era la respuesta a las plegarias de bin Laden y sus
socios, y que conduciría a EEUU y a sus aliados hacia una ‘trampa diabólica’,
como señaló el ministro francés de Asuntos Exteriores”.
El importante analista de la CIA responsable desde 1996 de seguirle el rastro
a Osama bin Laden, Michael Scheuer, escribió poco después que “bin Laden le ha
precisado muy bien a EEUU las razones por las que está emprendiendo la guerra
contra nosotros. [Él] está decidido a cambiar drásticamente las políticas
estadounidenses y occidentales hacia el mundo islámico”, y en gran medida lo ha
conseguido: “Las fuerzas y políticas de EEUU están completando la radicalización
del mundo islámico, algo que Osama bin Laden trató de conseguir con un éxito
sustancial aunque incompleto desde los primeros años de la década de 1990. Como
consecuencia, pienso que es justo concluir que los EEUU de América siguen siendo
el único aliado indispensable de bin Laden”. Y bien podría decirse que así sigue
siendo incluso después de su muerte.
El primer 11-S
¿Había alternativa? Hay muchas posibilidades de que el movimiento yihadista,
gran parte de él muy crítico hacia bin Laden, se hubiera dividido y debilitado
tras el 11-S. “El crimen contra la humanidad”, como fue justamente denominado,
podría haberse considerado como tal crimen y haber llevado a cabo una operación
internacional para apresar a los posibles sospechosos. Pero aunque en aquel
momento se reconoció tal posibilidad, ni siquiera se pasó a considerar la idea
de hacerlo así.
En “11-9”, citaba la conclusión de Robert Fisk de que el “horrendo
crimen” del 11-S se cometió de forma “perversa y con una crueldad
impresionante”, una valoración certera. Es útil tener en mente que los crímenes
podrían haber sido incluso peores. Supongamos, por ejemplo, que el ataque
hubiera llegado hasta a bombardear la Casa Blanca, matar al presidente, imponer
una dictadura militar brutal que asesinara a miles y torturara a decenas de
miles mientras establecía un centro internacional de terror para ayudar a
imponer estados similares de tortura y terror por todas partes y desarrollar una
campaña internacional de asesinatos; y como estímulo adicional, hubieran traído
un equipo de economistas –llamémoslos “los chicos de Kandahar”- para hundir
velozmente la economía en una de las mayores depresiones de su historia. Eso,
francamente, hubiera sido mucho peor que el 11-S.
Lamentablemente, este no es un pensamiento experimental. Sucedió. La única
inexactitud en ese breve relato es que las cifras se habrían multiplicado por 25
para producir los equivalentes per capita en la medida apropiada. Desde
luego, me estoy refiriendo a lo que en Latinoamérica se llama a menudo “el
primer 11-S”, el 11 de septiembre de 1973, cuando EEUU consiguió tras intensos
esfuerzos derrocar al democrático gobierno de Salvador Allende en Chile con un
golpe militar que colocó en el poder al brutal régimen del general Pinochet. El
objetivo, en palabras de la administración Nixon, era matar el “virus” que
pudiera animar a todos aquellos “extranjeros dispuestos a putearnos”
apropiándose de sus propios recursos y siguiendo de diversas maneras una
política intolerable de desarrollo independiente. Al fondo estaba la conclusión
del Consejo Nacional de Seguridad de que si EEUU no podía controlar
Latinoamérica, no podía esperar “conseguir un orden que le fuera favorable en
otros lugares del mundo”.
El primer 11-S, a diferencia del segundo, no cambió el mundo. No se produjo
“nada que tuviera muy grandes consecuencias”, como Henry Kissinger aseguraba a
su jefe pocos días después.
Estos acontecimientos de consecuencias pequeñas no se limitaron al golpe
militar que destruyó la democracia chilena y puso en marcha la historia de
horror que le siguió. El primer 11-S fue justo uno de los actos de un drama que
empezó en 1962, cuando John F. Kennedy cambió la misión del ejército
latinoamericano de “defensa hemisférica” –una anacrónica reliquia de la II
Guerra Mundial- por “seguridad interna”, un concepto que implicó una aterradora
interpretación en los círculos latinoamericanos bajo dominio estadounidense.
En la recientemente publicada por la Universidad de Cambridge “History of
the Cold War”, el erudito latinoamericano John Coatsworth escribe que desde
ese momento hasta “el colapso soviético en 1990, las cifras de prisioneros
políticos, víctimas de tortura y ejecuciones de disidentes políticos no
violentos en Latinoamérica superaron inmensamente a las de la Unión Soviética y
sus satélites del Este de Europa”, incluyendo también muchos mártires religiosos
y asesinatos masivos, siempre apoyados o iniciados en Washington. El último acto
importante de violencia fue el brutal asesinato de seis importantes
intelectuales latinoamericanos, sacerdotes jesuitas, pocos días antes de la
caída del Muro de Berlín. Los autores fueron un batallón de elite salvadoreño,
que ya había dejado un estremecedor rastro de sangre, recién salidos del
entrenamiento de la JFK School of Special Warfare, que actuaban bajo las órdenes
directas del alto mando del estado clientelista de EEUU.
Desde luego, las consecuencias de esta plaga hemisférica siguen aún
reverberando.
Del secuestro y la tortura al asesinato
Todo eso, y más cosas aún del mismo cariz, se desechan como algo de escasas
consecuencias y se olvidan. Aquellos cuya misión es gobernar el mundo disfrutan
de una imagen más confortable, suficientemente bien articulada en el actual
número de la prestigiosa (y valiosa) revista del Royal Institute of
International Affairs en Londres. El artículo principal aborda “el visionario
orden internacional” de la “segunda mitad del siglo XX”, marcada por “la
universalización de una visión estadounidense de prosperidad comercial”. Algo
hay en ese sentido, pero expresa bien poco de la percepción de quienes se llevan
la peor parte.
Lo mismo ocurre respecto al asesinato de Osama bin Laden, que pone fin al
menos a una fase de la “guerra contra el terror” vuelta a declarar por el
presidente George W. Bush en el segundo 11-S. Permítannos volver a reflexionar
sobre ese suceso y su significado.
El 1 de mayo de 2011, Obama bin Laden fue asesinado en un recinto que no
contaba prácticamente con protección alguna mediante una misión de asalto de 79
SEAL de la Marina, que entraron en Pakistán en helicóptero. Después de que el
gobierno facilitara y retirara muchas historias escabrosas, los informes
oficiales dejaron cada vez más claro que la operación fue un asesinato
planificado que violó múltiples normas elementales de derecho internacional,
empezando por la invasión misma.
Parece que no hubo intento alguno de apresar a la desarmada víctima, lo que
presumiblemente podrían haber hecho con facilidad 70 comandos que no enfrentaron
oposición alguna, excepto, según informaron, de su mujer, también desarmada, a
la que dispararon, en defensa propia, mientras “arremetía” contra ellos, según
explicó la Casa Blanca.
El veterano corresponsal en Oriente Medio Yochi Dreazen y sus colegas del
Atlantic fueron quienes proporcionaron una reconstrucción verosímil de
los hechos. Dreazen, que anteriormente fue corresponsal en temas militares para
el Wall Street Journal, es un importante periodista del National Journal
Group que cubre asuntos militares y de seguridad nacional. Según su
investigación, los planes de la Casa Blanca no parecían haber considerado la
opción de capturar a bin Laden vivo: “La administración dejó claro al
clandestino Mando Conjunto de Operaciones Especiales que querían a bin Laden
muerto, según un alto funcionario estadounidense con conocimiento de las
discusiones. Un oficial militar de alto rango informó sobre el asalto diciendo
que los SEAL sabían que su misión no era cogerle vivo”.
Los autores añaden: “Para muchos del Pentágono y de la CIA que se habían
pasado casi una década tratando de cazar a bin Laden, asesinar al combatiente
era un acto necesario y justificado de venganza”. Además, “capturar vivo a bin
Laden hubiera también supuesto para la administración todo un conjunto de
irritantes desafíos políticos y legales”. Mejor era, pues, asesinarle y tirar su
cuerpo al mar sin realizar una autopsia considerada esencial tras un asesinato,
un acto que previsiblemente provocó mucha ira y escepticismo en gran parte del
mundo musulmán.
Como demuestra la investigación del Atlantic, “la rotunda decisión de
asesinar a bin Laden fue la más clara demostración hasta la fecha de un aspecto
poco reseñado de la política contraterrorista de la administración Obama. La
administración Bush capturaba a miles de sospechosos combatientes y les enviaba
a campos de detención en Afganistán, Irak y la Bahía de Guantánamo. En cambio,
la administración Obama se ha centrado en eliminar a terroristas individuales en
vez que tratar de cogerlos vivos”. Esta es una de las diferencias importantes
entre Bush y Obama. Los autores citan al antiguo canciller de Alemania
Occidental Helmut Schmidt, quien “dijo a la televisión alemana que el asalto
estadounidense supuso ‘de forma absolutamente clara una violación del derecho
internacional’ y que debería haberse detenido y procesado a bin Laden”, a
diferencia del Fiscal General de EEUU Eric Holder, quien “defendió la decisión
de matar a bin Laden aunque no supusiera una amenaza inmediata para los SEAL de
la Marina, diciendo en un panel en el Congreso… que el asalto había sido ‘legal,
legítimo y adecuado en todos los aspectos’”.
Los aliados criticaron asimismo el hecho de que se deshicieran el cuerpo sin
realizar autopsia. El muy apreciado jurista inglés Geoffrey Robertson, que apoyó
la intervención y se opuso en gran medida a la ejecución a partir de motivos
pragmáticos, describió sin embargo la afirmación de Obama de que “se había hecho
justicia” como un “absurdo” que debería haber resultado obvio para un antiguo
profesor de derecho constitucional. La ley pakistaní “exige una investigación
colonial en caso de muerte violenta, y las leyes internacionales de los derechos
humanos insisten en que ‘el derecho a la vida’ exige una investigación cuando a
partir de una acción policial o gubernamental se produce una muerte violenta.
EEUU tiene por tanto el deber de realizar una investigación que satisfaga al
mundo acerca de las verdaderas circunstancias de ese asesinato”.
Robertson nos recuerda útilmente que “no siempre fue así. Cuando llegó el
momento de decidir el destino de hombres mucho más implicados que Osama bin
Laden en actos perversos –los líderes nazis-, el gobierno británico quiso
colgarles en las seis horas siguientes a su captura. El presidente Truman puso
reparos, citando la conclusión del juez Robert Jackson de que ‘la conciencia
estadounidense no debería asumir fácilmente, ni nuestros niños deberían recordar
con orgullo, una ejecución sumaria… la única vía es determinar la inocencia o
culpabilidad de los acusados tras una vista que fuera tan desapasionada como lo
permitieran los tiempos y a partir de unos antecedentes que dejen claros
nuestras razones y motivos’”.
Eric Margolis comenta que el hecho de que “Washington no haya hecho nunca
pública la prueba de su afirmación de que Osama bin Laden estaba tras los
ataques del 11-S”, posiblemente sea una de las razones por la que las “encuestas
muestran que casi una tercera parte de los encuestados estadounidenses creen que
el gobierno de EEUU y/o Israel estaban tras el 11-S”, mientras que en el mundo
musulmán el escepticismo es mucho mayor. “Un juicio abierto en EEUU o en La Haya
habría expuesto esas afirmaciones a la luz del día”, continúa, una razón
práctica por la que Washington debería haberse sometido a la ley.
En sociedades que profesan algún respeto por la ley, se detiene a los
sospechosos y se les somete a un juicio justo. Hago hincapié en la palabra
“sospechosos”. En junio de 2002, el jefe del FBI Robert Mueller, en lo que el
Washington Post describía como “sus más detallados comentarios públicos
acerca de los orígenes de los ataques”, pudo tan solo decir que “los
investigadores tienen la idea de que los ataques del 11-S contra el World Trade
Center y el Pentágono procedían de los dirigentes de Al Qaida en Afganistán, que
la conspiración última se preparó en Alemania y que la financiación se produjo a
través de los Emiratos Árabes Unidos desde fuentes en Afganistán”.
Lo que el FBI creía y pensaba en junio de 2002 no era lo que sabía ocho meses
antes, cuando Washington descartó las ofertas tentativas de los talibanes (si
éstas eran serias es algo que ignoramos) de permitir que se juzgara a bin Laden
si se les presentaban pruebas de su culpabilidad. Por tanto, no es verdad, como
el presidente Obama afirmó en su declaración en la Casa Blanca tras la muerte de
bin Laden, que “nosotros supimos rápidamente que era Al Qaida quien había
perpetrado los ataques del 11-S”.
No ha habido nunca razón alguna para dudar de lo que el FBI creía a mediados
de 2002, pero eso nos aleja de la prueba de culpabilidad exigida en las
sociedades civilizadas y, cualquiera que sea esa prueba, no justifica el
asesinato de un sospechoso que al parecer podría haber sido fácilmente detenido
y llevado a juicio. Y las pruebas aportadas desde entonces confirman en gran
media esa apreciación. Así, la Comisión del 11-S proporcionó amplias pruebas
circunstanciales del papel de bin Laden en el 11-S basadas fundamentalmente en
lo dicho por los prisioneros de Guantánamo en sus confesiones. Dudo mucho que
gran parte de todo eso hubiera podido sostenerse ante un tribunal independiente,
si consideramos los métodos seguidos para conseguir las confesiones. Pero en
cualquier acontecimiento, las conclusiones de una investigación autorizada por
el Congreso, aunque convenzan a quienes las consigue, no satisfacen el nivel
necesario de una sentencia emitida por un tribunal creíble, que es lo que
transforma la categoría del acusado de sospechoso en culpable.
Se cuentan muchas cosas de la “confesión” de bin Laden, pero eso fue un
alarde y no una confesión, con tanta credibilidad como si yo “confieso” que gané
el maratón de Boston. La jactancia nos dice mucho acerca de su carácter pero
nada sobre su responsabilidad en lo que él consideraba como el gran logro del
que quería atribuirse el mérito.
Una vez más, todo esto es, claramente, muy independiente de los juicios que
uno pueda hacer acerca de su responsabilidad, que de inmediato se estimó clara,
incluso antes de la investigación del FBI y así sigue siendo aún.
Crímenes de agresión
Merece la pena añadir que gran parte del mundo musulmán reconoció la
responsabilidad de bin Laden y le condenó. Un ejemplo significativo es el del
distinguido clérigo libanés Sheij Fadlallah, muy respetado en general por
Hizbollah y los grupos chiíes, incluso fuera del Líbano. Tenía alguna
experiencia de asesinatos. A él mismo le habían intentado asesinar: mediante un
camión-bomba en el exterior de una mezquita, en una operación organizada por la
CIA en 1985. Logró escapar pero mataron a otras 80 personas, en su mayoría
mujeres y niñas que salían de la mezquita, uno de esos innumerables crímenes que
no entran en los anales del terror debido a la falacia del “error de la
agencia”. El Sheij Fadlallah condenó con dureza los ataques del 11-S.
Uno de los principales especialistas en el movimiento yihadista, Fawaz
Gerges, sugiere que el movimiento podría haberse escindido en aquel momento si
EEUU hubiera explotado la oportunidad en vez de fomentarlo, especialmente por el
ataque contra Irak, una gran bendición para bin Laden, que produjo un agudo
incremento del terrorismo, como ya habían anticipado las agencias de
inteligencia. Por ejemplo, en las audiencias Chilcot para investigar los
antecedentes de la invasión de Irak, el ex jefe de la agencia de la inteligencia
británica interna, el MI5, testificó que tanto la inteligencia británica como la
estadounidense eran conscientes de que Sadam no constituía ninguna amenaza
seria, que era probable que la invasión incrementara el terrorismo y que las
invasiones de Irak y Afganistán habían radicalizado a determinadas partes de una
generación de musulmanes que consideraban las acciones militares como un “ataque
contra el Islam”. Como ocurre muy a menudo, la seguridad no era una prioridad
importante para la acción estatal.
Podría resultar instructivo preguntarnos a nosotros mismos cómo
reaccionaríamos si una serie de comandos iraquíes hubieran aterrizado en el
recinto donde pudiera encontrarse George W. Bush, le hubieran asesinado y
hubieran arrojado su cuerpo al Atlántico (tras los adecuados ritos funerarios,
desde luego). Indiscutiblemente, no era un “sospechoso”, pero “el que decide”,
el que dio las órdenes de invadir Irak, es decir, de cometer el “crimen
internacional supremo que difiere solo de otros crímenes de guerra en que en sí
mismo contiene el acumulado mal del todo” por el que los criminales nazis fueron
colgados: los cientos de miles de muertos, los millones de refugiados, la
destrucción de la mayor parte del país y de su patrimonio nacional y el homicida
conflicto sectario que se ha extendido ahora al resto de la región. Igualmente,
de forma indiscutible, estos crímenes excedían cualquier cosa que pudiera
atribuírsele a bin Laden.
Decir que todo esto es indiscutible, que lo es, no implica que no se
deniegue. La existencia de quienes creen que la tierra es plana no cambia el
hecho de que, indiscutiblemente, la tierra no es plana. Igualmente, es
indiscutible que Stalin y Hitler fueron responsables de crímenes horrendos,
aunque sus leales lo nieguen. De nuevo, todo eso debería ser demasiado obvio
como para tener que comentarlo, y lo es, excepto en una atmósfera de histeria
tan extrema que bloquea todo pensamiento racional.
De forma parecida, es indiscutible que Bush y asociados cometieron el “crimen
internacional supremo”: el crimen de agresión. El juez Robert Jackson, jefe de
la acusación de EEUU en Nuremberg, definió bastante claramente ese crimen. Un
“agresor”, expuso Jackson en su declaración de apertura, es un estado que es el
primero en cometer acciones tales como “invadir con sus fuerzas armadas, con o
sin declaración de guerra, el territorio de otro Estado…” Nadie, ni siquiera los
más radicales defensores de la agresión, niega que eso fue lo que Bush y
asociados hicieron.
Haríamos bien asimismo en recordar las elocuentes palabras de Jackson en
Nuremberg sobre el principio de universalidad: “Si ciertos actos que violan
tratados son crímenes, tienen tal carácter de crímenes, ya sea Estados Unidos o
Alemania quienes los perpetren, y no estamos dispuestos a establecer una norma
de conducta criminal contra otros que no estemos dispuestos a invocar contra
nosotros mismos”.
Queda claro también que las anunciadas intenciones resultan irrelevantes,
aunque se crea realmente en ellas. Archivos internos revelan que los fascistas
japoneses pensaban al parecer que arrasando China estaban trabajando para
convertirla en un “paraíso terrestre”. Y aunque pueda ser difícil de imaginar,
puede concebirse que Bush y compañía creían que estaban protegiendo al mundo de
su destrucción por las armas nucleares de Sadam. Todo irrelevante, aunque los
ardientes seguidores en todas partes puedan tratar de convencerse ellos mismos
de otra cosa.
Nos quedan dos opciones: o Bush y asociados son culpables del “crimen
internacional supremo”, incluyendo todos los males que siguieron, o declaramos
que los procedimientos de Nuremberg fueron una farsa y los aliados fueron
culpables de asesinato judicial.
La mentalidad imperial y el 11-S
Pocos días antes del asesinato de bin Laden, Orlando Bosch murió
tranquilamente en Florida, donde residía junto a su cómplice Luis Posada
Carriles y muchos otros socios del terrorismo internacional. Después de que el
FBI le acusara de decenas de crímenes terroristas, Bush le garantizó a Bosch el
perdón presidencial ignorando las objeciones del Departamento de Justicia, que
encontraba “inevitable que esa conclusión resultara perjudicial para los
intereses públicos de EEUU al proporcionar un puerto seguro a Bosch”. La
coincidencia entre esas muertes trae de inmediato a la mente la doctrina de
Busch II: “convertida ya en… una norma de facto de las relaciones
internacionales”, que, según el renombrado especialista en relaciones
internacionales de Harvard Graham Allison, “revoca la soberanía de los estados
que proporcionan santuario a terroristas”.
Allison se refiere al pronunciamiento que Bush II dirigió a los talibanes:
“Aquellos que alberguen terroristas son tan culpables como los mismos
terroristas”. Por tanto, esos estados han perdido su soberanía y se convierten
en objetivos de atentados terroristas, por ejemplo, el estado que ha albergado a
Bosch y a su cómplice. Cuando Bush emitió esta nueva “norma de facto de
las relaciones internacionales”, nadie pareció darse cuenta de que estaba
haciendo un llamamiento a la invasión y destrucción de EEUU y al asesinato de
sus criminales presidentes.
Nada de esto es problemático, por supuesto, si rechazamos el principio del
juez Jackson de la universalidad y adoptamos en su lugar el principio de que
EEUU se ha auto-inmunizado frente al derecho y a los convenios internacionales,
como su gobierno ha dejado muy claro con frecuencia.
También merece la pena reflexionar acerca del nombre aplicado a la operación
bin Laden: Operación Jerónimo. La mentalidad imperial es tan profunda que muy
pocos parecen ser capaces de percibir que la Casa Blanca está glorificando a bin
Laden al llamarle “Jerónimo”, el jefe indio apache que dirigió la valiente
resistencia contra los invasores de los territorios apaches.
La elección casual del nombre es una reminiscencia de la facilidad con la que
apodamos nuestras homicidas armas con los nombres de las víctimas de nuestros
crímenes: Apache, Blackhawk… Es posible que reaccionáramos de forma diferente si
la Luftwaffe hubiera llamado a sus aviones de combate “Judío” y
“Gitano”.
Los ejemplos mencionados caerían bajo la categoría de la “excepcionalidad
estadounidense” si no fuera por el hecho de que la fácil supresión de los
crímenes de uno está prácticamente siempre presente entre los estados poderosos,
al menos entre aquellos que no han sido derrotados y obligados a reconocer la
realidad.
Quizá la administración percibía el asesinato como un “acto de venganza”,
como concluye Robertson. Y quizá el rechazo de la opción legal de un juicio
refleja una diferencia entre la cultura moral de 1945 y la de hoy, como él
sugiere. Cualquiera que fuera el motivo, apenas tiene que ver con la seguridad.
Como en el caso del “crimen internacional supremo” perpetrado en Irak, el
asesinato de bin Laden es otra ilustración del importante hecho de que muy a
menudo la seguridad no es una prioridad importante en las acciones estatales,
muy al contrario de la doctrina exhibida.
Noam Chomsky es profesor emérito de Lingüística y Filosofía del Instituto
Tecnológico de Massachusetts, en Cambridge, Massachusetts. Su libro más reciente
es “9-11: Was There an Alternative?” (Seven Stories Press),
resumido en el presente artículo.
Fuente: http://www.tomdispatch.com/post/175436/
tomgram%3A_noam_chomsky%2C_the_imperial_mentality_and_9_11/#more
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